Las caretas de las víctimas

Líderes y lideresas del Chocó siguen protestando con máscaras. Las mujeres no bajan al río porque hay grupos armados, reclutan a sus jóvenes y la fuerza pública, incluida la Policía, actúa de manera coordinada con esos grupos. Una protesta en un país en el que para unos, poner el rostro, implica poner la vida en riesgo.


Ilustración: Samuel Santamaría

No van a los velorios por miedo a que los maten. Son personas, del latín persōna, que traduce máscara.

Es noviembre de 2017.
Al líder de restitución de tierras Mario Castaño lo asesinan en Belén de Bajirá: le disparan siete veces luego de haber denunciado la presencia de paramilitares en la zona del Bajo Atrato, en el Chocó, el único departamento de Colombia con dos océanos a cada costa.

Otro líder, Hernán Bedoya —reclamante de tierras y miembro del Consejo Comunitario de Pedeguita y Mancilla— asiste al entierro de Mario Castaño. Ocho días más tarde, Bedoya muere asesinado a manos de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).

Al entierro de Castaño van menos personas. Nadie quiere correr con la misma suerte. Entre los pocos asistentes está el Padre Alberto Franco, jefe de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, quien explica por qué desde entonces líderes y lideresas sociales del departamento al noreste de Colombia portan máscaras para denunciar la vulneración de sus derechos. En un video, y detrás de su máscara, un líder explica: “En este país, el que dice la verdad, se muere”.

El padre Franco recuerda que en 2017, mientras unas personas de la comunidad estaban en la misa de Mario Castaño, otro grupo de defensores de derechos humanos de su organización acompañaba a los líderes sociales que debían salir hacia Bogotá, esa misma noche. Entre ellos estaba Bedoya. “Nosotros tuvimos reunión el 7 de diciembre y a Bedoya lo mataron el 8 de diciembre”, recuerda el padre, “Nos conmocionó a todos. En ese momento los líderes plantearon al Gobierno, a la comunidad internacional, a agencias de cooperación, consensuar cuatro puntos importantes para ellos. Querían socializar lo dialogado a los medios de comunicación. Se organizó una agenda de medios y vino una discusión de si debían o no poner su rostro. Tenían miedo. La sociedad colombiana enseña a no dar la cara. Nos fuimos por las máscaras”.

Son un grupo de líderes y lideresas que denuncian lo mismo que denunciaban otros habitantes de las comunidades desde la década de los noventa. Están entre fuegos cruzados por bandas que al margen de ley y con apoyo de esta, operan en su territorio, mismo que se ha configurado con el tiempo como corredor estratégico de drogas, además de estadio para planes empresariales que encuentran en la región oportunidades de desarrollo industrial no necesariamente afines con la voluntad de las comunidades.

La primera vez que los líderes sociales ocultaron su cara, utilizaron una careta de Pierrot que tenía tan solo dos dibujos: una gota de lágrima y un sol, ambas de color rojo, como la sangre. Todos llevaban de indumentaria una franela blanca que contrastaba con su piel negra. Dice Lucía González, de la Comisión de la Verdad y exdirectora del Museo Casa de la Memoria de Medellín y del Museo de Antioquia, que aun cuando se presentan en colectivo, siempre hay una necesidad de la singularidad que nunca quiere perderse: “De cualquier modo se sabe por la voz, por el entorno y por lo que denuncian, de dónde son y a qué se dirige esta protesta”.

Los líderes han dicho que la presencia de los Gaitanistas en sus territorios va en aumento; que después de los Acuerdos de Paz, con el retiro de las Farc, algunas zonas quedaron en dominio del paramilitarismo; que las mujeres no pueden bajar al río porque los Gaitanistas están en la ribera; que les preocupa que siguen reclutando a sus jóvenes; que la fuerza pública, incluida la Policía, actúa de manera coordinada con los grupos armados. Que los niños se están muriendo por ausencia de entidades de salud, incluidas las del gobierno nacional, departamental y local. Que la cacería y la pesca está capturada, que las carreteras están minadas y, en suma, acusan el control permanente y total del territorio chocoano y atentados que en él ocurren contra los derechos humanos. Estas denuncias las hicieron a finales de marzo de este año seis habitantes de distintas comunidades que usaron nuevamente máscaras Pierrot, pero esta vez solo blancas.

Cuando los líderes sociales discutieron con el Estado en 2017, como detalla el padre Franco, abordaron los siguientes puntos: primero, protección a las comunidades en las que ejercían control las Farc; segundo, garantizar su propia protección por amenazas reiteradas. Tercero, justicia: querían una investigación bien hecha tras varias reuniones que no surtían efecto. “Si las penas redimidas durante nuestros años de trabajo hablando de impunidad las hubieran gastado funcionarios del Estado en investigar, creo que se habrían reducido ostensiblemente”.

El cuarto punto fue el incumplimiento de las sentencias de decisiones sobre restitución de tierras: “Hay muchas de la Corte Constitucional, del Tribunal del Chocó, tanto en la ley ordinaria como en la Ley de Restitución, que no se cumplen. Tienen intenciones de devolver la tierra pero si están al frente los que los desplazaron, pues no hay nada que hacer. Son tierras que se han probado legalmente son de las comunidades y hay unos ocupadores de mala fe, que los despojaron con violencia, con presión para firmar, con falsificación de firmas, con notarios que se prestaron para ello y están condenados. Ya todo eso se ha hablado, pero lo pasan de largo”.

En cabina de Contagio Radio, medio en el que hicieron las denuncias, un líder comenta que el paramilitarismo de los noventa no está regresando a su región, porque nunca se ha ido. Su voz se oye tras su máscara. Aclara que en el gobierno de Santos se aplacó un poco la violencia, pero que con “el gobierno guerrerista y despojador de Álvaro Uribe Vélez, el actual presidente en la sombra, se siguen manejando los hilos igual que en el 97”. Cree que es la misma forma de usar su tierra para hacer minería, grandes proyectos agroindustriales y ganadería. “La gente que estorba somos nosotros los campesinos, las comunidades negras, los indígenas y los afromestizos. Son políticas de Estado para exterminar la población y va a pasar lo mismo: va a ver un desplazamiento si el mundo entero no se manifiesta”. Otra lideresa lo complementa: “Quieren apagar a los seres humanos que nos encontramos ahí”.

Si uno analiza el contexto colombiano, siempre se da cuenta que hay razones para ocultar el rostro: incluso no mostrarlo es una forma legítima de protestar

La apariencia de lo simbólico

En el teatro, como explica la dramaturga Patricia Ariza –fundadora en 1966 del Teatro La Candelaria–, la máscara se usa para enseñar algo. Ha trabajado durante cuarenta años con numerosos movimientos de paz de los que es gestora, con sectores históricamente marginalizados, habitantes de calle, niños, mujeres e indígenas, también con desplazados. Ha promovido encuentros que vinculan a estos sectores y es también una sobreviviente del genocidio de la UP.  

Al ocultar la cara, dice, es el cuerpo el que revela. Para ella, que líderes sociales deban llevar máscaras exhibe una presencia colectiva muy poderosa, donde el anonimato personal es contundente. Hay, como dice, un impacto estético, porque la máscara siempre produce un distanciamiento y el espectador es capaz de darse cuenta que al revés de ella están personas afrodescendientes. “Si uno analiza el contexto colombiano, siempre se da cuenta que hay razones para ocultar el rostro: incluso no mostrarlo es una forma legítima de protestar”.

Ariza piensa, sin embargo, que este tipo de acción no los protege de la muerte: “la única manera de evitarla, sería yéndose del país”. Duda del acceso a los protocolos de protección. Lucía González, cuya experiencia se vincula a proyectos relacionados con la cultura y la transformación social, apoya que por la protección precaria que tienen, no pueden poner la cara. La protección que les dan, como dice, solo sirve para que se sientan tenidos en la cuenta por un Estado con el que no han contado. “Ellos saben que con esas condiciones no pueden poner su rostro, los que lo hacen es porque son atrevidos. La indignación sí es un valor superior”.

El padre Franco asegura que la máscara tuvo resonancia porque nos hemos acostumbrado a ver algunos rostros con desprecio: al otro, al indígena, al campesino, al negro, a lo femenino, al de izquierda, al de otra religión, al de una orientación sexual diferente. “Las máscaras le dan a estos líderes, paradójicamente, una subjetividad: es el otro, que no es distinto pero no me toca”. González no lo entiende como un acto simbólico sino como un recurso de protección:“esta gente puede poner la cara porque se puso la máscara. Era la única manera de tener voz, tapándose el rostro para no correr el riesgo. La máscara en otros casos se ha utilizado para decir soy yo, pero al hacerlo aquí, nos dicen que el otro es cualquiera de nosotros. Es una manera de universalizar: todos estamos amenazados”.

Ariza estuvo hace poco en Argentina conversando con Las Abuelas de Plaza de Mayo, víctimas de crímenes de lesa humanidad. La conmovieron porque sabe que de no haber hecho su lucha, estas mujeres no se habrían convertido en las lideresas que son. De otra manera, como dice, las hubieran enviado a un geriátrico. Las menciona por las pañoletas blancas que portan y con las que lograron convertir su protesta en símbolo.  Las pintan en las paredes, su lucha las ha rejuvenecido, y por todo el trabajo que ha hecho ella con las mujeres, sabe que la protesta es una buena forma de hablar para las minorías. Lo mismo ocurre con las pañoletas verdes que propusieron las mujeres en Rosario, también en Argentina, en pro del derecho al aborto legal o las pañoletas de la Minga indígena en Colombia, verde con rojo, o los chalecos amarillos en Francia, “esos símbolos se destacan de una manera muy singular”.

Cuando el agresor es una persona con poder, los autoridades no tienen alcance. En muchas investigaciones, en cuestión de horas y días han dicho quiénes son los victimarios, pero nosotros hemos entregado datos y coordenadas y el Estado dice que no, que la zona es inaccesible

Antifaz de la expresión

Para el padre Alberto Franco, el elemento de la impunidad tiene un mal superior y es la doble moral. Estos líderes son además víctimas de una estructura en la que quienes tienen poder actúan de manera más hábil contra la gente débil. “Cuando el agresor es una persona con poder, los autoridades no tienen alcance. En muchas investigaciones, en cuestión de horas y días han dicho quiénes son los victimarios, pero nosotros hemos entregado datos y coordenadas y el Estado dice que no, que la zona es inaccesible”. En la entrevista en Contagio Radio,  un líder expresó que cuando el Ejército se retira de un campamento, inmediatamente llegan los Gaitanistas a ocuparlo y viceversa

Otro elemento que menciona Franco es una serie de burocracias que van y vienen dentro del Estado con respecto a estas denuncias, donde el funcionario que quiere actuar bien, envía un mensaje a otro funcionario que no lo envía a quien debe, y se rompe la cadena. Hay una cultura de opresión. “Si los ladrones son de los míos, los defiendo, así se hayan robado todo. Pero a los que no son de los míos, que les caiga todo el peso de la ley. Depende hasta del estrato, por ejemplo: en el caso de los militares con los falsos positivos, la mayoría de los que están condenados son de bajísimo rango”. Para el padre, esa es una doble moral que valora distinto los mismos delitos y los mismos crímenes dependiendo de quien los cometa. Pero los líderes también identifican en los medios de comunicación un elemento de riesgo. 

Hace parte de los absurdos de la guerra en Colombia, según González, que ese gesto de las máscaras sirva para poder encarar a la sociedad cuando, como dice, uno hace lo contrario cuando encara al otro: se desenmascara. Reconoce que la mayoría de las comunidades nombran permanentemente la irresponsabilidad de los medios y saben que recurren a ellos es por su necesidad, pero no cuentan con la protección debida y los medios no son conscientes de dársela, porque los exponen: “prima la chiva, la noticia, el espectáculo más que proteger su vida”.

Lo que existe en el protocolo de seguridad no funciona, asevera Ariza, y no funciona nada, porque la matanza sigue. Las máscaras son una forma, pero usándolas no se evita el fondo: la amenaza, la muerte. “Quizá no hayamos hecho lo suficiente, pero las denuncias sí son innumerables: el mundo entero sabe que en Colombia asesinan  a los líderes y a las lideresas”.

La máscara del Estado

No es la primera vez que en Colombia se manifiestan velando la identidad. En los noventa ocurrió el famoso caso de los jueces sin rostro, cuando quienes debían procesar casos del Cartel de Medellín o de los extraditables, corrían el riesgo de ser ejecutados en caso de ser identificados.

Según el padre Franco, la manifestación de las víctimas compone un mensaje para la sociedad insensibilizada por la manera en que se ha manejado la violencia en el país, “una sociedad hipócrita, que usa la religión para negar derechos y que niega profundamente el mensaje de la religión, es una sociedad anticristiana”. Una sociedad que nos ha acostumbrado, como expresa, a que se tiene derecho a juzgar y a condenar como perversos a los otros, aunque los míos hagan cosas más graves.

González dice que el acto de ocultar sirve para nombrar. La percepción de Ariza sobre esto es negativa:“El Gobierno está para proteger la vida de la gente y no lo hace. No hay una intención de conservar la paz, ni los Acuerdos, ni la nueva y necesaria institucionalidad como la JEP y la Comisión de la Verdad”, concluye.

El Estado Colombiano está al servicio del poder económico, como dice el jefe de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz. Aclara que quien manda aquí no es el Estado, sino las empresas. “El rostro del Estado es de doble faz: el de la democracia, y la legalidad, pero oculta una cara de corrupción y de persecución a lo fundamental en función de intereses económicos. En este país, el mundo lo sabe, hay gente vinculada a la criminalidad en el Estado. Su rostro está desfigurado, muy bien maquillado, fracturado pero, sobre él, porta una máscara que lo esconde. Usa de manera también cosmética a los medios de comunicación, a la religión y a la educación”. 

[N. del E.: para esta nota intentamos contactar a los líderes que hacen parte de la historia. Por el riesgo a ser identificados, prefirieron no hacer parte del reportaje.]

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