El Putumayo sustituye la coca por Asaí

La palma de asaí, una especie nativa de las selvas tropicales de América del Sur, se ha convertido en la mejor alternativa en el Putumayo para reemplazar a la coca. Antiguos sembradores y raspachines, que se acogieron al Acuerdo de paz, creen hoy en otra promesa agroindustrial. Todavía, sin embargo, se preguntan por la real voluntad del Estado.


Ilustradora: Ana Sophia Ocampo Fotografías: Manuela Saldarriaga H.

Desde las nubes, el río Putumayo luce como una anaconda que se abre paso entre la selva amazónica. Sus aguas, que nacen en el Nudo de los Pastos, en Sibundoy, recorren 1.800 kilómetros que empapan la tierra donde por años se han sembrado miles de hectáreas de coca que luego procesan para hacer cocaína y exportarla al mundo. 

Al sur de ese departamento está el municipio de Puerto Asís, donde según sus habitantes Pablo Escobar construyó una pista de aterrizaje para transportar droga. Fue allí donde más recientemente se construyó la planta de Corpocampo, una organización creada en el 2003 y que es hoy la gran productora y comercializadora de las especies nativas de palmito y asaí, que ofrecen una alternativa real de ingresos a las familias que sustituyeron cultivos ilícitos de manera voluntaria. 

Nos reciben Brian Bolívar, coordinador de proyectos de Corpocampo y Andrés Caicedo, el ingeniero agrónomo, quienes, con emoción, enseñan en su vivero la plantación de esquejes de la palma de asaí, la baya antioxidante que fortalece el sistema inmune, mejora la digestión y ayuda a regular el peso. La misma que levantó la economía agrícola en Brasil y que se convirtió en su modelo. 

Explican que han involucrado en este proyecto a todas aquellas familias que venían agotadas de alternativas fallidas de sustitución de cultivos y de la aspersión con glifosato. Su gerente y fundador, Edgar Montenegro Amaya, vivió en carne propia la decepción: él mismo era un sembrador de coca, se acogió al Plan Colombia, en 1999, y esperaba recibir estímulos y garantías para trabajar la tierra a cambio de sustituir sus cultivos. Pero como pasa casi siempre, el Estado no ha cooperado como quisieran. 

Ese Plan, en sus primeros años, se focalizó en el Putumayo por tener el área de coca sembrada más grande del país para la época (58.297 hectáreas, el 36% de todo el territorio nacional, según la Dirección Nacional de Estupefacientes citado en este informe de la UNODC). El Plan implicó, entre otras, recibir ayuda económica y militar de Estados Unidos en entrenamiento y municiones a los recién creados batallones antinarcóticos, los mismos que, junto con la Policía, entraron en confrontación directa con el entonces Bloque Sur de las FARC-EP y también con los campesinos cocaleros, como Montenegro. Andrés Caicedo dice que la inversión social en carreteras, escuelas y puestos de salud contemplados en ese Plan no se vieron en el Putumayo, porque los recursos que debían ser destinados para ello y para procesos asociativos agrícolas y de ganadería, se fueron para la guerra. 

Fue por esto que, desde la implementación frustrada de ese Plan, Montenegro decidió no depender exclusivamente de la asistencia económica del Estado y abrir la puerta a la cooperación internacional y a organizaciones no gubernamentales que estimularan la prosperidad económica de su región a través de la economía lícita.

Con ese entusiasmo terminó recibiendo recursos del programa Partnerships for forests y del Fondo Multidonante para el Sostenimiento de la Paz de la ONU, y también del Fondo Colombia en Paz, creado en el marco del Acuerdo de Paz con la extinta guerrilla de las FARC. Así, ha podido dar empleo a más de 400 excombatientes. En 2018, de hecho, Montenegro recibió el Oslo Business for Peace Award que se otorga a compañías que ofrecen mejor calidad de vida a comunidades afectadas por conflictos armados. 

Su programa ha sido exitoso: vincula a más de 1.200 familias afro, campesinas e indígenas en la siembra de palmito y asaí en Puerto Asís (Putumayo), Buenaventura (Valle del Cauca), Tumaco (Nariño) y Guapi (Cauca). Pero mientras este proyecto crece, tanto Montenegro como los ex cocaleros que arrancaron sus matas a cambio de su proyecto productivo, no dejan de criticar la política de erradicación forzada que sigue imponiendo el Gobierno de Duque para sus tierras.

Según el informe del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos –PNIS– en 2019, fue mucha más coca la que se erradicó voluntariamente (35.132 hectáreas) que la que se erradicó a la fuerza (5.374 hectáreas) por la Fuerza Pública y que ya han sido verificadas por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). 

Esa erradicación asistida, por su parte, buscaba generar confianza entre la Fuerza Pública y las comunidades que estaban dispuestas, voluntariamente, a erradicar. Pero esa confianza no existe pese a que las cuentas que rinde el Ejército no son despreciables. Hace menos de un mes, en el Putumayo, Caquetá y el Amazonas, notificaron haber erradicado 4.500 hectáreas de cultivos ilícitos.

Para Karol Páez, investigadora del Centro de investigación y estudios sobre conflictos armados, violencia armada y desarrollo CERAC y miembro de la Secretaría técnica de verificación del Acuerdo de paz, la palabra clave es ‘voluntad’. Explica que en el marco del PNIS se han erradicado voluntariamente 37.693 hectáreas por 57.210 familias inscritas hasta la fecha. 

“Eso nos dice que hubo un cumplimiento del 98 % por parte de las familias con el mantenimiento de los cultivos”, asegura. “Las familias que firmaron pactos colectivos e individuales de sustitución voluntaria o asistida en el Acuerdo de Paz encuentran un incumplimiento por parte del Gobierno, porque este puede hacer sustitución forzada (como con glifosato) solo donde no se haya podido mediar con las comunidades”.  

Agrega que el Estado está muy pausado en la implementación de este programa de sustitución de cultivos pues, cuatro años después, “solamente ha impactado aproximadamente a 8 de los 56 municipios que fueron priorizados a nivel nacional”.

Sin embargo, según la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de la Casa Blanca – ONDCP, por sus siglas en inglés, la extensión de cocales en Colombia desde que Iván Duque asumió la presidencia, en agosto de 2018, estaría por encima de las 200.000 hectáreas. Eso es casi la superficie total de Bogotá y cinco veces la de Medellín.

Entramos a la planta de Corpocampo, la misma en la que trabajan en su mayoría mujeres y en la que para 2018 generaba 4 millones de dólares anuales en exportaciones a Francia, Estados Unidos, México y Japón. Hoy incluyen Holanda y hasta al Líbano. Caicedo muestra una a una las estaciones del proceso. 

El palmito es la columna vertebral de la palma de chontaduro. Ninguno de los citadinos presentes, incluyendo una periodista francesa y otro italiano, lo sabíamos. Mientras entonamos el mantra de sorpresa, el ingeniero cuenta que con el asaí los campesinos se suben a la palma, agarran el racimo y lo descuelgan. Dejan en la copa otro racimo para las aves, que son las que ayudan a polinizar. Y explica que lo más bonito de este sueño es descubrir tesoros en la selva que la violencia anteriormente untaba de sangre.

Han recuperado más de 4 mil hectáreas de bosque amazónico tras encontrar esta palma nativa y convencer a los propietarios de esas tierras que inviertan en su reforestación. Del fruto o baya que nace en la copa se extrae la pulpa, que se puede consumir directamente o deshidratado, de color púrpura oscuro, parecida al agras, con omegas saludables y nutrientes, y que hoy se venden en grandes almacenes de cadena como el Éxito, Carulla o Yumbo. 

De la planta de producción vamos hacia un par de fincas de campesinos. En el trayecto, Brian Bolívar señala terrenos que campesinos han prendido en fuego para sembrar coca y tener ganado, y muestra también cómo se levanta imponente la palma de asaí. Hasta los mismos narcotraficantes han reconocido que es una mina de oro dentro del bosque. Mientras sobrevuelan unos helicópteros sin insignias visibles, aprovecha para decir que “con la violencia en Colombia pasa lo mismo que en el mito de Hydra: usted le corta una cabeza y le crecen dos. Como a la coca…”.

A pesar de que los campesinos han bregado con el pancoger (yuca, plátano y papa), con el chontaduro, el cacao y hasta con pimienta y cúrcuma de exportación, confiesa Bolívar que un narcotraficante les ofrece arrendar la tierra, sembrarla de coca, contratar a los raspachines, y además pagar por el cultivo, y les pagan en una semana un valor superior a lo que recogen los campesinos con sus cultivos en tres años. 

“Nosotros ofrecemos lo mismo, pero por siembra de palma de asaí”, aclara. “Además, nosotros no talamos. Tenemos un ingreso de una fruta, no de cortar un árbol. Cuidamos el medio ambiente porque no deforestamos, sembramos y cuidamos el bosque. A los ganaderos les impacta cuando les decimos que en lugar de tener dos o tres hectáreas para una vaca, pueden tener mayores ingresos con una sola hectárea sembrada con palma de asaí”, dice. Y agrega que en Brasil el asaí se consume puro, en jugo, helado, en salsas, como vitamina, como afrodisíaco y que el mercado es grande, porque lo comen tanto en la favela más pobre hasta en el estrato más alto. 

“En Tailandia, por ejemplo, la gente vive de lo que les entrega el bosque, y si allá se puede ¿aquí por qué no?”, dice Jaime Carrera, campesino asociado a Corpocampo. 

Cinco años después de la firma del Acuerdo, Karol Paez del Cerac recuerda que otra dificultad que se le ha salido de las manos al Gobierno tiene que ver con la obligación de brindar garantías de seguridad para los campesinos. “Simplemente es ver la cifra de ex combatientes asesinados que entraron en procesos de reincorporación civil, y así como se cuenta con su voluntad, también es igual de necesaria la voluntad estatal para cumplir con lo pactado”, dice. En total, en los últimos cinco años han sido asesinados 270 excombatientes. 

El cuarto punto del Acuerdo, que se refiere a “la solución al problema de las drogas ilícitas”, según detalla Páez promueve un enfoque diferencial porque, en sus palabras, este Acuerdo prioriza la sustitución tanto como el principio de prevención participativa, es decir, que las soluciones e iniciativas de proyectos productivos vengan de las mismas comunidades que fueron cultivadoras o recolectoras de coca. 

Llegamos a las tierras de dos campesinos que fueron cocaleros. En medio de una tormenta bajo cielo abierto, cubiertos por un plástico, una campesina asociada al cultivo de asaí y que antes intentó con la siembra de pimienta y fracasó, porque pese a su calidad la pandemia no contribuyó, me cuenta que con el asaí recuperó su tranquilidad. 

“Donde se sembró coca, crece asaí”, dice. “Mientras el asaí se puede sembrar a la orilla de la carretera, la coca necesita sembrarse monte adentro y está acabando con la selva amazónica que queda. Donde se siembra coca no hay seguridad, en cambio con el asaí, sí”. 

No es una opción poderosa para cambiar la historia de este territorio. Y todavía hay muchos que piensan que nunca habrá tantos consumidores de asaí como los que hay de cocaína. En este lugar del espeso sur colombiano, hay plátano, yuca y chontaduro sembrados a nuestro alrededor. En la propiedad de estos campesinos donde antes se sembró coca, con quienes escampamos de la intensidad del aguacero, nos dicen que de allí comen, pero también generan ingresos. 

“Sostener un cultivo genera trabajo y trabajo es dinero. Y cuando se recoge la cosecha, la llevamos para la casa y para vender al pueblo”, dice la mujer. Y quien la acompaña, el otro campesino que siembra en esas hectáreas con ella, y que sostiene un bastón con un cachorro emparamado sentado a sus botas de caucho, como las mías, dice tímidamente: “no voy a negar que tenía mis maticas de coca y el que diga que no las tuvo en el Putumayo, miente”.

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Edgar, un empresario del Putumayo, combate los cultivos ilícitos no con armas ni glifosato, sino con palmitos y un pequeño fruto púrpura llamado asaí.

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Asegura que la aspersión con glifosato fue tremenda, que el Ejército los agredió y que él “se desmoralizó”. Probó con la ganadería y trató de incursionar en el negocio de la madera achapo, comino y pino que enviaba a Bogotá, Cali y Pasto. 

“A lo último apareció el Asaí”, cuenta. “En esta finca que anduvimos ahora lo que vio fue palma silvestres, que crece aquí. Yo sabía que hace cinco años estaban comprando esos racimos, pero no le paraba bolas. Hace dos años empecé a recoger esa pepa y ya vimos que daba platica. Hacíamos en una semana 600 mil pesos en pepas de Asaí. Salíamos a la carretera con los racimos y pasaban los de Corpocampo y de una vez nos decían: tengan su billete. Caliente, caliente, como se dice”. 

El campesino dice que empezó a pensar que entre los racimos unos pesaban 30 kilos y otros 20 kilos y sacó un promedio: “si a una planta le recojo 20 kilos, son 60 mil pesos que me regala una sola palma. Entonces, si usted cosecha 100 palmas y cada una le ofrece más de 20 kilos, por decir algo, 80 kilos de cosecha, haga la cuenta”. 

No se pasaron al asaí porque fuera más rentable que la coca sino porque era un cultivo lícito. “No hay nada cómo estar tranquilo con lo que uno hace”, corrobora el campesino.  

Él es uno de los que cree en esta baya de palma nativa del Putumayo. Y de quienes se siguen untando las manos de tierra y arando en la abundancia que ésta siempre nos otorga. 

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