El gobierno de Iván Duque ha sido la gran decepción para un país que le dio el voto más alto de su historia. Las protestas fueron una constante y el presidente las manejó con violencia, silenciamiento a la prensa y un eufemismo propio del político que vive exclusivamente en su realidad. La gran promesa de renovación se quedó en un set de televisión en el Palacio de Nariño, mientras el país se tomó las calles.
El gobierno de Iván Duque ha sido la gran decepción para un país que le dio el voto más alto de su historia. Las protestas fueron una constante y el presidente las manejó con violencia, silenciamiento a la prensa y un eufemismo propio del político que vive exclusivamente en su realidad. La gran promesa de renovación se quedó en un set de televisión en el Palacio de Nariño, mientras el país se tomó las calles.
En su set de Prevención y Acción, el programa de televisión de una hora que se transmitía de lunes a viernes hasta por quince canales, el presidente de Colombia luce como el presentador de noticias más experimentado. Iván Duque, 45 años, cabello plateado, cara redonda y mentón pronunciado, presenta las cifras de la pandemia y presume de la gestión de su gobierno ante las cámaras como si fuera la única realidad, incluso cuando los colombianos habían dejado de ser telespectadores para convertirse en manifestantes que llenaban las calles de protestas. Fue su presencia escénica la que le dio popularidad durante su campaña. Camino al Palacio de Nariño, no dudó en bailar con periodistas, jugar a la pelota, tocar guitarra y hasta cantar vallenatos. Pero ni su carisma, gráficos, estadísticas, videos, ministros, o invitados especiales, salvaron un programa que, como serie de Netflix, se habría cancelado por baja audiencia en su primera temporada. Duque fue el candidato más votado de la historia del país, pero en Colombia casi nadie quiere ver ni escuchar a su presidente.
Durante los casi cuatro años que cumplirá de mandato, Duque ha gobernado desde su lenguaje florido, su ágil y furiosa manera de crear frases vacías pero controversiales como si fueran tuits que buscan volverse virales. En su plan de gobierno, propuso la estrategia “El que la hace, la paga” para combatir la criminalidad en el país. En su discurso de juramentación, cuando consolidaba su gran momento, recitó: “No seré un Presidente encerrado en un Palacio, porque el único Palacio que espero habitar es el corazón de los colombianos”. A final de su primer año, cuando fue abatido Walter Arizala, conocido como a “Guacho”, de la disidencias de las Farc –grupo guerrillero que entró al escenario político gracias a la negociación con el gobierno–, Duque bromeó: “A ‘Guacho’ se le acabó la guachafita”. Y lo que parecía jocoso en un principio, se convirtió en imprudencia grosera, como cuando llegó a la clausura del Congreso Nacional de Cafeteros, en diciembre de 2020: “Somos un país cafetero y nos gusta el tintico, el periquito, pero el que está en el café”, haciendo referencia a la cocaína (llamada perica o perico en las calles), una sustancia alrededor de la que se ha generado una violencia que ha marcado la vida de miles de familias colombianas.
Iván Duque siempre tiene algo que decir, y antes de llegar a la presidencia, parecía que nadie podía decir algo malo sobre él, excepto sobre su falta de experiencia. Pero esto le dio ventaja sobre el resto. A pesar de representar al uribismo con el Centro Democrático, Duque tenía esa aura de renovación, de ser el rostro fresco de una clase política que había tenido a dos expresidentes reelegidos que tendían a la confrontación, sobre todo por un Acuerdo de Paz que dividió al país y que Duque criticó y prometió que revisaría. La suya, en cualquier caso, fue una amenaza más tenue que la del exprocurador Alejandro Ordóñez y el exministro del Interior y Justicia, Fernando Londoño, quien fue director nacional de ese partido. Ambos cantaron una victoria anticipada y advirtieron públicamente durante la campaña que “el primer desafío del Centro Democrático será el de volver trizas ese maldito papel que llaman el acuerdo final con las Farc”.
Iván Duque es el presidente más joven de la historia reciente de Colombia y le ganó a su contendor político de izquierda, Gustavo Petro, que también obtuvo la mayor cantidad de votos contados para este movimiento político en la historia del país. Los colombianos deseaban tanto un cambio que no buscaron las grietas en un político que, si lo agitabas, podía quebrarse.
En un oficio donde se vive de la popularidad, no es conveniente dar malas noticias. Informar sobre la pandemia del covid-19 era necesario, el problema fue estancarse en el mismo discurso, minimizando las protestas sociales y no rendir cuentas a una población que exige trabajo para los jóvenes, renta básica universal, derechos para las comunidades indígenas, precios estables para sus alimentos, soluciones definitivas para el narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo. El escenario no es alentador para un país que tiene una de las monedas más devaluadas en la región y cuenta con 7,4 millones de personas en pobreza extrema. A Duque le tomó más de un año darse cuenta de esto, cuando canceló la emisión de Prevención y Acción durante las protestas de mayo del 2021. El presidente tenía que dejar de hablarle a las cámaras y hacerlo al país.
Eufemismo y silencio
Antes de que la pandemia obligara a todos a encerrarse en sus casas, cientos de miles de personas alrededor del mundo salían a diario a protestar en las calles. El 2019 se caracterizó por un descontento global que tuvo en Latinoamérica a algunas de las muestras de represión más violentas. Chile, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Colombia fueron algunos de los epicentros de las manifestaciones que reclamaban, entre muchas cosas, un rechazo generalizado contra la clase política. Este desencuentro era tan evidente que, meses antes del paro nacional colombiano en noviembre del 2019, el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, declaraba a la prensa que aún no sabía qué estaba empujando el desempleo ni cómo corregirlo. 300.000 personas en todo el país salieron a las calles para que el gobierno reaccionara a la crisis económica, la corrupción y el asesinato de activistas de derechos humanos. No bastó.
Las marchas duraron semanas, entre represiones violentas, asambleas, conversaciones y acuerdos que no se resolvieron. En marzo, con la llegada de la covid-19, las manifestaciones tuvieron que parar y la crisis del país se agudizó. Desde el Palacio de Nariño y su set de Prevención y Acción, Duque, al igual que muchos otros presidentes, aprovechó la oportunidad para presentarse como la solución, La maniobra le duró pocos meses: los colombianos volvieron a las calles a reclamar por las promesas fallidas y las nuevas/viejas políticas deficientes.
Las tres reformas tributarias impulsadas por Iván Duque han fracasado. La segunda, llamada en código Duque ‘Ley de Crecimiento Económico’, significaba más impuestos para los colombianos, una rebaja progresiva a los impuestos de las grandes empresas, y la gota que rebasó el vaso en el 2019. Para Duque, las marchas son una oportunidad más de demostrar la indolencia y uso de la palabrería para minimizar los reclamos y la violencia, características de los gobiernos autoritarios. Sobre las docenas de jóvenes masacrados en diferentes provincias del país en el 2020, Duque pidió no llamarlas masacres, sino “homicidios colectivos”. A los cientos de desaparecidos, la Fiscalía les llamó “personas no localizadas”. Cuando el paro continuó en el 2021, se refirieron a los protestantes como “vándalos en unos cuantos bloqueos”. George Orwell dijo sobre el lenguaje político: “Está diseñado para hacer que las mentiras suenen confiables y el asesinato, respetable”.
Para Duque parece que sólo hay dos maneras de comunicarse: con eufemismo o silencio. En una investigación realizada por La Silla Vacía, sobre más de 800 reuniones privadas y públicas que hizo el presidente durante el 2020, se reveló que se reunió, en primer lugar, con empresarios, en segundo lugar con militares, y en tercer lugar se la pasó preparando su programa de televisión. Con la prensa, el romance había terminado con sus pasos de baile y guitarrazos desafinados que le ganaron votos.
Incluso desde antes de la pandemia, el presidente declaró exclusivamente a aquellos medios que comulgan con la dirección política de su partido de Gobierno, el Centro Democrático, evadiendo a quienes podían cuestionarlo, es decir, a todo el ecosistema de medios alternativos e independientes. El hecho más reciente fue el especial informativo de Noticias Caracol llamado ‘Colombia le pregunta al Presidente’, en el que Duque se rehusó a escuchar al periodista Daniel Samper Ospina. La Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) lo calificó como un “acto de censura indirecta”.
Iván Duque sólo habla con quien él quiere y eso lo incluye a él mismo. Cuando propone ―y fracasa― su tercera reforma tributaria, ahora llamada Ley de Solidaridad Sostenible, se convoca a un gran nuevo paro nacional en mayo del 2021. En ese mes, Duque pasó de la señal abierta con Prevención y Acción a querer volverse viral con una serie de videos que se compartieron por WhatsApp. En estos, responde preguntas sin entrevistador, ¡en inglés!, sobre el contexto político colombiano, la violencia, las reformas, cómo Gustavo Petro y los fake news lo perjudican, y lo que él quiso. Se supo luego que la entrevista no la realizó un medio de comunicación periodístico. Era una conversación de Duque con Duque sobre Duque.
Para el escritor y columnista de El Tiempo, Ricardo Silva Romero, Duque no abre ciertos debates porque tiene una suerte de inclinación clasista: defiende a cierto empresariado colombiano que piensa que la política es una pérdida de tiempo. “Lo de los bloqueos en el paro lo llevó a reciclar los discursos sobre cualquier activismo como terrorismo. Revivió ese gran dilema, que es una gran guerra de palabras en las que hay un relato colombiano de derecha que dice: aquí no han dejado trabajar porque hay unos vagos de la izquierda que quieren todo gratis, que se quejan por todo y por eso salen a protestar. Tan parecido al relato de las guerrillas que pedían justicia en los años 60 y 70 en Colombia”.
Solo entre abril y mayo del 2021 en Colombia, hubo 43 muertos, 955 heridos y 1388 detenciones arbitrarias. Convirtiéndose así, de acuerdo con la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) de Colombia, en el segundo país en el mundo con más tasas de muertes violentas por día de protesta. El gobierno suele disminuir estas cifras brindadas por organismos nacionales e internacionales, e incluso las ha cuestionado y ha intentado obstaculizarlas, como cuando impidió la visita de expertos independientes de la ONU para que se reúnan con las víctimas o cuando desestimó el informe de la Comisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que alarmó sobre la conducta violenta y atroz de la fuerza pública contra los manifestantes.
Duque ha demostrado una serie de características insignia de la antigua derecha colombiana: el eufemismo populista, la minimización de la violencia, el impedimento del diálogo, las pocas aproximaciones e intentos por los acuerdos humanitarios con grupos insurgentes, el incumplimiento de los acuerdos de paz pactados, la promoción de un gobierno semi-militar, etc. El joven presidente pasó de la promesa de una nueva política al viejo rostro conocido por su inclinación neoliberal y mano dura, actitud gamonal y patriarcal. Si algunos todavía dudaban, ahora tenían más presente que nunca que, sobre la figura de Duque, había una gran sombra que lo recubría: la del expresidente Álvaro Uribe Vélez.
El heredero fallido
Los primeros acercamientos entre Iván Duque y Álvaro Uribe sucedieron muchos años atrás. El padre del presidente, de hecho, Iván Duque Escobar, fue Gobernador de Antioquia entre 1981 y 1982, al tiempo que Uribe fue designado como alcalde de Medellín, la capital de ese departamento. Hace al menos ocho años, cuando Uribe visitaba Washington como expresidente, era común que saliera a caminar o cenar con Iván Duque hijo, que residía en la capital de Estados Unidos por su trabajo en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
En ese tiempo, Duque se convirtió en el asesor de Uribe en el panel de la ONU para investigar el ataque de Israel a una flotilla de barcos activistas que llevaban ayuda humanitaria a la Franja de Gaza. La relación era tan buena que ―antes de invitarlo al Senado― Uribe le pidió ayuda para su libro “No hay causa perdida” (2012), en el que no le sobraron palabras de elogio en sus agradecimientos: “Iván es más que sabio y estoy seguro de que tiene por delante un futuro brillante”. Ese futuro era el que en algún momento Uribe había pensado para Colombia, luego de que no pudiera postularse por tercera vez a la presidencia y cuando ―con su apoyo― Juan Manuel Santos ganó las elecciones del 2010. El entonces nuevo presidente también había sido mentor de Duque.
Cuando estudiaba Derecho, Iván Duque se unió a la Fundación Buen Gobierno, una organización que sirvió como vehículo político que Santos creó para impulsar su candidatura a la presidencia luego de ser Ministro de Comercio Exterior en 1994. Después de una campaña de oposición que duró años contra el entonces presidente Andrés Pastrana, el gobierno le dio a Santos el Ministerio de Hacienda en el 2000. Para entonces, Duque se había hecho tan cercano a Santos que se convirtió en su asesor en el ministerio. Fue por Santos que, en el 2001, Duque iría a trabajar al BID por doce años.
El lazo entre Duque y Santos se empezó a partir cuando este último retomó las relaciones con Hugo Chávez, entonces presidente de Venezuela, y las negociaciones con las FARC, acercamientos que Uribe siempre rechazó. Desde un inicio, Juan Manuel Santos dio los pasos hacia el lado opuesto del camino que había trazado el uribismo, y Duque, al verlo, se alejaba de él para acercarse a Uribe, un expresidente que llegó a tener un 75% de aprobación durante su mandato y que todavía tenía una gran influencia política. Si Duque quería ser presidente, necesitaba que Uribe lo sentara en el trono.
El camino de Duque hacia la presidencia de Colombia muestra sus motivaciones, sus formas, sus métodos, sus influencias. Hoy, la figura de Uribe lo ensombrece tanto que para Duque es difícil crear mensajes originales, que no solo conecten con la personas, sino que para empezar sean tomados en serio. El presidente colombiano ha tenido tan poco impacto y presencia que los analistas no pueden evitar mencionar a Uribe cuando hablan de su gobierno. Carlos Duque, diseñador gráfico y fotógrafo vallecaucano, artífice de algunas de las campañas presidenciales más recordadas de los últimos 40 años, cree que la “Era Uribe” está declinando durante el gobierno del Centro Democrático por la incapacidad de Duque para darle continuidad a un ADN político. Si para muchos Duque es un títere ―como es común leer―, la realidad parece mostrar que no hay un titiritero; o si lo hubo, tiró al muñeco y renunció a su trabajo.
“Una cosa es ser presidente y otra liderar un proceso político. La fortaleza de Uribe está en que su proceso le pertenece, está en su alma política, le surgen desde adentro, no son un disfraz”, dice Carlos Duque. Álvaro Uribe estuvo en la presidencia durante ocho años y a nadie le quedó duda de qué iba su discurso. El expresidente destacó siempre la misma serie de consignas: “Mano firme, corazón grande”. “Trabajar, trabajar y trabajar”. “Los tres huevitos: la confianza inversionista, los avances sociales y la seguridad democrática”. Incluso hizo pública una rotunda frase que reflejó toda su personalidad: “Estoy muy berraco con usted y ojalá me graben esta llamada. Y si lo veo le voy a dar en la cara, marica”. No había duda de su carácter autoritario, del hombre de una autoridad pronunciada y respetada, sin miedo de amenazar a quien se le oponga.
“Duque no ha sido tan efectivo como pudo ser en su momento el discurso de Uribe, quien llegó al punto que le fue posible quedarse un período más, una cosa impensable en la historia de Colombia”, dice Ricardo Silva Romero. Para Omar Rincón, crítico de medios y ensayista cultural, las palabras eran un territorio de dominio para el uribismo pura sangre. “Su estrategia funcionaba de maravilla, era alucinante y no constaba de un minuto. Uribe decía ‘Lo que hay en Colombia no es una guerra sino un conflicto interno’, y al día siguiente columnistas y medios de comunicación salían a reproducir y apoyar esta postura”.
Uribe en el poder tuvo un impacto en la audiencia porque su comunicación en temas políticos jugó un papel fundamental. Carlos Duque insiste en que la comunicación no tiene que ver exclusivamente con las lógicas del discurso, también con la forma de conectarse y producir emociones: gobernar y convencer con una idea, un atributo que desapareció en el escenario nacional gracias a Duque y que es inherente a su guía, Uribe. Este último tenía un relato, el primero ninguno. Las estrategias de comunicación usualmente tienen dos factores según Rincón: el primero es el mercado de la opinión pública y en eso Duque está derrotado; el segundo es el relato de la hegemonía política que sigue ganando en Colombia: la de una clase social y política de élite, como la del expresidente Juan Manuel Santos. Rincón cree que el uribismo, aunque se crea lo contrario, ya está derrotado por su lenguaje de guerra, y seguirá teniendo el poder la élite de siempre. Pero aunque en esos dos ejes de la comunicación todos salgan mal parados, el actual presidente siempre será el gran perdedor.
A Duque, ni siquiera un programa de televisión propio le dio la audiencia y popularidad que estaba buscando. En la última emisión de Prevención y Acción, del 3 de mayo del 2021, el presentador y presidente de Colombia no se despidió de su audiencia. En el programa, antes de pasar a los titulares pandémicos, Duque se refirió a las protestas en un tono serio: “No va a haber tolerancia con ninguna manifestación de violencia, vandalismo y terrorismo urbano”. Sólo hasta fines de ese mes, 955 fueron heridos en las calles.
Con Duque, un presidente que actúa como expresidente, los colombianos sólo quieren ver el futuro. Mirar su pasado es recordar el error y la decepción de haber elegido al presidente más votado en la historia, el más joven, el más carismático, el que hace magia, el adolescente rockero, el hincha del América de Cali, y que haya sido un fracaso. Ellos lo eligieron y en esta decisión se reflejan ellos mismos.
En eso debe haber algo de autocrítica, dice Carlos Duque, pues nos hemos reído mucho del señor presidente, pero su estrategia ha sido exitosa porque ha hecho lo que se le ha dado la gana. “Hay una aceptación mediocre: mientras nosotros nos reímos, él también se ríe y ni siquiera a nuestras espaldas. La patria boba con un presidente que con su nadadito de perro e inutilidad nos ha metido todos los goles”. Para Ricardo Silva, la prensa también debe asumir su responsabilidad: “Los medios lo tratan como un chiste, ese del que todos se ríen, ‘el bobo del barrio’”. En redes sociales, mientras él destruye todo y el autoritarismo ocupa el Palacio de Nariño, el resto está haciendo memes: “La Duquemememanía”, lo llamó Omar Rincón.
Los colombianos están a pocos meses de volver a las urnas, a elegir cómo enfrentar la violencia patológica normalizada en sus calles y a un gobierno que atienda sus reclamos. La decisión no es fácil. De acuerdo con la Jurisdicción Especial para la Paz, el país se está acercando al umbral de violencia entre 1998 y 2002, los años previos al ascenso de Uribe al poder. La sucesión es uno de los rasgos del autoritarismo colombiano, y en ese sentido el fracaso de Duque ha sido el fracaso de Uribe y del uribismo. Su gobierno no le ha dado muchas oportunidades al Centro Democrático de volver al poder.
Con reformas que causaron paros nacionales, tratados implementados a medias y sin resolver, como el Acuerdo de Paz con las FARC o el Acuerdo de Escazú para proteger la biodiversidad en el continente, y además una desaprobación del 79%, Duque se convirtió en un proyecto político fallido y sobre el que ya nadie quiere saber ni acercarse. “No hay duda que quieren tumbar a Duque o volverlo un títere del movimiento violento para producir resultados electorales el próximo año”, dijo Álvaro Uribe en mayo de 2021. Todos están buscando al titiritero de Duque. Cuando le preguntaron sobre estas declaraciones, el presidente empezó pidiendo respeto. La pregunta de la periodista lo desconcertó, pero luego respondió: “Yo nunca he sido títere de nadie y nunca seré títere de nadie”. Iván Duque se esfuerza en comunicar que no está bajo una influencia: hoy parece cierto; se ha quedado solo.
Esta historia fue realizada por Cerosetenta para AQUÍ MANDO YO, proyecto periodístico y académico liderado por Dromomanos en México, El Salvador, Nicaragua, Venezuela, Brasil, Chile y Colombia, para entender los ataques a la democracia y las políticas autoritarias que afectan a la región.