Expreso cadaver

A Mauricio “El Zancudo” Ávila le gusta el dinero y ha hecho su pequeña fortuna llevando y trayendo una inusual encomienda: muertos. Lo acompañamos en una de sus diligencias a Villavicencio.

por

Natalia Arenas


18.09.2013
Mauricio “El Zancudo” Ávila espera impaciente un cadáver en la puerta principal de Medicina Legal en Bogotá. De su carro mortuorio –una van Chevrolet M300 blanca– saca un overol azul que se pone encima del traje gris oscuro recién planchado que trae puesto. No se quita la corbata amarilla ni los zapatos negros relucientes. No hace falta: tiene suficiente experiencia y ya no se ensucia con el muerto. Del carro saca también el plástico transparente en el que envolverá el cuerpo desnudo del hombre que murió la tarde del día anterior cuando rodó por las escaleras de su casa. Cuando me acerco a él, me extiende su mano delgada y huesuda para entregarme su tarjeta personal: “soy un profesional en el transporte de muertos”.

***

Estamos en su coche fúnebre rumbo a Villavicencio. Es medio día del viernes 14 de septiembre de 2012. Ávila conduce a noventa kilómetros por hora, tarareando baladas viejas. Su cuerpo flaco de un metro con ochenta de altura -de ahí le dicen ‘Zancudo’- se acomoda con dificultad en la estrecha cabina del conductor. Yo estoy sentada en el asiento del pasajero. Con dificultad, intento voltearme para observar por la ventana sellada que nos separa de la bodega donde se cargan los muertos. Allí, envuelto en una sábana color crema, reposa sobre una camilla el cadáver de un bebe de pocos días de nacido.

–Haga de cuenta que no lleva nada– dice Ávila mirar de reojo la expresión que se dibuja en mi cara.

El cuerpo se lo entregó el padre del niño esta mañana en el Hospital La Misericordia  de Bogotá y debe llevarlo a Villavicencio, a la funeraria Santa Cruz, donde lo espera la familia para darle cristiana sepultura. Intento sacarle más información pero él se limita a negar con la cabeza.

–No me gusta cargar niños, pero me gusta la plata. Eso uno con plata lo supera todo. Este es un negocio muy lucrativo- comenta.

Pocas veces le ha tocado transportar cadáveres de niños. Dice, con repulsión, que le producen una mezcla de estupor y rabia porque le recuerdan a su pequeño hijo Jeshua de 7 años.

El trayecto de hoy es rutina. En nada se comparara con el viaje más largo que ha hecho: Bogotá – Pasto – Tumaco – Cali – Bogotá, un recorrido de más de 2.000 kilómetros  que hizo en menos de 48 horas.

–Sólo hay que ir, descargar el niño, cobrar y hasta luego. No hay nada más que hacer por allá- dice en tono burlón.

El puesto que ocupo hoy ha permanecido vacío durante los 8 años que lleva transportando cadáveres. Él no para, ni siquiera a dormir, y prefiere viajar solo y en silencio. No le gusta cargar a los familiares de sus muertos porque no soporta sus llantos.

–Es que se pasan el recorrido chillando y sorbiendo mocos- asegura.

El vehículo no tiene aire acondicionado ni sistema de refrigeración como exige la ley, por lo que debe hacer sus viajes en la mayor brevedad posible, sobre todo si los muertos que carga no han sido embalsamados, como el del bebé que nos acompaña.

En más de una oportunidad, por falta de refrigeración ha tenido que limpiar y desodorizar el carro. Hace un año le tocó cargar los cadáveres de tres mujeres que habían sido brutalmente asesinadas y torturadas en La Hormiga, Putumayo, y que por la violencia de la zona no alcanzaron a ser arregladas correctamente antes de que a él le tocara salir huyendo de allí. Los tres cuerpos –la abuela, la mamá y la niña de ocho años- estaban puestos, una encima de la otra, dentro del baúl del carro sobre unas camillas. No las metieron en ataúdes porque sabían que se iban a descomponer en el camino. Al llegar a Bogotá, después de 618 kilómetros, los cuerpos estaban saturados de fluidos; los cachetes hinchados y verduzcos de las tres víctimas hacían desaparecer las facciones de sus caras. Tuvieron que volver a ser preparados por un experto, “El Güita”, su amigo entrañable que trabaja en el área de tanatopraxia –arreglo y maquillaje de cadáveres- en la Funeraria Gámez en el centro de Bogotá.

Cuando le pregunto qué pasó con el carro y cómo le quitó el olor,  dice que es fácil: “se limpia y listo, sólo hay que tener los materiales adecuados”. Él tiene el conocimiento sobre equipos, vacunas y químicos para dejar todo como nuevo. Por eso, fundó una empresa de limpieza y descontaminación de riesgos biológicos “para limpiar espacios donde hay muertos pichos”, dice. Incluso, tiene una tarjeta personal, que él mismo diseñó, para promocionarse. Un programa de televisión gringo fue el que le dio la idea y asegura que es el primero en Colombia con una empresa de este tipo y que el negocio es “una mina  de oro inexplorada”.

Se estrenó en el negocio de la limpieza en junio de este año, cuando lo contrataron para “descontaminar” una habitación en el barrio Quiroga, en el sur de Bogotá. Allí había muerto hacía poco un muchacho de 23 años a quién su mamá había encerrado para que no saliera a buscar “vicio”. El joven estaba confinado a esa única habitación de la casa: ahí comía, dormía, hacia sus necesidades y hasta metía las drogas que le daba su mamá. Cuando Ávila llegó el olor era insoportable. Cuenta que de las paredes colgaban larvas de gusanos y esparcidos por el piso había cadáveres de ratas y excremento en platos y botellas. Después de horas de trabajo y 18 bolsas de basura negras, el cuarto quedó limpio. Sin embargo, afirma que el olor no bajó ni siquiera con la descontaminación.

–Es lo que más me ha impresionado– dice– Ver hasta dónde puede llegar una mamá por proteger a su hijo. Uno se vuelve muy humano en este negocio.

***

Después de cuatro  horas de viaje llegamos a Villavicencio. El calor hace que Ávila pierda el decoro y se quite la chaqueta. La pone delicadamente detrás de los asientos delanteros. Se saca la camisa del pantalón y se quita la corbata que le aprieta él cuello. Me deja en una esquina, cerca de la funeraria donde tiene que entregar el pequeño cadáver. No quiere que nadie lo vea conmigo porque teme perder clientes. “Este es un negocio muy celoso, quédese allá y no se acerque hasta que yo le indique” me dice, mientras bajo del vehículo.

La entrega del cuerpo no toma mucho tiempo. Ahora sólo falta que le paguen el viaje. Nos sentamos a esperar en un restaurante vecino a la funeraria. Mauricio pide el almuerzo del día: pollo sudado, pasta, arepa, verdura y arroz. Come como un buitre. Tiene hambre, son casi las cinco de la tarde y en el estómago sólo lleva el desayuno. Por fin llega el hombre de la funeraria, un panzón con corbata rosada que le entrega un fajo de varios billetes de veinte mil. Mauricio los cuenta, haciendo un abanico con los billetes. En mi cabeza retumban sus palabras: “este es un negocio muy rentable”, “a mi lo que me gusta es la plata”.

***

Mauricio Ávila tiene 38 años y lleva 16 en el negocio de la muerte. Si le tocara contar cuántos muertos ha manipulado en su vida profesional aventuraría que unos 5.840 cadáveres, al menos uno diario. Para él, los muertos son deshechos, son carga. Y son, al final, un modo de ganarse la vida.

–El que llega a este negocio es por necesidad, pero el que se queda es porque le gusta.

Entró al negocio en 1996, cuando tenía 22 años y era un muchacho “vago, que sólo producía gastos”. En ese tiempo sus padres se separaron y Ávila vivía con su mamá y sus dos hermanas, “todos en una sola pieza”. De joven le gustaba el trago – algo que heredó de su papá, Joshue Macario Ávila- y meterse en peleas callejeras de las que le quedaron varias cicatrices, como la que le quedó para siempre en la cabeza después de que le atravesaron el cráneo con un machete.

Su hermano Jeshue Ávila trabajaba en Medicina Legal, “como una especie de cotero”, cargando cadáveres de las neveras a los coches fúnebres. Un día le ofreció pagarle cinco mil pesos por ayudarle a sacar los cuerpos y Mauricio aceptó. Dice que la muerte nunca le ha dado asco ni impresión. Además, la había visto de cerca antes cuando su papá era el propietario de la Funeraria Santo Cristo.

–Yo soy muy compinchero. Con todo mundo me gusta hablar y eso me promociona mucho.

Así la gente lo fue conociendo y se ganó la confianza de muchos, mientras su hermano dejaba el trabajo “para ir a meter droga en el Cartucho”. Sin su hermano cerca, Ávila empezó a trabajar con otro cotero, “El Bocadillo”,  que le ofreció dos mil quinientos pesos por cada muerto que le ayudara a cargar.

–Ahí me di cuenta de que mi hermano se estaba lucrando conmigo. Saqué 12 muertos en una tarde y me hice 30 mil pesos. Entonces al otro día ya me fui a trabajar por mi cuenta. Pero el problema mío es que siempre me ha gustado el trago. Entonces yo trabajaba para tomar.

En esto trabajó durante cuatro años hasta que un día tuvo que ser hospitalizado por un intenso dolor de espalda. El peso y los bruscos cambios de temperatura a los que debía someterse terminaron por dañarle la columna. El ortopedista le ordenó cambiar de oficio.

–Empecé a trabajar como comisionista, más conocido como ‘chulo’. Me fui a Meissen en Ciudad Bolivar y trabajaba con las claves que le informan a uno dónde están los muertos.

Los  chulos se dedican a conseguir cadáveres en hospitales, en Medicina Legal, en hogares particulares o en donde haya fallecido la persona y ofrecen a las familias los servicios de funerarias a cambio de una comisión.

–Uno se infiltra en el lugar y empieza a analizar la gente. Con el tiempo uno puede distinguir al que está llorando con esperanza del que llora porque ya se le murió el familiar. Entonces uno le cae– afirma con frialdad.

Así empieza la guerra por los muertos. El que ofrezca más por menos se queda con el cliente.

–Yo iba detrás del muerto, no importa quién fuera, si policía, guerrillero o paramilitar, lo que sea. No importa dónde, yo voy y lo recojo. Aquí, todo es un negocio- dice con orgullo mientras recuerda sus aventuras como “chulo”.

Eso lo demostró cuando encontró el cadáver de un raspachín de coca asesinado por paramilitares en enero del año 2000 en las selvas del Catatumbo. En ese tiempo, la guerrilla y las autodefensas se disputaban el terreno y los cultivos de coca.

Lo contrató la familia del hombre –de apellido Cruz, recuerda Ávila- en el barrio Danubio en el sur de Bogotá, para ir a buscar el cadáver. Le dijeron que el cuerpo estaba en un punto conocido como Martillo Alto, en la frontera entre El Tarra y Tibú en Norte de Santander, cerca al corregimiento de La Gabarra. La violencia cobró 1.379 vidas ese año en todo el departamento, de los cuales 251 se presentaron en Tibú y 15 en el Tarra, según Verdadabierta.com.

Ávila relata que los paramilitares habían mandado a enterrar el cadáver en la cancha de futbol de la vereda y hasta allá fue él solo, armado únicamente con su “camilla de rescate”.

Él describe con exactitud la geografía de la zona. Recuerda que primero llegó a Tibú, cerca de la frontera con Venezuela. Desde allí tuvo que montar primero en camión siete horas hasta La Gabarra, para tomar una lancha que atravesara el río Catatumbo hasta el punto indicado. El raspachin que buscaba pertenecía al campamento de la guerrilla y trabajaba “tasajiando” la carne para los guerrilleros. La noche que murió, se había ido con otras 17 personas a buscar las prostitutas que llegaban los viernes a la vereda El Martillo Alto, en zona paramilitar.

Dice que llegó al pueblo escoltado por los paramilitares, que no paraban de insultarlo y amedrentarlo. En la cancha de futbol, cubiertos por una arena fina que dejaba escapar un intenso olor a muerto, estaban las 17 tumbas cavadas por los habitantes del sector. Los habitantes de estos dos municipios aseguran que existe un sinnúmero de fosas comunes en las veredas de la región que aún no han sido exploradas por las autoridades, según una publicación de la Asociación Minga titulada “Memoria: Puerta a la Esperanza. Violencia sociopolítica en Tibú y El tarra 1998-2005”.

Desespeado, Ávila empezó a escarbar la tierra, buscando el cuerpo. Tenía miedo de terminar en el mismo hueco. Cuando lo encontró, lo jaló de los pies e intento limpiarlo con sus manos.

–Cuando lo saqué y me enmeloté de muerto y quedé oliendo a feo, los manes se me fueron. El que parecía el líder sólo atinó a decir “ese flaco es un verraco”.

Aunque es difícil corroborar la identidad del cadáver que Ávila dice haber recuperado, la revista Noche y Niebla del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) registra el hallazgo del cadáver de un hombre llamado Aparicio González Cruz en las cercanías al municipio de Tibú el 6 de febrero del año 2000.

Avila cuenta que los paramilitares le dejaron sacar su muerto en la camilla, hasta el río donde lo esperaba una lancha contratada por la guerrilla. Dice que cuando los guerrilleros lo vieron, lo abrazaron y lo felicitaron: ninguno podía creer la hazaña que acababa de hacer. Con el cuerpo, Ávila se fue de vuelta a Tibú donde le practicaron la necropsia de rutina y finalmente pudieron sacar el cadáver de Norte de Santander para entregarlo de vuelta a su humilde familia en Bogotá.

–Esa es la historia más áspera que he vivido yo y con esa me consagré en el gremio. Prácticamente fue lo que me dio el diplomado- dice entre risas.

***

Conocí a Mauricio “el Zancudo” Ávila y sus compañeros en la esquina de la calle primera de mayo con carrera 11 en el centro de Bogotá. Este es –según Ávila- “el centro de acopio de los transportadores de muertos”. Eran las 10 de la mañana. Él había llegado hasta aquí para dejar a su mujer, María Malfi Goyeneche, que trabaja haciendo coronas de flores en un local dentro de la Funeraria Gámez, localizada en la mitad de la cuadra. En esa funeraria se enamoraron hace 8 años.

Aquí todos lo conocen como “el Zancudo”. El resto de sus compañeros –son diez y todos aparentan más edad que él- también tienen sus propios sobrenombres. Entre ellos están “el Príncipe”, a quién le dicen así “porque se come a la Princesa”, la mujer propietaria de la funeraria Rey David. También está “el Juan Valdés”, que se ganó su apodo por meterse siempre con las niñas de los tintos, y “Chayane” que si se quita las gafas es idéntico al cantante. Aquí vienen a “hacer recocha, mientras aparece un cliente”, dicen.

Ellos hacen parte del gremio de las pequeñas y medianas funerarias que operan en Bogotá. Un gremio que contradice las cifras oficiales del crecimiento de la industria de servicios funerarios en el país. El presidente del Comité Funerario de Fenalco, Armando Franco Lindarte, aseguró en el XII Simposio Nacional de profesionales funerarios y parques cementerios de 2012, que la industria de las funerarias en Colombia está en pleno crecimiento: hoy hay 645 establecimientos funerarios mientras que en 2004 existían 575 en todo el país. Lo mismo ocurrió con los parques cementerios; en el 2004 se registraron 38. Hoy son 69.

Sin embargo, para los compañeros de Ávila, la competencia por los muertos en este negocio amenaza a las pequeñas y medianas funerarias porque –según ellos- las empresas más grandes están dominando el mercado con la venta de servicios de afiliación a planes de previsión exequial para cubrir los costos de su muerte en vida.  Según el Comité Funerario de Fenalco, en 2012 había 16.3 millones de afiliados en todo el país. Esto quiere decir que de los 174 mil muertos en 2011, el 65% tenían este servicio cubierto y sólo un 30% de estos fallecidos tuvieron que contratar los servicios directos de las funerarias porque no tomaron medidas de prevención antes de su muerte. Falta ver qué porcentaje de estos estaban en Bogotá para cubrir la oferta de transporte y funerarias pequeñas como las que atiende el gremio de Mauricio Ávila.

En días como hoy, en los que el trabajo escasea, a Avila y sus colegas no les queda más opción que esperar en la misma esquina de siempre. Esperar a que les ofrezcan un servicio, esperar a que lleguen clientes, esperar hasta que se aburran. Las cinco funerarias que operan aquí están desocupadas.  Toman tinto o mandan a embolar sus zapatos y se dedican a “echar chisme y hablar del prójimo”.

Hoy están contentos. Más tarde es la “fiesta” de velación de “El Sata”, Hermes Tovar, uno de sus compañeros que murió esta mañana después de sufrir por varios años de una diabetes que le hizo perder una pierna. Le dicen “el Sata” porque aseguran que se parecía al diablo con su barba gruesa y gris.

Ávila describe al muerto como un “chulo de la vieja guardia”. Llevaba en el oficio más de 35 años y es reconocido por todos como uno de los mejores: en su época de gloria alcanzó a recibir entre 15 y 20 cadáveres en un solo día, cuenta.

–Tenía todas las cualidades de un buen chulo: encontraba, vendía servicios y cobraba bien.

Además, dice, era un buen amigo. Por eso hoy le quieren hacer una fiesta por todo lo alto. Entre todos recogen una colecta para darle un entierro “ostentoso”: la mejor carroza, el mejor cajón y la mejor sala de velación.

–Hoy es la fiesta y mañana es el desenguayabe– dice “El Zancudo”, y todos revientan en carcajadas– “El Sata” se merece una buena, como un Carnaval de Barranquilla.

En un momento, Ávila se dispersa del grupo. Su celular resuena anunciando la llamada que estaba esperando. Le ofrecen un viaje a Villavicencio a dejar un cadáver de un niño.

***

Finalmente, a las 9:30 de la noche, y tras un extenuante regreso del LLamo, las luces de la ciudad se asoman entre la oscuridad de los cerros orientales. Ávila, cansado por el viaje –pero sobre todo por el trancón de casi cinco horas que tuvimos que sortear- recuesta su cabeza sobre el timón. En ese momento su celular comienza a vibrar. Su amigo “Chayane” lo llama para confirmar su asistencia al velorio de “el Sata”.

–Falta confirmar si van a llevar los químicos– dice entre carcajadas.

Esta noche él piensa dejar la abstinencia del alcohol que ha mantenido desde hace 7 años, cuando nació su hijo. También piensa disfrutar al máximo de la habitual “payasada” de los funerales, sólo por tratarse del de su amigo. “El Sata ya pasó a mejor vida” dice, y eso es lo único que le importa.

–¿Cómo les van a decir a los cementerios dizque camposantos? Esos lo que son es botaderos, algunos finos, pero al final botaderos. Uno entierra allá lo que ya no sirve- me dice cuando nos despedimos.

*Natalia Arenas es Politologa de la Universidad de los Andes y estudiante de último semestre de la Maestría en Periodismo del CEPER. Este texto se produjo en la clase Géneros periodísticos II de la Maestría. 

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