En esos días extraños cada uno de nosotros tiene algo de Médico de la Peste: emblemas del miedo que llega a las entrañas del tejido social y a la vez síntomas del malestar social que nos habita. Y sin embargo en esas prácticas de sí, redescubrimos el cuidado antiguo hacia nosotros mismos y hacia los demás. Una renovada solidaridad brota al reconocernos inermes frente a la enfermedad.
por
Paolo Vignolo y Juan Felipe Urueña
Director del Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia y Estudiante de Doctorado del Departamento de Historia, Universidad [...]
23.05.2020
La pandemia de Coronavirus irrumpe en Italia a la vigilia de carnaval. Entre las medidas iniciales que el gobierno dispone para contener el contagio hay la prohibición de celebrar eventos masivos. El carnaval de Venecia, que nunca había parado, ni siquiera durante la peste negra de 1348, se suspende. El último desfile nocturno es una procesión de Médicos de la Peste: un gesto de exorcismo festivo en contra de la plaga que acecha la vida de la ciudad. (Fig. 1). Vale la pena interrogarnos sobre el origen de esos personajes fantasmagóricos que desde siglos nos acompañan en estado latente y que ahora se asoman a nuestras vidas para hacer frente a un peligro que nos desconcierta.
La figura del Médico de la Peste surgió en el siglo XVII, como dispositivo médico para hacer frente a las epidemias que azotaban a Europa. La primera versión de este atuendo fue inventada por Charles de l’Orme en 1619, médico personal de Luis XIII y más tarde de Luis XIV. En los años sucesivos este traje se extendió con éxito desde Paris hasta otros lugares. Una descripción detallada de estos médicos se la debemos al doctor Alvise Zen en una carta a su amigo Monsieur D´Adreville. Su relato de la entrada de la plaga en Venecia en 1630 bien podría ser una crónica periodística de estos días:
La República tomó inmediatamente una serie de medidas para detener la epidemia: se nombraron encargados de inspeccionar la limpieza de las casas, se prohibió la venta de alimentos peligrosos, se cerraron lugares públicos, incluso las iglesias. Solo podíamos circular libremente los médicos.
Entre los médicos que pueden circular está el mismo Zen que, renglón seguido, detalla sus atuendos:
Nosotros vestíamos un largo hábito cerrado, guantes, botas, y nos tapábamos la cara con una máscara de nariz larga y ganchuda y gafas que nos conferían un aspecto aterrador. Alzábamos las ropas de los enfermos con un bastón largo y operábamos los bubones con bisturíes largos como pértigas.
Hoy que el terror atávico del contagio vuelve a rondar por nuestras ciudades y por nuestras mentes, la descripción de los paramentos del Médico de la Peste no puede no evocarnos los trajes que ya son parte de nuestro paisaje cotidiano: tapabocas, gorros, guantes, gafas, puntudos instrumentos de desinfección. Por las calles y los campiellos de Venecia vaciados de turistas y residentes se entrecruzan extrañas figuras del pasado y del presente: los Médicos de la Peste y el personal sanitario.
Quizás la pretensión de enfrentar la peste con un pico de tucán relleno de romero, timo y esponjas empreñadas de vinagre nos pueda generar sonrisas irónicas: rezago de supersticiones asociadas a una teoría médica de los humores hace tiempo olvidada. Empero ya se nos va instalando la sospecha que nuestra lucha frente a un mal invisible a punta de lavados de manos y tapabocas sea tan precario como estas antiguas prácticas profilácticas (Fig. 3). Las hierbas frente a la peste bubónica, el gel desinfectante frente al Coronavirus: nuestros conocimientos se revelan insuficientes, como los del siglo XVII. Y viceversa: nos invitan a recordar que los Plague Doctors de aquel tiempo eran agentes de una modernidad en gestación.
Una máscara del desorden y de la disciplina
La imagen icónica del Médico de la Peste, entre las pocas que aún se conservan, es un grabado alemán de 1656 titulado “El doctor Pico de Roma” (Fig. 4). Destinado a circular en miles de reproducciones hasta nuestros días, está acompañado por unos versos satíricos. A pocos años de su invención el Médico de la Peste ya se ha transformado en una máscara de la Commedia dell’Arte. Acompaña a Arlequín, Pulchinela, Colombina y Pantaleón en la puesta en escena grotesca de una sociedad que se hace mofa del espectro de la Muerte Negra, para no olvidarla.
Es el teatro callejero y no la práctica médica que le garantiza su sobrevivencia hasta nuestros días. El Médico de la Peste pasa del lazareto al teatro, de las calles evacuadas por el flagelo a las plazas atiborradas de gente en los días de fiesta (Fig. 5). Su aspecto grotesco es ridículo y a la vez abominable, por su relación íntima con la enfermedad y los cuerpos descompuestos. La frontera entre el ungido del Señor y el untore que propaga el morbo es porosa. Su característica silueta picuda se asoma de repente en la vida cotidiana, trastocándola. Como el carnaval. Como el contagio.
Chistes, mofas y caricaturas aprovechan del potencial satírico del Médico de la Peste en un vertiginoso juego de supervivencias, desplazamientos, condensaciones que cruza los siglos. En ocasiones el pico relleno de hierbas se vuelve cigarrillo instalado en el tapabocas, en la esperanza que el humo del tabaco logre aliviar las dolencias de la gripe española, o por lo menos que permita “protegerse del contagio sin renunciar a todos los placeres”.
En los memes que circulan en las redes sociales como en las caricaturas decimonónicas circulan reminiscencias de su estrafalario ropaje entre quienes salen de compras en tiempos de pandemia (Figs. 8, 9 y 10).
La carnavalización de la vida cotidiana como exorcismo a la muerte, también de eso nos habla el Médico de la Peste. Y sin embargo Foucault nos pone en guardia de una lectura facilista de la relación entre carnaval y contagio:
Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes suspendidas, los interdictos levantados, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos mezclándose sin respeto, los individuos que se desenmascaran, que abandonan su identidad estatutaria y la figura bajo la cual se los reconocía, dejando aparecer una verdad totalmente distinta.
El poder del Médico de la Peste reside más bien en su carácter paradójico. Aunque evoca el jolgorio de los cuerpos que se apiñan en la fiesta comunitaria, su silueta inspira pavor al prójimo, su barita obliga al distanciamiento social. Un metro de distancia entre una persona y la otra, como en las normas recién emanadas por la Organización Mundial de la Salud. Continúa Foucault:
Pero ha habido también un sueño político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta colectiva, sino las particiones estrictas; no las leyes trasgredidas, sino la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento capilar del poder; no las máscaras que se ponen y se quitan, sino la asignación a cada cual de su «verdadero» nombre, de su «verdadero» lugar, de su «verdadero» cuerpo y de la «verdadera» enfermedad. La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina.
"Las hierbas frente a la peste bubónica, el gel desinfectante frente al Coronavirus: nuestros conocimientos se revelan insuficientes, como los del siglo XVII".
Comunidad de pueblo vs. inmunidad de rebaño
Vale la pena insistir en esta aporía de una máscara del desorden y de la disciplina. Como nos enseña Roberto Esposito los mecanismos de fortalecimiento de la pertenencia al grupo funcionan también como expulsión simbólica del otro, de lo extraño, de lo extranjero. Toda communitas genera al mismo tiempo una forma de inmunitas. El contrario también aplica: el Médico de la Peste juega el doble papel de inmunizar a los cuerpos individuales de un virus ajeno y a la vez re compactar la comunidad, es decir el cuerpo social, a través de la fiesta y de la risa. Ayer como hoy los “plague doctors” evocan comunidad e invocan inmunidad.
Miremos esta otra imagen (Fig. 10). En una fotografía tomada durante el desembarco de personas que escapan de las guerras, de las enfermedades y del hambre. En noviembre del 2016 hombres, mujeres y niños fueron recluidos, “en cuarentena”, a bordo de la nave Diciotti de la marina militar italiana. El gobierno, en el enésimo pulso con las autoridades europeas sobre la redistribución de refugiados, se negaba a recibirlos, a pesar de las abiertas violaciones de los derechos humanos y del mismo derecho del mar. Los médicos y enfermeros operan en esta imagen como cordón sanitario, para garantizar la inmunidad de los ciudadanos de bien frente a los apestados del planeta.
Y sin embargo hoy en día, cuando todos somos apestados en potencia, esos mismos médicos y enfermeros se vuelven el emblema de una comunidad planetaria obligada a identificarse con las sombras de los réprobos. Los refugiados de la nave Diciotti se sobreponen a los turistas de los cruceros que ningún puerto se atreve a recibir. Se refuerzan las fronteras entre quien está adentro y quien está afuera, como nos recuerdan las fotos de los venezolanos que se amontonan a la frontera con Colombia con el rostro cubierto por tapabocas y los documentos a la mano (Fig. 11) o del practicante musulmán que se cubre la cara mientras trabajadores municipales rocían desinfectante dentro al santuario de Shah-e-Hamadan en el Kashmir indiano (Fig. 12).
El lenguaje militarista domina cuando se trata de aclamar a los médicos y profesionales de la salud como los héroes de la “guerra” contra el Covid 19. La gente los aplaude desde los balcones, se multiplican las colectas para apoyarlos, en la primera página del principal diario italiano se llega proponer de sustituir la bandera tricolor con una bata blanca. En un derroche de metáforas bélicas -el virus enemigo, la grande Guerra, Pearl Harbor, el Plano Marshall…), ellos son la vanguardia o la primera línea en las trincheras contra el enemigo invisible. J. T Mitchell en Cloning Terror se había referido a la metáfora que permite caracterizar al terrorismo como un virus. Pareciera que las intervenciones de muchos líderes políticos mundiales permitieran invertir la metáfora y hablar del “virus como un terrorista”. La complementariedad entre el militar y el médico resulta reveladora de una crisis que abre a escenarios inéditos.
Dos visiones antagónicas se contraponen en el sucederse de las normas de salud pública, los dispositivos de control, los titubeos de las autoridades. Por un lado una gran mayoría de la población invoca la necesidad de parar el virus, cueste lo que cueste: encierro voluntario o forzoso, distanciamiento social, ejército en la calle. Hay que anteponer la salud de las personas a cualquier otro criterio: hay que salvar vidas humanas, aunque al precio de suspender la cotidianidad y prolongar indefinidamente la cuarentena.
Y sin embargo, a medida que el encierro exacerba los ánimos y los litigios en familia, los médicos se enferman y los ancianos mueren en sus casas sin funeral, otras voces empiezan a oírse. Imposible parar el virus, dejemos que el contagio haga su curso; hay que curar los enfermos, pero sobre todo cuidar al sistema. No se puede frenar la economía, el mundo no puede pararse: toca bajar la curva del contagio, claro que sí, pero con un ojo a los índices de las bolsas valores.
Los que consideran la crisis económica potencialmente más letal del coronavirus apelan a una racionalidad instrumental, la misma que ha gobernado el capitalismo desde sus orígenes. Aguantarán los más fuertes, sobrevivirán los más aptos: el regreso del darwinismo social. Estamos a un paso de las teorías eugenésicas, ya que los más golpeados son los ancianos, categoría improductiva que además pesa sobre las cajas del estado con su carga pensional.
A medida que crece la frustración por una cuarentena que amenaza volverse una interminable cuaresma sin Pascua de Resurrección, el debate público se polariza así entre la defensa de la communitas del pueblo bajo amenaza y la inmunitas del rebaño atemorizado. Quizás los oxímoros que se celan detrás de la máscara del Médico de la Peste nos ayuden a salir de la claustrofobia de esta lógica binaria.
La ciudad desierta
La imagen paradójica del Médico de la Peste está inextricablemente ligada a otra imagen, no menos paradójica: la ciudad desierta. Por antonomasia lugar de congregación de los cuerpos, la ciudad en tiempos de pestilencia se vuelve el espacio del encierro y de la distancia social. Es una imagen con la cual nos estamos acostumbrando a convivir. El paisaje urbano despojado de su vida callejera tiene un ilustre precursor iconográfico: el frontispicio del Leviatán de Thomas Hobbes, realizado solo 5 años antes del grabado del “Doctor Pico de Roma”. (Fig. 14) “El frontispicio del Leviatán –nos recuerda Bredekamp– no es un simple acompañamiento de la obra, sino un componente esencial de la misma. (…) Constituye una de las más profundas representaciones visuales de teoría política jamás producidas”.
“¿Por qué la ciudad está deshabitada?” se pregunta Giorgio Agamben en su estudio sobre ese verdadero icono de la filosofía política. Por mucho tiempo la respuesta parecía obvia: sus habitantes son los que aparecen representados en la figura misma del Leviatán. El cuerpo social -la multitud despavorida por un estado de natura dominado por la violencia – confluye en el cuerpo del soberano en busca de protección. Sin embargo, un detalle pictórico del grabado abre la posibilidad de otras lecturas. Ya Bredekamp había notado en passant que en la ciudad, junto con los soldados que patrullan las calles vacías, también aparecen dos personajes curiosos que, gracias a su perfil de pico largo, podemos identificar como Médicos de la Peste (Fig. 15).
Francesca Falk, que al tema dedica un artículo, demuestra que Hobbes en su exilio parisino había podido conocer de primera mano las máscaras características de los doctores encargados de hacer frente a las epidemias. La ciudad entonces no está deshabitada. Sus habitantes no se han ido a componer el cuerpo del Leviatán, sino que están encerrados en sus casas por miedo al contagio. Escribe Agamben:
“La multitud irrepresentable, semejante a la masa de los apestados, puede ser representada sólo a través de los guardias que vigilan su obediencia y por los médicos que la cuidan. Ella permanece en la ciudad, pero sólo como el objeto de los deberes y de los cuidados de aquellos que ejercen la soberanía”.
Tucídides, a quien Hobbes tradujo en 1629, ya había mostrado que la guerra civil y la plaga son fenómenos extremos que permiten evidenciar las condiciones y límites de la polis. En este sentido, el Médico de la Peste y el soldado se complementan de manera especular, pues son los garantes del pacto que el estado-Leviatán ha contraído con sus súbditos:
“ambos arriesgan sus vidas en su compromiso, escribe Falk, pero ambos señalan la fragilidad del Estado, marcan los límites del Leviatán. Si no se puede garantizar la protección de la vida, ya sea a través de guerras desencadenadas por el estado natural del bellum omnium contra omnes entre países, o por el estado de excepción de la epidemia, el Estado decae”.
Sin embargo, el aparato militar no coincide con el dispositivo médico, como nos quieren hacer creer las metáforas bélicas hoy de moda. El primero ejerce un poder coercitivo sobre los cuerpos, característico de un sistema disciplinario. El segundo introduce un control bio-político de los cuerpos. Las consideraciones de Falk y Agamben sobre la presencia de los Médicos de la Peste sugieren que una versión embrionaria de la bio-política de la gobernanza de las multitudes ya está presente en la teoría del estado hobbesiana, bien antes de lo planteado por Foucault.
Más inquietante aún: ese connubio entre estado autoritario y biopoder se proyectaría en el presente, como la nueva condición que va surgiendo de la crisis global generada por el Coronavirus. Son muchas las voces que denuncian como un nuevo Leviatán, en sus connotaciones más monstruosas, podría estar tomando cuerpo a partir del “estado de emergencia epidémico” del planeta en cuarentena.
"Aguantarán los más fuertes, sobrevivirán los más aptos: el regreso del darwinismo social. Estamos a un paso de las teorías eugenésicas, ya que los más golpeados son los ancianos".
En efecto, nadie más actual que Hobbes ahora que el miedo a la muerte por la epidemia, correlato biopolítico del miedo a la muerte violenta, está dando legitimidad a los gobiernos para decretar, bajo variadas fórmulas (conmoción interior, emergencia nacional, toque de queda…), el estado de excepción. El Leviatán se ha vuelto un referente obligado en los debates sobre el rol del Estado frente al dilema entre control capilar de las personas afectas de Covid 19 y limitación de las libertades individuales.
¿Tenemos entonces que resignarnos a la faceta sombría de un futuro hobbesiano en clave bio-política, como parece sugerir la ilustración de The Guardian (Fig. 16)? ¿No hay otra opción que no sea replegarnos en nuestro estado de reclusión domiciliaria, inquietante metáfora de lo que se viene- quizás para discernir sobre el inminente derrumbe del sistema capitalista? ¿Eso es lo que nos anuncia el regreso de los Médicos de la Peste?
Más allá de la Muerte que lleva Corona
El Coronavirus ronda por nuestro presente emanando sugestiones antiguas:
Soy la Muerte que llevo Corona
Soy la Señora de cada Persona
Así empieza el poema que acompaña el fresco de una danza macabra de 1539 pintado en la fachada de la iglesia San Vigilio de Pinzolo, en Italia septentrional. La Muerte Coronada también aparece en los “Escudos de Plagas”, paneles que en el siglo XVII se colgaban a los muros de las casas para alertar de la presencia de personas contagiadas. ¿Se trata solo de fantasmas de un pasado que regresa? ¿O son más bien pesadillas de las cuales la modernidad hace tiempo nos despertó? Hay que sospechar tanto de las fascinaciones de un eterno retorno de lo mismo (la lucha entre Eros y Tanatos, entre carnaval y cuaresma) como de las proyecciones de un tiempo linear, bien sea en nombre de un progreso tecno-científico (la bio-medicina nos salvará) o de profecías milenaristas (se va a acabar el planeta).
El Médico de la Peste quizás nos ayude a salirnos de esta dicotomía entre apocalípticos e integrados, en virtud precisamente de las paradojas que conlleva. En cuanto personaje-phármakon, es veneno que conlleva su antídoto, virus que contempla su vacuna. También es figura del no contacto en continuo contacto con la multitud, máscara terrorífica y carnavalesca: terrorífica porque carnavalesca. Finalmente es quien se expone al contagio y quien impone el encierro, agente inmunitario que opera en nombre de la comunidad.
Por eso el regreso de los Médicos de la Peste nos permite dar una nueva legibilidad a nuestro presente, para divisar condiciones de posibilidad inexploradas. Condiciones parciales, fragmentarias, que sin embargo nos conectan con un presente en devenir que no está dado. Porque, como decía Ernesto Sabato, lo probable nunca acontece, lo impensado siempre.
El pánico colectivo frente a la pandemia reactiva un pasado mítico que nos habita, reprimido, trastocando el tiempo progresivo de una cotidianidad que de repente parece trancada. Los destellos de este cortocircuito de temporalidades iluminan nuevos horizontes de lo posible. Como escribe Benjamin “imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación”. La imagen del médico de la peste irrumpe en el tiempo-ahora como un relámpago, se da a leer resonando en una constelación de relaciones y se presenta, en su paradójica configuración, como una ocasión propicia para pensar, en el aislamiento, nuevas formas de hacer posible el acontecimiento político por excelencia, aquel en el que los cuerpos se juntan y por medio de su acción intervienen la realidad para transformarla.
Surge entonces una inquietud: quizás en esos días extraños cada uno de nosotros tiene algo de Médico de la Peste. Cuando usamos las profilaxis caseras de guantes y tapabocas más o menos improvisadas para salir a hacer mercado o a botar la basura, a los ojos de los demás somos nosotros los Médicos de la Peste: emblemas del miedo que llega a las entrañas del tejido social y a la vez síntomas del malestar social que nos habita. Y sin embargo en esas prácticas de sí, redescubrimos el cuidado antiguo hacia nosotros mismos y hacia los demás:la importancia de las labores domesticas, la atención a quien es más frágil. Una renovada solidaridad brota al reconocernos inermes frente a la enfermedad.
Tal vez nos amparamos detrás de nuestras máscaras picaras y picudas, cuando nos reímos con un meme o con un video que se burla del contagio para exorcizar la Muerte que lleva Corona. O cuando soñamos de la gran fiesta del fin del contagio, en donde volveremos a entrecruzar nuestros cuerpos con los demás.
Y finalmente ahí estamos, médicos de nuestra propia peste, para recordarnos y recordar a los demás que la ciudad no está desierta, que las calles vacías esperan nuestro regreso. Aunque sabemos que las mediaciones virtuales no son suficientes para que acontezca la política, allí estamos para descubrir las posibilidades de contacto, complot y reunión que nos ofrecen; desde nuestra reclusión podemos prepararnos para salir a la vida como masa crítica de cuerpos, para que una multitud relegada en sus encierros vuelva a tomarse la polis como pueblo soberano.
Director del Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia y Estudiante de Doctorado del Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia
Paolo Vignolo y Juan Felipe Urueña
Director del Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia y Estudiante de Doctorado del Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia