Una guerra perdida y una diplomacia bombástica: sobre la inclusión del presidente Petro en la Lista Clinton

La escalada diplomática entre Colombia y Estados Unidos muestra en el fondo los fracasos de una guerra perdida.

por

Michael Weintraub

Director del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes


27.10.2025

Portada: Isabella Londoño

La reciente inclusión del presidente Gustavo Petro en la llamada “Lista Clinton” —una decisión inédita del gobierno de Donald Trump— marca un nuevo punto bajo en la relación entre Colombia y Estados Unidos.

Más que un giro de política exterior, refleja el deterioro de un vínculo que durante décadas estuvo definido por la cooperación antidrogas, pero que hoy se ha convertido en un escenario de cálculo político interno para dos presidentes más movidos por ideología que por pragmatismo.

Hace unas semanas vimos la “descertificación” de Colombia bajo la Ley de Asistencia Exterior de 1961 que fue acompañada de un “waiver” por razones de seguridad nacional, lo que en la práctica evitó un corte de ayuda. Ahora parece que sí habrá corte en la asistencia bilateral, aunque, como todo con el gobierno de Donald Trump, las señales son equívocas. De realizarse esta reducción, el impacto financiero sería menor que en el pasado —ya sin USAID, hablamos de unos 100 o 150 millones de dólares en riesgo, no los 500 millones de hace una década. Pero igual tendría efectos sobre la cooperación con las fuerzas colombianas en luchas contra grupos criminales. Además, generaría efectos políticos importantes, especialmente de cara a las elecciones colombianas de 2026.

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¿Por qué esta pelea? En parte, por los datos. Según la ONU, Colombia alcanzó en 2023 un récord histórico de 253.000 hectáreas de coca y más de 2.600 toneladas de cocaína potencialmente puras producidas en Colombia. Aquí se produce el 68% de la cocaína a nivel mundial. Pero también por cálculo electoral. Trump busca mostrarse implacable frente a gobiernos de izquierda y, de paso, incidir en el clima político regional mientras Petro usa la confrontación con Washington para consolidar su base. En términos políticos, ambos ganan: el uno reafirma su narrativa “law and order” para audiencias domésticas, mientras el otro saca su discurso antiimperialista para fomentar fervor en sus simpatizantes.

El problema es que esta confrontación beneficia a los políticos, no a los ciudadanos. Los ataques estadounidenses a embarcaciones supuestamente usadas para traficar cocaína son espectáculo militar sin impacto estructural. Intentar frenar un mercado global de más de 3.700 toneladas de cocaína, destruyendo unas cuantas lanchas es como intentar contener una marea con las manos. La demanda—unos 23 millones de consumidores en el mundo—sigue intacta. Incluso si se logra reducir la oferta de forma sustancial, los precios suben y el negocio se vuelve más rentable. Las organizaciones criminales más sofisticadas se adaptan, cambian rutas y desplazan la violencia. Es una guerra que solo fortalece a quienes mejor saben navegarla.

Del lado colombiano, el balance no es mucho mejor. Para un gobierno que prometió un cambio de paradigma, la palabra que mejor describe este balance es decepción. El Congreso con amplia representación del Pacto Histórico no logró aprobar la regulación del cannabis de uso adulto; mantiene indicadores de “éxito” tan obsoletos como las incautaciones; y no ha avanzado mucho en la implementación del punto de drogas del Acuerdo de Paz. El Presidente Petro incluso llegó a coquetear con la idea de retomar la aspersión aérea con glifosato, una contradicción difícil de explicar. Unos pasos más prometedores—como los programas de reducción de daños—han quedado a medio camino por falta de coherencia y financiación robusta. Cada vez que el presidente se enreda en peleas internacionales o discursos incendiarios, erosiona la posibilidad de construir consensos técnicos y políticos en torno a una política de drogas más humana y eficaz.

Todo esto ocurre en un contexto en el que la cooperación bilateral es más necesaria que nunca: inteligencia, judicialización, control financiero y lucha anticorrupción. Son esos espacios de trabajo conjunto, no los bombardeos ni las sanciones simbólicas, los que realmente debilitan a las organizaciones criminales. Romper esos canales en nombre de la soberanía o del “orgullo nacional” puede resultar tan contraproducente como la arrogancia moral de Washington.

Se puede —y se debe— criticar la forma en que Estados Unidos ha gestionado sus relaciones en América Latina durante el último siglo: paternalismo, doble rasero y obsesión punitiva. Pero eso no exime al gobierno colombiano de responsabilidad: rechazar el intervencionismo norteamericano no implica aceptar la improvisación local. 

La salida de este callejón no está en los desplantes ni en los comunicados altisonantes. Está en asumir, con seriedad, que la “guerra contra las drogas” fracasó. En el mediano plazo eso significa regular. En el corto plazo significa implementar políticas orientadas a reducir riesgos y daños, y fortalecer la justicia para atacar los grupos criminales responsables del narcotráfico y la violencia que generan. 

Mientras tanto, la confrontación entre Trump y Petro seguirá ofreciendo titulares y réditos políticos, pero también un vacío de política pública seria. Dos presidentes alimentan una guerra perdida para ganar una pelea doméstica o mostrarse fuerte en la economía de la atención. Los únicos que pierden son los mismos de siempre: los campesinos, los consumidores, y las comunidades que viven entre el abandono y el crimen.

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Michael Weintraub

Director del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes


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