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El teatrero filósofo

La historia de Julián Campos, profesor de escritura académica en el Departamento de Literatura, es la primera en esta serie de perfiles de los profesores de cátedra de la Universidad.

por

Santiago Parga Linares


30.10.2017

Julián Campos

Julián Campos está sentado en su oficina. Es lunes, su turno en el espacio que el Departamento de Literatura ha designado para los profesores de cátedra. Cada uno tiene asignada una franja de dos horas a la semana en el Ñb 103, un lugar pequeño, casi íntimo, con todos los pertrechos de la oficina de un profesor de planta excepto aquellas cosas que hacen que sea propia: los libros, los afiches, las fotos familiares; es, después de todo, una oficina compartida. Pero durante esas dos horas al menos, es completamente propia.

Julián me recibe como si recibiera a un estudiante: está sentado frente al computador y me ofrece la silla del otro lado del escritorio, la que no tiene ruedas. Cierra un cuaderno, suelta un esfero (rojo, claro), y, como para asegurarme de que tengo su total atención, apaga el monitor y me mira.

Julián Campos tiene la voz grave, como la de un barítono. No le sale de la boca o la garganta, como a mí, sino de algún lugar en el fondo del pecho. Ante cada pregunta, hace una larga pausa antes de responder, casi tan larga que corre el riesgo de volverse incómoda. Escoge cada palabra con cuidado, como revisando un diccionario interno. Solo vuelve a hablar cuando tiene la más precisa.

Julián es profesor de Escritura Académica para Posgrados, un curso diseñado para acompañar a estudiantes de maestrías, doctorados y especializaciones en la escritura de artículos y proyectos de grado. También trabaja en la Maestría en Derecho Público para la Gestión Administrativa, donde ayuda a abogados en asuntos de escritura y, a veces, oralidad.

Llegó a la enseñanza, como tantos otros, después de muchas vueltas y sin tener perfectamente claro que era esto lo que iba a terminar haciendo para ganarse la vida. «La cosa de ser docente a mí me viene más bien por una necesidad, una necesidad vital”, confiesa. “Yo ya estoy en quinto semestre de la universidad y hay en mi familia una situación económica grave. Entonces mi papá me dice que necesita que yo empiece a ayudarle con ciertos gastos”. Pausa larga: Julián revisa la historia en su cabeza antes de continuar. Se nota que viene algo bueno y, después de darle vueltas, continua, una de las pocas veces que se permite una muletilla: «Lo único que se me ocurre, pues, ¿yo qué puedo hacer?” Otra pausa: «Soy filósofo. Básicamente no sé hacer un carajo”. Pero a Julián, con título de filósofo de la Nacional, maestría en literatura de los Andes y, como si fuera poco, experiencia dirigiendo grupos de teatro (de ahí la voz, que llega hasta las butacas de atrás), la enseñanza le cayó como anillo a un dedo que no sabía que tenía.

Yo asumo que cada clase es un ejercicio performático. Uno se disfraza de profesor, se burla constantemente de uno mismo, no para ridiculizar sino para generar empatía emocional del orador con su público

Ya en su natal Facatativa había dirigido grupos de teatro, hizo parte de un grupo en la Nacional y desde niño sabía que le gustaban las artes escénicas («Alguna vez en primaria terminé bailando una canción de Michael Jackson, me inventé yo mismo el performance y todo”). Lo que no sabía era cómo ese amor por el escenario iba a terminar informando su labor como profesor. Afortunadamente ha tenido tiempo para pensar al respecto. «Yo asumo que cada clase es un ejercicio performático”, dice. “Uno se disfraza de profesor. Se burla constantemente de uno mismo, no para ridiculizar sino para generar una cosa que, en palabras de Aristóteles se llama empatía emocional del orador con su público”. La técnica vocal, la habilidad para asumir un papel y la disposición para ponerse a la merced absoluta de un público porque para conectarse con ellos intelectualmente tiene que primer ganarse su confianza, son todas cosas que Julián aprendió del teatro.

Hablando de las dificultades ineludibles que trae consigo el trabajo, contingente e inestable, de un profesor de cátedra, Julián es, como siempre, cuidadoso. » Primero, la estabilidad laboral es muy complicada. Yo he corrido con muchísima suerte aquí en la Universidad de los Andes y es que desde que entré no he tenido interrupciones en mis contratos. Pero es una posición bastante insegura. Nosotros trabajamos ocho meses para vivir doce. Es decir que a uno le toca hacer maromas para conseguir niveles de vida dignos”, dice.  «Dignos, nunca lujosos”.

A pesar de las dificultades y ocasionales zozobras de su labor, lo que le sigue gustando más es el momento de clase. Es de esperarse. Para un hombre de teatro, la mejor parte de su trabajo ocurre frente al público. Para terminar, Julián se acerca y confiesa que antes de la entrevista estuvo pensando en lo que iba a decir y cómo: organizó la historia, consideró la idea principal que iba a transmitir, pensó cuáles referencias y datos iba a usar y le dio forma al relato que me iba a contar. Ya con la grabadora en frente, esta entrevista es, como todo lo que hace Julián en la universidad, mitad performance teatral, mitad texto argumentativo. Es, después de todo, teatrero, filósofo y profesor. ¿Qué otra cosa sabe hacer?

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