En Colombia no se muerde la cuchara

En Colombia hay un pacto de silencio o ley mordaza que no sólo atenta contra la libertad de expresión sino contra los derechos laborales. En este reportaje hablamos con algunos de quienes no se han querido poner el bozal: Daniel Duque en la política, Zunga, la Perra Roja en el activismo regional y en la cultura el actor Julián Román.


Ilustradora: Ana Sophia Ocampo

“Este país se escandaliza porque uno dice Hijueputa en televisión, pero no se escandaliza cuando hay niños limpiando vidrios y pidiendo limosnas.
Eso si no… eso es folklore”.
Jaime Garzón

Murió por encargo, a manos de sicarios. 30 millones de pesos por cinco tiros en la cabeza con un revólver calibre 38. Y como con Garzón, en Colombia se ha eliminado e intimidado históricamente a quien alza la voz, enuncia, denuncia y cuyo micrófono “no debería”, para algunos, estar abierto. En el país del sagrado corazón en que se mata a testigos para que no hablen y se paga por testigos que lo hagan, se implanta casi una ley mordaza donde son delitos libertades como la información, la manifestación y la expresión. Entre más se defiende la libertad de ejercerla, más la atacan, sobre todo si con ella el patrón se siente incómodo. 

Se trata de no morder la cuchara. El adagio del que nos advirtió Juan Pablo Vieri, ex gerente de RTVC, cuando recién inaugurado este Gobierno y en el estreno de su cargo se lanzó en ristre contra el periodista Santiago Rivas, porque “él no sabe, digamos no tiene ni idea de lo que está diciendo, y se está burlando del Estado, se está burlando de la entidad que le da de comer y le paga un sueldo”. Y “mató” la producción. Luego se ensañó contra Diana Díaz, en ese entonces directora de Señal Colombia, contra quien la Fiscalía inició una acción judicial por lo que la Fundación para la Libertad de Prensa – FLIP la protegió ante ese acoso judicial y acción de censura. 

Ese cierto ‘pacto de silencio’ ha llegado a ser socialmente aceptado, tanto que millones de usuarios de redes sociales admiten públicamente que sus opiniones no representan a la empresa para la que trabajan. Hace muy poco, por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia rechazó la tutela de la escritora y docente Carolina Sanín en la que señalaba que la Universidad de los Andes, para la que antes trabajaba, la despidió sin justa causa.

Para el alto tribunal su despido respondió a reglas de la Universidad «que no comprometen directamente el ejercicio de la libertad de expresión, sino que obligan a asumir las consecuencias por su ejercicio». Y, como escribió la profesora Sandra Borda, “debe existir una mal entendida lealtad con el lugar de trabajo que termina convertida en mordaza y le impide al trabajador ejercer su libertad de pensamiento y su derecho a la crítica”. 

Pero no fue solo con la academia. En diciembre de 2019 la cantante Adriana Lucía sostuvo un contrato de palabra con el canal privado RCN para hacer parte de uno de sus programas en horario prime. Tras su liderazgo en las pasadas movilizaciones sociales, como en Un canto x Colombia, concierto que apoyó el Paro Nacional en una caravana con cientos de personas en protesta por la carrera Séptima, en Bogotá, el medio le dijo que “no”. “Que gracias”. Que no firmaría contrato y que RCN “no la iba a tener en su alineación”. A lo que Adriana Lucía replicó “espero que esto no sea censura”. 

Margarita Rosa de Francisco, otro botón para la muestra, recibió el mismo trofeo. Su columna para El Tiempo, Dilema ético, vino con respuesta adjunta de Luz Ángela Sarmiento, hija de Luis Carlos Sarmiento Angulo, propietario del diario, a quien le incomodaron sus palabras y lo manifestó abiertamente. En menos de ocho días, ella renunció a su espacio de opinión semanal. Al respecto se refirió la FLIP asegurando una cierta opacidad en las reglas del juego de los medios, que podrían llegar a configurar autocensura y censura. 

En este reportaje hablamos con algunos de quienes no se han querido poner el bozal en la política, en el activismo y en la cultura y han tenido repercusiones a nivel laboral por sus opiniones. Esto, muy a pesar de que entre los derechos de los trabajadores está expresamente escrito que no se nos puede discriminar por nuestra opinión.

«No contradigas»: Daniel Duque

El Concejal de Medellín Daniel Duque fue suspendido por el Partido Verde durante 60 días por hacerle oposición al alcalde Daniel Quintero. El vocero departamental del Partido, Pedro Nairo Vergara, fue quien lo denunció ante el consejo de ética. Y aunque Quintero interpuso a los días una acción de tutela que amparaba la participación de Duque, “en defensa de los derechos fundamentales a la participación y control político”, el Partido sostuvo la medida cautelar unos días más hasta levantarla y sancionar a Duque con una anotación pública.

Daniel Duque no se autoproclama de oposición, como lo define Quintero. Él confía en estar haciendo lo que su cargo promete. Asegura que su silenciamiento tendría que ver más con la denuncia de la “presunta contratación al clan parapolítico Suárez Mira, los señores de Colombia Avanza y el manejo de Buen Comienzo”, pues la suspensión ocurrió luego de ser insistente públicamente con tales asuntos. 

“Justo cuando hemos denunciado las irregularidades por el descalabramiento del gobierno corporativo de EPM, justo cuando hemos evidenciado las irregularidades en la plataforma Medellín Me Cuida, el Partido Verde me calla y silencia la voz de miles de personas”, dijo Duque públicamente.

La historia fue así. Daniel Duque recibió una noche un correo escrito por el Partido Verde y lo compartió con su equipo de trabajo. —Miren lo que me acaba de llegar—, les dijo. —Esto me parece arbitrario, ¿ustedes qué opinan?—. A los días salió a la opinión pública y el Concejal asegura que hizo tanto ruido que incluso militantes del Partido se manifestaron explicando que dejarían de ser adeptos. “Incluso alzó la voz gente de los Verdes como Angélica Lozano, Iván Marulanda, Juanita Goebertus, Catalina Ortiz, Antonio Sanguino preguntándose esto qué carajos había sido”. 

Él, por supuesto, contestó que no se merecía ninguna sanción. “Y pedí que me la levantaran porque por muy insignificante que parezca, es una sanción sin justa razón. No se entiende por qué lo hacen”. Él mismo habló con senadoras del Partido y les dijo que quería dejar un precedente con el episodio. “Cómo van a callar a un guevón [sic] que está haciendo las cosas bien. Por supuesto que me sentí censurado a cambio de unos puestos que tiene la Administración Municipal en mi Partido que están indispuestos porque mi críticas los están haciendo ver como un culo [sic] en Medellín”, afirma Duque.

El funcionario, quien también tiene una larga trayectoria en activismo, asegura que lo que denuncia es lo que hay que denunciar, pero con ello no presume que todo cuanto expone significa necesariamente  estar del lado correcto. 

“No me interesa actuar como un caudillista y pensar que represento la verdad”, aclara. “Colombia es un país donde tan solo ser líder social es una cosa muy difícil. Mi cargo público me ha permitido tener un nivel de relevancia importante y por ello, tras estudiar mi riesgo, andar en una camioneta blindada del Concejo y tener apoyo de la Unidad de Protección. Entonces, en medio de todo esto, soy un gran afortunado que puede sentirse con un nivel de vulnerabilidad y, al mismo tiempo, con mecanismos de protección. Pero todos quienes alzan la voz y que no están con el mismo respaldo, ¿qué garantía tienen distinta a la persecución y a veces hasta la muerte?”. 

Duque reitera que en este país ser crítico, vehemente en las denuncias, puede significar que lo maten. Dice que este tema lo hace pensar en Leonard Rentería, el líder social que ha denunciado la situación actual en Buenaventura, y por ejemplo en la entrevista que le hizo Paola Ochoa en Blu Radio, y se pregunta ¿cuántos entienden que a quien escuchan vive en un lugar donde hay casas de pique y que, sin embargo, se atreve a alzar la voz? “Este país tan desigual es además muy desigual para quienes tienen la valentía de expresarse”. 

El Concejal cree que casos como el suyo se configuran con una visibilidad que en últimas es un manto de protección superior, pero sabe que para muchos el escenario es distinto. Casos como el suyo, además, muestran que los censores son los empleadores, lo que quiere decir que se puede reconocer quién pone la mordaza y lo más terrible es cómo la sujeta sin vergüenza alguna. Pero en otros casos, los que no son Bogocéntricos, las intimidaciones provienen desde panfletos anónimos hasta instituciones públicas. “¿Y a cuántos matan?, a cientos”, dice Duque.

¿Cómo revertirlo? El funcionario piensa que en este país se debería abrazar la crítica. Cree que nos enseñaron a no contradecir. “La gente no soporta que uno diga que se es de centro, pero yo lo entiendo como la posibilidad de cambiar, de reconsiderar, de pensar que las cosas que uno cree de pronto no son la verdad absoluta”, dice. “Una persona de centro es eso, aceptar que se puede equivocar y que puede andar dispuesto a estar equivocado y a contradecir, porque no necesariamente todos tenemos la razón, y nos enseñaron que eso está mal: no le podemos llevar la contraria a otro, no podemos pensar otra cosa. Y ese es el reto para construir una sociedad del conocimiento: donde esté en el centro la duda”. 

Contradecir, para él, no nos puede costar la vida. “La ciencia es aprender del ensayo y del error y de ahí parte la evidencia. Un principio puede contradecirse porque se demostró otra cosa. Una vez con Claudia López compartiendo en otro escenario diferente al político me dijo: una de las muy pocas cosas que le dejó el conflicto armado a Colombia fue violentólogos. Hay muchísimos que se han puesto a estudiar por qué una sociedad se mata. Y eso sirvió porque dedujeron que hemos estado siempre en guerra porque no hemos podido construir un relato común. Eso significa que nunca hemos podido ejercer de verdad un diálogo social”.

«No abras tu micrófono»: Aurora, Zunga la Perra Roja

Foto: Diana Rey Melo

“Yo hacía lo que me ordenaban”, se refiere Aurora, Zunga la Perra Roja, a un trabajo como funcionaria pública en el que no tenía suficiente autonomía. “No podía manifestar mi posición política e ideológica porque era contraria al gobierno del Partido Conservador”, explica. “Si queremos comer y tener estabilidad laboral nos toca quedarnos callados y eso es una censura que realizan algunas instituciones aprovechándose de la vulnerabilidad de las contrataciones laborales”, dice

Zunga, la Perra Roja, se ha convertido en una de las voceras más potentes de la comunidad trans. Su trabajo comunitario de base ha sido principalmente en Caquetá, de donde es. Se convirtió en un ícono por su irreverencia, pero también en una destacada activista que terminó Licenciatura en Ciencias Sociales en la Universidad de la Amazonía después de un trabajo arduo de pedagogía con las comunidades LGBTIQ+ en el suroriente del país. Se convirtió en miembro de la Mesa Amplia Nacional Estudiantil y parte de su lucha ha consistido en la petición de presupuesto para educación en su región. 

Cree que ser una mujer transgénero hizo que el tipo de violencias que recibió por parte de empleadores en el sector público, controlando su discurso, se vea aún más acentuada. Según ella, porque se asume que las personas trans tienen que estar siempre “sometidas”, “calladitas porque así se ven más bonitas” y eso se traduce en una triple revictimización, en sus palabras, más si se manifiesta una posición política. Asegura que el hecho de hablar de estas violencias patriarcales con tanto ímpetu la ha puesto en riesgo a ella misma en diferentes cargos.

“Limitar los derechos políticos de las personas y la libertad de expresión es grave para cualquier democracia y para cualquier institución u organización porque a una la contratan para hacer lo mejor, y eso es hacer las cosas bien, y para hacer las cosas se tiene que pasar por un ejercicio de crítica y autocrítica”, dice Zunga para quien los liderazgos siempre serán incómodos. 

La razón, en sus palabras, es precisamente porque muchos de esos liderazgos representan una voz de protesta muy marcada y tienen una legitimidad social que incomoda a las instituciones. En su caso, cree que sus jefes supusieron que ella debía estar callada, sometida, porque el ejercicio de activismo tiene que pausarse y hacer caso a la voluntad de quienes emplean. Zunga considera que hay casos en Bogotá que tienen una mayor atención porque son centralizados, pero un caso territorial como el suyo de censura o el de tantos que pueden ser intimidados tienen menos espacio para ser visibles. 

“Es muy riesgoso hablar siempre de quien nos emplea porque el nivel de proximidad es alto: yo convivo, por ejemplo, con quienes no me atrevo a denunciar”, dice Zunga. No sabe cómo revertirlo porque cree que los medios masivos tienen una gran responsabilidad en la reproducción de los fenómenos de violencia y contribuyen con la censura o con la falta de amplificación de intimidaciones. “Y esa violencia sistemática, simbólica, en contra de la diferencia y su lectura doble moral sobre temas que le hacen daño al país”.

Todo esto, para la activista, posibilita que los conflictos asociados a las problemáticas sociales se vean disminuidos y eso no ayuda para que los círculos de miseria, pobreza y exclusión dejen de repetirse una y otra vez. “La gente con privilegios es la que sigue teniendo micrófono abierto en este país, Vicky Dávila, por ejemplo. La gente que representa el sector del uribismo, los políticos tradicionales. Y esa ha sido una constante lucha del poder de la palabra”. Para Zunga, expresarse y salir en un medio tradicional para manifestarse está restringido o reservado para un sector social.

 “Ni siquiera los activistas ni los liderazgos tenemos la oportunidad de expresarnos porque como no son temáticas que mueven las fibras del sensacionalismo ni del morbo social que mueven al país, no tienen cabida. Los líderes sociales son coyunturales para que el Gobierno se pronuncie oficialmente sobre las cifras, pero hemos sido invisibilizados por una conveniencia política de este Gobierno y las instituciones que nos emplean”. 

«No opines»: Julián Román 

Edgardo y Julián Román.jpeg

“Mucha gente cree que esto es algo de farándula”, dice el actor Julián Román para introducir su caso de censura. Pero no hay quien no viva de su oficio. Él iba a ser la imagen de una marca de motocicletas que lo buscó, con la que empezaron conversaciones contractuales y, de repente, llegó la rareza. “Mis posiciones las sostengo hace muchos años, no fue que en quince días me dio por tuitear acerca de lo que ha pasado los últimos 30 años en Colombia”, anticipa. Después de meses, el actor le escribió a la persona con la que estaba negociando que qué onda, en sus palabras, pues debía viajar a México a grabar otro proyecto. Esa persona le dijo que a alguien dentro de la empresa le parecía que el actor era más bien “subversivo” o medio “guerrillero”.

—Y aparte intentó minimizarlo. «¡Cámbialo y verás que podemos solucionar esto!»—, le dijo la persona que lo contrataría.

Los primeros meses guardó silencio, pero después dejó de normalizarlo. “Eso es lo que pasa en las empresas donde a muchos les revisan las redes sociales para ver qué están diciendo o no”, comenta. Y aunque hay quienes están en la sintonía de que los empleadores pueden objetar sobre la libertad de expresión de sus empleados, con lo que hasta Román podría estar de acuerdo, cree que nadie puede llamarte subversivo en un país como Colombia. “Eso es poner una marca en el pecho para que te den un tiro”.  

Román creció con un abuelo militar y un tío militar pero con un papá actor, Edgardo Román. Y vio cómo este último, en el frente de la actuación, fue también tratado como “guerrillero” por el simple hecho de expresar e indagar.

“Hoy me molesta muchísimo esa conducta porque eso hace que cada día Colombia sea un país más inviable y lleno de miedo”, dice a Cerosetenta. En este momento hace parte de la Asociación Colombiana de Actores – ACA, el tercer intento de sindicato de este gremio en el país luego de que los dos primeros fueran acabados por ponerlos en listas negras que Román ha visto con sus propios ojos. “Cuando era pequeño un productor me mostró la lista de actores prohibidos para contratar en Colombia”. Actores que en esa época pedían almuerzos decentes, horarios decentes, un pago justo, como él lo ha hecho.

“Ahora no pueden ser tan solapados. Tenemos que romper el miedo de decir a mí me está pasando esto”. Román, por ejemplo, tenía mucho miedo hace seis años cuando la ACA se conformó porque los anteriores sindicatos, vetados y saqueados, lograron silenciarlos fácilmente. Pero cree que quizá ahora por el nivel de exposición que otorga la tecnología, incluso los canales de comunicación han sido distintos frente al respaldo que le otorgan al gremio para organizarse como industria.

“Yo no podría decir, por ejemplo, que Caracol o RCN me hayan vetado alguna vez. Aunque no trabajo directamente con ellos hace muchos años, trabajé para FOX o Sony y las producciones se vendieron a uno u otro canal privado nacional”. 

Pero con el contrato de las motos pasó, como dice él, del amor a la rabia. Precisamente porque parte del trabajo que ha hecho, como con la Gobernación de Nariño, fue trabajar con líderes sociales amenazados por hacer lo que hacen y en el mismo colectivo Un canto x Colombia, donde varios artistas con diferentes formas de expresión tienen como causa visibilizar que en Colombia “nos vale cinco la muerte de la gente”. Y decirlo tan solo en redes atrae a muchísimos enemigos, asegura. 

“Mi teoría es que llevamos más de 70 años viviendo en una falsa democracia. Aquí nos han robado las elecciones. La gente no entiende la historia del país y cree que la guerrilla es una gente que le dio por irse al monte porque sí. Ignoran que venimos de una violencia bipartidista en donde nos sacaban la lengua con machete”, explica Román, quien además considera que “la Narcosociedad” ha empeorado el panorama de censura. “Pasa eso: cuando tú no piensas como yo, mejor te elimino. A Jaime Garzón lo mataron por eso, porque les molestó a unos narcoparamilitares”. 

Esa es la forma en la que nos hemos relacionado en Colombia y aunque para unos carece de peso, para otros es una de las grandes causas del miedo que impera. Román dice que entiende a colegas que no quieran participar en fenómenos nacionales. “Colegas a los que ni siquiera la muerte de Dilan Cruz les dio para un comentario público, ni la agresión sexual con las niñas embera o la muerte de los líderes y lo quiero entender como parte del miedo en con el que nos han agobiado”, dice el actor.

Habla a propósito de Adriana Lucía, “lo que le han hecho no tiene nombre. Ha recibido amenazas terribles”. Dice que escuchar que están buscando la forma de acabar las reuniones de Un canto x Colombia, por ejemplo, responde al éxito de convocatoria que tienen y lo entiende, pero no justifica que se quieran llevar a todo el mundo por delante, como expresa. Román cree que ser un artista pasa justamente por asumir la responsabilidad social y política de un individuo. 

El miedo es una constante. Y ese miedo ha sido tan institucionalizado que la gente se “muere del susto” con cualquier tipo de enunciación por lo que pueda pasar. Román asegura que muchos de los actores en esta época de pandemia han vivido de sus redes, “entonces imagínate que te veten en este momento por hacer un comentario que al dueño no le interesa. Y si el empresario no quiere, perfecto, pero por ahí no va la vuelta”. 

Además, la doble moral es grande. Cuando Román grababa Los tres caínes, sobre la vida de los hermanos Castaño, le tenían prohibido que la cocaína, el licor o los cigarrillos de las escenas salieran en el plano. Las fiestas simulaban lo propio de las conocidas reuniones traquetas, como dice, pero nadie bebía, ni fumaba ni metía. “Pero sí podíamos descuartizar, golpear a las mujeres, en fin. Entonces mi pregunta es: ¿a qué estamos jugando en Colombia? ¿Qué se puede mostrar o decir y qué no?”.

Incomodar, en cualquier caso, hace parte del trabajo del artista. Él mismo dice: ¿qué pasaría si montamos una obra de teatro de abuso o violencia infantil? A quien le incomode, puede tomar consciencia de que eso existe. Y esa es la función, no solo entretener. “Es muy chistoso que a mí me caigan porque doy una opinión de política, pero a otras personas que por ejemplo muestran su operación en vivo, dos millones de likes, y no pasa nada. ¿A qué estamos jugando como sociedad? ¿Qué nos importa?”.

Para él, revertir esta situación no es fácil. Cree que es posible reeducar a la gente para entender los roles de la ciudadanía y también que la generación que se expresa ahora no es tan temerosa como la suya, y la anterior a la suya, y la clase política sabe que tiene menos dominio sobre esa masa. Cree que, por eso en parte, ha sido tan fuerte el ataque a quienes se manifiestan sobre coyunturas. 

Es cierto que en Colombia está acaparado el atril de la libertad de expresión, y también es cierto que históricamente recae el rótulo de “incómodo” a quien no se traga el sapo o a quien juzgan de serlo.  

El actor sabe que están alzando la voz personas a las que no les interesa un cargo político a mostrar todo lo que a clases dominantes no les interesa que se muestre. “Siempre tuve problemas antes del sindicato con mis posiciones acerca de cómo debería ser el trato que nos daban a los actores. ¡Ay pero cómo jode!, me decían, y yo estaba hablando de derechos laborales. Y hoy leí de alguien, que lo comparto, que hay que tener mucho cuidado con entender de quién se adquiere la información y quién paga la tinta de ese periódico”. 

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