La violencia sexual no es sólo un arma de guerra, es un problema social

En el día PAIZ excombatientes de las Farc, mujeres víctimas y organizaciones hablaron sobre lo que tienen por decir las mujeres colombianas en el posconflicto. Dejaron claro que aunque la violencia sexual se ha hecho visible en el marco del conflicto, ésta también hace parte de las calles, las escuelas y las casas.


Ilustración: Ricardo Álvarez

Ser víctima de abuso sexual y denunciar en Colombia no es fácil. La justicia en este país es machista. La víctima, con pruebas físicas, tiene que demostrar qué pasó. La víctima, antes de declararse víctima, tiene que demostrar que no es culpable: que lo que dice es cierto. Una víctima de abuso sexual en Colombia, antes que nada, tiene que disipar cualquier duda sobre su tragedia.

En 2010, Ángela María Estrada quiso denunciar ante la Fiscalía lo que le había ocurrido en Guatapé, Antioquia, el 26 de septiembre de 2000. No soportó el interrogatorio. Tuvo que salir de la sala. «¿Durante cuánto tiempo la violó cada uno?» y «¿Usted tenía las uñas pintadas?» fueron algunas de las preguntas que le hicieron. “Habían pasado 10 años. No me acordaba en ese momento, no me acuerdo ahora y no me voy a acordar nunca”, dice Ángela María.

Ella ha sido víctima en tres ocasiones. La primera vez cuando tenía 14 años, la segunda cuando tenía 35 y la tercera a los 42. Las dos últimas las denunció, pero sobre ninguna hay justicia. Sólo el mal recuerdo de haber sido revictimizada por los funcionarios del Estado. El recuerdo de saber que aunque su cuerpo llevaba las marcas y el dolor, lo que le importaba a la justicia colombiana era la existencia de fluidos corporales, aparentemente la prueba reina de la investigación.

Su propia justicia, dice Ángela María, ha sido ayudar a que mujeres víctimas puedan quitarse de encima el peso que cargan por el silencio de la violencia sexual. Ella es coordinadora nacional de la Red de mujeres víctimas y profesionales y hasta hoy ha colaborado con el proceso de denuncia de 977 mujeres del país.

La Red ha hecho 13 jornadas de denuncia colectiva en los departamentos de Bolívar, Magdalena, Sucre, Córdoba, Antioquia, Cauca, Valle del Cauca y Nariño. Cada jornada dura cuatro días y participan alrededor de 60 mujeres. La idea es que el Estado y sus funcionarios lleguen a las víctimas y no al contrario. Así es como logran que estas jornadas se produzcan en espacios confiables, amables y humanos.

Las víctimas se toman un tiempo para explicarle a los funcionarios que reciben sus denuncias cómo quieren y esperan ser tratadas y mientras seis mujeres exponen sus casos, las otras 54 reciben pedagogía en temas de justicia ordinaria y transicional. “Es diferente ver el antes y el después. Llegan asustadas e inseguras, pero cuando hablan su rostro es diferente, se nota que se quitaron la carga que llevaban encima”, dice Ángela.

Para Pilar Rueda, directora de la Red, se trata de jornadas que quieren hacer del proceso de denuncia algo significativo. “Cuando las mujeres hablan y hacen público el delito del que fueron víctimas, rompen los estigmas”, dice Pilar. Según ella, en cada lugar del mundo la violencia sexual carga con un estigma. El de Colombia es la culpa. Ellas, las que fueron violentadas, siente culpa por lo que les pasó.

Y tiene que ver con que los violadores justifican sus actos diciendo que hubo consentimiento y sobre todo con que las comunidades y las familias se niegan a aceptar que cerca hay un violador. La víctima no encuentra respaldo, produce pena y la ya trillada y obsoleta excusa de que ella se lo buscó.

Pero el proceso de denuncia no se ha quedado en los cuatro días de jornadas. Las Troyanas, un grupo de 23 estudiantes de la Universidad de los Andes, se encargan de transformar estas denuncias, estos hechos de dolor, en relatos y poesías. “No se trata de volver a contar la historia de estas mujeres. No queremos reconstruirlas. Nos obsesionamos con detalles y partimos de ellos para fusionar la realidad con la ficción”, dice Daniela Zuluaga, miembro de Las Troyanas.

Con el apoyo de la Organización Internacional para las Migraciones, los relatos que se produjeron con la jornada de denuncias en Antioquia fueron publicados. Próximamente saldrán publicados también los relatos de Bolívar y están en el proceso de construcción los de Nariño.

“En este país, la violencia sexual siempre se ha visto con morbo. Es algo que nadie quiere oír. Coger estas denuncias y convertirlas en relatos es un trabajo arduo. Lo más valioso es que han servido como material pedagógico para las mujeres, los colegios y las casas de familia”, reconoce Ángela María. Estos relatos, dice ella, se han convertido en una herramienta para sensibilizar y hacer visible que la violencia sexual existe.

Lo primero que se hizo visible en Colombia fue el abuso sexual en el marco del conflicto armado. “Hablar de esto en el contexto de la guerra fue la puerta para hablar del abuso por fuera del conflicto, del que ocurre en la casa y en las calles, que es el más recurrente”, dice Pilar Rueda.

 

Puede que las armas se silencien y la violencia sexual aumente. Donde más sucede es en los hogares, vivimos con el enemigo en la casa. El papá viola porque es el papá. El padrastro porque es el padrastro. Y los grupos armados porque tiene arma y uniforme

 

Entre 2010 y 2015, 875.437 mujeres, en 142 municipios de Colombia, fueron víctimas directas de algún tipo de violencia sexual en el marco del conflicto armado. La cifra la reveló el 17 de octubre de este año la Encuesta de Prevalencia de violencia sexual en contra de las mujeres, realizada por Oxfam y 14 organizaciones de mujeres y derechos humanos. La investigación señala que Medellín, Bogotá y Buenaventura son las ciudades con más casos registrados; y que las violencias más frecuentes son la regulación de la vida social y afectiva (64 %), el acoso sexual (42 % ) y la violación (17 %).

La violencia sexual en el marco del conflicto armado es indiscutible, pero no es la única. Así lo enfatiza Ángela María, quien fue abusada por el comandante del Bloque Norte de las AUC y dos paramilitares más. “Esta semana dicté talleres en un colegio de Medellín. De 30 niños y niñas con los que trabajé, 10 han sido víctimas de violencia sexual en su casa”, dice enfáticamente. Señala que esa violencia es la que más le preocupa. “Ahora que las mujeres excombatientes están retornando a las vida civil, díganme a cuántas mujeres no van a violar simplemente porque llevan el estigma de haber sido guerrilleras”.

A Manuela Marín, excombatiente y ahora pedagoga para la paz de las Farc, le sorprende que la pregunta por la violencia sexual dentro de las filas de las Farc sea exclusivamente dirigida a las mujeres. “No le preguntan a los hombres, como si nosotras fuéramos las únicas que pudiéramos hablar del tema. No es incómodo, es necesario. Nos comprometimos a decir la verdad y así lo haremos en los tribunales”. Agrega que aunque se cometieron abusos, la violencia de género nunca fue una política de la organización. “Siempre nos aseguraron nuestros derechos sexuales y reproductivos, pero hay muchos mitos al respecto. No lo van a creer porque yo lo diga hoy y para eso habrá investigaciones que darán las evidencias”.

Para Manuela, como para Pilar y Ángela, la violencia sexual contra la mujer, la que ocurre todos los días en la sociedad colombiana —no sólo la perpetrada por los grupos armados—, tiene que ser motivo de preocupación.

“Vivimos en un país machista que cree que la violencia sexual es cultural. Puede que las armas se silencien y la violencia sexual aumente. Donde más sucede es en los hogares, vivimos con el enemigo en la casa. El papá viola porque es el papá. El padrastro porque es el padrastro. Y los grupos armados porque tiene arma y uniforme”, dice Ángela María. “La violencia sexual no se la inventó la guerra. La violencia sexual es un abuso del poder”.

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