Horario de atención vuelve de vacaciones con Raquel Rodríguez, profesora de matemáticas y una viajante empedernida con paciencia infinita que le enseña a sus alumnos mucho más que cálculo. Aquí va la tercera historia de Horario de atención.
Raquel Rodríguez y yo nos encontramos, luego de varios intentos fallidos, en el Dunkin’ Donuts que está en el primer piso del edificio de matemáticas. De pelo blanco y gafas de cuerdita, Raquel tiene un cierto aire maternal que, sin duda, le viene bien como profesora de matemáticas. Insiste en comprarme café, y cuando le digo que no, no debería comerme una dona, me felicita. Nos sentamos en una de las bancas del Dunkin’, pero empieza a llover y nuestra travesía comienza: vamos en busca de un lugar seco y silencioso para hablar; “en busca de hábitat”, dice ella, acostumbrada a reunirse con estudiantes en pasillos y salones vacíos.
“Yo tengo algo de trotamundos”, dice. Y es en serio. Luego de graduarse del programa de matemáticas de los Andes, Raquel se enteró de que, en Mérida, Venezuela, hacían falta profesores de matemáticas, siempre escasos. Sin pensarlo dos veces, se fue y estuvo enseñando allá durante dos años y medio. De allí se fue para Holanda y luego a Bélgica a hacer una especialización en programación, la otra pasión de su vida. En Lovaina la Nueva conoció al que sería su esposo. Con él se fue para su natal Marruecos, donde Raquel enseñó matemáticas, estadística y sistemas en el Instituto de Estadística de Rabat durante dos años. Allá también trabajó en una empresa de software y montó una empresa de consultoría. Después de una década, regresó a su alma mater, donde todavía enseña matemáticas.
Empezamos nuestra búsqueda en el M, pero todos los salones están cerrados, así que vamos a probar suerte al B. Piso por piso buscamos un salón vacío y abierto, pero sin suerte. Raquel, siempre optimista, sugiere que intentemos en el LL; allá ha tenido suerte antes. Mientras caminamos, Raquel lleva dos bolsas y el café de Dunkin’, que no se ha tomado. Yo me tomé el mío a la carrera en las escaleras del B, después de que el séptimo salón que probamos estaba cerrado u ocupado y las posibilidades de encontrar uno para terminar la entrevista parecían agotadas. Pero Raquel es paciente: “Tengo fe”, dice cada vez que hace el intento. Cero y van nueve.
Yo me siento bien en cualquier sitio donde me pongan a dar matemáticas. La docencia es mi salsa
Aunque empezó estudiando arquitectura, Raquel siempre estuvo enamorada de las matemáticas (“No sé por qué empecé arquitectura”, confiesa. “Nunca se me ocurrió ser artista”). De hecho, ha amado las matemáticas toda la vida, y aún en el colegio estaba ya dándole clases a sus compañeros y en la universidad ponía anuncios en el periódico anunciando sus servicios como profesora privada. Ahora, décadas después, es pensionada de una figura laboral que, hasta donde yo sé, sólo existe en el departamento de matemáticas: docente de planta. Se trata de un paso intermedio entre la contingencia de la cátedra y la estabilidad absoluta de un puesto de planta normal. Los docentes de planta tienen contratos más largos que los de cátedra y muchos de los beneficios de un contrato de planta, pero le dedican todo su tiempo a la enseñanza, no a la investigación. Ahora que está pensionada, Raquel volvió como profesora de cátedra normal, con uno o dos cursos del ciclo básico de matemáticas. «Yo me siento bien en cualquier sitio donde me pongan a dar matemáticas”, dice con una sonrisa. “Estoy en mi salsa, la docencia es mi salsa”.
Seguimos errando; Raquel sigue abriendo salones, todos ellos ocupados. Y aunque yo le tengo poca fe, el optimismo de Raquel sigue intacto. Después de varios intentos (ya perdí la cuenta), terminamos en las bancas del segundo piso del LL. Compartimos con estudiantes que se están resguardando de la lluvia y tratan de almorzar balanceando cajas de pizza y pollo frito en las piernas.
La paciencia infinita con la que Raquel me llevó a dar vueltas por la universidad en busca de un salón vacío que no existe le viene bien como profesora de matemáticas. Enseñarlas es difícil, pero no necesariamente porque las matemáticas sean difíciles. De hecho, para Raquel el problema es más una cuestión de la cultura colombiana y la manera en la que preparamos a nuestros estudiantes en el colegio. “Los estudiantes llegan maestro-dependientes, formula-dependientes”, me explica. “Han mecanizado las matemáticas, muchas veces sin saber por qué”.
En sus clases, Raquel trata de independizar a sus alumnos, de darles las herramientas para que ellos solos, sin maestros ni fórmulas mecánicas, se acerquen a las matemáticas y tomen responsabilidad de su propio aprendizaje. No es fácil. «En los primeros semestres es un poquito duro porque los colombianos estamos acostumbrados a dejar todo para el último minuto, no estamos acostumbrados a leer. Pero unos tres semestres después ya vas viendo la diferencia del estudiante que va adquiriendo responsabilidad, va aprendiendo a leer”, dice Raquel.
De repente, Raquel recuerda que tenía una cita con una estudiante hace 15 minutos. Regresamos a la carrera al edificio de matemáticas, continuando el viaje interminable de nuestra entrevista, que es como el de su vida: de los 40 minutos que hablamos, estuvimos sentados unos diez.