El pasado 25 de enero, 10 de los precandidatos a la Presidencia de Colombia se encontraron en el debate organizado por el diario El Tiempo y la revista Semana. En medio de las discusiones y confrontaciones entre los invitados —como la de Ingrid Betancourt y Alejandro Gaviria—, varios de los precandidatos encontraron un momento en el diálogo para mencionar las formas en que el conflicto armado ha afectado su vida y la de sus familias.
Así lo hizo Rodolfo Hernández, quien ante la pregunta de si haría un acuerdo de paz con el ELN relató el secuestro y desaparición de su hija por parte de esa guerrilla. Lo siguió Alejandro Gaviria, quien habló del secuestro de su hermano y el asesinato de su prima; y finalmente lo hizo Ingrid Betancourt, quien mencionó su secuestro de 6 años a manos de la exguerrilla de las Farc.
El reconocimiento de experiencias de victimización en las historias personales o familiares de los candidatos, revela en qué medida la historia de los colombianos está necesariamente atravesada por el conflicto armado. De hecho, es altamente probable que si nos diéramos a la tarea de revisar con cierto detalle nuestro álbum familiar, encontrásemos experiencias que ligan nuestra vida cotidiana con la guerra. Muchos podrían hallar —incluso con sorpresa— desde desplazamientos forzados y despojos de tierra hasta familiares que han tenido participaciones directas en acciones bélicas. Es difícil que la historia familiar de un colombiano no incluya estas experiencias.
Aún así, ha sido habitual la consabida narrativa de que una parte de la sociedad colombiana solo ha sido una espectadora pasiva del conflicto y que la guerra nunca le ha tocado. En algunos, esto se ve como un privilegio y en otros aparece como el signo —o incluso la justificación— de la indiferencia con el conflicto armado. Sin embargo, esta narrativa ha contribuido a desligar la comodidad y el privilegio de unos, de las experiencias de guerra y conflicto de los otros, como si corrieran en vías completamente diferentes. Y es que la narrativa de “a mí no me ha tocado la guerra” contribuye a la desimplicación y desresponsabilización de los sujetos con ella; es decir contribuye a mostrar su confort y comodidad producto de la suerte de no vivir en medio de las balas y no como una condición propia del conflicto.
Pero, sin duda, todos estamos implicados en el conflicto armado. Tanto por el hecho de que nuestra historia familiar necesariamente se liga de algún modo con la guerra, como por los modos en que la política, la economía y el entretenimiento se ha entrecruzado con los actores armados, el narcotráfico y el conflicto social. Nuestra subjetividad como colombianos está atravesada por la guerra, nuestra vida cotidiana está profundamente militarizada y nuestro modos de gestión de los conflictos del día a día están marcados por las retóricas bélicas.
Esto no necesariamente significa que todos seamos víctimas del conflicto armado ni que todos, por implicación, seamos cómplices o victimarios; pero tal vez sí significa que nuestra vida como colombianos no podría seguir dejando entre paréntesis o sin reflexión alguna la forma en que la guerra tiene mucho que ver con nuestra vida cotidiana. Tal vez de este modo podríamos establecer mayor empatía con quienes viven confinados en sus territorios por los actores armados o por quienes ven amenazada su existencia por liderar iniciativas de paz.
Ahora bien, el hecho de que los candidatos presidenciales hayan recurrido a mostrar esas experiencias en las que el conflicto armado ha tocado parte de sus vidas sin duda alude a remarcar esa implicación, pero también a un intento de capitalizar políticamente la condición de víctima. Y es que —lo sabemos— nada de lo que ocurre en política es una casualidad; hay libretos, planeación y estructura. En ese contexto, traer a colación la condición de víctima es un ejercicio intencionado de capitalizar la victimización políticamente. Ello, por supuesto, no debería desvirtuar el dolor y el sufrimiento que estas experiencias han significado para cada candidato, pero tampoco nos debe llevar a considerar su emergencia como una casualidad. Sin embargo, es altamente llamativo que en el escenario actual las experiencias de victimización producto de la guerra, sean capitalizables políticamente y puedan animar una búsqueda de empatía entre los electores.
Recurrir a los discursos de victimización en un debate político por parte de los candidatos presidenciales no deja de ser problemático en tanto que para las organizaciones de víctimas que llevan años buscando ser escuchadas y anhelando la representación política en escenarios de decisión ha sido una tarea que, incluso, les ha costado la vida a muchos de ellos. Muchas de las personas que han padecido el conflicto armado en sus vidas no pueden acceder a una voz pública que les permita reconocerse como víctimas, porque no tienen las condiciones de seguridad que pueden tener muchos candidatos para afirmarlo en un debate político. Incluso, para muchas víctimas, esa condición se guarda en secreto, porque hacerlo público les habilitaría una nueva condición de victimización.
Con todo, ¿por qué aparecen las historias de victimización en algunos de los candidatos presidenciales? ¿Y por qué ahora? Posiblemente, como en todos los actos de narración pública de una historia personal, hay una elección sobre los elementos de la propia vida que han de ser remarcados. Y, en política, esta elección está pensada estratégicamente. Pero, ¿por qué narrar las experiencias del conflicto en la propia vida puede, ahora, resultar estratégico?
El hecho de que los políticos en medio de sus campañas presidenciales apelen a la condición de víctima parece aludir también a que para la sociedad colombiana este parece ser un tema relevante. Así, si los candidatos apelan a esta narrativa es porque logran entrever que con ella se establece resonancia social con sus posibles lectores y ello probablemente revela la emergencia de un escenario social que ha empezado a habilitar las narrativas de los dolores y los horrores de la guerra. Es decir, anima a contar en qué medida la guerra nos ha tocado de diferentes modos.
De tal modo que si estas narrativas han empezado a emerger en el escenario de lo público, sin duda lo es por la persistencia de las víctimas y las organizaciones de víctimas en hacerse escuchar. Es resultado de su ejercicio de hacer memoria y exigir justicia, para recordarnos que la economía, las políticas públicas, la salud física y mental de los colombianos dependen en gran medida de darle continuidad a la realización plena de la paz en los territorios y de entender que probablemente nos hicimos de oídos sordos a la guerra porque ella misma se encargó de impedirnos escuchar cómo tocaba a diario nuestras vidas.