La historia se repite, una y otra vez.
Salvo las variables, el resto es casi idéntico. Un libreto con diferentes actores y diferentes locaciones, pero con un mismo final.
Jairo Castillo llegó al barrio Nuevo Paraíso en el suroriente de Cartagena. Buscaba a Diana Sofía Blanco. Eran las 6:40 de la mañana del pasado 4 de junio. Como lo había hecho los últimos 20 días, desde que Diana Sofía terminó la relación que tenían, la llamó en la puerta de su casa para pedirle que volvieran. Ella, otra vez, le dijo que no, que se acabó, que prefería estar sola.
Discutieron.
‘Si no es para mi, no es para nadie’, le gritó, y sacó un arma.
Cuatro disparos.
Diana Sofía, 34 años, madre de tres, se desplomó. El agresor, padre de un niño de nueve años, volvió a la calle y allí, en medio del barrio que todavía despertaba, se pegó un tiro en la cabeza.
El 5 de abril, Deiber Quesada fue hasta la casa donde vivía Leidy Yamile Sarmiento y Nicoll, la hija de cinco años de ambos, en una vereda a las afueras de San José del Guaviare. Acababa de terminar su jornada laboral como celador. Hacía algunos meses ella había terminado su relación con Quesada, después de muchas peleas y maltratos y de, incluso, interponer una caución para mantenerlo alejado. Aún así, esa noche, él les disparó y las mató a las dos. Después se suicidó con la misma arma, la de dotación, que le habían dado en su trabajo.
La mañana del 22 de enero, Aura Cristina Amaya aún no había salido a trabajar en su puesto de venta de arepas en Soacha cuando Álvaro Andrés Caicedo, su expareja, llegó a buscarla. Le gritó, la insultó, y la golpeó mientras ella intentaba defenderse. Entonces sacó un arma y le pegó dos tiros, uno en la cabeza y otro en el pecho. Luego, el hombre se disparó en la sien. Ella se había separado de él hacía unos meses, víctima de continuos maltratos y agresiones.
¿Por qué se suicidan los feminicidas?
Desde que Cerosetenta empezó a seguir los feminicidios que llegan a los medios de comunicación a nivel nacional, 83 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o ex parejas en seis meses. 19 de esos hombres intentaron suicidarse, 11 lo lograron y 2 mataron a más de una mujer en el hecho (uno a su suegra, otro a su hija). Eso quiere decir que uno de cada siete hombres se mató después de asesinar a su pareja. Todos usaron armas de fuego. Los que lo intentaron o fallaron, las habían atacado con cuchillo o con un objeto contundente —como lo llama el argot técnico de la policía—, y luego se hirieron con la misma arma o se comieron un insecticida, un veneno.
¿Y cuál es el momento que más las matan? Cuando la mujer decide irse. Cuando dice no más, cuando empieza a tener control de su vida. Ese es el momento de mayor riesgo
¿Por qué se suicidan después? Los medios –casi siempre regionales, casi siempre de sucesos– que cubren reiteradamente estas noticias, hacen alusión a que la explicación es que a los agresores los aborda un repentino sentimiento de culpa o un afán por evitar ir a la cárcel o que estaban bajo los efectos de la droga o el alcohol. Pero, para la psiquiatra Isabel Cuadros, directora de la Asociación Afecto que atiende casos de maltrato infantil y de mujeres con más de 19 años de experiencia en Colombia, no se trata de eso.
“Es un sentimiento más primitivo que la culpa. El objeto es controlar la mujer, tener la seguridad de que ella está para él”, dice. Para él, pero habría que agregar: para él o para nadie.
Cuadros usa la teoría del apego: la conexión emocional que se desarrolla entre un niño pequeño y sus padres o cuidadores, para explicarlo. Esta teoría, desarrollada a mediados del siglo XX por el psiquiatra británico John Bowlby, explica que en condiciones de relativa normalidad, un niño desarrolla lo que se conoce como ‘base segura’ con sus padres o cuidadores en los primeros tres años de vida. El niño sabe que su mamá está para él o ella cuando la necesita, cuando tiene angustia, o una tensión física o psicológica. Cuando crecen, esa relación de ‘base segura’ se traslada a la pareja. Sin embargo, hay individuos que no logran hacer ese proceso, no logran interiorizar la presencia de sus padres y después de sus parejas, en sus vidas. Su ausencia les genera ansiedad, inseguridad, y una necesidad permanente de controlarlos, de tenerlos cerca.
“¿Y cuál es el momento que más las matan? Cuando la mujer decide irse. Cuando dice no más, cuando empieza a tener control de su vida. Ese es el momento de mayor riesgo”, dice Cuadros. “Pero, una vez la matan, es como si le cortas el cordón umbilical a un bebé antes de que nazca, se quedan sin la nutrición emocional o física. Prefieren morirse a estar sin la mujer que mataron”, agrega. “No pueden vivir sin ellas”.
No, no es amor. Es que apropiarse de esa mujer se vuelve su propia razón de ser, su identidad.
En efecto, además de Diana Sofía, Leidy Yamile, Aura Cristina, otras cuatro mujeres cuyas parejas se suicidaron después de matarlas este año habían intentado terminar la relación con sus agresores antes del crimen. Sobre las otras tres mujeres no hay información puntual que permita saberlo. Todas, sin embargo, sí tenían un largo historial de violencias, agresiones y maltratos antes de ser asesinadas.
“No solo las matan porque los van a abandonar, es que también ya les han aplicado todo tipo de violencias para que se queden con él”, agrega Cuadros. “Casi todos los mecanismos por los cuales el individuo controla a la mujer son mecanismos que se utilizan también en la tortura”.
La paradoja de la violencia
“Las historias de violencia doméstica no solo se parecen entre sí, también se parecen mucho a las de un grupo de sobrevivientes muy distinto: los prisioneros de guerra liberados”, dice la periodista investigativa australiana, Jess Hill, en el primer capítulo de su libro Mira lo que me hiciste hacer que publicó el pasado domingo el diario inglés The Guardian.
Ella ha estudiando la violencia doméstica desde 2014 y su libro analiza la psicología de los abusadores y cómo usan las mismas técnicas de opresión. Esas técnicas, escribe Hill, son casi idénticas a las que usaron los soldados chinos sobre los prisioneros de guerra norteamericanos que fueron retenidos y luego liberados cuando se acabó la guerra de Corea en 1953. El que lo descubrió fue el investigador social Albert Biderman, creador de ‘La tabla de Coerción’.
La gente se imagina que las mujeres se quedan con esos hombres porque son bobas, porque les gusta. Nada de eso es verdad. Lo que sí pasa es este tipo de mecanismos utilizados rutinariamente sobre las mujeres, las somete. El sometimiento es una forma de defensa
Tras hacer entrevistas a profundidad con los ex prisioneros de guerra, Biderman explicó que el control que ejercían los soldados chinos sobre ellos se basaba en tres elementos: dependencia, debilidad y pavor. Estos elementos se ejercían a través de ocho técnicas para doblegar a los prisioneros: aislamiento, monopolización de la percepción, debilidad y exhaustamiento inducido, cultivo de ansiedad y desesperación, alternancia entre el premio y el castigo, demostraciones de omnipotencia, degradación e imposición de demandas triviales. Solo cuando estos elementos aparecían juntos, el poder coercitivo era evidente.
Hill explica que aunque la violencia física era común, Biderman no la incluyó en su tabla de coerción porque no era necesaria: lo importante es el miedo a la posibilidad de usar ese tipo de violencia. “Los comunistas chinos no eran como los alemanes o los japoneses –no querían solamente brutalizar a sus prisioneros, hacerlos trabajar hasta la muerte. Ellos querían control de sus mentes y sus corazones”, dice.
La doctora en psicología social Diana Russell, una de las primeras investigadoras sobre abuso sexual en el mundo, tomó la tabla de Biderman y la comparó con los testimonios de mujeres que habían escapado de sus hogares huyendo de la violencia doméstica a mediados de los años 70. Eran relatos sobre cómo sus parejas las aislaban de sus familias y amigos, les imponían maneras de comportarse, las degradaban, las manipulaban, las violaban, las amenazaban de muerte. Eran respuestas casi idénticas a las que había consignado Biderman en su tabla. “La única diferencia”, escribe Hill, “es que mientras los captores chinos en Corea del Norte usaban estas técnicas como táctica, los esposos de las mujeres lo hacían inconscientemente”.
El objetivo es tener el control. Ser la persona más poderosa en la vida de la víctima. “La gente se imagina que las mujeres se quedan con esos hombres porque son bobas, porque les gusta. Nada de eso es verdad. Lo que sí pasa es este tipo de mecanismos utilizados rutinariamente sobre las mujeres, las somete. El sometimiento es una forma de defensa”, explica Cuadros.
Por eso, el mayor riesgo llega cuando las mujeres que han sido victimizadas crónicamente deciden separarse de sus agresores. Deciden decir ‘no más’ y desafiar ese control. El hombre –la pareja, el agresor–, que como dice el psicólogo español Andrés Montero, ha establecido el control “como el eje sobre el que gira su existencia”, decide entonces matar a la mujer antes que quedarse sin ella. Es su última demostración de poder. Paradójicamente, asesinarla implica no sólo perder ese poder sino la razón de su existencia. Su vida pierde sentido y por eso, precisamente, el agresor se suicida.
“Si se confirma que aumenta el número de suicidios [de los agresores], puede ser porque cada vez hay más mujeres que deciden dejar de ser controladas”, dice Montero.
Por eso, la psiquiatra Isabel Cuadros insiste: aprender a leer el libreto del agresor e identificarlo a tiempo puede ser una solución. Puede salvar vidas.
* Para conocer más sobre el trabajo del autor de esta ilustración, David Angulo, haga clic aquí.