Durante 30 años, entre 1990 y el año 2000, el periodista colombiano Álvaro Sierra trabajó como corresponsal en Rusia, Asia Central y China.
Esa experiencia, sumada a otras dos décadas en el oficio como editor adjunto del diario El Tiempo y editor jefe de la Revista Semana, le otorgaron un conocimiento profundo sobre cubrimientos y análisis de conflictos bélicos. Hoy, además de dirigir France24, es reconocido como un pedagogo del rol de los medios de comunicación para la construcción de paz. En Cerosetenta lo entrevistamos para conocer su perspectiva sobre la forma en que la prensa mundial está abordando el conflicto entre Rusia y Ucrania y cómo las redes sociales diseminan información pobremente curada por la mesa de edición. Álvaro Sierra, además, comparte su reflexión sobre la ética periodística en medio de la furia de imágenes.
Tiene cerca de 30 años de experiencia en cubrimiento y análisis de conflictos armados. En una perspectiva general, ¿qué cree que debe seguir haciendo el periodismo y qué no?
Depende de qué periodismo, de qué países y de qué conflictos estemos hablando. Hay una diferencia entre los periodistas que cubren conflictos ajenos y los periodistas que cubren conflictos propios. Los primeros son los típicos corresponsales que están donde hay un conflicto armado, como en Medio Oriente, en Ucrania o los extranjeros que cubren Colombia para medios internacionales. Del otro lado están los periodistas que por décadas han cubierto la guerra en sus propias regiones, por ejemplo para medios regionales en Colombia, y que, a mi juicio, son los más desprotegidos en términos de seguridad y condiciones laborales.
De esos dos tipos de periodismo, con frecuencia los periodistas extranjeros reproducen muchos clichés sobre las naciones. Ahora con Ucrania, es bastante claro que hay medios interesados como nunca antes en la crisis de refugiados, porque sienten que los ucranianos son más europeos, “más nuestros” —es su expresión—. Es decir, el periodismo del occidente desarrollado está asumiendo que una cosa es una guerra en Siria y otra cosa es una guerra en Ucrania. Eso es claramente un problema.
Cuando están involucradas grandes potencias en este tipo de conflictos, como ahora Rusia y Estados Unidos, hay sectores del periodismo, en particular del periodismo estadounidense, que reproducen la visión oficial del conflicto que tiene ese país. Ese es otro problema con docenas de ejemplos y es justo lo que hay que tratar de no hacer.
¿Tiene en mente alguno de estos ejemplos?
Hay un caso famoso, que se ha vuelto elemental en textos de periodismo, sobre la cobertura a la invasión de Estados Unidos a Irak —entre marzo y mayo de 2003—, cuando Sadam Huseín amenazaba con armas de destrucción masiva. Hubo un artículo publicado por Judith Miller en The New York Times que consultó como fuente a Ahmed Chalabi, uno de los oponentes principales al ejército de Huseín. La periodista consultó fuentes de inteligencia en el Pentágono que le confirmaban otro par de cosas y, sobre esa base, se publicó todo.
Lo que no estaba claro era por qué el Pentágono y la inteligencia estadounidense se basaban en lo que decía Chalab. Es decir: todo era una mentira completa. De hecho, hay una presentación muy famosa de Collin Powell —que en ese momento era Secretario de Defensa en Naciones Unidas— en la que muestra los sitios en donde supuestamente estaban las presuntas armas de destrucción masiva.
The New York Times abrió una investigación, se dio cuenta de todo y en 2004 publicó un editorial pidiendo excusas porque su cobertura no contó con verificación de fuentes. ¿Por qué? Porque en ese momento todo el que hablara en contra de la invasión y de la histeria por el atentado a las Torres Gemelas era considerado antipatriótico. Hubo un sentimiento nacionalista muy fuerte que permeó hasta el periodismo.
Hay otras presiones en el periodismo regional que no cubre conflictos ajenos, como el caso colombiano. La primera presión es el riesgo directo: una cosa es ser un corresponsal con teléfono satelital, transporte propio blindado, equipo antibalístico —como los periodistas en Sarajevo, Bosnia—. Otra cosa es trabajar en Arauca, frontera con Venezuela, en una radio local. La segunda gran presión es tener que hacer periodismo con presiones oficialistas. Durante los años del conflicto en Colombia, la narrativa oficial trató de imponer una visión específica de la guerrilla como terrorista, como traficante de droga. Eso era una simplificación de un conflicto mucho más complejo. Muchos medios incluso exigían esa versión oficialista a sus reporteros.
Evidentemente este conflicto —en sí mismo un hito— exige otras perspectivas desde la Historia y desde el periodismo que, en países con violencia cotidiana como Palestina o Colombia, ha caído en narrativas a veces sedadas. Cuando los medios hablan de “la amenaza de una bomba nuclear”, ¿cuál es el peso de esta frase?
Hay que tener cuidado con lo de “la amenaza de una bomba nuclear,” porque no creo que sea un peligro presente o inmediato. Una cosa es que Putin la sugiera para lucir más amenazante y otra cosa es que haya un riesgo real. Por ahora, Estados Unidos y la OTAN han dicho que no van a interferir militarmente, que no pondrán botas en tierra ucraniana. Por eso invito a relativizar mucho el tema de la guerra nuclear y a ser cuidadosos con la forma en que se presenta en los medios, para no generar la histeria innecesaria que están generando en un momento tan complicado como este.
Dicho eso, lo que está pasando en Ucrania tiene dos narrativas enfrentadas en los medios —y que vienen del control draconiano de los gobiernos, sobre todo el ruso—. Por un lado está la idea de que esto no es una invasión militar sino una intervención política. Los medios rusos justifican que es una operación para desmilitarizar y desnazificar a Ucrania, porque atribuyen a los sectores más radicales de los nacionalistas ucranianos —que son derechas armadas— una serie de abusos a la población rusa en el este de Ucrania, en las provincias de Donetsk y Lugansk. Asimismo están convencidos de que la caída de Victor Yanukovich, presidente a favor de Rusia en Ucrania a comienzos de la década de 2010, fue provocada y financiada por Estados Unidos. Es una narrativa que se ha impuesto y que usan los medios rusos en televisión y radio. Esto lo cree una gran parte de la población rusa.
Pero está también la narrativa occidental, que es justo la opuesta. Hace semanas se venía diciendo que Rusia estaba por invadir Ucrania y cuando en los medios rusos se burlaban de esa histeria invasionista, tuvo lugar la invasión.
En una guerra siempre habrá ese enfrentamiento de narrativas. Por eso, el papel de los periodistas y de los medios es contar las narrativas de ambas partes y no simplemente reproducir la propaganda oficialista de cada lado. Se trata de orientarse y de contar con contexto y elementos de análisis, de retomar históricamente cómo ha sido la relación de ambos paísespara entender por qué llegan a lo que llegan.
Reitero que la “amenaza de una bomba nuclear” ha sido el clímax de los medios para titular este conflicto porque, en un contexto de hiperconectividad, mientras se corrobora la veracidad, ha ganado la viralidad. ¿El periodismo puede evitar o mitigar el pánico colectivo que produce la información acelerada y, por tanto, poco curada?
En estas situaciones en las que impera la alarma, lo que el periodismo puede hacer es tratar de privilegiar la seriedad y la verificación por encima de la velocidad. A mí, que hago parte de una cadena internacional, no me preocupa si otras salen antes con la noticia. Yo prefiero demorarme un poco y salir con algo verificado y bien explicado. La información sobre esta columna de 40 o 50 kilómetros de tanques filados rusos que emitimos, verificamos antes si esas imágenes satelitales eran ciertas.
En tiempos de redes sociales hay toneladas de información, docenas de videos emitidos sin filtro. El buen periodismo siempre revisa y coteja la información. La afirmación de la amenaza de una bomba nuclear en los medios, por ejemplo, partió de una declaración que hizo Putin y otra que hizo el ministro de relaciones exteriores ruso, Serguei Lavrov. Por supuesto que hay que contarlo, pero al mismo tiempo hay que explicar lo difícil y poco probable de que se llegue a un enfrentamiento de esa magnitud. Sin contexto es información que prende todas las alarmas.
La periodista Ana Bejarano aseguró que en Rusia solo permitían entrevistar a fuentes oficiales y que estaban cobrando multas altísimas por desobedecer esa norma. ¿Puede el derecho a la libertad de expresión estar por encima de los gobiernos que no son garantistas? ¿Cómo? ¿Quién nos ampara?
La libertad de expresión es un derecho que hay que respetar bajo cualquier circunstancia. La pregunta ni siquiera hay que hacerla: esa es la base del periodismo libre y la base del funcionamiento de las democracias.
El comité que regula los medios de comunicación en Rusia, Roskomnadzor, en efecto ordenó solo recurrir a fuentes oficiales y que este conflicto no se llame “invasión” sino “operación militar especial”. Es lógico que un gobierno totalmente represivo —como el actual en Rusia— haga prohibiciones de ese tipo. La libertad de expresión está muy limitada y ante ese gobierno, ¿quién puede hacer presión? Ni siquiera la avalancha de sanciones que Putin ha acumulado para Rusia ha detenido la invasión.
En medio de esta situación tremendamente difícil, hay periódicos sacando la cara. Uno de ellos es el periódico ruso independiente Novaya Gazeta que, ante el aviso de las autoridades de que solo podían publicar información oficial, votaron en la redacción sobre si silenciarse, como forma de protesta, o seguir a pesar de la censura militar. El 94% de la redacción votó por seguir. Yo temo a veces un poco por ellos, porque publican cosas que normalmente no se publican en Rusia. Además, se abstienen de publicar información propagandística.
¿Cuál considera usted que es el papel radical o clave de los medios en la construcción de paz y qué es lo más urgente en este contexto?
En el mundo periodístico y académico ha habido una discusión histórica sobre eso. Hay una corriente liderada por la escuela de periodismo de paz de Johan Galtung, un sociólogo noruego, que promueve la idea de un periodismo activista en favor de la paz. Personalmente, creo que la mejor contribución que el periodismo puede hacer a la paz, tanto en situaciones de conflicto como de posconflicto —si queremos poner esa categoría idiomática— es proveer a la sociedad de la mejor información posible. En medio del uso masivo de redes, esa información debe ofrecer herramientas que le permitan a la gente contrastar y tomar decisiones, en lugar de sugerir qué decisiones deben tomar. Si los medios militan por la paz lo hacen con buen periodismo: independiente, equilibrado, en el que todas las versiones tienen cabida pero pasan por el filtro del análisis y la verificación.