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Una vida de contradicciones

Horario de atención continúa con Camila Serafini, profesora de italiano, defensora de la universidad pública en Italia y empleada de una privada en Colombia.

por

Santiago Parga Linares


31.10.2017

Camila Serafini llega tarde a su oficina. Viene a la carrera, con un montón de bolsas llenas de papeles, exámenes quizás. Parece que hubiese subido corriendo los cinco pisos del edificio Franco, donde ella, junto con los demás profesores de idiomas de la universidad (casi todos de cátedra) tienen sus horarios de atención. Camila entra no a su oficina, sino a la de al lado, la de Valeria Busnelli, colega suya y, por como hablan, con la desenvoltura y franqueza que solo parece posible en italiano, su amiga. Camila, me entero porque el italiano no se deja contener en las paredes y puertas de vidrio de las oficinas, tiene hambre y está cansada. Es comprensible. Viene de una maratónica jornada: clases de idioma (que cansan más, lo sé por experiencia) desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde, sin pausas. Armada con las recomendaciones de Valeria, Camila se dispone a pedir el almuerzo a domicilio, cosa que odia, para comer a la carrera y sola frente al computador, que odia todavía más.

Profesora de italiano desde hace 12 años, 11 en la Universidad de los Andes, Camila tiene más o menos 100 estudiantes de diferentes niveles de italiano cada semestre. Es, además, coordinadora del área de italiano del Departamento de Lenguas y Culturas. Eso hace de ella una especie de anomalía entre los profesores de cátedra, pues son pocos los que tienen responsabilidades administrativas además de las pedagógicas. Como me contará más adelante, ella es pésima para las cosas prácticas: “alérgica a la burocracia”, dice. La ironía no se le escapa: es coordinadora de área, un trabajo sobre todo administrativo y, sí, burocrático, que hace bien desde hace años.

Camila llegó a Colombia hace 12 años, después de pasar un año de mochilera en México y siguiendo a su compañero del momento, que vino a Bogotá a trabajar en la Alianza Francesa. La necesidad la llevó al Instituto Italiano de Cultura. Quería dar clases de cine, pero le ofrecieron una de italiano, de nivel intermedio. Con relativamente poca experiencia en la enseñanza de idiomas (había enseñado francés en Italia, pero nunca había pensado en enseñar italiano) y sin un ápice de apoyo o dirección del Instituto, se lanzó a dar clases. Fue una mala experiencia: “en pánico la noche anterior, trasnochando y pensando qué voy a ir a decirles al día siguiente”, cuenta. Los Andes, a donde llegó unos años después y luego de unos ocho meses de desempleo (cortesía de problemas de papeles, visas y contratos), ha sido completamente diferente. Con un departamento organizado, un ambiente amistoso, casi familiar, Camila ha encontrado su lugar.

Como estudiante, la lucha significa hacer manifestaciones, contestar la reforma, leerse los programas, criticarlos y hacer propuestas.

Pero en Italia, familiares y amigos no le pueden creer que trabaje solo lunes, miércoles y viernes y que tenga casi tres meses de vacaciones. Las libertades y flexibilidades del empleo contingente del profesor de cátedra le funcionan a Camila, y desde su posición de coordinadora, puede asegurarse de que ni ella ni sus colegas pasen de un semestre a otro con la incertidumbre de si van a tener o no trabajo. Pero lo que no le creen en Italia es que trabaje en una universidad privada. Y es que Camila tiene historia en el movimiento sindical estudiantil en Italia y, para ella y su familia, la universidad privada es, en muchos sentidos, el enemigo. “Como estudiante, la lucha significa hacer manifestaciones, contestar la reforma, leerse los programas, criticarlos y hacer propuestas”, cuenta Camila. » Después, seguía apoyando el sindicato autónomo. Hacía conferencias o informaba a los estudiantes qué iba a pasar o las finalidades reales que se esconden detrás de una reforma que parece maravillosa.” Aquí está la otra gran contradicción en la vida profesional de Camila Serafini, una que no puede resolver.

Porque ella pasó su infancia en el sistema de la educación pública en Italia: su madre tuvo siempre cargos administrativos, su padre fue auxiliar técnico. Lo mismo el resto de su familia. Naturalmente Camila pasó años luchando por la escuela pública, la lleva en la sangre, así que irse al otro lado del mundo a trabajar en una privada es, por decirlo suavemente, raro. Porque la universidad privada en Italia no es lo mismo que aquí. Allá, es “donde van los burros. Los que no pueden entrar a la pública buena, van allá a pagar para que les den su cartón”, cuenta Camila.

Camila no tiene ni idea de cómo reconciliar esa contradicción en su vida. Lo máximo que puede hacer es levantar los hombros y sonreír. Eso y asegurarse de que sus estudiantes, así estén ahí para aprender italiano, piensen en lo que significa estar en la universidad privada más cara de un país pobre, que Colombia tengas pocas universidades públicas que no dan abasto, que las entradas de la universidad estén vigiladas por guardias, perros y cámaras, que nuestra biblioteca, un lugar de aprendizaje, requiera un carné sólo para entrar. «Es un espacio de estudio, y debería ser de todos. Pero no lo es, claro”, dice Camila. “Porque están pagando. Es difícil”. Sí, es difícil. Las contradicciones de la educación superior privada tampoco se me escapan a mí. Pero tampoco sabría cómo resolverlas.

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