Luego del atentado del ELN a la Escuela de Cadetes General Santander, muchos medios hablaron del cambio de discurso del presidente Iván Duque de una derecha moderada a uno de mano dura. La revista Semana, en una nota ilustrada con un retrato de Duque cabalgando un caballo brioso y con la bandera de seguridad en la mano, dijo que el atentado y la profundización de la crisis de Venezuela le marcan al Presidente una hoja de ruta y la oportunidad de representar un nuevo liderazgo. Este aparente giro en el discurso duquista coincide con un momento de efervescencia social en el que la solidaridad por la fuerza pública y por el pueblo venezolano y el rechazo al ELN y a los diálogos de paz ha resurgido en las calles y en las redes sociales. Le pedimos a Mónica Pachón, experta en política colombiana y profesora de la Universidad del Andes, que nos ayudara a entender qué tan ciertas son estas afirmaciones y cuáles son sus implicaciones.
Son malas noticias para Duque (y para todos)
Los analistas de la revista Semana hablan de los eventos de las últimas semanas como si al presidente Duque se le hubiera aparecido la Virgen María: “Se había vuelto un lugar común decir que a la presidencia de Iván Duque le faltaba un rumbo claro”, afirma la nota. Y agrega: “Ese panorama cambió la semana pasada en medio de una intensidad noticiosa poco común para el inicio de un nuevo año. Duque respondió con fuerza ante el atentado del ELN y la proclamación de Juan Guaidó como presidente en Venezuela, y de paso fijó un derrotero para su joven presidencia”. La nota, además, asegura que en las alocuciones se le vio “tan enérgico y contundente como nunca antes”.
Parece extraño hacer esta lectura de los hechos. El verdadero milagro sería precisamente todo lo contrario: un equivalente a la operación Jaque, o dar de baja a uno de los cabecillas del ELN. Pero nada de lo que ha ocurrido es un milagro para este Gobierno ni le ayuda en su gobernabilidad.
La mano dura tampoco es nueva. Esa ha sido siempre la bandera de este Gobierno. Fue por eso que Duque resultó elegido presidente. Este es un Gobierno que se eligió para revisar el proceso de paz, no para implementarlo.
Entender el atentado en la Escuela de Cadetes como una oportunidad para el presidente Iván Duque es un acto de cinismo. ¿Cómo puede ser una buena noticia que a un Gobierno le asesinen a miembros de la fuerza pública en la capital, a pleno luz del día, en una de sus sedes? Estos hechos no le ayudan a nadie. Si acaso, el atentado es una excelente oportunidad para la oposición, quienes obviamente además de manifestar su solidaridad con las víctimas han cuestionado los protocolos de seguridad y la eficacia de este gobierno para proteger a los suyos y a todos los colombianos.
La única buena noticia para Duque es que, a raíz del atentado, existe más consenso sobre la pausa indefinida a los diálogos con el ELN. Era evidente, por las pretensiones del gobierno ante el gobierno cubano, que terminar con estos diálogos era su línea de acción. No es descartable que el ataque haya sido provocado por estos mismos hechos. Sin embargo, la discusión de líderes de opinión sobre la conveniencia de la continuidad de los diálogos con ELN perdió fuerza. Con esto, Duque ganó. Sin embargo, romper con los diálogos fue siempre una promesa de su campaña.
La mano dura tampoco es nueva. Esa ha sido siempre la bandera de este Gobierno. Fue por eso que Duque resultó elegido presidente. Este es un Gobierno que se eligió para revisar el proceso de paz, no para implementarlo.
Cuando se comparan los discursos de Duque y el de Álvaro Uribe podemos encontrar similitudes obvias en sus contenidos. Sin embargo, los discursos son contingentes a la persona que los da. Si se siente un cambio en la opinión pública, es porque quienes votaron por Duque, y estaban desilusionados con su desempeño hasta el momento, están teniendo una suerte de momento de felicidad. Dicen: “Ahora el Gobierno se va a poner las pilas, el Presidente habló y mostró su voz de mando”. Pero seamos realistas: tenemos a un presidente con un 23 % de popularidad en su primer semestre de gobierno, y no con el 80 %. Efectivamente —frente a hechos tan trágicos como los ocurridos en la Escuela de Cadetes—, el presidente es quien representa a la Nación, manifiesta el dolor patrio y la solidaridad. Como es de esperarse, la élite política se ha sintonizado con el discurso y ha salido a las calles a marchar en contra del terrorismo como estrategia política. Pero no veo cómo estos eventos sirvan al presidente para mejorar su popularidad mientras la sensación de impunidad es permanente.
Duque frente a los asesinatos de líderes sociales
Al Gobierno se le ha criticado el exceso de solidaridad con las causas externas en sus pronunciamientos oficiales y en redes, como la crisis humanitaria en Venezuela; y no a las nacionales, en especial frente el asesinato de líderes sociales en todo el país. Y quienes lo dicen tienen razón: existe un muy mal manejo y un profundo descuido de la estrategia de comunicación de muchos los líderes nacionales.
Por supuesto, Venezuela es muy importante para el Gobierno y para toda la región. Con el apoyo de muchos gobiernos a Guaido y la posibilidad de una transición lo que ocurre en el vecino país es el tema, y no es para menos. Más de 2.3 millones de ciudadanos venezolanos han migrado fuera del país, el colapso de su economía es inminente, se han perdido décadas de capital humano, configurando todo esto la crisis humanitaria más grande en la historia de Venezuela.
En perspectiva podría decirse que el país está mejor. Pero eso es una cosa que no queremos oír porque las comparaciones son odiosas y no nos deben hacer sentir mejor sobre nuestra trágica realidad.
Pero es un error del Gobierno y de toda la sociedad colombiana no hablar de la muerte de los líderes sociales. Muy pocos se han pronunciado sobre el asunto, todos los días, con nombre propio. Además, ¿cuántos medios tienen la capacidad de hacer reportería de estos hechos en las regiones apartadas de Colombia? Desafortunadamente en Colombia estas muertes no ocupan la atención de manera sostenida a pesar de las denuncias de organizaciones no gubernamentales y activistas dedicados al apoyo de estas comunidades— mientras que la crisis en Venezuela tiene tres o cuatro minutos de los noticieros diarios por la ventana de oportunidad que se abre y las inmediatas consecuencias que tiene para nuestro país. Si bien la atención mediática ha identificado y condenado algunos de los nombramientos clave del gobierno nacional a puestos de atención y protección a las víctimas, esto sigue siendo insuficiente a la hora de establecer el tema como prioritario en la agenda.
Debemos en todo caso reconocer que existen fallas estructurales que impiden al Estado ser efectivos en la protección a los líderes sociales en todo el territorio nacional, desde hace muchas décadas. Detener la matanza de líderes no será una tarea fácil. Ningún gobierno —ni el Samper, ni el de Pastrana, ni el de Uribe, ni el de Santos—, ha logrado proteger a los líderes sociales. Tenemos 170 mil hectáreas sembradas de coca, el ELN crece y se fortalece en ciertos territorios claves en donde crece el narcotráfico, tenemos todo tipo de fuerzas al margen de la ley.
Según la Defensoría del Pueblo, han asesinado 282 líderes en los últimos dos años (sobre todo en Cauca, Antioquia, Norte de Santander.). Sabemos que las fuerzas de seguridad tienen que hacer presencia en estos territorios. Pero la presencia no significa que el problema automáticamente se acabe. Por el contrario: llega el Ejército y la probabilidad de violencia en el corto plazo es altísima. Porque llega la fuerza pública y la población civil es lo más fácil de atacar. La presencia estatal no es igual a seguridad.
Este Gobierno se equivoca de forma irreparable al no pronunciarse de forma más frecuente y vehemente sobre estos asesinatos, por supuesto. Y como hemos visto en el pasado, es prioritario que el Gobierno fortalezca su institucionalidad para que exista una constante rendición de cuentas que evite que agentes del Estado coludan con fuerzas ilegales en el territorio. Pero es necesario resaltar algo que se ha dicho en muchos espacios: gracias a la terminación del conflicto con las FARC, las cifras nos dicen que en realidad no estamos peor que antes. En Colombia la tasa de homicidios ha bajado, ya no hay secuestros como los había hace 20 años, ya no somos el país con la mayor tasa de desplazamiento forzado interno en el mundo. No estamos en el peor de los mundos, no estamos en los años 2002-2003, con los paramilitares matando civiles sin ninguna razón.
En perspectiva podría decirse que el país está mejor. Pero eso es una cosa que no queremos oír porque las comparaciones son odiosas y no nos deben hacer sentir mejor sobre nuestra trágica realidad. La violencia de hoy tiene nombre y fecha: debemos prevenir la muerte de los líderes amenazados en todo el territorio. Más allá de los pronunciamientos y sus grandilocuentes discursos, que el Gobierno logre mostrar resultados en este campo sería la evidencia contundente de su liderazgo y capacidad.