Muchos fantasmas recorren Colombia

Por qué unas vidas merecen duelo y otras no, y por qué unas vidas merecen ser lloradas, recordadas y otras no. 

por

Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


17.08.2020

Colombia se despierta cada día con la muerte en su agenda noticiosa. Tan solo esta semana cinco jóvenes fueron asesinados en Cali con sevicia, vil y despiadadamente y el joven líder social Patrocinio Bonilla, de Alto Baudó, en Chocó, fue retenido y asesinado por paramilitares. Este fin de semana, además, ocho jóvenes fueron masacrados en Samaniego, Nariño. 

Pero también aparece la muerte natural: un taita indígena kogui, José de los Santos Sauna, y la activista y comisionada de la verdad Ángela Salazar, fallecieron recién. Sin embargo, y tal como escribió el periodista Andrés Bermúdez en un tweet, el presidente de Colombia no tuvo palabras de condolencia para ellos que en cambio sí tuvo para José María Aznar, el expresidente del Gobierno Español, cuya madre falleció e Iván Duque lamentó públicamente.

Volvemos, entonces, a la inagotable conversación sobre quién o qué vida (o muerte) merece ser tenida en cuenta, sobre víctimas de diferentes categorías y sobre la necropolítica en Colombia y en el mundo.

Precisamente, en las políticas del duelo de Judith Butler, se preguntó con ocasión a los hechos acontecidos por la caída de las Torres Gemelas, el porqué unas vidas merecen duelo y otras no, y por qué unas vidas merecen ser lloradas, recordadas y otras no. 

Pasa que, en ese contexto de septiembre 11, a Butler le inquietaba por qué los fallecidos en suelo estadounidense sí merecían ser velados, y recibir condolencias por parte de la oficialidad y el público en general, mientras que los cientos de miles de víctimas de los múltiples ataques de Estados Unidos en el Medio Oriente, ni siquiera entraban a los titulares de la noticia; no cuentan. 

Por supuesto, la intuición de Butler es una anécdota dentro de una muy larga y variada conversación que incluye a la academia pero, sobre todo a las víctimas, organizaciones internacionales, movimientos sociales, colectivos y organizaciones de base social, en distintas latitudes y desde diferentes corporalidades. 

Tenemos desde un Marx que recordaba a los muertos de la Comuna de París en 1871, como la condición de posibilidad del surgimiento de la nación francesa, también un Benjamin que hablaba de cómo todo documento de civilización es un documento de barbarie, pasamos por un Franz Fanon quien justamente se refería a los condenados de la tierra como aquellos cuerpos expulsados de la idea de misma humanidad, de la Teología de la Liberación y su cualificación de la pobreza como uno de los espacios del Capital, en fin, entre otras múltiples conversaciones que no tengo el tiempo de reseñar acá, pero es claro que una de las improntas de la teoría y pensamiento crítico, ha sido la de entender y señalar aquello que es necesario expulsar, marginar y olvidar para dar marcha al progreso y a la misma idea de la humanidad, la nación, del desarrollo y más recientemente, de la paz. 

Esta misma teoría y pensamiento crítico ha sido acompañada y, hasta cierto punto de vista, rebasada por las víctimas y su insistencia en su presencia con nosotros, vivas, fallecidas o incluso desaparecidas, humanas y no humanas, sean ríos, montañas o paisajes, que están aquí. Podemos decir que su grito rabioso de presencia ha permanecido en el tiempo por aquellos cuerpos, movimientos y territorios expuestos a su continua deshumanización, expropiación y necropolítica (la herida colonial). 

Sería posible poner en práctica una justicia que por lo menos traiga a los muertos a interrumpir el curso del progreso mientras nos retan a imaginar otros futuros distintos.

También, desde el feminismo interseccional y decolonial, hasta el movimiento Black Lives Matter, pasando por las mismas organizaciones indígenas del Cauca hasta los movimientos LGBT+ en las ciudades, hoy en día asistimos a una poderosa interpelación a esa misma estructura de expulsión por medio de la cual ciertas poblaciones y territorios deben ser sacrificadas por el bienestar y el progreso, por la limpieza de la calle y la conservación de las buenas costumbres y, por supuesto, por la creación de nuevas fronteras de acumulación del capital. 

Con ocasión de la detención domiciliaria de Uribe, por ejemplo, ¿cuántas veces no escuchamos en la calle sobre sacrificios que tuvieron que hacerse durante el período su Seguridad Democrática, porque el país iba al abismo o porque “no había otra alternativa”? Sacrificios que, no olvidemos, implicaron más de 10,000 falsos positivos, masacres, desplazamientos, persecuciones, chuzadas, compra de una reelección, etc. 

El asesinato de menores de edad, otro más de líderes sociales y la amenaza permanente a organizaciones, comunidades y otros líderes sociales en el país, conviven pues con un Presidente que no se pronuncia, hasta el momento, sobre estos actos, sino que prefiere dar las condolencias a un exjefe de Estado. Entonces podemos decir, más bien, que luego de la necropolítica, llega una tecnología del gobierno que tiene por objeto gobernar precisamente por medio de la muerte directa y rápida y abandonar a los cuerpos precarizados. Asistimos a unas políticas del duelo que definen qué muertos importan y cuáles merecen duelo y cuáles no. 

Es todo un reparto de lo sensible, como diría Ranciere, que define visibilidad sobre quién cuenta y quién no. Por eso mismo, es que hoy quiero pensar en fantasmas, en fantasmas que recorren nuestro presente a pesar del intento de acallarlos y ponerlos a descansar en paz.
Y recordando un famoso libro de Derrida, tenemos más que nunca que conjurar esos fantasmas, conjurarlos más allá de los números y las cifras, sino traerlos al presente, cuidar de los mismos, de sus singularidades y dar cuenta de cómo esos mismos muertos fueron la condición de posibilidad de nuestro presente y del futuro que queramos construir. Todo esto, a pesar de que queramos mirar hacia otro lado.  

En este sentido, sería posible poner en práctica una justicia infinita y mesiánica que parta de la base de que nunca podremos realmente reparar el daño realizado, que niegue su condición de sacrificio, pero que por lo menos traiga a los muertos a interrumpir el curso del progreso mientras nos retan a imaginar otros futuros distintos.

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Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


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