“La belleza también puede ser estéril: un mar sin peces”
Barroco tropical. José Eduardo Agualusa
Resulta muy complicado romper los códigos tan férreos de un género, en especial de uno tan popular como las películas de acción. Los fierros (2019) del director colombiano Pablo González cumplen con los requisitos básicos del género, aunque agregan un elemento dramático distinto. Esta es la historia de dos hermanos: Federico (Alejandro Buitrago), que cumplió una condena en la cárcel y ha vuelto a casa, y Ramiro (Rodrigo Hernández), el hermano menor que durante la ausencia de Federico ha estado bajo el servicio del capo del pueblo, Henry (Andrés Castañeda). Ramiro tiene un gallo que usa para ganar dinero en las galleras. Por culpa de este negocio Ramiro ha quedado endeudado con Henry, por lo que Federico, a pesar de querer cambiar su vida y no querer volver a ser un delincuente, decide ayudar a su hermano y vengarse de Henry.
El desenlace de esta historia es trágico, mucho más parecido al de una tragedia clásica: la muerte de uno de los hermanos a manos de sus padres. Esto, quizá es uno de los elementos más llamativos de una película cargada de una violencia desmedida y desproporcionada. La historia de los dos antihéroes, que en una narrativa un poco más tradicional serían los vencedores, termina con la muerte de uno y con la ruina del otro. No hay escapatoria, pareciera decir la película, estamos metidos en un mundo horrible, lleno de violencia, donde instituciones como la familia ya no tienen valor y en el que valores como la lealtad o el amor son sólo palabras vetustas de un discurso obsoleto.
Federico, que al principio de la película aparece con su hermano conduciendo una moto, a punto de cometer un robo, es un motociclista sobresaliente. Por su destreza con la moto decide enfrentarse con Henry en una carrera. Ramiro, que en principio lo alentó y lo ayudó a reparar la moto para participar en la carrera, le dice que debe perder, que Henry tiene que ganar. Federico hace caso omiso de la advertencia de su hermano y gana la carrera. El castigo de Henry no es con los hermanos, o por lo menos no directamente. Luego de amenazarlos y de ratificar su poder, ata la moto a su camioneta y la arrastra por toda la tierra, mientras que la cámara se fija en cómo este objeto se deshace en el recorrido. Esta cruenta imagen, que no resulta tan fuerte por el sujeto que está siendo arrastrado, tiene un origen muy reconocido en la literatura clásica. Canta el divino bardo de la antigua Grecia en La Ilíada que Aquiles, luego de vencer en combate a Héctor comete “ignominiosas acciones”, y agrega: “lo perforó por detrás de los tendones de ambos pies desde el talón hasta el tobillo, pasó por ahí unas correas de cuero y las ató al carro, dejando que la cabeza arrastrara. Tras recoger su gloriosa armadura, subió entonces al carro y fustigó a los caballos para que se pusieran en marcha, y éstos volaron sin mostrarse remisos” (Homero. Il. XXII. vv.398-400). ¿Qué implica el cambio del cuerpo físico al de una máquina? No es que la imagen que presenta Los fierros se menos violenta, no se trata de un problema de intensidad o cantidad. Se trata de que, ante los ojos de Federico, Henry ha arrastrado y destruido su única pasión, su único talento. Federico es destruido de forma simbólica, ya que este acto no consiste en acabar con el otro, sino con reafirmar el poder. Haber asesinado Ramiro o a Federico no hubiera hecho de Henry un poderoso jefe, porque habría perdido a dos súbditos. Su acción habla sobre un método de control, sobre un régimen violento que aparente ser más pasivo, pero que deja ver el horror del poder y de sus mecanismos de perpetuación.
La elección de esta imagen y de este episodio que resuena con la tradición literaria, no es un ejercicio de erudición. Pareciera ser una elección un poco más ingenua que se vale de la violencia en sí misma, que no piensa en el peso de su origen. Constantemente se vuelve al terreno de la violencia en la película, pero sólo como un gesto recreativo, no como un punto de reflexión. Mientras que el acto ignominioso de Aquiles con el cuerpo de Héctor paraliza al lector y le permite leer los horrores de la guerra condensados en un solo cuerpo, aquí, en la moto de Federico, no hay ninguna apelación a la sensibilidad, ningún uso de la reflexión sobre la violencia. Por el contrario, la potencia de la imagen queda suspendida y la persona que ve la película (quizá sólo sea yo) no transforma ni se conmueve. Hasta cierto punto es deseable que la moto sea destruida, pues ella es símbolo de la violencia, es el vehículo que muy posiblemente llevo a Federico a la cárcel y, para no aventurarse en teorías sobre aquello que no está en la película, se puede afirmar que es una de las armas que usan los hermanos para atacar a su padre. La destrucción de este símbolo llevaría a la redención, acabaría con la violencia del sicariato. Sin embargo, la película sólo refuerza su premisa violenta con la destrucción de este símbolo, abre la puerta a una ola de violencia a un más cruda. El cuerpo de Héctor fue el detonante para detener la guerra, fue el medio por el cual Aquiles y Príamo pudieron reconciliarse, mientras que en Los fierros la destrucción de la moto es la perpetuación de la violencia, la creación de una serie de eventos aún más macabros, donde no hay paso para el perdón ni para la reconciliación, sólo para el fortalecimiento de la venganza rampante.
Causa sorpresa ver encabezados como el de La vanguardia, en el que se puede leer: “ ‘Los fierros’ película colombiana que retrata el amor y desenfreno”. ¿Existe el amor en una familia que planea el robo a su propio núcleo y que acaba con la muerte del hijo a manos de su padre? Las alarmas se encienden y el frío recorre el cuerpo al ver cómo frases hechas tan a la ligera demuestran una falta de compromiso con la película y con el quehacer crítico. En esta película no hay amor, no se puede hablar de amor en un espacio donde no hay respeto por el otro. No se trata de una benevolencia por las estructuras familiares, no se trata de decir que el amor sólo es posible en una familia heterosexual (valor que con insistencia quiere destacar la película). De lo que se trata es que no hay ningún tipo de amor posible en el mundo narrativo de Los fierros. No estoy seguro si es que deba haberlo, sólo me sorprende el slogan que se usa para describir algo que claramente está ausente de la película. Es la falta de amor, la falta de cuidado por el otro lo que lleva a toda esta ola de traiciones y asesinatos. No hay amor en el egoísmo, que es la fuerza imperante de estos personajes que ponen por encima de todos sus intereses.
No hay un deber ser, no hay que pedirle a la película que hable de sujetos distintos, ni que exalte valores en espacios donde no parece haber lugar para que ellos se fortalezcan. La sociedad planteada en este universo dramático está condenada por la tragedia. La violencia opera en todos lados, desde lo familiar hasta lo natural: aunque parecerá nimio para muchas personas que lean este texto, la película usa con crudeza y libertad una grabación de una pelea de gallos real. No es sólo el hecho de que se haya tomado una posición crítica frente a la violencia y la crueldad de una escena como esta, que podría ser explicada como una apuesta en aras del “realismo”, sino que esta escena es sólo un diagnóstico más grande de la obra: toda la violencia es presentada de forma verosímil, cercana a la realidad. La consecuencia de esta presentación tan escueta es hacer de la violencia un acto banal, la violencia en sí misma. No basta que la dirección de foto de Paulo Pérez esté bien ejecutada, ni que el trabajo de color de Cinecolor Colombia haya sido coherente y homogéneo a la hora de construir la atmósfera de la película, pues todos estos detalles técnicos caen en el terreno de la estetización de lo estéril. La belleza de la violencia, el uso de los mecanismos para mostrarla con mayor definición y nitidez, no son más que muestras de un dominio técnico sin un propósito crítico. Esta obra cae por su ambicioso proyecto que queda opacado por el brillo de los mecanismos técnicos.
(Datos bibliográficos:
Homero. La Ilíada. Trad. Óscar Martínez García. Alianza Editorial, 2016.)