La vuelta al mundo en dos vidas

Un historietista alemán atravesó el atlántico para entrevistar a un inmigrante sirio. Un inmigrante sirio atravesó el atlántico para seguir el amor y huir de la violencia. Una periodista bogotana los reunió para contar su historia en medio de dibujos, perejil, lápices y falafel.

por

Laura Andrea Garzón


24.01.2017

Fotos: Laura Garzón

Almotaz Bellah Khedrou ha viajado más de 11.584 kilómetros para llegar a Suba, una localidad al noroccidente de Bogotá. Sirve tinto para todos sus comensales, les ofrece una o dos de azúcar. Uno de sus vecinos levanta la mano y comenta la altura de los arbustos del parque, hace falta podarlos para que no sean un riesgo. Otro dice que no hay plata para eso. Almotaz se hace en la puerta de entrada y mira desde ahí el sitio en que solía parquear su carrito de comidas hasta hace algunos meses. Su esposa menciona la posibilidad de pedir auxilio a la alcaldía local. Almotaz la mira y sonríe. Ella tiene a su bebé alzado y, mientras habla, lo mece y le da su dedo índice para que juegue. En los dos años largos que lleva acá -pronto serán tres- ha ido aprendiendo español y acoplándose a los modos de un país que no hace tanto le era desconocido. “En un momento yo no pienso viajarme (sic) a Colombia porque para mi Colombia era un país diferente, muy diferente de mi cultura, sobre todo”. Ahora, su casa tiene siempre las puertas abiertas para los vecinos y saluda con nombre propio a cada uno de los invitados a la junta de acción comunal que hoy se celebra en la nueva sede de su restaurante: su propio garaje.

El restaurante se llama Al Banún y ofrece comida siria árabe original, como reza su promoción. Hay un pasillo estrecho que conduce a una pequeña sala contigua a una cocina donde está el horno del restaurante. En la habitación principal, que da a la pequeña sala, hay un colchón en el piso, un carrito y juguetes. Almotaz entra y va hasta el fondo, al patio donde ha dejado otros de sus instrumentos de cocina. Mientras consigue ordenar el restaurante que recientemente tomó en arriendo, prepara la comida árabe, “la de verdad verdad”, como dice él. Ha puesto una mesa y una licuadora, una tabla y un juego de cuchillos. “Todo lo preparo yo”. Hace un recuento de los ingredientes, anota lo que le falta y decide salir a mercar. Normalmente iría con su esposa, Jessica, pero hoy es un día especial. Tiene una visita que ha viajado 8500 kilómetros para darse cita con él ahí. Olivier Kugler lo espera con su cámara en una mano y la grabadora en la otra. A su lado estoy yo, que hago las veces de traductora, intérprete, guía turística y espía. Almotaz nos pide un minuto más y rectifica las instrucciones para llegar al mercado. Jessica me habla, me pide que no vaya a perderlos por el camino. Quisiera preguntarle sobre su relación con un refugiado sirio, pero ya habrá tiempo para eso.

Olivier y Jessica hablando sobre su relación con Almotaz

SOBRE EL AMOR Y LAS MIGRACIONES

Jessica Alejandra Díaz conoció a Almotaz cuando fue a estudiar durante un año a Turquía. “Mi papá es amigo de un amigo del papá de Momo” -así le dice a su esposo de cariño-. Ellos trabajan en el mismo negocio. El papá de Momo tenía un supermercado y ese amigo le dijo que podía venir a Colombia y surtirse de productos nuevos. Le dio la referencia de mi papá. Luego, cuando yo iba a ir a estudiar a Turquía, le dijo a mi papá que tal vez le sería útil tener un contacto cerca, así no fuera en el mismo país”. Desde el principio la historia entre Almotaz y Jessica ha estado marcada por la larga distancia. Después del momento de su encuentro en persona decidieron comprometerse. “Para los musulmanes no existe la posibilidad de ‘tener novia’, así que decidimos comprometernos. Yo sentí que estaba bien, nunca me ha gustado tener novios y de inmediato me sentí cómoda con Momo”. El 14 de marzo de 2014, Jessica se casó por poder con Almotaz. Él estaba pendiente de todo el trámite en una cafetería con WiFi en Estambul, a donde se había mudado huyendo del conflicto que se agudizaba en su país. Esperaban que así le fuera posible venir a Colombia y tener oportunidades de vida diferentes.

Desde marzo de 2011 la crisis en Siria ha venido agravándose hasta el punto de ser ahora una guerra civil de largo aliento. Aunque inició como una protesta contra la posición autocrática del presidente Bashar Al Hassad, devino en una rebelión armada que ha crecido a partir de intereses religiosos y políticos diversos. El primer año del conflicto la situación aún era manejable para la familia de Almotaz Bellah Khedrou. Vivían en un barrio clase media en Damasco, donde podían costear su gastos básicos. Pero poco a poco los problemas se fueron recrudeciendo y la intervención de otros países en territorio sirio aumentó las dificultades. Es momentos así cuando el servicio militar se hace obligatorio. “En Siria tú entras al ejército, tú necesitas matar sirios. Matar sirios, matar niños, matar a toda la gente que no quiere al presidente. A mi no me gustaría tener que entrar en ese problema”. Khedrou decidió tomar camino a los 24 años, cuando sus padres aún podían colaborar económicamente en su huída. Para él, la guerra ha tomado proporciones monstruosas por todos los intereses que hay en torno a la riqueza de su país y los agentes violentos quieren simplemente adueñarse de aquello que tiene valor para ellos, pero desechar lo que es realmente importante para Almotaz: su gente y su cultura. “Todo estaba muy difícil para mí. Mataron mis amigos. Ví los cuerpos de los sirios, la sangre, la sangre en la calle”.

El trayecto de Almotaz para dejar Damasco resultó una odisea. Primero estuvo viviendo un año en Turquía antes de arriesgarse a cruzar el Atlántico para venir a vivir a Colombia. Pese a sus intentos de solicitar asilo y conseguir el estatus de refugiado, no tenía visa para entrar al país y tuvo que llegar indocumentado por Ecuador. En la frontera se reunió con su esposa. “Fue una de las mejores sensaciones de mi vida, sentí mucha paz de estar con ella”, dice Almotaz, “y fue un milagro porque nunca me pidieron nada, al bus en el que iba simplemente lo dejaron cruzar”. Este hombre ha tratado con esmero de legalizar su situación en el país. Si bien lo más importante para Almotaz y Jessica es, en gran medida, estar juntos y criar a su hijo, eso no es suficiente. A la hora de crear un negocio es importante poder tener, por ejemplo, vida crediticia. Lo anterior no es posible con el estatus de refugiado que finalmente logró obtener Khedrou una vez en Bogotá. “Yo tengo mis papeles ahora pero es complicado”, nos cuenta, mientras emprendemos camino a la tienda donde se abastece de todos los ingredientes necesarios para cocinar, con excepción de los que trae de Siria o algún país árabe cercano para darle honestidad a su sabor.

Olivier entrevistando a Almotaz

MERCADO Y MEMORIA

Vamos en un taxi zigzagueando por el tráfico infernal de Suba mientras Almotaz le da instrucciones en un español que ha venido mejorando admirablemente. Sin embargo, todavía prefiere salir con Jessica cuando se trata de lidiar con el transporte público. De este lado del océano se siente más a gusto con la comunidad de inmigrantes que ha encontrado, procedentes de países vecinos al suyo y que le recuerdan su ciudad natal, su lengua y su tierra. A pesar de esto, con frecuencia se entristece. “Extraño a mi familia y no puedo verla”, nos dice. Wasem y Nour Khedrou, sus hermanos mayores, siguen en su ciudad natal. Mouatasem, quien le sigue en edad, también ha conseguido escapar. Ahora vive en Alemania y sueña con ayudarle a Almotaz a montar una cadena de restaurantes sirios. Sin embargo el que más le preocupa a es Abdullah, su hermano menor, quien lleva un año evadiendo el servicio militar. Vive encerrado en un cuartito, ocultándose por miedo a que la evasión de sus obligaciones llegue a costarle la vida. Almotaz me dice que sólo quisiera poder traerlo, que es importante que las familias estén juntas para apoyarse. Ha aceptado no estar cerca a sus otros seres queridos, pero teme por el futuro de Mouatasem.

Almotaz coge un carrito en la entrada. Este mercado le gusta porque los productos están frescos y son de buen sabor. Además, asegura, “aquí me lo conocen”. Le explica a Olivier cómo se escogen, por el color, el olor y la textura. Olivier lo escucha con atención y toma algunas fotos. Almotaz va despacio, tiene claro lo que le viene a comprar, pero detalla cada producto con cuidado. Ríe y le dice a Olivier que le gustaría internacionalizar la guanábana, que al menos en Siria sabe que sería un éxito. Caminamos por los pasillos entre pilas de frutas y vegetales hasta la sección de pollos y pescados. De estos no hace falta comprar ahora porque aún hay en su nevera algunas pechugas adobadas y a Khedrou no le gusta que sus productos estén guardados mucho tiempo. Es preferible volver y volver al mercado para que sus clientes tengan aquello de calidad superior, me asegura, mientras hacemos fila para pagar. También prefiere los domicilios:  “ellos te lo llevan a tu casa, que es lo mejor”.

Almotaz tiene al menos dos kilos de perejil listos para picar. Tiene pimentones y papas, tiene berenjenas que ha recordado llevar a último minuto. Nos explica el secreto de las papas: para que queden más crocantes hay que dejarlas en agua con limón en la nevera durante la noche y freírlas dos veces. Ya domina los trucos que le enseñó su mamá en la cocina, a la que le sigue pidiendo consejo cada vez que puede. Así mantiene sus recetas actualizadas. Algunas de ellas son tan especiales que las hace a puerta cerrada, como su legendaria mayonesa de la casa.

Pero cuando llegó a Colombia tuvo que aprender a partir de los errores. Ensayó haciendo arroz con leche que vendía junto a Jessica a la salida de la estación de Transmilenio de Santa Isabel. Hizo almuerzos, empanadas, lo que fuera. Le vendían a los mecánicos de la calle primera, una zona llena de talleres para automóviles en la que vivieron antes de mudarse a Suba por su cuenta. También vendieron comida a la salida de la mezquita que queda en la carrera 30 con calle 80. Sin embargo, después de un tiempo de haber comenzado las ventas, los encargados de la mezquita pidieron una comisión que ellos no podrían costear. Decepcionados por su falta de solidaridad, dejaron ese trabajo. Con sus ahorros y 4 millones de pesos que les donó la Agencia de la ONU para refugiados (ACNUR), consiguieron comprar un carrito de comidas rápidas, un horno doméstico, una licuadora, un procesador de alimentos y los primeros productos para empezar a trabajar en firme.

El mercado de Altmotaz. Ilustración de Laura Garzón.

OTROS VIAJEROS Y SUS ENCUENTROS

De vuelta en la casa, se toma un respiro y nos ofrece dos kibbes y dos falafel que ya tenía listos, uno para Olivier y el otro para mi. Olivier Kugler ha estado esperando los últimos meses este momento. Desde que Invest in Bogotá lo invitó a tomar un avión desde su hogar en Londrés para venir a conocer Al Banun, el restaurante de Almotaz, ha ansiado el momento de probar los platos de Khedrou. Kugler es reportero gráfico para publicaciones como The Guardian, The New York Times, The New Yorker y GQ. Ha venido adelantando un trabajo sobre los refugiados sirios que ha salido de sus tierras y espera publicarlo este año en forma de libro. No obstante, no es esa la única razón que hace atractiva esta visita. Desde que GQ le encargó una columna de recetas dibujadas se ha vuelto un chef dedicado, un amante devoto de la comida. De esta manera, no sólo ha apreciado encontrarse con un refugiado en este país sino que le ha sido especialmente interesante hallar uno que comparte su amor y puede enseñarle nuevos trucos en la cocina. Olivier se fija en los detalles, los aromas, los gestos, y Almotaz se alegra de la cautela de las preguntas que le hace, llenas de entusiasmo y atención.

Mientras el té que acompañará nuestro almuerzo está listo Olivier toma algunas fotos. Su método de trabajo ha venido cambiando a lo largo de los años. Antes dibujaba en el lugar, pero no siempre tenía el tiempo suficiente y ahora prefiere ayudarle a su memoria llevando una cámara digital de bolsillo y guardando un registro en fotos. Ya instalado de vuelta en su estudio realiza los dibujos. A veces hace algunos bocetos o toma notas en su libreta. También tiene una grabadora de periodista, pequeñita, que prende cada tanto cuando le parece que la historia es relevante para lo que está intentando retratar. La guarda junto a la cámara en los bolsillos infinitos de su pantalón. Escucha, observa. “No dibujo nada que no haya visto”. Aguarda.

Kugler nació en Sttutgart, Alemania, en 1970. No le parece un cliché decir que desde pequeño dibuja ni que ese amor lo llevó a considerar hacerlo por profesión. Ser dibujante, dibujante de cómics, uno que fuera el mejor en su oficio. Tardó mucho tiempo en pulir esas técnicas lo suficiente. Su papá, que era artista, le dijo alguna vez que sus dibujos no eran tan buenos, que debía practicar dibujando la realidad, simplemente lo que estuviese viendo: su entorno, la gente, sus manos, su rostro en el espejo, todo. “Mi papá siempre me dijo que si quería ser artista tenía que ser como los atletas, que corren todos los días. Debía practicar a diario”.

Quería ser ilustrador pero la gente le decía que no iba a hacer dinero con eso así que optó por estudiar Diseño Gráfico en una escuela cercana al lugar donde vivían sus padres. Ahí desarrolló aún más sus habilidades y experimentó con otros medios. Luego solicitó un intercambio a la Universidad de Georgia en Estados Unidos. Allí se cruzó con un muy buen profesor de ilustración que vio su libro de bocetos y lo hizo cambiar de idea frente a lo que él consideraba que debía hacer un ilustrador tradicional, ilustrar literatura. Descubrió que lo que quería era dibujar era la vida de las personas. Con esa intención logró ganarse una beca para estudiar en la School of Visual Arts y fue notando que lo suyo era la reportería gráfica. Lector, observador, seguidor de algunos cómics, hizo a pulso un estilo personal que reinventa la infografía y los formatos narrativo-gráficos tradicionales para darle nuevos escenarios hombro a hombro a la vida del común y a los grandes eventos noticiosos.

Pausa. La tetera está a punto de lanzar su humareda. Olivier toma notas en su cuadernito mientra Khedrou se acerca la estufa. Nos pone un vaso pequeño y alargado frente a cada uno y nos sirve un chorro hirviendo de té rojizo. Nos ofrece azúcar y nos sonríe. A los periodistas que han venido les ha contado su historia, abriendo la puerta de su casa y de su vida para que la vean, confiando en su mejor voluntad, pero ahora que está frente a Kugler tiene la esperanza de que quizá esta historia llegue más lejos: que atraviese el océano hasta que la puedan ver su papá, su mamá, sus hermanos. Que quizá la vea alguien que sepa ayudarlo en aquello que él todavía no termina de resolver, alguien que pueda echarle una mano, que pueda darle una pista sobre cómo acortar los kilómetros que lo separan de aquellos a quienes extraña, cómo sortear el no saber si, tal vez, mañana ya no estarán vivos para volver a encontrarse.

“El más importante para mi (sic) es ayudar a mi familia. Yo te digo. Específicamente yo quiero ayudar a mi hermano en Siria. A mi padre y mi madre, para sacar a ellos fuera del país, lejos de ese peligro que ellos tienen, y yo quiero traer ellos acá”. Olivier no sabe si bastará con el libro que habrá de editar el presente año para que ocurra un milagro como el que espera Almotaz, pero después de tantas historias que ha escuchado de sobrevivientes de este conflicto sabe que para ellos es importante creer que no hay imposibles. Con la misma ilusión que embriaga a los colombianos cuando piensan que sus guerras están prontas a terminarse y que podrán volver a encontrarse con aquellos que aman y regresar a su hogar, Almotaz se enfrenta a cada nuevo día en El Pinar, en Al Banún, en su casa con su esposa y su hijo. No sabe qué pasará después, pero en este momento un hombre ha tomado un avión desde Inglaterra sólo para buscarlo, para escucharlo. Y por este instante, con existir es suficiente.

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