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«Si un empresario es un analfabeta político, está perdido»

En el fútbol le decían que era «tronco» con el balón, pero ahora su cancha está en los salones de clase. El goleador de la historia empresarial en Colombia acaba de recibir su balón de oro: profesor emérito de los Andes.

por

Simón Samper


04.09.2014

Foto: Sebastián Vargas

Muchos lo conocen como profesor y autor de libros que son ya un hito en el campo de la historia empresarial colombiana. Otros por la creación del área de estudios de organizaciones en la Universidad de los Andes o por sus posiciones críticas sobre la educación en administración. Incluso algunos saben que Carlos Dávila Ladrón de Guevara ha sido uno de los “constructores” de la Facultad de Administración y desde julio pasado el primer profesor de la Facultad de Administración que logra ser profesor emérito de la Universidad. Pocos, sin embargo, saben que fue líder de un periódico estudiantil en la década de los sesenta y que el fútbol fue su gran pasión de juventud.

 

Carlos, ¿ser profesor universitario es la mejor profesión del mundo?

Yo no cambiaría mi vida académica por nada. Si pudiera devolver el tiempo, haría exactamente lo mismo que he hecho. Y por eso ante la pregunta “usted cuántas empresas ha gerenciado, profesor Dávila, cuántas empresas ha creado”, respondo: ninguna. No soy empresario ni gerente de nada. Yo soy profesor universitario de tiempo completo y  dedicación exclusiva.  Pero eso sí, como tal he dedicado mi vida a enseñar, investigar y escribir sobre gerentes y empresarios y su papel en el desarrollo económico.

 

¿En Colombia está subestimada esa profesión?

Claro que sí. A mí cuando me preguntan, «Carlos, ¿tú qué eres?”, y yo digo, “soy profesor de los Andes,” hay gente que –no con mala intención–  insiste: “Carlos, perdón ¿pero en qué trabajas?” Esta anécdota  muestra nítidamente un desprecio, una incomprensión por nuestro oficio.

 

Aun así usted volvería a hacer lo mismo.

Volvería a hacer lo mismo, y muy preferencialmente en la Universidad de los Andes. Los Andes cree en la educación (y la diferencia de engullir información), en la investigación y siempre ha ido adelante en muchas cosas.  Buena docencia no es que yo aprenda a ser un actor simpático para complacer al público; o que “dicte cátedra” por horas y horas para lucirme. Buena docencia es cuando el profesor acompaña a los estudiantes en su aprendizaje,  los reta a pensar por ellos mismos y desafía su lógica. Si lo puede hacer es porque conoce las temáticas que ha investigado y ha escrito sobre ellas. Eso en Colombia todavía es un gran descubrimiento, que hace falta en buena parte de las universidades de un país que se precia de tener no sé cuántas “instituciones de educación superior”. Y en los Andes, eso era claro desde que yo empecé aquí en los años sesenta. En la filosofía de Mario Laserna y el grupo de los fundadores era ya diáfano en 1948.

 

Usted es uno de los patriarcas de la historia empresarial en Colombia…

A mis tres grados académicos de pregrado y postgrado tan distintos, en ingeniería industrial, sociología y teoría de organizaciones, añado algo aún más desconcertante: ¡que no soy historiador! Pero no he pedido permiso para hacer historia, porque si lo hubiera hecho, estaría todavía tramitando que la asociación tal, la comisión burocrática de alguna cofradía examinaran mi hoja de vida para demostrarme, después de un estudio epistemológico, que no soy licenciado en historia. Simplemente había que hacerlo.

Afortunadamente, lo que comenzamos  a acometer en historia empresarial hace cuatro décadas se legitimó. Un cuarto de siglo después, en 2000, invité a muy destacados historiadores nacionales  y extranjeros a contribuir a un libro colectivo que coordiné. Ninguno se negó y, por el contrario, aceptaron que en el capítulo que cada quien escribió, yo ejerciera el duro papel de editor académico. De ahí salieron esos dos volúmenes  (Empresas y empresarios en la historia de Colombia) que se publicaron en 2003.

 

¿Y cómo fue ese paso por la ingeniería industrial?

Yo estaba predestinado para ser abogado javeriano. Me ganaba medallas en el colegio (San  Bartolomé, de los jesuitas) porque como que era buen estudiante y me ofrecieron una beca para estudiar derecho en la Javeriana. Pero a mí me pareció atractiva la  ingeniería, y me fui a estudiar a la Universidad Industrial de Santander. En parte tal vez fue por tener la experiencia de irme de mi casa en Bogotá, algo que era una aventura para un adolescente de Chapinero como yo. Si yo me hubiera quedado a estudiar derecho, me hubiera graduado en el 65. Y habría sido  “otro cuento”.  Por unos pocos años me salvé de ser de esa generación que representa un país que hace tiempo dejó de existir.

Foto: archivo personal de Carlos Dávila
Foto: archivo personal de Carlos Dávila

 

Y afortunadamente quedé enredado en una generación diferente: la de la “revolución de mayo del 68” que explotó en París, el hipismo, el revolcón de las costumbres. Y yo, por cosas de la vida, por haberme demorado unos años más, también por mis experiencias en una universidad pública, viví profundamente esa onda cuyo lema era “prohibido prohibir”.  Aquí y en Estados Unidos cuando me fui a hacer postgrado en Northwestern viví la protesta contra la Guerra en Vietnam, contra Nixon y su Watergate, contra el establecimiento. Gracias a eso, pienso ahora, quedé vacunado contra el dogmatismo, el clasismo y la grandilocuencia colombiana. Y engendré una fobia contra la dictadura explicativa del “sentido común” (especialmente cuando se habla sobre la compleja realidad colombiana) así como contra las “modas” gerenciales con sus best sellers, gurús y misioneros. Todavía la tengo.

 

Devolvámonos a su época de líder estudiantil…

Con Gabriel Galán, hermano mayor de Luis Carlos, fui líder de un periódico estudiantil en la UIS que se llamaba Movimiento. Teníamos la ingenuidad de publicar un periódico netamente académico y estudiantil frente a otros periódicos de la izquierda muy seria y formada políticamente. Éramos jóvenes y liberales en el sentido amplio de la palabra.

 

¿En Bucaramanga?

Sí, eso obviamente no fue aquí. Yo comencé a estudiar en la Universidad Industrial de Santander (UIS) y en la mitad de mi carrera hubo una huelga gigantesca que retumbó en todo el país y la universidad se cerró por varios meses. Inicialmente voté en contra de la huelga, pero luego vi que los directivos de la universidad y el gobernador del departamento comenzaron a hacer unos abusos tan grandes contra los estudiantes, y a inventar tantas cosas contra el movimiento estudiantil que me volví defensor público de la huelga.

Jaime Arenas, el gran líder estudiantil y presidente del comité de huelga, me dijo a mí y a otro estudiante, Roger Zarruk, que había que ir a Bogotá a unas conversaciones con el ministro de educación, Gómez Valderrama, y que había que tratar de que nos oyeran en El Tiempo para que se conociera la versión de los estudiantes: “Ustedes son como de la burguesía, Dávila es bogotano y conoce las maneras de la capital”. Entonces  vinimos a hablar con Roberto García Peña, el director de El Tiempo, que nos entrevistó. Y al día siguiente, en el editorial dominical escribió en términos muy positivos a favor de la huelga; esta también había ganado la simpatía del ministro Gómez Valderrama, un destacado intelectual liberal. El editorial criticó la versión del gobernador de Santander, enemigo acérrimo de los estudiantes.

 

¿Cuándo dejó la UIS?

En julio del 64, en plena huelga, mi papá me dijo, “Carlos, nosotros creemos en la huelga y te apoyamos pero la huelga parece indefinida y resulta que tienes que seguir estudiando y graduarte”, y me vine e hice transferencia para los Andes. Esta era una universidad de 800 estudiantes, muy exclusiva y cerrada donde se conocían entre todos. En las escaleras del edificio Franco, la gente subía y todo el mundo se saludaba. Había una  fraternity, a la usanza de las universidades de Estados Unidos, con fiesta anual en el club Los Lagartos. Además la Universidad tenía estándares muy exigentes y duros. Había estudiantes excelentes y obsesionados con ser los mejores y tener un promedio alto de notas. El sistema académico era muy diferente. La UIS tenía un sistema europeo de cátedra magistral, mientras que los Andes, siguiendo el modelo estadounidense tenía el talante en todas las carreras de la metodología centrada en el estudiante. Y el papel del profesor era enseñar a pensar.

Foto: archivo personal de Carlos Dávila
Foto: archivo personal de Carlos Dávila

 

¿Eso hace especial a la Universidad de los Andes?

Por su localización social y económica es una universidad de la élite. Quienes acceden a esta Facultad, a este cómodo edificio, no es el working class que quiere estudiar administración. Hay que tener claridad de eso para no andar hablando tonterías.  Esta universidad tiene una misión, y es transformar al país educando a la élite. Y si vamos a ayudar a la educación de la élite empresarial, tanto a los jóvenes de pregrado como a los mayores de alta gerencia o del MBA Ejecutivo, pues entonces la Facultad no puede ser igual que otras, no podemos gastar nuestro tiempo enseñando solo técnicas. Si a un egresado que sale de aquí le preguntan, “usted sabe las técnicas de liquidación de seguros contra incendios o los detalles de las técnicas de operación bancaria de la banca personal”, es probable que no tenga ni idea de qué le están hablando. Pero tiene capacidad de aprender rápido.

 

¿No estudian técnicas?

Claro que estudiamos algo de técnica pero de una manera inteligente y sensata.  No podemos gastar el tiempo de estudiantes y profesores en cursos sobre el “how to do it” (el cómo hacerlo). Eso le corresponde a otros centros educativos. O se puede hacer por internet. Y tenemos gran respeto por la teoría; creemos que es indispensable tener fundamentos teóricos en cualquier curso que enseñamos. Por otra parte lo clave para los estudiantes es aprender a leer y escribir bien, tener capacidad de análisis, de síntesis, argumentar, desarrollar criterio. Exigirse a sí mismo y pensar con rigor. Y no tenerle miedo a trabajar día y noche, sin quejarse.

 

¿No es delicado el uso de la palabra élite?

Es que “élite” no es una palabra fea. Es un término sociológico. No nos avergoncemos de hablar en estos términos. Élite es el conjunto de personas que respecto a determinado atributo tiene los máximos puntajes. La élite de la belleza son aquellas personas que tienen 100 en belleza. Cualquier universidad, pública o privada, debiera aspirar a formar una élite intelectual. En el caso de los Andes resulta que, además, los estudiantes en buena parte provienen de la élite económica y social. La élite no son los villanos, los “malos del paseo”, como tampoco son los héroes de la sociedad. Son, simplemente,  el grupo de gente que tiene más poder económico y estatus social de una ciudad, una región. Y su responsabilidad frente a la sociedad es proporcional a eso.

 

Me contaron que usted fue muy futbolero…

Sin duda. Vengo de una familia grande de 9 hermanos, 7 hombres y 2 mujeres. Todos mis hermanos son futboleros, hinchas de Millonarios y buenos futbolistas. Desde los seis años iba al Campín todos los domingos con mi papá y así, sucesivamente, con mis numerosos  hermanos a medida que iban llegando a la edad del “uso de razón”. Vivimos la mejor época del fútbol en Colombia, que se llamó ‘El Dorado’ (1950-1954), con excelentes jugadores argentinos y uruguayos, principalmente, y a Bogotá vinieron los mejores equipos suramericanos e, incluso, vimos al Real Madrid (en 1952) cuando el famoso era Millonarios, no el Real. Duré en el futbol hasta 1970 poco antes de irme al posgrado en Estados Unidos donde me desconecté.

Desde entonces ellos (y también mi familia extendida) consideran que yo más o menos funciono como académico; pero en cuanto al fútbol no solo me tienen como ignorante y “demodé” sino como “tronco”. Solo Victoria, mi esposa, y Carolina nuestra hija, me dan crédito en este asunto: ellas saben que sí entiendo que James Rodríguez es un tipo diferente de Cristiano Ronaldo y que Pekerman es un profesor de verdad que enseña a meter goles de “media volea”. Recientemente, con el Mundial de Brasil me atreví a opinar  y a mis hermanos les pareció que no estaba tan despistado. Voy a seguir haciendo méritos para que cuando llegue el Mundial del 2018 pueda perorar con más propiedad y así logre rescatar mi credibilidad en asuntos futbolísticos ante mi familia. Aspiro a sentirme entonces en mi “cancha”, es decir, como si estuviera en una clase de historia empresarial en la Facultad.

 

Como sociólogo, ¿qué diría que tiene el fútbol que es tan poderoso?

Representa algo de la  identidad nacional. Lo que vimos en este mundial que pasó es que un país vuelto nada, en guerra y con semejantes conflictos, y luego de una campaña electoral excepcionalmente pugnaz, encontró una razón grata de ser colombiano. Le recomiendo que mire este  artículo sobre la Selección, que ayuda a entender el fenómeno.

Fue conmovedor ver en televisión la alegría de la gente en el Parque Simón Bolívar, los niños llorando de la emoción cuando esperaban la llegada de la Selección, gente de todas las edades y clases sociales, uniformados con la camiseta de la selección.

 

¿Esta Selección que vimos es especial?

Si usted mira a James y simultáneamente mira la serie de televisión La Selección va a ver un contraste muy interesante.  Aunque los de 1994 eran también como los de ahora futbolistas que subieron de la nada, el contexto era aún más violento que el actual, en pleno apogeo del narcotráfico acorralando al Estado y la sociedad; futbol rodeado de alta tensión; un autogol pudo significar la muerte. En cambio esta Selección fue una cosa optimista, alegre, algo candorosa. El hecho de que bailen cuando anotan un gol es algo muy significativo. Y James y Falcao son tipos bondadosos, que transmiten valores positivos.

 

Volviendo a su oficio de enseñar, dígame un mensaje que enviaría a los jóvenes emprendedores…

Yo les diría a las personas que dirigen” incubadoras” de emprendedores y programas que promueven el espíritu empresarial que le den una mirada a las biografías de los empresarios. No solo a la muy buena de Steve Jobs, sino a las de Hernán Echavarría, Arturo Calle, Santiago Eder (fines de siglo XIX), Nicanor Restrepo, John Gómez Restrepo, Manuel Carvajal, los emprendedores sociales que luchan por combatir la pobreza, por ayudar a los desplazados del conflicto armado, etc. porque son una fuente inagotable de experiencias de emprendimiento.

 

¿Y qué les diría a los empresarios de ahora?

Si un empresario es un analfabeta político, está perdido. Si cree, por ejemplo, que el mundo se divide entre “buenos” y “malos”, “amigos” y “enemigos” en un país ad portas del post conflicto,  ese  empresario “está para recoger”; que si le digo capitalismo, no crea que es una palabra grosera o que quien la utilice es un radical, que si le digo élite, no crea que es una palabra altisonante o peligrosa.

 

¿Para qué sirve la historia empresarial?

¿Qué determina que se desarrollen o no empresarios en Antioquia, la Costa Caribe, el Silicon Valley o la Orinoquia colombiana? La historia empresarial  adelantada con fundamentos teóricos nos ayuda a examinar seriamente esa pregunta  y por eso, entre otras cosas, es un insumo importante para los programas para promover el emprendimiento (entrepreneurship). ¿Será que importan exclusivamente los factores económicos; o es asunto de identificar gentes con ciertos rasgos psicológicos; o puede ignorarse la estructura social de una u otra región en que nacen, se  reproducen y mueren los empresarios; o son  acaso las variables culturales las que hay que atender, o más bien lo determinante son las instituciones y el entramado institucional en que se mueven los empresarios? Esas son preguntas que estudiamos en nuestros cursos. En consecuencia nuestros estudiantes salen preparados para plantearse esos interrogantes. Eso los hace más sensatos que quienes “pensando con el deseo” hacen discursos o proponen fórmulas simplistas y simplonas dizque para inocular espíritu empresarial en una u otra región o circunstancia.

Si por ejemplo en las instancias públicas, privadas o público-privadas que tienen que ver con la competitividad de alguna gran ciudad colombiana o de un municipio de la altillanura dieran cabida a la perspectiva temporal (tiempo pasado, tiempo presente, tiempo futuro) se preocuparían por investigar cómo, cuándo, en dónde, por qué y para qué un empresario colombiano de carne y hueso manejó el riesgo, cómo enfrentó la perenne inestabilidad colombiana de las reglas de juego, cómo innovó, cómo manejó la sucesión familiar, cómo se relacionó con la política local y regional, cómo aprendió el negocio y se movió en el mercado, qué piensa frente a la competencia, los tratados de libre comercio, los subsidios, etc. Me pregunto si este tipo de inquietudes se plantearon cuando en 2006 se expidió la Ley de “fomento a la cultura del emprendimiento” o cuando con muy buenas, pero quizás ingenuas intenciones, se pretende repartir dosis de emprendimiento en cucharadas o en píldoras a ricos y pobres, campesinos o citadinos, hombres y mujeres, jóvenes, niños, adultos mayores o personas cuarentonas.

 

* Simón Samper es músico y estudiante de la maestría en periodismo del CEPER. Esta entrevista fue previamente publicada por la Facultad de Administración.

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