Resistencias campesinas: el poder de la organización frente a la coca

Esta es la historia de una organización campesina en el suroccidente colombiano y los dilemas que enfrenta en al día a día la economía de la hoja de coca.

por

Ángela Olaya

@fundacion_core

Investigadora de la Fundación CORE - Conflict Responses. Investigamos y hacemos periodismo sobre las transiciones del conflicto en Colombia [...]


12.10.2022

Ilustración: Ana Sophia López

Son quince. Quince materas, todas de distintos tamaños, una al lado de la otra, las que decoran este altar. Arriba, incrustada en la mitad de una pared pintada de rojo, está la Virgen María. Y detrás de las plantas hay unas rejas por las que se ve el paisaje: el cauce del río San Juan del Micay, que suena al compás de su fuerza y contrasta con el fondo lleno de verdes por los cultivos de hoja de coca que se pierden con la mirada. Pueden decir lo que quieran en Bogotá, pero es gracias a la coca que este campesino pudo construir su casa, en el suroccidente de Colombia.

Don Carlos*, un campesino cultivador de la hoja sabe que su oficio, cultivar coca, tiene dos sinónimos: “O nos tildan de guerrilleros o nos tildan de narcotraficantes”, dice sentado en el comedor en el que su esposa sirvió arroz, pescado y limonada en una tarde en junio de 2022.

Hace seis años, las Farc-Ep (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- ejército del Pueblo)  firmaron un Acuerdo de Paz con el gobierno de Juan Manuel Santos y se suponía que eso significaba darle una solución alternativa al eterno problema de las drogas que aquí llevan tratando de resolver desde que este campesino tenía veinte años.

Fue en ese entonces, en plenos años setentas, cuando el cultivo de coca llegó por primera vez a este municipio* que no tenía casi vías. Una década después, mientras en otras zonas del país ya se hablaba de la lucha contra los carteles del narcotráfico, aquí se instalaban como vecinos del río Micay los cristalizaderos o laboratorios de procesamiento de la hoja de coca.

Las carreteras comenzaron a abrirse para poder sacar la hoja y, con ellas, este territorio le abrió paso a una economía que les ha permitido conectarse por trochas con otros corregimientos, construir colegios, montar negocios. El llamado “progreso” allí es, sobre todo, la organización social. Son los cultivadores de coca -quienes se organizaron mucho antes de que este campesino pudiera construir su casa y su altar- quienes podrían llamarse Estado.

Fueron ellos los que se sentaron a hablar con Naciones Unidas para negociar un primer piloto de sustitución de cultivos en la década de los ochenta, que terminó en unos tubos amontonados en el barro con la maleza a punto de tragárselos y que dio paso a la primera movilización cocalera. Fueron ellos los que crearon la primera coordinadora de cultivadores de coca y amapola en 1996, motivados por las movilizaciones cocaleras de Caquetá y Guaviare, proceso que se mantuvo hasta terminar los fallidos diálogos del Caguán en 2001.

Fueron ellos los que decidieron organizarse en 2012 para “defender la mata”, o como dicen sus habitantes para “defender nuestra comida” y hacerle frente a la Fuerza Pública que llegaba por tierra a erradicar cultivos. Fueron ellos los que en 2016 le dijeron sí al Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), que nació con el Acuerdo de Paz con las FARC-EP y que pretendía cambiar la coca por proyectos productivos alternativos y, en teoría, por bienes públicos que les permitieran dejar atrás esa economía.

“Si vivimos de la coca, debemos apostarle a dos cosas: una es poder algún día sustituir el cultivo y otra es que nosotros podamos vivir dignamente de otros cultivos alternativos con todas las garantías posibles”, dice otro líder campesino cuya identidad se mantiene en reserva por su seguridad. “Poder darle educación, vivienda, salud a nuestros hijos”, agrega.

Por eso fueron ellos también los que, siendo conscientes del vacío de poder que dejaron las Farc-Ep, le dijeron “no” a grupos armados que quisieron entrar a ofrecer su orden y control. Un “no” que les ha costado amenazas, desplazamientos, homicidios y hasta tomar la decisión de quedarse callados. Un “no” que igual no evitó que estos grupos entraran más tarde.

Entender este caso es clave ahora que el presidente Gustavo Petro habla de una “paz total”, porque muestra que un camino para implementar los “diálogos regionales vinculantes” puede ser a través del fortalecimiento de las organizaciones campesinas y comunitarias como las de este municipio, pues con ellas es que buena parte de la gestión comunitaria logra aterrizar y convertirse en hechos concretos, lo que según lo dicho por el gobierno nacional, se convertirán en los principios para su Plan de Desarrollo. Esa puede ser una vía real para proteger a las comunidades y frenar la expansión de los grupos armados. Es decir, puede ser el camino para desarrollar una política de seguridad y paz.

El poder de la organización social 

La historia de este campesino entrado en años se repite en Camilo*, un cultivador de coca de 30 años a quien le cambiamos el nombre por seguridad. Desde el segundo piso de su casa, Camilo* dice que si no fuera por esa hoja de coca que criminalizan tantos gobiernos, sus papás no hubieran podido pagarle a él y a sus hermanos salud, vivienda y algo de educación, porque para terminar el bachillerato y entrar a una universidad hay que irse hasta Popayán.

Pero él se quedó. Se quedó para trabajar, como otros cultivadores que se juntaron en 2008 y se organizaron como campesinos en este municipio de Colombia. Nació como una idea entre vecinos, especialmente en dos de los corregimientos claves en el cultivo de hoja de coca, para conectarse y organizarse para construir puentes y carreteras. Se juntaron e hicieron lo que don Carlos* llama “mini proyectos”: pequeños proyectos de gestión comunitaria, pero que, como dice él, “en la medida en que la organización fue creciendo, pues así mismo iban creciendo las obras en las comunidades y la gente se fue apegando cada día más y más”.

Pero esta organización social no surgió como una anécdota más de un pueblo olvidado en el suroccidente colombiano. Nació en un municipio que tiene la buena o mala fortuna de conectar la vía Panamericana con el océano Pacífico. Y también por un contexto que hizo posible que existiera: la llegada de las FARC-EP con el Frente 8 y luego con el Frente  60 a finales de los ochentas; la influencia de la Unión Patriótica en las Juntas de Acción Comunal, que los llevó a pensarse como campesinos; y el proyecto de sustitución del cultivo de la coca Col 85, el primero de Naciones Unidas en toda Colombia en el tema y también el primero a nivel nacional que llegó a la mayoría de las 80 veredas incrustadas en las montañas que componen este territorio.

Aunque ese proyecto se fue al suelo, sí hubo algo que quedó en pie: la comunicación y el trabajo conjunto entre campesinos. Este se volvió el ADN de la organización social. Mientras suena de fondo y con fuerza el río Micay, Don Carlos recuerda cómo con los aportes de las comunidades afiliadas, él y sus vecinos una de las primeras veredas de estos corregimientos, hicieron seis puentes sobre el río: La Libertad, Mundo Nuevo, Libertad baja, Libertad alta, La Playa y El Guayabal.

Los puentes no sólo sirvieron para conectar al pueblo. También para que la organización social ganara credibilidad en la gente. Crecieron tanto que, en 2015, quisieron llegar a la cabecera. Es decir, ganar la alcaldía. Aunque en un primer intento no lo lograron, en un segundo intento sí `pusieron´ un alcalde del campesinado, del campesinado cocalero, con un exdiputado quién fue avalado por la Alianza Verde y quien tuvo el claro respaldo de esta organización social.

Por eso, para quienes hacen parte de esta organización es una apuesta por construir comunitariamente. Dicen que no es la defensa de la coca por la coca, sino el reconocimiento de la ciudadanía invisibilizada. En palabras de Camilo*, quienes están agrupados en esta organización “entienden que si vivimos de la coca debemos apostarle a dos cosas y una es poder algún día sustituir el cultivo de coca pero (…) también apostarle a organizarnos cada día más para poder hacerle frente cuando el gobierno (…), frente a la lucha de las drogas, quiere implementar las erradicaciones forzadas”.

Con esa idea de hacer que el campesinado identificara la lucha por sus cultivos como una discusión pública, la asociación se fortaleció encaminándose en la gestión de proyectos para la comunidad. Era un ejercicio de resistencia, en el que no podían estar aislados o escondidos, sino que era una apuesta por la unidad del campesinado que significaba el diálogo y el trabajo conjunto.

Para lograrlo, fueron creando comités de gestión en los que se dividieron tareas. Así nació, por ejemplo, el comité de protección al medio ambiente, en una apuesta por limitar el número de hectáreas para cultivar la hoja de coca y evitar expandir la frontera agrícola. También crearon una línea de trabajo con las mujeres del municipio, con el que las cultivadoras de coca podían discutir sus propios proyectos.

Otro de los comités fue el trabajo con los cultivadores de coca, amapola y marihuana, un hijo, como lo llaman todos en el municipio, que nació en 2012, a la par de las negociaciones del entonces gobierno nacional de Juan Manuel Santos con las FARC-EP y que logró consolidarse en toda la región, con comités cocaleros en casi todos los departamentos del país. Apenas fue firmado el Acuerdo, este comité se convirtió en el dueño del micrófono para negociar la sustitución de cultivos con el gobierno Santos.

Cuenta Camilo* que fue en 2012 cuando en el municipio empezaron con la discusión del tema cocalero en lo organizativo. El contexto de estas discusiones fueron una serie de encuentros cocaleros en los que cultivadores de otros departamentos, con el apoyo de Fensuagro -un sindicato campesino con décadas de experiencia- participaron en mesas de trabajo en el sur colombiano. Esto les permitió a los campesinos del municipio y sus alrededores entender que la lucha cocalera venía de mucho antes, desde 1996, con las marchas de Putumayo y Caquetá y que necesitaban tener una organización propia, aparte de la que ya existía que era para gestionar el desarrollo del municipio.

“Nosotros entendimos que, a través de las capacitaciones que recibimos,  lo que había que hacer era unificarnos y logramos eso”, dice un directivo de la asociación. Con esta idea en la cabeza, fueron vereda por vereda a contarle a la gente que querían organizarse para defender sus cultivos de coca.

En esas charlas crearon lo que ellos llaman “ejes de trabajo”. El primero fue crear una estructura sólida que les diera vocería y fuerza para hablar como cocaleros. Fue entonces cuando crearon los comités cocaleros de representación, un trabajo que les tomó casi ocho meses, en el que cada vereda ponía de a dos representantes, que iban a un comité veredal; de ahí salían otros dos para el comité corregimental; y de ahí salían cuatro voceros para el comité municipal.

Estos espacios se articularon a través de lo que Camilo* llama el Comité Central Cocalero, un escenario de coordinación en el que se articulan las decisiones tomadas en las veredas, las tomadas a nivel nacional y se reflexiona sobre el devenir del cocalero. De las 81 veredas que componen el municipio, la mayoría hacen parte de la organización cocalera.

Para los cocaleros esta articulación con lo nacional era importante, pues por esos mismos días ya se hablaba de nuevo de la sustitución en la negociación con las FARC-EP y hablar de sustitución a nivel nacional significaba hablar de este territorio, que para ese momento, 2014, tenía 1.328 hectáreas de coca cultivadas, el 2% a nivel nacional.

La organización cocalera creció a tal nivel a raíz de la cantidad de cultivadores, que las coordinadoras municipales se volvieron departamentales y nacionales.

Un elemento clave en el fortalecimiento de la organización fue el pago de aportes de cada uno de los campesinos, lo que le permitió a la organización cocalera y a la de gestión de recursos participar en paros sociales nacionales, como el de abril y mayo de 2021, que aunque buscaba frenar la reforma tributaria, para los campesinos del departamento significaba también exigir avanzar en la sustitución de cultivos.

Según varios de los integrantes con los que hablamos por aparte, en cada comité se acordaba, por ejemplo, que, cada cultivador daba un aporte de entre 500 o 1000 pesos por cada arroba de hoja de coca raspada y ese aporte lo recibía el tesorero del Comité Cocalero de la vereda, que sabía para qué línea de trabajo se utilizaría. Todo quedaba en los libros contables que llevaban, en donde era claro que esa plata era específicamente para la lucha cocalera. Y el que no pagaba al comité, quedaba solo ante la arremetida gubernamental. “Si le entra el Ejército, no le defendemos el cultivo”, dice Camilo*. Muy pronto eso quedó comprobado.

No fue la discusión o incluso la negociación con el campesinado sobre la sustitución de cultivos lo que puso a prueba el carácter estructural de esta organización cocalera. Lo que puso a prueba su poder fue cuando el Ejército llegó a erradicar a la fuerza a una vereda en noviembre de 2015. Los cocaleros sabían que tenían que hacerse respetar como cultivadores. Como negociadores de la sustitución, se preguntaban ¿por qué el Gobierno hace esa arremetida contra la sustitución que estaban negociando?

Dependiendo de la memoria de quien narra el momento, entre 6000 y 8000 campesinos llegaron al lugar a defender el cultivo de coca y esto significó un hito en la historia del municipio. Un hito que impulsó aún más a la organización.

Recuerda don Carlos* que alrededor de “350 erradicadores (llegaron al lugar) y nosotros no levantamos una piedra, no levantamos un garrote y los sacamos, con buenas palabras, los sacamos. Ellos se fueron y de ahí nosotros nos hicimos más fuertes”. 

Aunque don Carlos* lo narra como si hubiese sido una conversación pacífica entre iguales, este encuentro estuvo lleno de tensiones, momentos angustiantes y confrontación entre campesinos y el Ejército. Fue tan tenso y hasta violento, que la memoria de los cocaleros quedó marcada por los 11 campesinos heridos y por la tragedia de un cocalero que murió ese día a manos del Ejército.

Ese episodio hizo que los campesinos se fortalecieran a tal nivel que, como cuenta Camilo*, “luego de esa situación el Ejército tenía que pedir permiso para entrar, decir a qué viene, cuánto se demora y dónde va a estar”. Una muestra de poder del campesinado ante el Estado, a quien veían con desconfianza porque estaba teniendo un doble rasero al promover la sustitución y al mismo tiempo la erradicación, aun cuando el Gobierno nunca dijo que dejaría de erradicar por sustituir los cultivos.

De hecho, a raíz de estas protestas en 2015 , se creó una mesa de negociación entre el Gobierno y la Mesa Campesina y Popular de Interlocución y Acuerdos, que reunía a los voceros cocaleros de la zona para el desarrollo integral del territorio. Pese a que el Gobierno no cumplió algunos puntos, sí lograron crear un concurso docente para municipios afectados por el conflicto.

Aunque ese día de noviembre quedó en la memoria de los campesinos, ellos igual siguieron apostándole a la sustitución de cultivos. Siguieron apostándole, una vez más, a creerle al Estado.

El otro acuerdo

La fuerza que les dio ese día de confrontación se convirtió en la plataforma para crecer y empoderar a los campesinos. Ese noviembre de 2015 impulsó a aquellos campesinos que estaban indecisos a unirse al proyecto organizativo. Una fuerza que significó la posibilidad de debatir las condiciones de comercialización de la hoja de coca, precisamente porque en ese momento a nivel nacional se celebraba que pronto la guerrilla más antigua del continente iniciaría su tránsito a la dejación de armas.

Era una fuerza organizativa que les permitió discutir las condiciones en las que se encontraban los cultivadores de coca, hablar sobre el precio de la hoja, hablar con otros actores que participan en el proceso de transformación de la hoja de coca o las dinámicas a su alrededor.

Esta conversación surgió de un proceso de organización que llevaba años cocinándose y que mostró que los campesinos cultivadores de coca lograron posicionarse a tal nivel que los actores armados, Farc-Ep y ELN, no tendrían la última palabra.

Eran tiempos en los que los cultivadores estaban siendo explotados por los intermediarios, los compradores de la hoja y los cocineros, que son los que al menos en la región ganan plata, como señala un líder de la organización. “Nos venían cómo esclavizando un poco, explotando, (pues) ya llevábamos más de un año donde esa mata no valía nada, valía alrededor de $30.000 mil pesos o $20.000 por la arroba de hoja de coca”.

Unos siete u ocho dólares, lo que significaba que para alguien con suficiente habilidad para el raspado de la hoja de coca, podría ganar unos 35 dólares al día. En el municipio, en general, como en otros municipios, eran los propios cultivadores quienes cultivaban y raspaban sus propios cultivos, con el fin de lograr sostenerse en un sitio en el que las vías son fundamentalmente caminos abiertos y en los que para ir de un corregimiento a otro en carro toma casi medio día.

Lograr negociar el costo de la hoja no era una tarea fácil, pues hablar con los grupos armados que cobraban impuestos, con los intermediarios, con los cocineros, con los pequeños mafiosos, era impensable. Eran intocables, pues lo más probable era que quien lo hiciera resultara muerto. Pero con el nivel de organización que habían logrado para la gestión de las comunidades y la defensa de la coca, encontraron el impulso necesario para establecer la tan incómoda y riesgosa conversación.

El primer impulso se dio en la parte baja (cerca de la desembocadura del río al mar) del municipio, en donde durante tres intensos días varios líderes cultivadores de coca propusieron discutir el asunto con los intermediarios, cocineros, con quienes iban de vereda en vereda comprando la hoja de coca para llevarla a las cocinas e incluso con miembros de los grupos armados. Fue una conversación marcada por el reconocimiento de unos y otros de las dificultades, los costos, las posibilidades, los cálculos. Los cocineros señalaban que no daba para más, pensaban en los pagos de vacunas, los insumos, la mano de obra. Ellos querían seguir pasándole todo el costo de producción al cultivador. 

Pero el cálculo no daba. Todos eran conocidos de alguna manera, todos sabían que había alguna posibilidad, todos sabían que los narcotraficantes estaban pagando la pasta base al precio que era. Hablaron con el actor armado buscando que reconocieran que el campesino estaba en el eslabón más vulnerable, pero también reconociendo que muy pronto los impuestos disminuirían pues ya las Farc-Ep dejaría las armas.

Un elemento clave en esta negociación es que todos se conocían con todos. Sabían quiénes eran los intermediarios, si eran oriundos del municipio o no. Era una charla entre paisanos, entre vecinos, en algunos casos, entre conocidos de muchos años, que aunque con distancia, se reconocían entre sí.

Y es que para ese momento, entre 2014 y 2015, en el municipio había entre 8 a 12 cocineros que transformaban la hoja de coca en pasta base. “Era una especie de monopolio”, como señala uno de los cocaleros que estuvo en la negociación y no citamos por su seguridad. Pero el contexto estaba cambiando y con él, la posibilidad de que entraran nuevos cocineros.

Entonces llegó el punto de quiebre. “Un compañero nuestro dijo, vea hermano, entonces hagamos una cosa, si eso no da para más entonces acomode sus tarros y váyase o guárdelos,  no trabaje si es que la mafia no da pa más” recuerda don Carlos* con contundencia refiriéndose a la negociación entre los campesinos y los cocineros y comisionistas. También hubo un factor, que permitió esta negociación, en ese momento particular, y es que al municipio no es fácil entrar, entonces era fácil entender quién era quién, por lo que conocían a la mayoría de los comisionistas y compradores, así que para ganar el pulso señalaron estar dispuestos a venderles también a otros. Así, lograron un acuerdo que hasta hace poco se mantuvo en la mayoría del municipio.

¿En qué consistía ese acuerdo?

Nunca se podía caer el precio de la arroba de hoja de coca. Si se caía, entonces todos los campesinos asociados se comunicaban para parar la recolección. Por ejemplo, la arroba de hoja de coca en ese momento estaba entre $60.000 o $65.000 pesos. Si esos precios llegaban a caer a $40.000, entonces se hacía un pare. “Se hace un pare y nos vamos a diálogos con los que compran, con los que vendemos, hasta llegar a un precio válido” cuenta Camilo*.

Estos acuerdos funcionaron en varios sentidos, pues tampoco se permitía la reventa de la hoja y los cultivadores tampoco podían decidir un valor por su cuenta, lo cual era clave teniendo en cuenta que al menos en la zona baja del municipio, poco a poco fueron llegando nuevos cultivadores.

Pese a ser pequeños cultivadores, el poder de la Asociación en esta negociación era grande. Y era grande por una razón: su capacidad de convocatoria y de movilización. Como casi todas las veredas del municipio tienen afiliados, si el Acuerdo se incumplía, ellos tenían el poder de frenar prácticamente todo el cultivo. Así pasó en 2019, cuando los precios cayeron a $27.000 la arroba y lograron subirla a los $50.000 a punta de hacer que la gente se quedara quieta y no recolectara hoja de coca y hablaran con los comisionistas, luego de casi un mes de negociaciones. Por su parte, los campesinos se comprometieron a mejorar la calidad de los cultivos y a no venderlos por fuera del municipio, sino a los intermediarios de estos cocineros.

Esto ha llevado a impactar los procesos que los cocineros realizan con la pasta de coca, pues no solo lograron que cada cocina tuviera su propia planta eléctrica y así evitar que el pueblo tuviera cortes de luz; también lograron que las cocinas le abrieran un cupo de trabajo para pobladores de la vereda, pues con tantos días en reuniones, los hogares estaban aguantando hambre y los cocineros estaban “contratando vagos que sólo querían tomar trago”, dice Don Carlos.

También se logró reducir y en algunos lugares, hasta eliminar, la intermediación entre el cultivador de la hoja y los cocineros. Su disposición al diálogo los llevó incluso a ser convocados en algunos casos para ser mediadores, aunque sin capacidad de decisión en el asunto, pues cuando se reguló el precio de hoja, les tocó hablar con los que compran la hoja y con los que regulan el precio de la base de coca. “Ellos tienen que sentarse obligatoriamente, porque ellos los (compradores de hoja) tienen que cumplir con quienes venden la hoja de coca” señaló un campesino que participó en algunas de las conversaciones. Los intermediarios tuvieron que sentarse a decirle a la gente de allá, donde están los laboratorios, que los precios eran honestos.

Este Acuerdo incluso fue más allá de regular el mercado de la hoja de coca. Incluyó puntos como no tumbar montaña para sembrar, o prohibir que los menores de edad participen en la raspa de hoja de coca, o que no haya prostitución cerca de los centros poblados. También incluyó reconocer a las mujeres raspadoras de la hoja.

Fue gracias a esa fuerza de diálogo y capacidad organizativa que, cuando llegaron al municipio las negociaciones sobre sustitución de cultivos en 2017, en el marco de la implementación del Acuerdo de Paz, el municipio firmó un acuerdo colectivo con el gobierno de más de 9 mil hectáreas cultivadas por 8 mil familias de cultivadores y más de 3 mil recolectores de hoja de coca en marzo de 2018, cuándo las cifras oficiales reportaron 2.369 hectáreas cultivadas para ese año. Sin embargo, eso quedó en varias reuniones veredales, un poco más de cuatro reuniones colectivas con el gobierno nacional y un documento en el que los compromisos no se cumplieron, como lo señalan el alcalde municipal y los líderes de varias de las veredas que firmaron el acuerdo.

Con la entrada del presidente Iván Duque para el periodo 2018-2022, este gobierno decidió que en materia de sustitución de cultivos, solo continuaría y cumpliría lo pactado con los campesinos que habían firmado acuerdos individuales, mientras que los acuerdos colectivos no tuvieron validez. Así, los acuerdos colectivos, como el de este municipio, no tuvieron el respaldo y compromiso político para cumplirse.

Con la boca tapada

“Nosotros pensamos que el objetivo principal es darle a conocer más que todo al gobierno que uno está hablando con la verdad y no está ocultando nada acerca de lo que es la mata, que nosotros sobrevivimos, para que les hagan conocer del gobierno y nos nos ataque tan duro porque gracias a Dios, como le digo, con la lengua es que le hemos venido peleando. No hemos peleado con ninguna clase de armas sino con la boca no más” decía don Carlos*. Pero angustiosamente la situación para los campesinos de este municipio ha cambiado, pues pareciera que ya ni boca tienen.

En los últimos tres años, el contexto del territorio ha cambiado sustancialmente, pues el intento fallido del ELN por convertirse en quien establece el control de todo el territorio, y el surgimiento de grupos disidentes desde el año 2019, le recordó a los cocaleros y a la organización social que la solución de la guerra no pasa por la regulación de la coca.

Mientras los grupos armados ilegales se enfrentan en el municipio, los líderes sociales de las juntas de acción comunal, la organización campesina y de cocaleros han sido señalados y atacados por ellos, buscando que estas organizaciones se plieguen frente a sus intentos de control social y territorial.

La primera regla de estos grupos armados fue no tener relación con los otros, por lo que eso de resolver tensiones comunitarias o intervenir en la vida cotidiana ha marcado una oposición a la organización social. Los líderes cocaleros, los líderes sociales, quedaron en la mitad, convirtiéndolos en objetivos militares acusados de ser de uno u otro grupo. En otras palabras, la guerra entre grupos rompió los procesos de coordinación organizativa.

Las dificultades están marcadas por las amenazas y el desconocimiento de los liderazgos, como dice un integrante de la organización social: “Las amenazas que llegaron directamente (a la organización señalaban que) todo el que forme parte es objetivo militar. Entonces en la Asociación nos quedamos un poco quietos. Ya no volvimos a hacer reuniones, asambleas, porque pues uno no sabe quién es quién”.

Esto tuvo un impacto en el comité cocalero y la organización social que buscaba gestionar proyectos para este municipio, pues la capacidad de negociación que lograron en contexto de la salida de las Farc-Ep del panorama ha sido frenada por la presencia del ELN y de grupos disidentes, quienes en 2020 amenazaron a todos los que tenían algún vínculo con la asociación. Tanto así, que ya van 5 líderes e integrantes asesinados en el territorio, lo que ha llevado a que la organización campesina haya tenido que reducir la gestión para lograr avances en la comunidad, a quedarse quietos o incluso a tener que abandonar el territorio, como lo describen algunos de sus líderes.

El efecto de esta situación sobre la economía de la coca y la regulación de su hoja fue inmediato. El pueblo ha quedado incomunicado o dividido por momentos, se vuelve a hablar de que cada vez son más los compradores foráneos de grandes extensiones de tierra, especialmente en la parte baja del municipio, para el cultivo de hoja de coca.

Mientras que en las zonas en donde todavía está parcelado, los compradores de hoja y pasta de coca ya no entran como antes. Aunque siguen comprando bajo las reglas establecidas en los acuerdos en algunas partes, estos cada vez son más difíciles de hacer respetar e incluso en algunas zonas ya no hay acuerdo.

Ahora todos los grupos cobran impuestos, no se pueden hacer reuniones o parar la recolección para negociar el precio de la hoja de la coca y hacer cumplir los acuerdos. A esto se suma el hecho de que el precio de la hoja por momentos baja y se cierra el mercado, pues los grupos tampoco permiten la compra de la hoja, como forma de establecer su control. Han sido tantos los intentos por fracturar a las comunidades, por romper los acuerdos hechos entre unos y otros, que ya no se puede hablar de unos pocos cocineros, sino de treinta o más. La violencia que ejercen estos grupos armados ha implicado el rompimiento de reglas que tenían efectos tanto para los cultivadores, como para quienes hacen parte del narcotráfico, lo que hace que algunos cocineros migren, lleguen nuevos y que se afecte toda la economía.

La reactivación de la violencia en Colombia no ha sido direccionada únicamente por la coca. Sin embargo, sí ha atravesado a esta economía, generando rupturas frente a la consolidación de liderazgos de los cultivadores. La organización social es vista como un enemigo a destruir. Sin embargo, esta historia de articulación comunitaria que gestiona y reconoce al cocalero muestra que rodear y fortalecer a la organización campesina se convierte en una excelente herramienta para ponerle freno a la expansión de los grupos armados y generar seguridad y protección en los territorios. 

*Los nombres de los protagonistas de esta historia y del municipio han sido cambiados por seguridad.

Este artículo es realizado por el equipo de investigación de Conflict Responses. Investigación: Ángela Olaya y Kyle Johnson, Edición Juanita Vélez, Diseño y diagramación: Ana Sofía Ocampo. También agradecemos la lectura de Ronna Risquez y Juanita Ceballos.

Esta historia ha sido realizada como parte de la tercera edición del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas -FINND-, realizado por la Fundación Gabo y Open Society Foundations (OSF). La información presentada en este texto no compromete a ninguna de las dos instituciones.

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Ángela Olaya

@fundacion_core

Investigadora de la Fundación CORE - Conflict Responses. Investigamos y hacemos periodismo sobre las transiciones del conflicto en Colombia, su relación con el medio ambiente y las fronteras.


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Investigadora de la Fundación CORE - Conflict Responses. Investigamos y hacemos periodismo sobre las transiciones del conflicto en Colombia, su relación con el medio ambiente y las fronteras.


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