Esta entrada al blog de No es Normal hace parte de nuestra convocatoria «Reflexiones de cuarentena»*
Por Raven-Deviniendo Antígona
“De algo hay que morir” fue liberado en 2019 y tiene exactamente 17 canciones. Su autor fue Diego Lorenzini, chileno y cantante de música alternativa, que se viste de oráculo contemporáneo para, desde el año pasado, transmitirnos lo que hasta ahora asumimos como ineludible realidad: la innata fragilidad de nuestras vidas. En tiempos de pandemia y de ansioso enclaustramiento, Lorenzini y su álbum son fragmento de la necesaria reflexión en torno a la muerte, que se presenta cada vez más cercana, dada la derrota de la normalidad frente a la epidemia y gracias, además, al constante bombardeo de las desoladoras cifras de víctimas fatales. Navegamos, pues, en el barco de la incertidumbre, con la muerte persiguiéndonos cual oscura tormenta. Nada mal estaría, sin embargo, un giro de la mirada hacia dicha tempestad, hacia el “De algo hay que morir”, hacia esa sombra que nos acosa en la cuarentena; en suma, hacia la muerte.
No obstante, no todas las muertes son iguales. Existe, pues, una muerte biológica, aquella que Heidegger llamaba fenecer, que no es sino un detenerse de los sistemas vitales, que conlleva el colapso de cualquier cuerpo animal. Esta forma de dejar de ser no nos interesa por ahora, pues la sombra que nos acosa, a la que hemos vuelto juntos y juntas la mirada, nos empuja a pensar en otra forma más compleja de morir. ¿Qué otra forma hay de morir? Esa sería la verdadera pregunta. Lacan, leído por Zizek, nos enseña una alternativa: La muerte simbólica, o lo que le sucedió a Antígona en la tragedia griega de Sófocles: una expulsión del orden simbólico, de la cultura y de la ley, tan solo equivalente a un dejar de ser en el registro social, que se castiga con el absoluto rechazo.
“Baila como hombre”, trasladándonos ahora a un registro distinto, inicia uno de los álbumes más especiales de (Me llamo) Sebastián. Son 3 minutos y 25 segundos explorando algunas de las múltiples y variadas situaciones que expresan la carga que implica para muchos cuerpos la masculinidad, una quimera -como diría Baudelaire- que se envuelve alrededor del hombre y lo oprime con sus gigantescos y velludos músculos. Es la misma forma de habitar el mundo como hombre que se traduce en abierta violencia y se articula en dispositivos concretos de control, que despedazan material y simbólicamente el cuerpo feminizado. Ahora bien, la canción apunta a un modo de ser antagónico a este último, pues, con base en el reconocimiento de la quimera de la masculinidad, se apuesta por permitir la emergencia de formas alternativas para habitar nuestros cuerpos como hombres. En la ingeniería industrial de conceptos en la que ha caído la filosofía, se le llama a esta búsqueda por opciones, nuevas masculinidades.
Pregunta capital frente a la que ahora nos encontramos: ¿podemos los hombres, verdaderamente, habitar nuestro cuerpo sin que ello implique necesariamente reproducir un sistema de dominación basado en la explotación de las mujeres, como cuerpos material y discursivamente feminizados?
Algunos compañeros han respondido vehementemente que sí, que pueden explorarse y construirse nuevas masculinidades según las cuales establecer relaciones éticas, horizontales y al margen de la jerarquización patriarcal con las mujeres. Así, por ejemplo, se tendrían que reconfigurar discursos separatistas e, incluso, podrían cuestionarse los espacios no-mixtos, ya que cabría hacerse la pregunta: ¿por qué no permitir la entrada de un varón que ha ya pasado por su proceso de deconstrucción y puede, en consecuencia, aportar?
Infortunadamente, este concepto de la deconstrucción, que es sustento del discurso de las nuevas masculinidades, ha devenido en el fácil lugar común del hombre aparentemente consciente, quien, haciendo un indiscriminado uso de la categoría derridiana, la aprende nada más como un ser consciente de que está mal violar, asesinar y mutilar. Entonces, este compañero varón, de la orientación sexual que sea, de la raza y clase de la que provenga, en tanto se ha logrado “deconstruir” y puede, por consiguiente, sostener que lleva relaciones horizontales con las mujeres y que, incluso, es feminista o aliado, asume una legitimidad inexistente y procede a tomar la palabra en los espacios de discusión, a liderar la movilización o el plantón y, en últimas, a imponerse como voz fundamental. Se trata del patriarca descendido de los cielos para, en su caballo blanco y napoleónico, liderar la emancipación de las mujeres.
Ello nos lleva a la aporía esencial de la que participa el cuerpo masculinizado, pues se halla frente al imparable avance de las luchas feministas y se debate entre ser cómplice del sistema de dominación o ser traicionero del mismo.
Fácil es, sin embargo, para aquellos hombres que se deciden por continuar su papel como peones de aquel sistema violador; bastante más complejo es para nosotros, los que queremos transformarnos en traidores.
Concretamente, porque nos encontramos frente a dos posturas: por un lado, las nuevas masculinidades, según las cuales es posible habitarnos como hombres éticos y, por otro, la desesperante intuición de que la idílica deconstrucción es imposible y que, por ende, no hay espacio para el hombre en el nuevo mundo que está siendo parido.
Pero puede haber un problema metodológico a la hora de abordar nuestro aparente laberinto político sin salida, pues puede que nuestro entendimiento de cómo resistir al poder del patriarcado, el cual nos constituye como hijos dóciles listos para violar y atentar, esté desenfocado y erróneo. Para solventar la paradoja puede Deleuze sernos de utilidad, pues, para él, al poder se le hace frente fuera de él mismo, se deben hallar líneas de fuga que desterritorialicen el deseo captado, para así poder resistir. En pocas palabras, y haciendo una lectura un poco arbitraria del pensador francés, para enfrentar a nuestro enemigo se deben buscar alternativas que se transformen en líneas de fuga, lo cual significa que es necesario que no logren ser atrapadas por el paradigma mismo del poder patriarcal.
Pues bien, ¿dónde podríamos encontrar/construir dichas líneas de fuga reales a partir de las cuales traicionar nuestra clase, y de esta manera desclasarnos? Antes de responder, cabría desechar de una vez por todas el concepto de nuevas masculinidades, pues es insuficiente para superar la aporía inicial y, además, no nos lleva a verdaderas líneas de fuga, al buscar las alternativas dentro de los mismos esquemas de poder: el mismo lenguaje violento, antagónico y binario, pues estas buscan nuevas formas de ser hombre, mas jamás dudan del problema mismo que implica seguir asumiéndonos como hombres. En crudas palabras, el dejar de ser violadores* no pasa por buscar nuevas formas de serlo, sino que implica un rompimiento radical con el lenguaje y la estructura material misma que nos condicionan y obligan a hacerlo.
Ahora bien, aquellas hipotéticas líneas de fuga fueron ya halladas por Antígona, quien resistió a la ley humana oponiéndole la ley divina. Ella, entonces, en lenguaje lacaniano, murió simbólicamente al no reproducir el orden simbólico -valga la redundancia- que le demandaba no enterrar a su hermano. Así pues, este personaje de Sófocles rompió el paradigma de poder, su resistencia no fue cooptada y logró así aperturar el horizonte de sentido, compareciendo de nuevo la ley divina, borrada previamente por Creonte. Un movimiento político, como analogía, surge de la mano de Antígona como alternativa radical para los varones que aspiramos a desclasarnos. Un devenir Antígona, una muerte simbólica en el orden material y discursivo, que implique un total rompimiento con el ser como hombres, bajo el patriarcado. Hablamos, pues, de un dejar de ser, un rechazo absoluto, bajo la figura de la traición de clase, un aceptar que de nuestros cuerpos masculinizados nada se puede salvar más que nuestro desaparecimiento.
Las implicaciones de un Devenir Antígona, como escenario de las líneas de fuga reales, son variadas e interesantes, y trascienden las consecuencias más bien reformistas de las nuevas masculinidades. Morir en el orden simbólico significaría, por ejemplo, dejar de ver como posible el ser feminista; el feminismo pasaría a entenderse solamente como un movimiento de mujeres y para mujeres, pues se comprendería que cualquiera que se asuma hombre, quiéralo o no, terminaría reproduciendo prácticas de dominación y sirviendo de obstáculo a la construcción femenina colectiva. Atado a esto último, nos veríamos en la necesidad de sumirnos en un necesario proceso de reencuentro con nuestros cuerpos, en tanto ya no somos hombres: ¿dónde, por ejemplo, se halla nuestro placer? O, ¿cuáles son las potencialidades de nuestros cuerpos que se desbloquean al desclasarnos? Otra posible consecuencia, por cuanto ya no apareceríamos como hombres, es que podríamos, entonces, escapar de las alianzas masculinas, de nuestra homofiliación intrínseca, y entender, finalmente, al hombre como obstáculo, emprendiendo nuestra propia batalla contra presuntos amigos, familiares y compañeros afectivos quienes sirven ciegamente al patriarcado. Ojo, nuestro morir simbólico no nos abstiene de nuestro privilegio de clase -sexual y de género, no económica-, de manera que no dejaríamos de ser tratados como hijos del patriarcado a ser criados para violentar, pero sí devendríamos entidades traicioneras, Antígonas, a final de cuentas.
Concluyo el presente esbozo** volviendo al llamado hecho por Irigaray en una de las entrevistas que dio, allá por la década de los setenta. Ella, dando respuesta a la pregunta de la entrevistadora sobre el papel de los hombres en el feminismo, decía:
Me parece muchísimo más pertinente que los hombres se preocuparan de su propia liberación, que se agrupasen en un Movimiento de Liberación de los Hombres, que abordasen juntos sus problemas afectivos y sexuales. Lo cual sin duda les permitirá aceptar con mayor serenidad nuestra alteridad.***
Devenir Antígona es una propuesta concreta para ello: en vez de anhelar escenarios a conquistar como varones, de desear edípicamente entrar al feminismo para imponernos y destruirlo, se trata, más bien, de un dejar de ser en el orden simbólico, en el lenguaje y en las enseñanzas violentas y dominantes, como línea de fuga primordial que abra el horizonte de sentido para un reencuentro afectivo con las mujeres: uno bajo una ética de la diferencia.
*Violar no es únicamente un fenómeno sexual, es también político, epistemológico, ontológico, ético, etc.
**Es necesario recalcar el carácter de esbozo, pues es evidente que habrá zonas grises aún no iluminadas y puntos tal vez no del todo esclarecidos.
***Fragmento de la entrevista titulada “El otro género de la naturaleza”, hecha por la revista “Sorciéres”, a Luce Irigaray durante la década de los 70´s.
*Nota de No es NoRmal:
Abrimos este espacio para escucharnos. Hace unas semanas, lanzamos una convocatoria de libre participación, temática y formato en redes sociales que tiene como propósito crear un espacio seguro y diverso en el que podamos compartir las reflexiones y los sentimientos que ha suscitado la pandemia y el confinamiento en el que nos encontramos.
Como colectiva feminista, reconocemos que son tiempos difíciles que han hecho visibles tipos de desigualdad, violencia y opresión que estaban presentes desde antes. Consideramos, por tanto, indispensable preguntarnos por nuestra labor comunitaria y por las formas de cuidado y acompañamiento que vienen con esta. Leer y ver los pensamientos y procesos de creación de otrxs nos puede recordar que no estamos solxs. Así, este espacio se plantea como una posibilidad tejer redes mediante la escucha y el cuidado colectivo.
Esperamos sus reflexiones.