Los picó hacen retumbar las paredes y ventanas de mi casa desde el viernes a las seis de la tarde hasta el lunes —o martes si hay festivo— a las nueve de la mañana. Del ruidajo alcanzo a distinguir más de cuatro canciones de diferentes picós, todas en la misma cuadra del pequeño pueblo de Barú. Es tan chiquito que la distancia no permite realmente diferenciar una música de la otra. Un lunes a las seis y media de la mañana, hora en la que entran los niños de primaria a clases, cometí el error de ir a una casa con un picó que seguía prendido para reclamar. Horas antes, a las tres de la madrugada, ya Elisa —la profesora de biología que vive conmigo— y yo nos habíamos acercado y yo al puesto de policía, a pedirle a uno de los tenientes que si por favor hacían cumplir la norma de bajarle el volumen a la música de los picó a las doce de la noche. Norma que, claro, en un pueblo donde la única representación de legalidad son cuatro policías que tienen menos autoridad que los perros del pueblo, es un eufemismo. “Claro, profes, ya vamos a ver qué es lo que está pasando”, nos dijeron entre el retumbe del picó que se oía suficientemente fuerte como para haberse ellos solitos percatado tres horas antes.
Perdimos el tiempo en acudir a ellos pues el picó siguió sonando igual. Esperamos entonces a, con la luz del sol, acercarnos Elisa y yo a la casa del picó. Al lado del parlante había, desparramados y como en medio de un trance, cinco borrachos. Desparramados borrachos estaban cinco hombres al lado del parlante en una especie de trance. Que si por favor le bajan al picó porque ya los niños de primaria estaban entrando al colegio y ya había sido suficiente el poco sueño que habían logrado en la noche por el ruido para seguir afectando su aprendizaje. No, nos hicieron entender con la cabeza. “Así es el picó en Barú, las que se tienen que acostumbrar son ustedes”, nos gritaban encima del ruido. “Nuestro picó no se va a apagá”. Como si fuera un objeto animado. Y menos porque dos blancas cachacas, mujeres, pidieramos el favor. “¿Usted es padre de familia?”, le pregunté al que nos respondía quien dijo que sí. “¿Y sus hijos van al colegio?”. Subió los hombros, “¿y sabe si pudieron dormir?”, pregunté “A mí eso qué me importa, somos baruleros, así é aquí en la isla”, me respondió mientras le subía el volumen a su picó. Tercas seguimos intentando, en vano, hacerlos entrar en razón, para lo cual nos terminaron gritando y agrediendo tan fuerte que nos devolvimos derrotadas, con los ojos aguados de ira y desespero. Entiendo ahora que estábamos luchando contra algo muchísimo más poderoso y profundo que cinco borrachos escuchando música.
El picó es un bafle/parlante gigante con un equipo para tocar y mezclar música, sobre todo champeta, a todo volumen, pero también es el lugar donde venden cerveza y ron. Es el dolor de cabeza de muchas madres de familia, de personas de edad, y es motivo de conflicto entre quienes están detrás del negocio que ello trae y quienes se ven perjudicados por su abuso. Pero hay mucho más detrás de esos spund systems de colores.
En Barú hay un par famosos, uno es el Travieso y el otro es el Imperio, y anuncian, con carteles de colores y caligrafía particular que pegan por todo el pueblo, cuándo van a tocar mezclas nuevas.
Al principio del siglo pasado llegó a la costa Caribe una música en idioma africano. No se sabe bien en cuál idioma de los tantos posibles pues nadie lo entendía, pero en las zonas marginales de Cartagena, al escucharla, lloraban al sentir en su cuerpo negro un llamado incontrolable a bailarlo. Este ritmo se quedó y se mezcló con la salsa, con el jibaro, con el reggae y con otros ritmos caribeños dando a luz así a la champeta. Nombre que hace alusión a Champetua, como era llamada la gente negra y pobre que vivía en esos barrios marginales de Cartagena, o palenques, quienes usaban la champeta —como se le llama al machete— en su diario vivir. Champetúos que bailaban, y aun bailan, descalzos con movimientos fuertes al compás de su percusión; que les permitía, y aun les permite, relajarse, comunicarse y desarraigarse de todos los problemas cotidianos y de condiciones sociales miserables, de tal manera que ese ritual de la champeta lo llamaban, y aun lo llaman, Terapia.
Empezaron a emerger estos ritmos cuando llegó la tecnología de equipos de sonido y grandes parlantes a las islas caribeñas como Jamaia y Haití, islas de comunidades principalmente afro. La música la mezclaban quienes tuviesen acceso a estos equipos, que eran solo algunos, y las tocaban a altísimo volumen. Como eran pocos estos codiciados parlantotes, los tenían que transportar en camionetas pickup –picó- de lugar en lugar. Los altos decibeles lograban simular la sensación de los tambores en los rituales africanos de sus ancestros. Para alguien de una ciudad como Bogotá, el volumen es insoportable pero es ese el volumen necesario para lograr sentir la música hasta los órganos. Al sonar el picó, no se interactúa de manera verbal, solo se mueve casi que involuntariamente al ritmo que toque el picó, hasta que el cuerpo lo aguante.
Hoy el picó representa tanto el parlante en sí mismo, como el lugar dónde suena, y así también se le llama al chagua (quién lo mezcla) que logra “pegar” con sus toques y mezclas. En Barú hay un par famosos, uno es el Travieso y el otro es el Imperio, y anuncian, con carteles de colores y caligrafía particular que pegan por todo el pueblo, cuándo van a tocar mezclas nuevas.
Charles King es uno de los grandes champeteros que ya hace rato se escucha en Bogotá y toca en Armando Records, en Gaira e incluso en otros países con influencia afro. Mr. Black es otro champetúo que se casó en la exclusivísima plaza Santo Domingo de Cartagena con traje blanco y corona de oro. Veneran también a El Rey, que en Barú se ha anunciado en carteles ya tres veces; la primera vez no pudo tocar pues, sorpresivamente, no lo dejaron pues no tenía el permiso que el consejo comunitario de la comunidad le exigió. La segunda, quedaron sus camionetas pickups –picós– atascadas en Playetas –el tramo de dos kilómetros de playa y mangle sin pavimentar que separa al pueblo Barú de Cartagen. La tercera solo no llegó, dejando a los baruleros “vestidos y alborotaos” otra vez.
Hay veces, incluso, que los picos tocan champeta africana que nadie entiende y se inventan la letra como “salchicha y pescaduo” intentando cantarla. Cuando los oigo me transporto a mi tiempo, también como profesora, en Kenia y a su música y bailes, un tanto diferentes a los que acá, pero profundamente similares en el mismo ritmo y logrando el mismo efecto en quienes la escuchan.
“Seño ponga la de bumbum pampam”, me dijeron mis estudiantes una noche que estábamos bailando en el colegio. Supe cuál era porque es una canción de Funk, ritmo brasilero que nació en las favelas de Rio. Interesante coincidencia. Se asemeja a la champeta y al reguetón, por el protagonismo de la percusión y su baile sensual. Pero se asemeja sobre todo por proceder de una misma herencia africana que corre por las venas de los habitantes negros de la favela, que, en su momento, igual que en Cartagena, fueron excluidos de la cidade de asfalto y se asentaron en los morros de la ciudad.
Recuerdo cuando viví en Rio y trabajé en favelas, sentir la misma sensación de exclusión, de racismo, y la presencia inequívoca de la música, los tambores y del baile. En Brasil se miden entre las mujeres qué tan bien bailan dependiendo de qué tan bien pueden hacer el quadril y revolar a bunda, que es apoyarse en los muslos y mover la cola, entre más rápido mejor, con cambios bruscos haciendo un cuadrado imaginario. Durante mis seis meses allá aprendí a hacerlo pero jamás imaginé lo volvería a hacer y menos que sería un puente de comunicación con mis estudiantes. “’Erda, la seño sabe hacer el cuadrao. Véla, ve”, dijeron cuando les puse la del bumbum pampam y bailé con ellas. La genética africana es tan fuerte en Barú, que una música africana o brasilera que no entienden los representa mucho más que cualquier otro ritmo como Carlos Vives, Fonseca o Shakira que oímos tanto en el resto del mismo país.
Esa percusión que les late en las venas, si no está sonando en los picós, la están tocando en tambores, en los pupitres, en las paredes, en tanques de agua o en lo que sea que haga ruido. Es incontrolable. Y a veces desesperante. En una clase de octavo, que son cincuenta y seis estudiantes, después de descanso que no los calma nadie, decidí introducir la instrucción de “drums” para que me pusieran atención. Los señalé a todos de un lado a otro y grité “drums” haciendo mímica de tocar tambores. Entendieron perfecto. Le pegan a sus pupitres con toda sus fuerzas hasta que yo levanto mi brazo empuñando mi mano y con la otra tapo mi boca y ellos me imitan logrando su silencio y concentración. Fue tal el éxito que ahora lo uso en todas mis clases con todos los cursos.