En Antioquia hay dos casos que ilustran las preguntas, los retos y las dificultades de las llamadas “comunidades energéticas” que, en este gobierno, quieren impulsarse. Estas son las historias.
por
Natalia Orduz Salinas y Andrés Páramo Izquierdo
16.05.2024
En diciembre de 2023, el gobierno de Colombia habló de “comunidades energéticas” y convocó a la ciudadanía para que las conformen con su apoyo. Desde entonces, ha recibido más de 18 mil postulaciones. Dicho en cristiano, está creando las vías legales y administrativas para que grupos o redes ciudadanas generen energía a partir de fuentes renovables (que usan recursos casi que permanentes, como el sol y el viento) y puedan usar esta energía directamente o, incluso, una vez cumplidos los requisitos, venderla a la red interconectada, a la que llega la que es producida por represas, termoeléctricas y cada vez más por granjas solares y parques eólicos.
Además de buscar medios ambientalmente más amigables de producción de energía, el presidente Gustavo Petro quiere que estas comunidades sean una vía para democratizar “un mercado oligopólico de unas seis empresas”. A su vez, el Plan Nacional de Desarrollo “Colombia, potencia mundial de la vida”, busca, entre otras, que “las personas naturales y jurídicas tomen parte en la cadena de valor de la electricidad”. La convocatoria pública salió al tiempo que el Decreto 2236 que diseña el marco general para las comunidades energéticas. Todavía falta que la Comisión Reguladora de Energía y Gas, una entidad cuya misión es regular la prestación de los servicios públicos domiciliarios, reglamente los detalles técnicos.
El éxito de esta apuesta no depende del número de comunidades energéticas que el gobierno logre dejar instaladas, sino de que funcionen en el mediano y largo plazo. El reto sería, entonces, que las comunidades energéticas se sostengan en el tiempo y logren superar los obstáculos que cualquier nueva tecnología y forma de organización social pueda traer.
Colombia no empieza desde cero. Universidades, empresas, y comunidades urbanas y rurales han ido avanzando en iniciativas de generar energía de forma autónoma. Acá van dos historias muy distintas que los autores escogimos por representar casos que comenzaron a andar antes de la regulación del gobierno, están en marcha y, por tanto, de ellas pueden extraerse lecciones. Ambas, además, suceden en Antioquia: una urbana, en Medellín; y otra rural, en la escuela de la vereda Ovejas, en el municipio de San Vicente.
La Estrecha bajo el sol
Un video de sobrevuelo de dron, publicado en el canal de Youtube de la Alcaldía de Medellín, deja ver desde el plano superior una calle angosta: hay dos hileras de casas de tejas, a veces grises, la mayoría naranjas, divididas la una de la otra por el asfalto gris del pavimento. La calle tiene un nombre que la describe mejor y al punto: La Estrecha. Hay carros parqueados sobre los andenes, una moto. Alrededor, más allá de la calle protagonista, la estética barrial se va multiplicando en similares: casas de escaleras sobre la fachada, varias con balcón, y combinaciones de colores: azules y rojos, grises y curubas.
El nombre del video parece un titular de prensa: “En el barrio El Salvador, en Medellín, existe la primera comunidad energética de Colombia”. Es una verdad a medias. Sobre los tejados de tres de las casas de esa calle se ven en efecto seis tablas que contienen 48 páneles solares. Ahí están, recibiendo la luz del día, en este barrio que queda sobre las laderas orientales a 17 minutos de la Estación Alpujarra del metro de la ciudad. La comuna es la 9.
Pero, a su vez, falta historia: cuando se publicó la toma de dron, hace un año, los vecinos de La Estrecha no habían consolidado una comunidad energética propiamente dicha, sino un proyecto piloto: un experimento de un año, impulsado por la Escuela de Ingeniería de Antioquia (EIA) y apoyado por Empresas Públicas de Medellín (EPM) que prestó los paneles solares. El piloto salió tan bien que, una vez terminado en abril pasado, los vecinos decidieron constituirse como una comunidad energética de verdad, comprarle los paneles a EPM y lanzarse al mercado para vender la energía capturada en sus techos.
¿Cómo lo lograron?
—La confianza que tienen en uno, tanto tiempo de conocernos. La familiaridad. Todas esas cosas: es más fácil llegar con eso —dice Rodrigo García, de camiseta azul oscura y mochila terciada. García es vecino de la cuadra desde hace más años de los que puede contar. Un líder que convenció a sus vecinos de montar este aparataje energético.
Él nos va dando los ingredientes de la receta: hay una comunidad unida, en la que todos son propietarios de sus casas: hay camaradería, confianza.
Entre 2018 y 2019, Juan Manuel España, profesor de la EIA, comenzó a promover en Medellín la investigación sobre la venta de energía entre particulares. El trabajo académico le valió unos recursos de la Royal Academy of Engineering (la Academia Nacional de Ingeniería del Reino Unido) para un proyecto piloto que se planeó inicialmente en la Comuna 13 (que sería el productor) y el barrio Laureles (el comprador). Sin embargo, no avanzó mucho, entre otras razones porque, según los investigadores, la comunidad no estaba tan organizada como lo requería el proyecto.
Ahí fue cuando Simón García, hijo de don Rodrigo e investigador de la universidad, propuso a La Estrecha para instalar los paneles y a su padre como la conexión con la vecindad. Él fue, puerta a puerta, cambiando los pareceres de 24 familias.
—Hablamos uno por uno —nos dice— contándoles que llegó el proyecto con el que producirían energía en sus propios techos. Así obtendrían un beneficio en su factura: el valor de la energía solar que entregarían a la red interconectada en las horas de sol se les descontaría del costo de la energía que usaran en sus casas durante todo el mes.
Ovejas, la marcha autogestionada
En googlemaps, la vereda Ovejas, municipio de San Vicente, se ve muy cerca, al noroccidente de Medellín. En línea recta se llegaría en muy poco tiempo, pero como es una región montañosa, la aplicación anuncia dos horas de viaje. Sin carro no es tan sencillo. Recomiendan llegar primero a Guarne, a una hora en flota de la capital, y salir de allí al otro día en una chiva que arranca a las siete de la mañana y llega a la vereda a las ocho.
Desde el parque Lleritas, en Guarne, salen las chivas a las veredas. Cada bus con su propio nombre: El Palomo, El Azulejo. Este camión con sillas de lado a lado ocupa todo el ancho de la vía sin pavimentar y va avanzando entre las montañas mientras la niebla se levanta ante los ojos madrugados hasta llegar a la escuela veredal de Ovejas.
Es domingo 10 de marzo de 2024 y hay estudiantes de primaria y bachillerato, con algunas de sus madres. Con apoyo de Juan Pablo Soler y Diana Giraldo, una pareja joven que vive en la región y que desde la organización Comunidades Setaa (Sembradoras de Territorios, Aguas y Autonomías) promueve procesos de formación ambiental en energías comunitarias, van a armar un biodigestor. Esto es: un gran salchichón de lona donde irán a parar los residuos de los baños del colegio. El salchichón tiene la capacidad no solo de contenerlos, sino de transformarlos luego en gas natural, para cocinar, y en abono, para sembrar.
Varias estudiantes estuvieron en Bogotá el año pasado en un encuentro internacional de energías comunitarias.
A pesar de esta precariedad evidente, la escuela de Ovejas será la segunda en Colombia en implementar un biodigestor
—Volvimos y empezaron a echar cuerda: ¿pero nosotros qué vamos a hacer? Queremos paneles en la casa, queremos biodigestores— cuenta Soler, después de comerse un sancocho trifásico que prepararon a leña limpia las mamás de los estudiantes, mientras estos cavaban un hueco de 15 metros de largo en el que se instalaría el biodigestor.
Habla con calma.
—Habríamos podido contratar una máquina para cavar, pero eso quema ACPM, genera gases efecto invernadero. Mejor hacemos una cosecha de energía humana y de relaciones —nos dice, y resalta que el rector del colegio fue un aliado estratégico para acometer la misión—: al principio, las directivas del colegio tenían algún recelo, pero establecimos confianza y el rector hizo la gestión en el municipio, porque es un predio público.
Después de varias horas de trabajo intenso con el azadón para cavar la zanja y de trasladar tierra de un lado al otro para aplanar el terreno circundante, los estudiantes aprovechan una pausa para jugar un partido de basquetbol. Las mujeres pasan de tanto en tanto una bandeja con limonada. Mariana, una niña rubia de doce años se queda descansando y aprovechamos ese momento para conversar con ella.
Está en séptimo, pero comparte salón con los niños de sexto.
—Los profesores tienen que dividir en dos sus clases para atender ambos cursos. En este momento, no tenemos ni filosofía, ni emprendimiento, ni inglés. Apenas tenemos cuatro profesores para toda la secundaria, entonces nos están desescolarizando un día a la semana. Los lunes no viene el grado once, los martes, sexto y séptimo, los miércoles, octavo; los jueves, noveno y los viernes, décimo. Cuatro o tres profesores no pueden cubrirnos a todos. En primaria, solamente estudian preescolar y primero, segundo y tercero. Cuarto y quinto no tienen clase. No es culpa de ellos, es culpa del gobierno, que no ha mandado profesores —nos dice.
A pesar de esta precariedad evidente, la escuela de Ovejas será la segunda en Colombia en implementar un biodigestor. La primera está en el Cauca. Los residuos de los baños dejarán de ir a un pozo séptico y se convertirán en abono y en biogás. El colegio no tendrá que comprar pipetas para el restaurante.
—El biodigestor lo que hace es capturar el metano que naturalmente se produce —aclara Soler.
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Hablemos un momento de pobreza energética.
En Colombia la energía eléctrica sólo llega al 58% de los hogares en la región Andina y en porcentajes menores en las demás. En la Orinoquía, apenas al 4%. La cobertura del gas en todo el país es del 64.5%. Muchos hogares, especialmente en zonas rurales, cocinan con pipetas de gas e, incluso, con leña. En Antioquia está el 16% de la demanda de las pipetas, sobre todo en los estratos 1 y 2, y en el sector rural.
Los biodigestores de las comunidades rurales resuelven la demanda de gas en sus zonas y liberan la necesidad de sacarlo del subsuelo con todas las consecuencias ambientales y sociales que esta extracción trae. En lo que va del siglo, no se han encontrado nuevos yacimientos en Colombia, salvo los que se sacarían con fracking o en el mar: ambas formas muy costosas para el Estado, tanto financieramente como en impacto para el medio ambiente.
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—En mi salón no conocen mucho del biodigestor. A algunos les parece muy chévere. Hay gente que la da como fastidio. Pero el gas que sale del biodigestor es el mismo de las pipetas —nos dice Mariana, una de las estudiantes más activas de Comunidad Setaa, que estuvo en Bogotá el año pasado en el encuentro de energías comunitarias y participó en una reunión con el Ministro de Energía y en una audiencia en el Congreso de la República.
Juan Pablo complementa diciendo que el biodigestor será un laboratorio vivo del colegio, útil para profundizar en varias materias como física, química y biología. Además, estudiantes y profesores conocerán de primera mano las condiciones materiales para la producción y uso de la energía, y su relación con el alimento, el cuerpo y el territorio.
En promedio, un biodigestor puede costar un poco menos de un millón de pesos. El de la escuela, como es mucho más grande, llegará a costar unos diez y está financiado por la cooperación internacional recibida por parte la Escuela Popular sobre Energías Comunitarias en Colombia, un grupo de organizaciones de —principalmente— Antioquia y Santander que forman personas en distintos tipos de producción y uso sustentable de la energía: fotovoltaica, cocinas eficientes, deshidratadores y biodigestores.
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En la calle La Estrecha, de Medellín, había escepticismo solo para montar el piloto, nos cuenta Rodrigo. ¿Y si llueve? ¿Y de noche cómo recogen la energía? ¿Y entonces, en un día nublado, se quedan sin cómo prender una lavadora? Las dudas empezaron a resolverse en forma de capacitaciones.
Aquí va una.
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Los paneles solares son unas láminas delgadas que absorben fotones, las partículas de luz natural. Estos pasan después a un transformador que los convierte en corriente eléctrica para que puedan circular por la red pública de la ciudad. Otra vez, pero en negativo: el sol no enciende un bombillo de una casa, sino que tiene que ser capturado y traducido al sistema que prende los electrodomésticos.
La gran recompensa para la ciudadanía por instalar los páneles y entregar la energía a la red se ve en la factura. En La Estrecha comenzó a pasar desde abril de 2023.
Andrés Castaño, 37 años, saco deportivo gris, nos lo cuenta mientras abre en su celular una aplicación llamada NEO, la empresa que comercializa digitalmente la energía de la Estrecha:
—Yo tengo 38 puntos a mi favor por lo producido en los paneles: —dice— cada punto equivale a mil pesos, ¿cierto? Entonces, el pago de la factura del mes de marzo sale por 72 mil, pero cuando voy a pagar, uso los 38 puntos. ¡El descuento es de más del 50%!.
Hasta hace unos meses, nos dice, la aplicación incluso les mostraba el consumo diario y por horas. Les marcaba los momentos del día de más gasto energético: de cinco a seis y media de la mañana, tanto. De seis de la tarde a diez de la noche, tanto. De hecho, para Rodrigo, cambiaron incluso los hábitos, porque “la gente se dio cuenta de en dónde estaba consumiendo más”.
Pero ahora, ya mismo, todo está a punto de cambiar para este grupo de vecinos.
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Miremos, primero, la teoría. En Colombia hay cuatro actores fundamentales en el comercio de la energía eléctrica: el generador (que la crea, como una hidroeléctrica), el transmisor (que la lleva hasta una subestación, donde la transforma a las tensiones necesarias), el distribuidor (que la conduce al consumidor) y el comercializador (que la vende).
Ahora, pasemos a la práctica: en Colombia, una sola empresa puede cumplir varios roles. Casi todos.
Pensemos en el Grupo EPM, por ejemplo, que tiene 25 centrales hidroeléctricas (es generador), sesenta y cuatro mil kilómetros en líneas de transmisión, con 134 subestaciones (es transmisor) y que vende directamente la energía a grandes usuarios y pequeños hogares, con unos ingresos, a corte 2023, de 37,5 billones de pesos (es comercializador).
Hasta los años noventa, el sector eléctrico era gestionado exclusivamente por el Estado. En esa década y siguiendo el ejemplo del Reino Unido, Noruega y Chile, Colombia permitió la entrada de actores privados y creó el Mercado Mayorista de Energía Eléctrica. Sin embargo, no hubo una diversificación muy amplia en esta posibilidad de competencia privada. En 2020, el 60% de la energía eléctrica era generada por proyectos de apenas tres empresas: EPM (pública), Isagen (privada) y EMGESA (mixta).
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Volvamos a La Estrecha, al momento de la instalación de los paneles.
De un lado, hubo que definir cuáles eran los techos en los que cayera menos sombra. Del otro, resolver las contingencias naturales a un proceso como este: Andrés Castaño —saco deportivo gris— nos dice que al principio aparecieron humedades y que las palomas y los pájaros hicieron nido debajo de los páneles. Que hubo goteras cuando llovía. Y, por último, hubo un reto burocrático y de figuras jurídicas, porque las comunidades energéticas son nuevas en Colombia y todavía les falta mucha regulación.
La burocracia es brava.
En el nuevo modelo, van a vender la energía y recibir a cambio un dinero que se repartirá entre todos los hogares por igual, aunque a los dueños de las viviendas que ponen los techos se les entregará el doble
En La Estrecha, por ejemplo, funciona también una empresa generadora, así la energía se recolecte en los techos de las casas. ¿La razón? Que, esa sí, tiene personería jurídica: una categoría que le permite ser una empresa colombiana. Se llama Energías Renovables de Colombia (ERCO), y, de ella, la EPM adquirió el 40% en 2017. También está la comercializadora digital, NEO, el aplicativo que les permite medir su consumo y acumular los puntos.
Viene más. El experimento está a punto de acabar, así que las tareas se suman una a una. Hay que adquirir los páneles solares, lo que implica comprárselos de una vez a su dueño que, de nuevo, es EPM. Aparte, tienen que constituirse como una persona jurídica.
Al respecto, Rodrigo dice que la comunidad se acaba de constituir como una entidad Sin Ánimo de Lucro, con su junta directiva y su representante legal. Ahí mismo señala a Andrés, quien en apariencia no luce nervioso por cargarse a los hombros esa responsabilidad.
Es un hecho que le comprarán los paneles a EPM, tras negociar con ellos un precio que pudieran pagar a partir de una vaca que hicieron entre los vecinos. “Yo estoy viendo todo con mucho optimismo, vamos a ver qué pasa”, nos dice.
El beneficio del proyecto no se verá reflejado en la factura de la luz. En el nuevo modelo, van a vender la energía y recibir a cambio un dinero que se repartirá entre todos los hogares por igual, aunque a los dueños de las viviendas que ponen los techos se les entregará el doble. Es decir, tendrán que repartir plata, con todo lo que ello implica y a un precio variable, que se fija en la bolsa de la energía en Colombia. La comunidad energética de La Estrecha será un actor nuevo en el mercado de la energía.
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Los biodigestores no hacían parte de la propuesta inicial de Petro para las comunidades energéticas. Al principio, sólo había campo para la electricidad.
—Ya estamos construyendo política pública, estamos empezando a reformar cositas que antes creíamos imposible hacer —dice Juan Pablo Soler, orgulloso de haber incidido con comentarios en el borrador del decreto de diciembre de 2023, que da el marco general para las comunidades energéticas. Así, de esta forma, queda abierta la puerta al apoyo de energías comunitarias que se vienen haciendo hace mucho tiempo, sin ninguna ayuda del Estado.
Y es que estas energías comunitarias son mucho más que números, que logros medidos en kilovatios.
—Esa es una discusión que tenemos con el gobierno— nos dice. Se trata de mucho más, de adaptar las soluciones a las necesidades de las comunidades, y sobre todo, de lo quieren y disfrutan hacer. En los muchos años de experiencia que Soler tiene acompañando energías comunitarias, ha identificado que estos procesos funcionan mejor si se vinculan a los proyectos productivos de las comunidades y si ellas participan activamente en todas las etapas del diseño y puesta en marcha de los proyectos, así como, en esta ocasión, en la adaptación del terreno para el biodigestor.
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En La Estrecha quieren seguir introduciendo el sol que llega a sus techos en la red pública. El piloto se acabó y ahora seguirán solos, como una persona jurídica, sin el apoyo de EPM ni de la Universidad.
Pero no se asustan:
—Esto es como aprender a montar en bicicleta, el papá lo soltó en un momento y usted va bien y se cayó… y usted se dice: ya no me está teniendo, me levanto y sigo— finaliza Andrés, con un cierto tipo de pujanza paisa.
De aquí en adelante, irán sin rueditas de apoyo.
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El 23 de marzo de 2024, la Sede Ovejas de la Institución Educativa Santa Rita inauguró su biodigestor con el entusiasmo de las autoridades locales y las familias.
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El gobierno nacional está evaluando las 18 mil propuestas que le llegaron y quiere apoyar un número significativo de ellas para mostrar un cambio en la forma de generación de energía en Colombia. De La Estrecha, puede aprender que cada proceso necesita un acompañamiento largo para comenzar a andar solo. Y eso con condiciones previas favorables, como los lazos de confianza entre vecinos y la propiedad sobre sus casas. En otros casos, en zonas de difícil acceso, en comunidades más fragmentadas o en regiones en las que la tenencia de la tierra es incierta, los procesos serán aún más difíciles. Si no se hacen bien, la gente terminará usando los paneles como mesa del comedor, vendiéndolos o cambiándolos por otras mercancías más necesarias.
Del caso de Ovejas, el gobierno puede aprender que aunque la energía es fundamental, el éxito no se mide por la cantidad de energía renovable que se produce o la cantidad de la energía fósil que se deja de producir, sino también de cuántas relaciones humanas se fortalecieron, cómo se insertaron las tecnologías a los procesos comunitarios educativos, culturales y ambientales, y cómo favorecen a las comunidades a avanzar en sus propios sueños. El caso de Ovejas es un llamado a apoyar desde el Estado las energías comunitarias que la gente ya viene impulsando por su propia cuenta.