“A nosotros ese teatro comercial no nos interesa”
Lo conocí hace un par de años. Mi hermano era monitor de una de sus clases, y en medio de una gripa, me pidió el favor de llevarle una película a Ricardo Camacho. Sólo era eso, llevarle una película. Una transacción de dos minutos. Cuando le entregué la película, resultó que había un problema con ella y, tras sólo minutos de conocernos, me hizo correr –con esa expresión algo tosca de “pero moviéndose”- a cambiarla. No es una experiencia traumática ni mucho menos, pero desde ese momento le cogí algo de miedo. Por eso, cuando hablaba con uno que otro de sus estudiantes, me parecía extraño que lo apreciaran tanto. Después de unos años y unas conversaciones cortas que tuve con él, aún me daba miedo, pero ya entendía de dónde venía el aprecio que se había ganado por muchos. Sí, es un señor serio y que reclama con vehemencia que repitan las cosas si uno habla entre los dientes, pero lo hace por una razón de carácter y ( como me daría cuenta en estos últimos días) porque su pasión –el teatro- lo reclama.
En las últimas semanas, Bogotá se ha visto permeada por una cultura teatral que, a decir verdad, ya no es tan popular como solía serlo. Se ha visto remplazada por la televisión, el cine o, simplemente, por un teatro que para muchos no es teatro, un teatro aparentemente más comercial. Pero el teatro colombiano ha tenido la suerte de tener a alguien que ha servido de recordatorio permanente del buen teatro: Ricardo Camacho, fundador del Teatro Libre y quien se retira como profesor de la Universidad de los Andes dentro de unas semanas. Quienes hayan tomado clases con él podrían describirlo como un profesor algo excéntrico, cascarrabias y en constante ebullición. Muchos otros ni siquiera lo conocerán y algunos otros entenderán por qué será homenajeado esta semana. Aunque él reconoce que no le gusta ni ser homenajeado ni ese tipo de eventos, en Cerosetenta creemos que es importante recordar algunas de las cosas que le ameritan el reconocimiento. En palabras de Hugo Ramírez (director del departamento de Literatura de los Andes), «gracias a Camacho, o mejor dicho, por culpa suya, es que hay teatro en esta universidad».
Puesto en la tarea de rastrear la vida de Ricardo Camacho descubrí algo: a la gente del teatro casi no le gusta dar entrevistas. Hace unos meses entrevisté a Ricardo acerca de la obra que el Teatro Libre presentaría en el marco del Festival Iberoamericano de Teatro. Cuando describió la obra, Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat representada por el grupo teatral de los locos del asilo de Charenton y dirigidos por el Marqués de Sade de Peter Weiss, lo hizo con la elocuencia de un director que aprecia el buen teatro y también, como él lo llama, un teatro de ideas. Después de haber hablado con algunos de sus compañeros de toda la vida, recuerdo la entrevista con un poco más de misticismo –algo que Camacho debe odiar-. Sus palabras, por más simples que sean, tienen más peso. Pareciera que cargan la validez de todo el teatro colombiano contemporáneo. Evidentemente, es una exageración pensarlo así, pero la historia parece estar de su lado.
La revolución de El Canto del fantoche lusitano
Claudia Montilla, decana de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes, saca una hoja y anota un año: 1968. “Ustedes saben lo que pasó en mayo de 1968, ¿cierto?” El contexto que Montilla dibuja alrededor de un 1968 en lápiz es de revueltas estudiantiles en todo el mundo, politización de la vida estudiantil y Frente Nacional.
¿Y dónde estaba Camacho? Apenas entrado a la universidad, en 1966, envuelto en un revoltijo entre un aprendizaje canónico del arte –típico de los departamentos de Filosofía y Letras del momento-, una afición por el teatro –salida de quién sabe dónde- y el contexto socio-político de la época. Como lo dice Montilla: “la cosa lúdica, la cosa intelectual y la cosa política”. La Universidad de los Andes ya tenía un cierto atisbo de teatro, incentivado por Kepa Amuchastegui, pero ahí se había quedado, en el atisbo. Cuando entra Camacho, junto a otro grupo de estudiantes –entre ellos, Patricia Jaramillo, Sebastián Ospina y Jairo Soto-, con su maraña intelectual y política, sucede un impulso del teatro universitario que acabaría con la creación del Teatro Estudio. Tal vez por obra del destino o como sea que se quiera llamar, la forma como se arrejuntaron las cosas terminó en una expresión artística que no se hacía sólo porque sí; se hacía porque había un afán de denunciar lo que todo el movimiento estudiantil denunciaba: sociedad de consumo, imperialismo, Guerra de Vietnam… El impulso de 1967 llega a su punto más alto en 1969, cuando el joven y militante grupo de teatro fue premiado por la presentación de la obra de Peter Weiss, El Canto del fantoche lusitano, en el Festival Latinoamericano de Teatro de Manizales, el festival más importante para la época.
La presentación de El Canto del fantoche lusitano, que ya tenía algo del teatro de autor por el que Camacho abogaría después, no sólo fue importante por el reconocimiento en el marco del Festival de Manizales, sino también porque llevaba consigo todo el mensaje revolucionario de finales de los sesenta. La inconformidad tomaba al teatro universitario como su medio de representación y la puesta en escena de la obra de Peter Weiss era una muestra indudable de ello. El Canto del fantoche lusitano es toda una diatriba en contra del colonialismo portugués, pintada por medio de la lucha y resistencia del pueblo angolano. Lo mejor de todo esto, según nos cuenta Montilla –quien advirtió que podía estar equivocada-, es que estaba apoyado por la gente importante de la universidad; en ese tiempo, Ramón de Zubiría y Francisco Pizano de Brigard. Claro, hasta que el mundo se volvió irracionalmente paranoico y, pese al reconocimiento del Teatro Estudio y a todo el eco que estaba produciendo, las medidas contrarrevolucionarias de principios de los setenta condujeron a la expulsión de varios integrantes del grupo y, con ello, al cierre del mismo. Allí, en medio de la paranoia y la Guerra Fría, se me viene a la cabeza el peso de las palabras de Camacho cuando habla sobre el debate entre la visión individualista del Marqués de Sade y la visión social de Marat: “Es una gran discusión sobre el estado del mundo hoy. ¿Qué hay que hacer en el mundo hoy?”.
Un tiempo después a que se dieran las expulsiones y el cierre de la Facultad de Bellas Artes, que mandaron a Camacho a la Universidad Nacional, se produjo la creación del Teatro Libre –nombre inicialmente provisional y que nació más o menos porque sí, pero que ahí se quedó-. Así pues, el trabajo, las obras y la mudanza constante de vestuario y escenarios que había iniciado en el edificio Richard y en la pequeña plazoleta del Campito se transformaron en una cosa más grande y más viva.
El Rey Lear: la profesionalización del teatro
A pesar (o gracias) a los estragos que había traído la militancia del Teatro Estudio, la cosa política se fue haciendo chiquita. Aunque nunca se pudiera separar del todo la inclinación política del Teatro Libre, el grupo que había reunido Camacho, compuesto principalmente de militantes de izquierda, reconoció que no debía moverse a la par con el brazo político. La transición no debió ser fácil, teniendo en cuenta que, como nos dice Germán Moure –director de teatro y viejo compañero de Camacho-, muchos integrantes hacían parte del Movimiento Obrero Independiente Revolucionario (MOIR) antes de iniciarse en el teatro. Pero, después de todo, fue una decisión consciente y, al parecer, necesaria, para que se diera ese salto entre un teatro universitario –aún indeciso entre si quería hacer teatro de autor o teatro de creación colectiva- y un teatro serio. Esta indecisión se terminó inclinando –muchos aseguran que fue por el peso de Camacho- hacia el teatro de autor; un teatro que se tildaba de europeizante pero que trataba de llevar la labor hacia algo con más técnica, más oficio y, puede que en consecuencia, hacia una representación de lo bello en abstracto.
La mejor representación de este salto fue la puesta en escena de El Rey Lear, en 1979. Una puesta en escena que pretendía la cualificación de un grupo de actores “empíricos” y que era, sin duda, un atrevimiento para un grupo de teatro colombiano. De la mano de Camacho y su –llamémosla– terquedad, se emprendió una ardua tarea. Como lo recuerdan Germán Moure y Héctor Bayona –actor y fundador del Teatro Libre-, fue un asunto de dos años. “Toda la obra de Shakespeare la leímos, la comentamos”, recuerda Moure”, buscando cómo se podía hacer.” Y no sólo fue una obra que llevó consigo una investigación profunda del trabajo de Shakespeare (que se les veía en las caras cuánto lo habían disfrutado) sino que fue una salida evidente del mensaje político y revolucionario de la época. De allí en adelante, la convicción de Camacho conduciría al Teatro Libre por un camino de profesionalización que, excepto casos aislados, estaba ausente en el teatro colombiano. En palabras de Moure: “no había buenos actores”. Y es así de simple. No había formación para el teatro y, en su forma más pura, no parecía más que “agitación y consigna”. Lo que comenzó como un teatro universitario, lleno de energía y fuerza política, se fue transformando en un teatro con oficio. Camacho sería quién trataría de plantar un poco de orden sobre ese grupo de gente sumamente talentosa.
“Los grandes autores han sido nuestros maestros. En eso nos diferenciamos de muchos grupos.”
Y de allí en adelante las cosas, al parecer, empezaron a coger forma. Pasaron lo años, Camacho empezó a ganar un poco de ronquera en la voz, y el Teatro Libre se hizo fuerte. Claro, con todos los problemas económicos que deben acompañar a un buen teatro que no quiere ser sólo negocio, el Teatro Libre compró otra sede, se hizo la Escuela de Formación de Actores y se profesionalizó por medio del convenio con la Universidad Central: un montón de cosas que parecen nada si se ponen en dos renglones, pero que dan cuenta de un señor, de un director que, para Moure, “busca la verdad en lo que hace”. Tan abstracto y universal como pueda sonar, parece ser la mejor forma de ponerlo. Busca la verdad en la obra, en el actor, en el lenguaje, en la belleza. Y, sin duda, todo permeado por una pasión que, para Diego Barragán –actor del Teatro Libre-, es inseparable de su labor teatral: “cuando él habla de teatro es algo maravilloso.” Todas esas cosas (por más cursi que pueda sonar) son las que hacen peculiares a las obras de Camacho.
Ricardo Camacho lo reconoce abiertamente: “es un problema de temperamento. A mí no me gustan los homenajes”. Pero gústele o no, no se puede negar que si no fuera por su carácter (“terco, furibundo, insoportable, presuntuoso” en palabras de Moure) y una extraña combinación de su amor y entrega por el buen teatro con el compromiso de la militancia política, el teatro colombiano se hubiera quedado corto.
[03.05.12] Nota del editor: Una versión esta nota fue reproducida por el portal de la Universidad de los Andes con la autorización de 070.
*Juan Sebastian Torres es estudiante de filosofía, economía y está haciendo co-terminal con la Maestría en Periodismo del CEPER. Además, fue galardonado en la pasado Concurso nacional de cuento de RCN en la categoría de universitarios. Esta nota fue hecha en exclusiva para Cerosetenta.