¿Podrían los transgénicos acabar con el hambre?

El mundo no se pone de acuerdo. Mientras todos huimos de los alimentos transgénicos como si fueran una plaga, la comunidad científica asegura que esta tecnología podría salvar al mundo.

por

Alejandro Gómez Dugand


08.07.2015

Zimbabwe podría morir de hambre. Se calcula que un 72% de su población vive bajo la línea de pobreza: de los más de 13 millones de personas que viven en el país, más de 9 millones lo hacen con menos de 1.25 dólares al día. De esos mismos 13 millones, un 30% (el equivalente a dos veces una ciudad como Medellín) vive en estado de pobreza extrema (también conocida en inglés como Food Poverty).

Zimbabwe podría morir de hambre porque no es fácil para ellos producir comida. Las sequías, que este año podrían atacar al sur de país hasta finales de septiembre, hacen que las siembras sean pequeñas y que no puedan cubrir la demanda de barrigas hambrientas.

Zimbabwe podría morir de hambre porque lleva demasiado tiempo comiendo muy mal. Allá la gente no tiene cómo producir comida, ni mucho menos cómo comprarla. La Zimbabwe Vulnerability Assessment Committee (ZVAC), con el apoyo de la World Food Programme (WFP), publicó el año pasado un reporte en el que aseguraba que un 6% de la población rural, unas 565 mil personas, necesitarían auxilios alimentarios antes de que se acabe la primera mitad de este año. Esto es siete veces el estadio Maracaná de Brasil completamente lleno. El año pasado esa cifra fue de 2.2 millones de personas.

Y sin embargo, desde hace algunos años, el gobierno del muy cuestionado Robert Mugabe le ha dicho que no a los auxilios alimenticios que le han ofrecido otros países. En el 2002, por ejemplo, Mugabe rechazó un envío de 10 millones de kilos de maíz valorados en 6 millones de dólares que terminó siendo repartido entre Zambia, Mozambique y Malawi.

La razón –o al menos la excusa que dio Mugabe– es que esos alimentos habían sido modificados genéticamente. El maíz era transgénico; un producto modificado genéticamente en un laboratorio. Mugabe, a pesar de gobernar uno de los países más hambrientos del mundo, no recibe ningún tipo de donación transgénica.

No es el único: Kenya también tiene prohibidos los alimentos que han sido alterados genéticamnete. Tailandia ha ido y venido, pero en términos generales tienen también una posición fuerte en contra de los OMG (organismos modificados genéticamente).

Y si se piensa, también el público del resto del mundo tiene una posición definitiva frente al asunto. Todo el tiempo uno puede encontrar a alguien que rechaza algo porque “está lleno de químicos” ignorando, por supuesto, que en últimas todo está lleno de químicos. Que necesitamos H2O para no morir de deshidratación, que sin cloruro de sodio comer sería un ejercicio un tanto insípido. Todos oímos la palabra transgénico y pensamos en patillas del tamaño de un Volkswagen, pensamos en monstruos de laboratorio, en naranjas Frankenstein, en vacas sin pezuñas, en pollos sin pico y con forma de McNuggets.

Pero lo cierto es que, casi con seguridad, usted ha consumido productos modificados de manera genética. No solo eso. Seguro lo ha hecho varias veces. Seguro lo hace regularmente: en Colombia los transgénicos fueron aprobados en el 2002.

La realidad es que el mundo parece estar tremendamente confundido con respecto a los alimentos alterados de manera genética, y que aparentemente, en esa confusión, quienes han salido perdiendo son en realidad los que necesitan ayuda de manera más urgente.

El crimen de los ambientalistas

En su intervención en la Lindau Nobel Laureate Meeting, el premio Nobel de Medicina de 1993, Sir Richard Roberts (Inglaterra, 1943), aseguró que era hora de entender que lo que están haciendo los ambientalistas tendrá consecuencias irreversibles: “¿Cuantos niños más deben morir para que entendamos que esta oposición debería ser considerada un crimen contra la humanidad?”

Se refería a la oposición de los partidos verdes y las grandes ONG ambientalistas, como Greenpeace y Friends of the Earth, a la producción de alimentos modificados genéticamente para enviarlo a países en vías de desarrollo.

“Existe una gran diferencia en como debemos pensar la medicina para los países desarrollados y los que están en vía de desarrollo”. Si en Europa la medicina es costosa, aseguró Roberts, está bien. Pero en los países más pobres de África, América y Asia, las soluciones tienen que ser baratas y pragmáticas.

 

«Cuando los OMG llegaron por primera vez a Europa, los partidos verdes se dieron cuenta de que era muy efectivo atacarlas. Y lo hicieron porque no querían que industrias americanas tuvieran control sobre su suministro de comida. Lo vieron como una movida para apropiarse de los suministros de alimentos en Europa» – Sir Richard Roberts. Foto: Adrian Schröder/Lindau Nobel Laureate Meetings

 

Aseguró Roberts que hoy la ayuda se ve sobre todo reflejada en medicamentos, pero en medicamentos que poco o nada sirven en el contexto de cada país y que ignoran los males más comunes del trópico, por ejemplo. “Les enviamos antibióticos –de los más comunes”, continuó, “cuando en realidad lo que deberíamos enviar son antibióticos dirigidos o antivirales”.

Pero sobre todo, cuando se tiene hambre, lo más importante es la comida. Cuando se tiene hambre no importan los antibióticos y las medicinas. Lo que se quiere tener es un buen desayuno, un almuerzo, y poder ir a dormir sin que la panza de gritos.

Para Roberts la mejor manera de conseguir esto es a través de los OMG. “En estos países necesitan mejores siembras. Siembras que crezcan bien en pequeños pedazos de tierra. Necesitan siembras que puedan mitigar los efectos del calentamiento global. La aridez es un problema muy común en muchos de estos países y también lo es conseguir agua”. Este tipo de siembras pueden conseguirse por medio de la modificación genética. A través de estas modificaciones podrían hacerse siembras más resistentes a las plagas, lo que significa un ahorro en insecticidas, y además podrían diseñarse para que fueran más nutritivas y de mejor sabor.

Pero falta aún demasiado para que esto ocurra. Las razones, asegura Roberts, son tanto económicas como políticas. Una de ellas parece evidente: Europa no necesita OMG. Son muy pocos los países europeos los que no tienen regulaciones estrictas o incluso vetos contra los OMG y esto se debe, por supuesto, a que prácticamente no existen países en Europa donde la gente muera de hambre en masas.

Además, entraron en juego tensiones políticas: “Cuando los OMG llegaron por primera vez a Europa, los partidos verdes se dieron cuenta de que era muy efectivo atacarlas. Y lo hicieron porque no querían que industrias americanas tuvieran control sobre su suministro de comida. Lo vieron como una movida para apropiarse de los suministros de alimentos en Europa”.

Pero el problema es que en vez de atacar a las empresas como Monsanto o Dupont, los ambientalistas y los partidos verdes atacaron a los productos. “Monsanto”, afirma Roberts, ”provee a Europa de muchas de las semillas que necesitan para subsistir”. Así que era importante escoger un enemigo, y los alimentos transgénicos fueron los elegidos.

La voz corrió por el mundo y de repente los transgénicos parecían ser un nuevo demonio: comida plástica, producto de procesos contra natura que no podían ser buenos para nadie. “¿Te vas a comer eso? ¡Está lleno de químicos!”

¿Son tan malos los transgénicos?

Lo primero que hay que entender es que la humanidad lleva milenios transformando las configuraciones genéticas de lo que pone en su plato. Al menos 10 mil años, asegura Roberts: “Desde que se inventó la agricultura hemos modificado nuestra comida”.

Luego de milenios de agricultura tradicional, en la que se cultivan siembras de manera selectiva, los humanos hemos creado nuestras propias versiones genéticamente diseñadas del trigo, por ejemplo; una planta que hoy solo puede sobrevivir con la ayuda de la mano del hombre, y en siembras controladas, pues no tiene manera de diseminar sus semillas. ¿Alguna vez ha visto un campo de brócolis salvajes? Por supuesto que no: el brócoli es un producto creado por el ser humano hace unos mil años. Esta verdura es en realidad un retoño de una clase salvaje de repollo. Durante años (años que se cuentan de a cientos) los agricultores empezaron a sembrar los repollos que producían los retoños más grandes, una y otra vez. De manera selectiva. Así, se empezó a elegir una configuración genética y se dejó atrás otra. Los retoños crecieron y crecieron, hasta que se convirtieron en brócolis.

Los transgénicos funcionan de manera similar, pero a otro ritmo. De manera selectiva, los científicos pueden elegir un gen de una planta e insertarlo directamente en la semilla de otra para ganarle una carrera de milenios a la naturaleza. Los beneficios no son solo la velocidad. Con los métodos tradicionales logran su cometido de mejorar una planta pero transfiriendo una cantidad desconocida de genes también desconocidos. Con la ingeniería científica, no sólo se sabe cuál gen se transfirió, sino dónde y con qué propósito.

 

la humanidad lleva milenios transformando las configuraciones genéticas de lo que pone en su plato. Al menos 10 mil años, asegura Roberts: “Desde que se inventó la agricultura hemos modificado nuestra comida”.

 

David Zilberman, economista ambiental de U.C. Berkeley, y experto en el asunto de los GMO, dijo en entrevista con la Scientific American del verano de este año que estas siembras “han bajado los precios de la comida. Ha aumentado la seguridad de los agricultores al permitir utilizar menos pesticidas. Ha aumentado la producción del maíz, el algodón y la soya en veinte o treinta por ciento, asegurando la supervivencia de muchas personas. Si se adoptaran a nivel mundial, el precio de la comida caería, y menos personas morirían del hambre”.

Roberts asegura que hay al menos unas 16 organizaciones científicas internacionales (incluida la Royal Society de Londres, el U.S. National Research Council y la European Food Seafty Authority) que corroboran la seguridad de los transgénicos. Ni una sola asegura lo contrario. “No hay una sola sociedad científica en el mundo que diga que los transgénicos son peligrosos. Y sin embargo, los grupos y partidos ambientalistas nos han convencido de que lo son y que deberían ser prohibidos. Me parece aterrador”.

Los opositores son muchos, en todo caso. Y estos opositores se valen de varios estudios que aseguran que los riesgos de los GMO son incontrovertibles. Ahora bien, estos estudios han sido rebatidos. La Scientific American cita un caso bastante particular: en 1998, el bioquímico Árpád Pusztai, del Rowett Institute en Escocia, hizo un estudio en el que encontró que una muestra de ratas que habían consumido papas genéticamente modificadas empezaron a tener problemas en el sistema inmune. Sin embargo, luego se descubrió que las papas utilizadas por Pusztai eran intencionalmente tóxicas para trabajos de investigación. Pusztai, luego, fue acusado por la Rowett de mal praxis. Esta clase de estudios que pretenden demostrar el peligro de los transgénicos, y que luego resultan ser un fraude, abundan por todos lados.

Sin embargo, hay otras acusaciones un poco más difíciles de rebatir. Se discute, por ejemplo, que el rediseño genético podría generar nuevas proteínas en los vegetales que resulten tóxicas. Otros aseguran que estos malabares de genes podrían terminar incluso modificando el genoma de los humanos que lo consumen. Si bien hoy no existe ningún estudio que pruebe esta teoría, tampoco existe alguno que demuestre que no podría pasar.

Se trata, por ahora, de conjeturas. No existe un solo estudio que demuestre de manera definitiva los riegos del consumo de GMO, pero los que garantizan su seguridad son más de 500. Y además, los científicos aseguran que de encontrar algún riesgo el proceso es tan selectivo y controlado que sería muy fácil repararlo.

“Yo apoyo a los grupos ambientalistas”, aseguró Roberts, “casi todo lo que hacen es maravilloso. Pero este tema no lo han entendido”.

No todo lo que brilla es arroz

Para Sir Richard Roberts, un gran ejemplo del potencial de los transgénicos es un arroz de un color amarillo intenso que se conoce como Golden Rice.

Uno de los males que más aqueja al tercer mundo son las enfermedades que se producen por el consumo insuficiente de la vitamina A (que se encuentra particularmente en verduras como la espinaca y la zanahoria). No consumir suficiente de esta vitamina puede producir ceguera y problemas cognitivos. Si se piensa lo que significa para un niño de, digamos, Ghana, –digamos, Zimbabwe, digamos, el Chocó, digamos Cochabamba, digamos Oaxaca, digamos Bangladesh– vivir con ceguera y/o problemas cognitivos puede ser definitivo. Significa, en el mejor de los casos, no poder tener educación, aprender a leer o escribir. En el peor, significa ser una carga para una familia de, digamos, Sudán –o la alta Guajira colombiana, o la Patagonia argentina. Una boca a la que hay que alimentar en una casa en la que, en todo caso, nadie come mucho. Una boca que pide comida, dentro de un cuerpo que no logra producirla, cultivarla, o trabajar para conseguirla. “El estimado es que medio millón de niños mueren al año por problemas relacionados con insuficiencia de vitamina A”, asegura Roberts, “Se calcula también que entre 1.9 y 2.7 millones de niños sufren las consecuencias de esta deficiencia”. Esto es más que la tuberculosis, la malaria o el VIH/SIDA.

 

 

Así que Ingo Potrykus, del Instituto Federal Suizo de Tecnología en Zurich, y Peter Bayern de la Universidad de Freiburg, también en Suiza, decidieron que harían algo al respecto.

Luego de entender que el arroz es muy importante para la gran mayoría de los países en desarrollo, supieron lo que se debía hacer. Decidieron que harían un super arroz, enriquecido con beta-carotina, un precursor de la vitamina A, insertada directamente en el grano. El arroz normal no tiene vitamina A.

El resultado fue un arroz amarillo que llamaron Golden Rice. Este arroz puede proporcionar la ración necesaria para el ser humano de esta vitamina. Incluso más que la espinaca.

En febrero de 1999 el Arroz Dorado era una realidad. En el 2002 estaba listo para ser utilizado: “listo para que llegara a la gente y para que empezaran a hacer una producción comercial de este arroz”, aseguró Roberts. Pero el Arroz Dorado era un transgénico y por eso tuvo que atravesar un sinnúmero de pruebas y regulaciones. “Se suponía que estaría listo en el 2014, y sin embargo, hoy las expectativas se han aplazado hasta el 2016”.

Pero no fueron solo las regulaciones y las pruebas. Grupos como Greenpeace y Friends of the Earth le declararon la guerra al Golden Rice. Las protestas se esparcieron por el mundo: “En Filipinas”, recuerda Roberts, “incendiaron un campo en el que se estaban haciendo unas pruebas”.

La posición de Greenpeace frente a los GMO en general, y el Golden Rice en particular, hicieron que Patrick Moore (fundador de la ONG) renunciara a su cargo y se dedicara a apoyar la causa del arroz dorado.

Sin embargo, el mensaje de las ONG había ganado en la batalla del discurso. Hoy solo dos países, Bangladesh y Filipinas, tienen planes de cultivar Golden Rice.

La discusión no es (solo) científica

En Campoalegre, Colombia, una retro escavadora escoltada por la policía y el ESMAD destruía costales de harina llenos de semillas. Esos costales habían sido confiscadas a campesinos colombianos unas horas antes. Los acusaban de piratería. Los acusaban de haber robado semillas cuya propiedad intelectual pertenecía a Monsanto. Con estas imágenes el documental 9.70 de Victoria Solano logró que el país entendiera la manera en la que las multinacionales estaban insertando sus productos genéticamente diseñados en el tercer mundo. No todas las acusaciones de los ambientalistas pueden ser rebatidas con tanta facilidad. Los GMO, inevitablemente, significan una amenaza para la autonomía alimentaria del tercer mundo y para los hombres y mujeres que viven de la agricultura.

En el 2013, luego de que el documental se volviera un éxito en YouTube, la ley 970 se coló en la agenda de todos los medios. El asunto era insólito. Los campesinos estaban obligados a comprar semillas de Monsanto y, además, tenían prohibido guardarlas. Parece una tontería, pero la manera en la que los campesinos colombianos han trabajado la tierra es sembrando la mitad de las semillas y guardando el resto para después. Las políticas de Monsanto, y los compromisos que Colombia adquirió con la firma del TLC con EE.UU., pueden acabar con sus tradiciones.

El escándalo fue nacional, el claro favoritismo que este tipo de leyes le daban a las multinacionales generó demasiada desconfianza y, en medio de la firma del TLC, los GMO en Colombia se llenaron de nuevos opositores. Esta tecnología que debía ser una ayuda para el país ha terminado metiendo en graves aprietos económicos a los más necesitados.

El problema es que Sir Richard Roberts, David Zilberman, la Scientific American y toda la comunidad científica que apoya los GMO, no terminan de contar la historia completa. La batalla, asegura Roberts, debería ser contra las multinacionales, no contra el producto. El problema es que batallar contra enemigos como Monsanto es difícil incluso para todo el campesinado unido.

El United Nations Food and Agriculture Organization estima que para el 2050 vamos a tener que producir un 70% más de comida para poder alimentar todas las bocas del mundo. Aunque suene absurdo, es un número que se puede conseguir. Con mejores siembras, más resistentes y nutritivas, nadie en el mundo tendría que morir famélico. La realidad (aterradora) del mundo es que sí hay comida suficiente para todos, pero no se está distribuyendo de manera adecuada. Los pobres del mundo necesitan los GMO. El problema es que los dueños de esas semillas no son altruistas. Son negociantes. El hambre del mundo puede resolverse en una sala de juntas.

[NOTA: este reportaje se hizo con el apoyo de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad de los Andes y hace parte del cubrimiento de la Lindau Nobel Laureate Meeting de 070]

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