La Guajira del primer mundo

En uno de los departamentos con mayor pobreza de Colombia, 3000 empleados del Cerrejón viven en el lujo del primer mundo. Esta es su historia.

por

Franco Sebastián Contreras y Juan Serrano


28.07.2011

Carlos Lacouture* acaba de terminar su ronda de los 9 hoyos. Está contento; su swing parece ir mejorando. Camina en el green con sus compañeros hacía el Hoyo 10, como le dicen al kiosco situado al final del campo. Le pide al caddie que le recoja sus palos y le suba la talega a la camioneta. Mientras tanto, destapa una botella de Buchannan’s. La discusión gira en torno al mundial de futbol; cada uno de los jugadores hace sus apuestas sobre quién será el campeón. ¿Algún club campestre de la Florida? No, estamos en plena mitad del departamento de La Guajira, clasificado a nivel nacional como el tercero en términos de insatisfacción de las necesidades básicas de la población.

“Aquí se vive como en Estados Unidos”, cuenta Carlos con orgullo. Tiene un alto cargo en el Cerrejón, la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo. Como él, 3000 empleados más se dan el lujo de vivir con sus familias en la unidad residencial dispuesta por la empresa, a pocos metros de los tajos donde se extrae el carbón. Las instalaciones de La Mina ocupan un terreno de 69.000 hectáreas cercado por una malla, contiguo al municipio de Albania y al cual sólo se puede entrar con autorización. La capital de La Guajira, Riohacha, queda  64 kilómetros al norte.

Son muchas las comodidades de quienes viven en “el campamento” – como también le dicen a la unidad residencial. Las casas cuentan con aire acondicionado integrado, jardín trasero, patio delantero y garaje techado. En cada uno, luce una camioneta de marca. El agua que sale del grifo se puede tomar – la empresa tiene su propia planta de tratamiento. Tienen una piscina olímpica, un cine con películas de cartelera y un Carulla, el único en todo el departamento. La empresa construyó hasta un aeropuerto privado en sus instalaciones. El Cerrejón no ahorra un peso en su estrategia por convencer a los mejores empleados del sector de irse a trabajar y vivir en la mitad de la nada. Con los dos millones de millones de utilidad generados en 2008, nada es un exceso para la sexta empresa más grande de Colombia.

Otra mentalidad

El primer mundo también se impone en La Mina a través de un sinfín de reglas. Los pasos de cebra se respetan de manera inflexible. En los pares, los carros sí deben detenerse. La velocidad está limitada a 40km/h. Hablar por celular manejando le vale a uno un llamado de atención. En fin, una mentalidad a mil años luz del resto de la costa. “Sería bueno que esta cultura ciudadana esté presente en toda Colombia”, se lamenta Angélica Gómez, del departamento de comunicaciónes. Ella vive hace 16 años en el campamento y sus hijos están acostumbrados a esta cultura. “Cuando vamos a visitar a mi familia en Barranquilla, les tengo que advertir al cruzar cualquier calle: “¡Pilas que no estamos en La Mina!””, añade. 9 de 10 empleados del Cerrejón vienen de la costa. Cuando entran a trabajar, reciben varios cursos de seguridad para que se vayan adaptando a la mentalidad empresarial.

A tres minutos de La Mina, está el municipio de Albania, un pueblo que era apenas un caserío hasta 1985, cuando empezó la explotación minera. En el pueblo, la casi totalidad de la población está vinculada de alguna manera con el Cerrejón. Si no fuera por un parque gigante, Albania no se distinguiría de cualquier pueblo menor de la costa, y eso, a pesar de los 40.000 millones de pesos de regalías que recibe cada año. Sus calles están llenas de perros callejeros, el comercio informal florece en cada esquina y la iglesia parece una capilla de vereda. La desnutrición es la primera causa de enfermedades en el pueblo. En Albania, conviven 23.000 habitantes en una relativa pobreza y tienen por vecinos el equivalente de un barrio estrato seis plus de Cartagena.

Desde Albania, La Mina se percibe como una pequeña burbuja cerrada. “Ellos nos miran por encima del hombro”, comenta Diana González, dueña de una pensión cerca de la plaza central. “Somos conscientes de la realidad que hay afuera pero no podemos sentirnos culpables por todas las comodidades que tenemos aquí adentro”, le responde Angélica Gómez desde el otro lado de la malla.

Pero no todos sueñan con vivir en La Mina. El esposo de Diana por nada en el mundo se trastearía al campamento. “Como guajiro,  él no soporta tanta tranquilidad. Le encanta el bullicio del pueblo”, cuenta Diana, sentada en su mecedora, aguantando calor en el patio trasero de su casa. En una noche típica en Albania, suena fuerte el vallenato de moda en cada esquina y el pueblo queda prendido hasta tarde, mientras en La Mina,  no se ve ni un alma afuera después de las nueve. Diana añora esa calma. Y, además de los productos de belleza que venden en Carulla, ve un argumento de peso a favor del campamento: “a mí, siempre me han dado ganas de estar allá por el colegio”.

Un colegio de primera

Ese es otro lujo: el Colegio Albania, clasificado como el sexto mejor a nivel nacional según los resultados del ICFES.  A éste, asisten 600 niños: los hijos de los altos cargos y de algunos operarios. Como el Nueva Granada de Bogotá o el Bolívar de Cali, pertenece a la Southern Association of Colleges and Schools (SACS), una asociación estadounidense de colegios bilingües. Mariana*, hija de Carlos Lacouture, estudia medicina en la Universidad de los Andes y vivió hasta sus 17 años en La Mina. Entre la variada oferta de deportes – fútbol, beisbol, voleibol, tenis, racquetball, golf, natación – ella escogió hacer parte del equipo de fútbol del colegio. Con éste, sostenía ocasionalmente encuentros con equipos de municipios del departamento. “Los fines de semana, venían de Albania o de pueblos por ahí.  Se notaban los roces: que hijos de papi y mami y nosequé, la misma bobada de siempre”. Rara vez bajaba al pueblo. Para Mariana, Albania no es más que “allá” donde viven las empleadas y los operarios de La Mina.

Pero llega un punto en que los deportes, el club de drama, la sala de bolos y las zonas verdes con conexión wifi no bastan. La adolescencia es sin  duda la etapa más difícil en el campamento. La hija mayor de Angélica tiene 15 años y no deja de quejarse. “ “¿Que hago? Estoy aburrida” me dice siempre Diana Marcela. A ella le hace falta el shopping”, relata Angélica. Y en esa edad donde crece el afán por tomarse sus primeros tragos lejos de sus papas, La Mina no ofrece nada. La taberna que hace las veces de discoteca los fines de semana no vende alcohol a menores. Pero Mariana y su grupo de amigos se las ingeniaban. “Contratábamos un taxi que fuera a Albania y nos trajera el trago. Hacíamos hasta Cocktails Night”, se recuerda. “Había otros grupos: los ‘fritos’, por ejemplo, esos que escuchaban metálica. Y también había emos, el grupo de los nerds y hasta un club de numismática, los que coleccionan monedas. ¿Me entiendes? Como en Estados Unidos”.

Ser ama de casa en La Mina también requiere de ingenio. Es toda una cuestión de saber combatir el aburrimiento en una pequeña villa. Aquí se ve de todo. Algunas han decidido montar sus propios negocios; como el Carulla cierra a las ocho y media, a una residente se le ocurrió montar un mercadito en su casa. Otra importa perfumes, vestidos y calzado de Panamá. La mayoría pasan su día entre el spa del gimnasio y los juegos de mesa con sus amigas. Claudia Martelo, la esposa del golfista, vive en La Mina hace 20 años; sus tres hijos ya se han ido. Ella comparte su tiempo entre actividades de voluntariado en escuelas de la región y catas de vino. “Es cuestión de adaptarse. Esto de vivir en La Mina no es para todo el mundo”, afirma.

Néstor Barbosa no podría estar más de acuerdo con ella. Vivió y trabajó en La Mina durante 22 años. “Allá, es pura competencia. Si tú te compras un carro, al otro día, tu vecino quiere uno igual”, recuerda. Para Barbosa, sus años en La Mina no fueron nada fáciles. Se divorció dos veces. “Las parejas que viven en campamentos cerrados se separan más. Se presentan más infidelidades”, añade Néstor. Pasó sus últimos siete años en La Mina luchando por conseguirse un traslado hacía Puerto Bolívar, el punto de embarque del carbón. A 150 kilómetros al noreste de La Mina, hoy es Supervisor de Operaciones en el puerto; se asegura de que el carbón que viaja en la línea férrea privada termine en los buques que lo llevarán a Europa. Mientras maneja su camioneta entre las dunas negras, el Kerros Warrior, un buque de 16.000 toneladas, recibe su cargamento; esa tarea se demorará 24 horas y en el azul caribeño otros cinco buques esperan su turno.

El puerto está aún más alejado del mundo que La Mina – no hay ni un pueblito cerca y ningún familiar se puede quedar en el campamento. Como compensación, la empresa ofrece a los 250 empleados que trabajan allí varios beneficios. No tienen que pagar por nada; ni arriendo, ni comida, ni transporte. Además, laboran por turnos. El cargo de Néstor implica trabajar siete días y descansar otros siete. Las noches de su turno, las pasa solo en un pequeño apartaestudio. Néstor se siente más a gusto con este trato. “Y acá, hay mucha solidaridad, nada que ver con La Mina”, relata. Hoy es martes, se acabará su turno en un par de horas; sólo le hace falta pulir su informe de las actividades de la semana. Luego Néstor alistará sus cosas y un compañero lo llevará al aeropuerto privado de este campamento. Último detalle del Cerrejón: todos los empleados de esta área tienen a disposición un cupo gratis cuando termina su turno. La familia de Néstor ya lo está esperando en Barranquilla para pasar con él su semana de descanso.

*La identidad de varias fuentes ha sido cambiada por solicitud de éstas.

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