Las amigas

Dicen, que no hay casualidades, y que a la gente que conocemos es por algo; llegan para consolidar en nuestras vidas algún tipo de destino místico ideal que nos hará mejores personas.

AMISTADES2

 

Dicen (y por dicen me refiero a cualquier tía o mamá), que no hay casualidades, y que a la gente que conocemos es por algo; llegan para consolidar en nuestras vidas algún tipo de destino místico ideal que nos hará mejores personas.

A la primera niña que se ganó el título de ‘mejor amiga’ no sé cuándo la conocí. Según mis cálculos tendríamos unos 3 o 4 años la primera vez que jugamos juntas, pero nuestra amistad se consolidó cuando entramos al mismo colegio de grandes, poco tiempo después. Los años en que no estábamos en el mismo salón, pasábamos juntas todas las vacaciones en la casa de su abuela o la mía en Cartagena, íbamos a pedir dulces cada Halloween, celebrábamos todos los cumpleaños propios y de nuestros familiares. Nos visitábamos casi todos los fines de semana; pasábamos tardes que se convertían en pijamadas jugando a la lleva, viendo Sabrina, S-Club 7 y RBD, besuqueando los afiches de sus respectivos protagonistas. O bueno, más bien ella se besuqueaba con Christopher Uckermann mientras yo pensaba en cómo, si alguien, ella podría tener una oportunidad con él -en el caso hipotético de que se nos apareciera un día con la dudosa y problemática intención de salir con una niña de 12 años.

Siempre tuvimos la idea de ser precoces, pero con una inocencia que solo se reconoce con los años. A esa edad mi mamá me dejaba comprar la revista Cosmopolitan en el mercado. O más bien, no se oponía cuando yo metía la revista con disimulo en la banda en movimiento de la caja registradora, sintiendo que tenía en mi poder el tesoro indiscreto que llevaría al otro día a escondidas al colegio. Mi mejor amiga y yo la leíamos en el salón durante el recreo. Sin falla las niñas del curso nos rodeaban y entre risas, leíamos en voz alta todos tips y consejos que sólo años después entenderíamos –y lo acepto- utilizaríamos.

Intercambiábamos cartas al menos una vez por semana. A falta de esquelas llenábamos las hojas arrancadas del cuaderno que nos habrían pedido para alguna clase que no lo ameritaba, de diseños florales o geométricos. Cuando menos, repasábamos el borde de las letras que titularían la carta al menos con 5 colores diferentes hasta que el papel rayado empezaba a sentirse más como una tela húmeda y demasiado frágil para sostener luego todos esos sentimientos incontrolables que nos generaba el amor y la admiración de la una por la otra. Nunca tendrían una mejor función nuestras respectivas colecciones de marcadores Crayola (los únicos en el punto medio perfecto entre colores apastelados y ácidos). Luego doblábamos ese soliloquio preadolescente con la habilidad de una leyenda del origami, para que todo quedara ahí contenido, protegido y fácilmente transportable en el bolsillo de la jardinera del uniforme.

Escondidas detrás del gimnasio del colegio, nos perdíamos entre esos relatos vitales que develaban los mejores chismes  y micro-escándalos juveniles que habían ocurrido en el parque de la 93, en la competencia de Cheers que hacían en el Moderno, o la fiesta de alguna niña de salón durante el fin de semana.

Después de una semana santa que no viajé, recuerdo que después de la asamblea general ese lunes me contó la historia de su primer beso. Con una cara simultáneamente de asco y satisfacción, narró cómo el chico en cuestión le había ofrecido una menta antes de proceder a darle un lengüetazo húmedo que ella no esperaba.

 

No pensé que los besos fueran tan mojados –dijo

 

Nos reímos y luego decidimos anotar el cumpleaños de todos los niños lindos de Cartagena en el calendario de mi agenda estampada con koalas verdes de Hojas: me sentía en el paraíso de la amistad femenina.

El siguiente año quedamos en cursos separados y así conocí a mi segunda mejor amiga. Mientras que la primera había sido mi ideal infantil de belleza y glamour preadolescente, mi nueva mejor amiga contenía en sí un universo de referencias literarias y musicales en el que me quería perder. Una era Cher Horrowitz, y la otra era Clarissa lo Explica Todo con potencial de Annie Hall. Para mí, ella tenía el mejor gusto en todo lo relacionado con estilo y arte, y yo estaba decidida a permitir que su influencia me llevara a una cuidadosa curaduría de la estética de mi vida –e incipientes inclinaciones emo.

Nos vestíamos de negro con apenas uno o dos toques de color (preferibemente vinotinto o morado), accesorios hechos por nosotras mismas –que usualmente eran muñequitas miniatura de hilo o retazos de tela- pines, botas y vestidos con un aire Victoriano a la Emily Strange, que sólo existía en nuestra imaginación. Escuchábamos Sui Generis, Extremoduro, los Beatles, Joaquín Sabina y Fito Páez. Y con la misma pasión cantábamos música para planchar a grito herido con medio cuerpo peligrosamente salido por el techo del carro de mi papá, siempre de camino a Blockbuster para alquilar los Ángeles de Charlie y Amélie.

Escribíamos poesía sobre amores que jamás habíamos vivido y discutíamos estrategias de coqueteo virtual via Messenger. Cambiábamos nuestro estatus por citas de Rayuela dirigidas a quienquiera que fuera objeto de nuestros afectos platónicos, elegíamos fotos de perfil que debían hacernos ver en la misma medida lindas y darks, y discutíamos sobre cuántas veces era apropiado conectarnos y desconectarnos para que al niño que nos gustaba -porque se pintaba las uñas de negro y usaba sombrero de copa- le apareciera el cuadrito con nuestro nombre en su escritorio, y luego decidiera hablarnos.

A estas alturas ya voy quizás por mi cuarta o quinta mejor amiga, pero particularmente en esta etapa prolongada de ‘I’m not a girl, not yet a woman’, los recuerdos de esas primeras amistades Ensanduchádas entre los recuerdos de una juventud que se comienza a disipar mes a mes en los pagos de la planilla Pila y las persecuciones llamadas cuentas de cobro, con suerte tendremos al menos a esa persona con la que el “deberíamos vernos” no es un eufemismo cordial, sino un plan concreto semanal. Esa amistad, esa amiga, es quizás la concentración de todas esas otras que se fueron quedando por el camino, pero cuyo recuerdo es siempre como cuando uno vuelve a probar el algodón de azúcar: dulce, pegachento y feliz.

***Este post fue publicado originalmente en instampa.co

 

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