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Negar a Andrés Caicedo es como negar el primer amor

El autor que puso en palabras la rabia y desazón de tantas generaciones de adolescentes parece perder vigencia en los gustos de las nuevas generaciones. ¿Es el mundo de Andrés Caicedo demasiado oscuro para los millennials?

por

Juan Felipe Díaz


06.03.2018

Es 4 de marzo y hace cinco años no reviso cierta parte de mi biblioteca. Es necesario desempolvar los libros que me conocieron en aquellos tiempos en que la suerte parecía ser peor. Los organizo cronológicamente, dentro de su misma editorial, y me encuentro con unos pocos buenos amigos: Angelita y Miguel Ángel, Danielito Bang, Maria del Carmen Huerta y, su muy excelentísimo alter ego, Andrés. Juiciosamente, cada 4 de marzo me sentaba a releer mis escolios y glosas sobre las páginas que recreaban el universo que un joven desesperado, hace más de 41 años, pudo escribir. Pero hoy parece ser que pocas personas admiran tanto como yo la obra del caleño. Es más, podría decir que la opinión general alrededor del tema afirma la caducidad que ha alcanzado la obra, e incluso la propia figura de Caicedo. Aunque en teoría somos parte de la misma generación, hay diferencias abismales que vienen con cada año que me separa de los nuevos jóvenes, a quienes parecería ser que se les eliminó la capacidad de autoreflexión, y a quienes toda sensibilidad que no sea absolutamente necesaria e instrumental les es ajena. No entiendo en qué momento toda la vida y obra de Caicedo, que ha luchado y acompañado a generaciones de jóvenes durante cuarenta años, dejó de llegar.

Ahora la curiosidad me invade, en una noche de páginas en blanco y suspiros acumulados, y retomo la vieja costumbre de visitar a quienes fueron mis compañeros en una de las guerras más inhumanas del ser humano: la adolescencia.

  Como su nombre bien lo dice, adolecer es propio de los que se duelen, por ejemplo, de la vida misma. Me recuerdo perfectamente, cuando con cierto entusiasmo comenté la –fantástica– idea de morir antes de los treinta años, en una clase de álgebra de noveno grado.

–Ah, como Andrés Caicedo–, mencionó mi profesor, quien contaba con pocos años más que nosotros.

–¿Como quién?–, pregunté confundido.    

–Sí, como el man que se suicidó porque vivir más de veintisiete era una vergüenza.

  Poco tardé en saber que sus conocimientos no eran muy acertados. Andrés Caicedo se suicidó a los veinticinco años, tomándose sesenta pastillas y dando su último respiro sobre las teclas de su máquina de escribir, justo al lado del primer ejemplar de su obra más famosa, ¡Que viva la música! Ahora, mientras busco qué ha sido de su legado entre las plumas jóvenes, el resultado no es tan agradable a primera vista. Parece ser que Andrés Caicedo es un modelo obsoleto en la forma contemporánea de entender la vida.

Parece ser que los millenials tienen tan tatuado en su ser la mentalidad de éxito que la figura y obra de Caicedo les parece poco atractiva.

  Nuestros entornos indudablemente han cambiado, y con estos nuestra lectura de la literatura que nos ha forjado como nación. Para los ojos de ahora, Caicedo no es más que un joven que padeció de “malparidez crónica” y no pudo hacer más que embutirse cinco docenas de pepas hasta que logró que su corazón se aburriera de latir. Pocos sabemos que llevaba planeándolo, por lo menos, dos años, y que la gente que lo rodeaba sabía perfectamente que algún día Andrés se abriría del mundo terrenal.

  Para saber por qué Andrés hizo lo que hizo hay que separarlo de la obra que él construyó y que llegó a nosotros gracias al notable trabajo de sus amigos Luis Ospina y Carlos Mayolo, de sus hermanas Maria Victoria, Pilar y Rosario, y definitivamente de aquellos cautivados que se dejaron llevar por sus letras, Sandro Romero Rey y Alberto Fuguet.   

  Sin embargo, parecería ser que todo el trabajo de estas personas está siendo derrotado por un homogéneo sentimiento de caducidad en las letras del escritor caleño. Además de ser considerado como un héroe del pasado, la concepción de vida que nos brindó Caicedo es vista hoy como un ideal caduco que no produce el más mínimo sentido de empatía. Frente a la profunda sensibilidad que nos muestra Caicedo a través de su obra, tenemos la antipática mención de que su entendimiento de la vida ya no está vigente y que sus ideas resultan poco llamativas al público “joven y adolescente”, que además es al único al que le pueden llegar de lleno las letras del joven caleño.

Una vez más recuerdo la circunstancias en las que llegué a Caicedo: me debatía entre Poe, Bukowski, Hemingway y litros de vodka cada fin de semana, sin saber qué carajos sería de mí ni qué sombra me perseguiría por el resto de mi vida. Cada amor era infinito en esos días, y cada borrachera era el fin de la vida. Pero ahora las cosas son distintas. No ha pasado ni siquiera una generación entre quienes leen adolescentemente y mi generación, pero ya se sienten algunos con la libertad de decir que Caicedo es una lectura obsoleta y poco vigente para el público de ahora. Parece ser que los millenials tienen tan tatuado en su ser la mentalidad de éxito –eso sí, un éxito hipócrita–, que la figura y obra de Caicedo les parece poco atractiva. Para ellos, prevalece el erróneo argumento de crecer como una cáscara, del pecho y la frente hacia fuera, tratando de encajar lo más que se pueda para poder engordar la billetera. Ante esta falta de público, la opinión de unos pocos críticos ha sido llegar a la conclusión de que su figura y su obra han perdido vigencia en el imaginario nacional. Es evidente que quienes ahora leen y critican a Caicedo nunca han sentido la angustia de levantarse de madrugada y no tener más compañía que el silencio del techo, sin saber la hora, ni la fecha, ni el porqué se sigue respirando.

Sí. odio los culicagados que cierran los ojos a la angustia de más tarde, la que nunca se cansa de atormentar todo lo que encuentra…”. Andrés Caicedo, Infección.

 Por esto, hablar de Andrés Caicedo hoy en día resulta más difícil que nunca. Hasta ahora, parece ser que todo ha sido dicho, y no solo por aquellos que lo rodearon y se codearon con él en vida, sino porque década tras década se ha encontrado solo contra las críticas de todos quienes se creyeron con el derecho de leerlo y escribir algo al respecto. Sin embargo, aún hay mucho por decir y no todo es en contra de su obra.

Si hay algo para tener en cuenta al pensar en Caicedo es la diferencia que significa su figura como mito cultural y la obra que sorprendentemente, a sus veinticinco años, nos dejó. Caicedo, ante todo, es una radiografía de todo lo que acosaba al adolescente promedio de los años setenta: posguerra, Guerra Fría, juventud desesperanzada, un futuro poco prometedor y un sentimiento de que la vida propia estaba siendo manipulada por otros.

A Caicedo hay que entenderlo de manera holística, entendiendo por qué sus gustos literarios y por qué sus gustos musicales, y por qué sus posturas políticas y sus percepciones de la vida.

“El gobierno del actual presidente –Misael Pastrana Borrero– está por finalizar, y ya han aparecido los dos nuevos candidatos: Álvaro Gómez por el Partido Conservador y López Michelsen por el Partido Liberal. El nombre de este último no te haga pensar que en realidad se trata de un partido “liberal”: son los dos partidos tradicionales de la oligarquía, que después de una guerra civil durante la década del cuarenta-cincuenta que llenó de sangre a Colombia, decidieron reconciliarse y turnarse el poder según períodos de cuatro años”

Andrés Caicedo; Cali, 2 de noviembre de 1973

Su lectura está más vigente que nunca, pues sirve para romper los espejos ficticios que les han sido impuestos a quienes llegan a verse en ellos, llenos de dudas y convencidos de que la única salida es ignorarse y sentirse bien.

Caicedo fue forjado por los acordes de la deleitable dupla Jagger/Richards, con canciones fascinantes como Street Fighting Man (inspiración para su libro El atravesado) y álbumes completos como el Sticky Fingers (1971) y el Exile on Main Street (1972), llenos de letras turbulentas sobre el curso de las cosas en ese momento, inundados de drogas y desenfreno. También se vio empapado por el sudor de los ritmos de la salsa brava de Héctor Lavoe, Richie Ray y Bobby Cruz. Su obra fue influenciada por las traducciones al español de la obra de Edgar Allan Poe hechas por Cortázar, y de los terrores de H.P. Lovecraft que dieron cuerda a cuentos fundamentales para su Calicalabozo.

Su vida entre su adolescencia latente y tardía fue un ir y venir de oportunidades y desengaños. Consumido por su amor a la escritura y al cine, con tan solo 21 años se fue a Los Ángeles con poco más que tres guiones de westerns, su cine favorito, para venderlos y tratar de hacerse una vida a partir de la tinta. Su suerte no lo siguió hasta allá y tuvo que vérselas en la vida norteamericana hasta que pudo volver a su Caliwood para no volver a salir.

Su literatura en ese entonces era de lo más osado que podía salir de una máquina, pues pesaba sobre él –más que nunca– la obra de los autores del boom latinoamericano, a quienes en su mayoría él mismo admiraba. Poemas, diarios, cuentos e intentos de novelas se veían constantemente entre sus bocetos, pero nada parecía satisfacerlo. Andrés Caicedo era, lastimosamente, su primer y más duro filtro frente a las cosas que le salían del ‘opinadero’. Era tal la presión que en sus diarios varias veces expresó que parte de lo que lo hundía era el pensamiento generalizado de saber que era mucho lo que se esperaba de él.

No puedo más con la vejez de mi adolescencia, ya no puedo más con las exigencias que me hacen los malditos intelectuales ni con las que me hace mi alma educada según el cumplimiento del deber y del arrepentimiento”.

Andrés Caicedo; Cali, marzo-abril de 1976

Al panorama parece no faltarle Caicedo, pues de él hay de sobra. Realmente lo que falta es una audiencia que sienta empatía por lo escrito. Sin embargo, es esta la mayor dificultad, pues vivimos entre los jóvenes que se creen superhéroes, a quienes el discurso neoliberal les ha calado profundo en los huesos y los ha hecho invencibles. La juventud ha abandonado lo más precioso que la vida regala durante ese tiempo: la autorreflexión. Hoy en día la máxima socrática según la cual “una vida no autoexaminada no merece ser vivida” está más caduca que nunca. A los jóvenes se les ha enseñado a no mirarse al espejo, pues la meta es simplemente superarse en lo que acontece de costillas hacia fuera. Aquella costumbre de mirarse, de realmente entenderse frente a un espejo, se ha desvanecido. La autorreflexión falta como elemento constitutivo de la juventud. Sentirse vacío e insomne gracias a las dudas que se tienen sobre sí mismo no está mal, y definitivamente no debería resolverse con fármacos y prescripciones, la solución para todos los males que nos persiguen. Para estas crisis está la píldora que nos dejó tranquilamente Caicedo, a la que él llamó “obra”. Su lectura está más vigente que nunca, pues sirve para romper los espejos ficticios que les han sido impuestos a quienes llegan a verse en ellos, llenos de dudas y convencidos de que la única salida es ignorarse y sentirse bien.

La lectura misma de la obra del caleño busca la sensibilidad del mundo que lo abrumaba y de la que él era el centro absoluto. Esta sensibilidad falta, porque ya ni siquiera nos permiten un momento con nosotros mismos. Nos han erradicado la angustia de encontrarnos ante nada más que nuestra presencia, en un asiento de bus, en un avión o en nuestro ambiente más íntimo, nuestra misma cama. Nos hace falta la sensibilidad que Caicedo tenía flameante, propia de un presente en donde no podía refugiarse detrás de los “muros” de sus conocidos, o entre “captions” de fotos de sí mismo, o la falsa compañía de las “stories” que nos duran veinticuatro horas.  

Debemos reconvencernos de que, en efecto, “…la tristeza alivia y es rica”. No podemos desconocer a Caicedo y lo que nos dejó. Negarlo –a él y a su obra– es desconocer nuestro pasado y parte de nuestro crecimiento cultural, pero más que eso, negar a Caicedo es cerrar la puerta a reflexiones propias de momentos que han sabido cambiar de forma, pero que en esencia siguen siendo la misma angustia.

Negar a Andrés Caicedo y su importancia, hoy más que nunca, es una insensatez con quienes vienen detrás de nosotros, y más aún, con nosotros mismos. Para quienes fuimos “hijos” de su obra, negar a Caicedo es equivalente a negar a un mejor amigo o al primer amor: irrefutablemente son figuras que ayudan a moldear quienes somos, y como tal nunca dejaremos de sentir una pesadísima nostalgia al abrir una página, cualquiera que sea, que lleve el peso de la muñeca de Luis Andrés Caicedo Estela. Por esto, tal vez, Andrés y su obra nos merezcan una lectura distinta a la fatigada y atormentada lectura que tuvimos cuando estuvimos en plena crisis. Por eso creo que merece la pena leer a Caicedo con unas gafas distintas, pues ciertamente tendrá mucho material nuevo que ofrecernos. Es justo y necesario luchar contra el desvanecimiento de su obra y de nosotros mismos. Ahora, la chispa está ardiendo con más ímpetu. Aún hay mucho fuego en el 23.

 

*Juan Felipe Díaz es estudiante de sexto semestre de Derecho con opción en Periodismo. Es director del periódico Al derecho y del podcast Generation Wild en Proyecto Séneca.

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