Día #75

Las personas hacían una pausa durante un momento y se tomaban una foto porque sabían que era lo único que podían recoger para que ese desorden de la vida se convirtiera en una familia. De acuerdo con el testimonio de Margarita, doña Bárbara le dijo: “Venga, tomémonos una foto”. Y ella decía: “No, yo no quiero”. Y la obligó. Entonces, esta foto es muy mentirosa. La película es todo lo contrario a esta fotografía.

por

Varios


07.06.2020

La mujer del animal (2016, 120 minutos), Victor Gaviria

Véala aquí > https://ok.ru/video/1562028935881

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Los dispositivos del mal

Una entrevista con Victor Gaviria a partir de La mujer del animal

por Javier Guerrero* y Thomas Matusiak**

Princeton University, Estados Unidos

* jg17@princeton.edu. Doctor en estudios latinoamericanos, New York University.

** matusiak@princeton.edu. Magíster en estudios latinoamericanos, Princeton University.

Publicado en Perífrasis, Revista de Literatura, Teoría y Crítica

De los ojos de Víctor Gaviria, director de cine de Medellín, hemos recibido las imágenes más tiernas y dolorosas de las últimas décadas. Sus inolvidables películas mellizas, Rodrigo D: no futuro y La vendedora de rosas, instalan cuerpos e historias nunca antes vistos en pantalla con un claro interés por la precisión. Porque la complejidad del cine de Víctor Gaviria radica en la búsqueda del gesto más preciso: encontrar en esas miradas aturdidas por el pegamento el lugar donde se conjugan el dolor y el goce de vivir. Por supuesto, estos cuerpos que los ojos de Víctor Gaviria acompañan producen una zona de indistinción capaz de cancelar aquello que los cineastas colombianos Luis Ospina y Carlos Mayolo definieron como cine miserabilista o pornomiseria (Mayolo y Ospina). Su cine desinstala la controvertida coerción que el dispositivo cinematográfico ha aplicado con recurrencia sobre los cuerpos subalternos. El ya característico trabajo con “actores naturales” de Gaviria hace de su cine una exploración capaz de detenerse en estas vidas precarias como zonas siempre epidérmicas, pero tradicionalmente desestimadas, deleznadas y proscritas por las narrativas del progreso. Sus películas proponen, a su vez, cómo la violencia de estas vidas se resiste a la imposición de un signo exterior. Es decir, el trabajo de Gaviria sobre las poblaciones olvidadas logra encontrar el balance necesario para que su mirada como director acompañe y no se imponga a estas vidas complejas y de difícil inscripción. La inolvidable vendedora de rosas, encarnada por Lady Tabares en una de las interpretaciones cinematográficas más impactantes de todos los tiempos, es solo un ejemplo de la capacidad de este cine de materializar una zona que logre esquivar la coerción propia del dispositivo cinematográfico, sin tener que renunciar a este. Por su parte, Sumas y restas, su tercer largometraje, se adelanta a la exploración del mito de los cárteles de la droga, encarnados en la figura de Pablo Escobar, antes de su explotación comercial por parte de la televisión, por las nuevas plataformas digitales de contenidos audiovisuales y por narrativas simplificadoras o glamorizantes determinadas por las propias lógicas de lo que Rossana Reguillo ha denominado como narcomáquina.

A lo largo de todas sus películas y pese a todo el revuelo que han causado al exponer las caras e historias que Colombia no quiere ver, Gaviria logra despornificar estos cuerpos —es decir, desactivar la posibilidad de que sean utilizados como materias explotables y comerciables— para producir una de las cinematografías más conmove- doras y perdurables de América Latina. Porque el cine de Víctor Gaviria no es el de un enfant terrible. Porque su cine —aunque incomode— no busca incomodar; porque su cine —aunque polemice— no busca polemizar, porque a fin de cuentas su cine busca desesperadamente las razones por las que debemos sobrevivir.

La mujer del animal, su más reciente película, es una película que no pudo llegar en un momento político más oportuno debido a que ocupa una urgencia. El film discute la misoginia, la violencia heredada como guionización de la masculinidad y su supremacía, la violencia sistemática sobre la mujer y el feminicidio, pero también irrumpe en plena organización discursiva y constitución económico-política del posconflicto colombiano y sus operaciones cosméticas. Asimismo, el film insiste en una condición que ha dominado el cine de Gaviria: inquietar la fortaleza del Estado al hacerlo desaparecer en pantalla. Porque en el cine de Víctor Gaviria, el Estado es solo estado de excepción, sus zonas de suspensión, sus zonas más alejadas y remotas. Porque Víctor Gaviria con La mujer del animal nos recuerda algo que reproduce hasta el hastío la literatura del también escritor paisa Fernando Vallejo: “Dios no existe y si existe es un cerdo y Colombia un matadero”. No sabemos con certeza si Dios existe en el cine de Gaviria pero, sin duda, el director parece alterar la frase de Vallejo ya que desconoce el signo “Colombia”, fijándose en comunidades en las que la ley toma otros caminos y, entonces, el signo país se desvanece. Su cine parece decir que el matadero es aquella figura fundada por el inconveniente concepto de lo humano.

Con La mujer del animal, Víctor Gaviria nos convoca a fijar nuestros ojos en un film difícil de ver, pero que sin embargo constituye, a la vez, un film difícil de no ver. A propósito del simposio New Directions in Colombian Cinema, celebrado en la Universidad de Princeton el 17 de marzo de 2017 y a tan solo una semana del estreno comercial de La mujer del animal en Colombia, entrevistamos al cineasta colombiano. La conversación tomó como punto de partida su más reciente film para, entonces, cen- trarse en problemas impostergables como la violencia contra la mujer, el testimonio y el posconflicto colombiano. Recorrimos la cinematografía de Víctor Gaviria, deteniéndonos en cada una de sus películas, para tratar de dar cuenta de la zona de indistinción que su cine produce entre estética y política. Asimismo, abordamos las profundas diferencias del cineasta con el nuevo cine colombiano y con lo que el propio Gaviria ha definido como cine bressoniano. La discusión acerca del presente nos llevó finalmente a abordar los próximos y muy esperados proyectos del reconocido cineasta de Medellín.

Thomas Matusiak: considero que un buen punto de partida para esta conversación es situarnos en tu más reciente película, La mujer del animal. Sin duda alguna, la pelí- cula aparece en un momento clave para la discusión sobre la violencia de género en Latinoamérica. Se han levantado voces y movimientos que enérgicamente denuncian los embates del patriarcado como Ni una menos en Argentina y hay una proliferación de casos recientes en Colombia, Argentina, México o España —así como en los Estados Unidos, en cuyas pasadas elecciones el tema se ubicó en el centro de polémicas y reflexiones—. Entonces, queríamos empezar preguntándote por cómo ves el momento en el que aparece tu más reciente película, a propósito de los debates globales sobre la violencia contra la mujer, la violencia de género. ¿Cómo se inserta tu película en esta discusión? ¿Por qué esta película resulta difícil de verla pero, a la vez, difícil de no verla?

Víctor Gaviria: esta dialéctica me parece extraordinaria. Creo que hay que estudiarla porque me parece una forma interesante de definir una película. Yo me he debatido en torno a eso porque tuve mucho miedo de presentarla y, al comienzo, de hacerla. Cuando empezamos en la sala de montaje, me encontré con un rechazo inmenso y con una crítica que me alertaba sobre la sobreexposición de la violencia. Según esta crítica, la violencia explícita no era el camino. Eso lo viví yo desde el propio guion. Desde hace algún tiempo, los cineastas en Colombia acuden a una nueva estética, marcada por el legado del cineasta francés Robert Bresson y, por lo tanto, lo implícito, lo tácito, lo sugerido como requisito del cine arte. Como si nosotros, la generación anterior, hubiéramos estado en la búsqueda de relatos más explícitos. La mujer del animal es una película que nace de un testimonio. Es un elemento que no solamente ha estado en mi cine, sino también en el trabajo de Alfredo Molano, un sociólogo muy relevante en Colombia, cuyos libros nunca han sido aceptados en la academia porque están atravesados por testimonios. Se convertían en novelas que eran tejidos testimoniales, testimonios exhaustivos y múltiples que compartían un solo relato porque los sintetizaba y hacía una elaboración literaria. En Colombia, el testimonio fue durante muchísimos años rechazado como una herramienta de investigación, lo cual me parece que ocurre desde el Frente Nacional. En ese momento se hizo un pacto de silencio en torno a todo lo que había ocurrido en los años cincuenta, a todo lo que era esa guerra, esos homicidios, todos esos crí- menes. El testimonio fue desautorizado y desprestigiado, en parte para que ese mismo pacto pudiera sobrevivir. En base a ese pacto, se levantaron prácticas y comportamientos políticos que se desarrollaron durante los sesenta, setenta y ochenta. De alguna manera, ese pacto provocó las guerrillas. Entonces, el testimonio vuelve en los años ochenta con Alfredo Molano y otros autores. También forma parte de mi primera película, Rodrigo D: no futuro, donde existe una conversación con aquellas personas que han vivido experiencias que no están en los libros. Estos diálogos son literatura todavía, son oralidad. Entonces se incorporan en las obras literarias o en los discursos sociológicos.

Obviamente, cuando yo hablo con Margarita, de cuyo testimonio partió la historia que cuento en La mujer del animal, ella insiste una y otra vez en el maltrato. El relato de ella es un relato unidimensional. A uno le enseñaban que el cine es un discurso de muchas dimensiones, y que uno siempre debe huir del discurso homogéneo en todos los sentidos. Uno siempre apuesta por la ambigüedad, por la complejidad. A mí me desconcertó, pero al mismo tiempo veía que ella quería ser unidimensional con respecto a su historia. Ella nunca renunció a la idea de que su experiencia fue la de un maltrato absoluto, constante. Ella hace un retrato de un personaje absolutamente malo. A partir de allí, empecé a tratar de entender el maltrato de género desde esa dimensión del mal. Además, me lo daba el hecho de que había un personaje que se hacía llamar el Animal, o que lo habían bautizado como el Animal. Eso abría una dimensión más allá de lo psicológico, una dimensión mágica y mítica. Dentro de esa dimensión, el mal era una manera de abordar el maltrato de género, porque es un problema difícil de abordar. Yo no soy especialista en eso —no tengo un discurso crítico—, pero de entrada me pareció que estábamos ante un odio y un desprecio reiterado como la exposición de una voluntad más allá de cualquier vacilación psicológica. No, esta era una disposición abiertamente del mal. Obviamente eso produjo una película de una violencia explícita. Asimismo, ese relato se emparenta con todo lo que ha ocurrido en el país durante los últimos años, cuando se han expuesto esos cinco o seis casos de la presencia de la violen- cia de género que no tienen ambigüedades absolutas, que encaminan en la anulación, que terminan siempre en el feminicidio. El asesinato no es un accidente, es una voluntad que va hacia esa anulación. Se basa en una anulación de la libertad y en la vigilancia. Tiene muchas etapas y como hombre uno sabe que esas etapas parten de la configura- ción de uno mismo: la vigilancia, los celos, el aislamiento, el encierro, el insulto. Luego ya empiezan los golpes, la paliza y, finalmente, el asesinato. En Colombia, en los últimos cuatro o cinco años, han aparecido diversos relatos en los cuales los hombres desfiguran a las mujeres a través del ácido. Ha sido la aparición de una perversión inconcebible. Me pareció que ese era el camino. Yo le creí a Margarita. Ella obviamente tenía una selección de sus recuerdos y había anulado muchísimos episodios de su memoria. Se habla de la banalidad del mal. También hay que hablar de la banalidad de lo humano.

Javier Guerrero: Víctor, hablabas del cine que sugiere, que ha sido una codificación del cine de arte latinoamericano, pero no es únicamente latinoamericano. Los primeros lugares donde se exhibe el “gran cine”, incluso el tuyo, son festivales como Cannes, Berlín, Venecia, Toronto. Sin embargo, considero que tu cine rompe con esto, aunque muchas películas latinoamericanas siguen estéticas propias de los festivales, estéticas que también coinciden con nuestros intereses como académicos. Incluso, son películas que muchas veces se ven poco en sus países aunque tengan mucho éxito en los festivales. Ahora bien, la violencia es constante en tus cuatro películas: la violencia es partícipe de las vidas y cuerpos que aparecen en tus films. Tu cine, aunque ha sido aclamado inter- nacionalmente, incluso en muchos de estos festivales a los que antes me refería, ha sido muchas veces desestimado y hasta demonizado en Colombia. Me pregunto si ha aparecido otro tipo de crítica con La mujer del animal. Es decir, ¿ha variado la recepción de tu cine? Rodrigo D, La vendedora de rosas e incluso Sumas y restas aparecen en Colombia en momentos en pleno conflicto armado. Hoy día están en plena construcción los dis- cursos del posconflicto que en general plantean operaciones muy relacionadas con la paradoja del “ver” y el “no ver”. Todos los efectos del conflicto, de la violencia del siglo xx y el xxi, siguen aporreando estas vidas. ¿Ves alguna distinción en cómo ha respondido Colombia en estas primeras proyecciones a tu nueva película?

Víctor Gaviria: lo que pasa es que ahora la violencia de La mujer del animal es una violencia de género. En ese sentido, ha habido pudor en negarla. Ya no se me acusa de hablar de la violencia en general como se hacía con Rodrigo D o La vendedora de rosas. No sé por qué la gente discute el cine como si el cineasta fuera el responsable de presentar con sus películas una alegoría del país. En mi cine yo simplemente propongo un escenario muy concreto. No hago una alegoría del país. No, no se trata de eso. Por supuesto, hay cineastas para todo. Sin embargo, en el caso de la violencia contra la mujer nadie puede decir que es un tema que habla mal del país porque es un problema ya a nivel universal, y muy concreto con respecto a la mujer. Nadie puede decir que no es conveniente tratar este tema. Creo que nadie lo puede decir porque es un tema que es necesario tratarlo. En ese sentido, la respuesta ha sido que esta película es insoportable pero necesaria. Esa ha sido la reacción. Estamos frente a una película que es incómoda verla, que es insoportable verla, pero que  a la vez es necesario haberla hecho. No obstante, el hecho de que en su primera semana la película haya tenido tan pocos espectadores demuestra un rechazo a hablar del tema de la violencia de género. Por supuesto, yo también estoy tratando de entender qué es la película. Creo que la película se vuelve casi inconveniente, casi inaceptable para el espectador. No obstante, es una película para verse. Es una película para guardarse. Por lo tanto, una vez más, es interesante lo que ustedes propusieron antes, que es una película difícil de ver y difícil de no ver. Parece que tuviera un dispositivo incorporado para no verse. Me llamó la atención que en Medellín alguien escribiera un artículo en donde decía: “Esta es una película en la que durante su proyección uno mira para otro lado y no hacia la pantalla: uno mira para el piso, para el techo, se mira las manos, mira hacia el lado. Que es una película en que se ve un 70 % del material, o menos”. ¿Cómo se hace una película para que, entonces, los espectadores no puedan verla? Yo no era consciente de eso.

Asimismo, hay una exposición del maltrato de una manera tan repetida y enfática que el público de algún modo rechaza esa estructura de la película, del maltrato que persiste. Porque hay otras estructuras en las que el maltrato se alude, pero no persiste en él ni se convierte la experiencia del espectador como única emoción. En general, la estructura de las pelí- culas son emociones que aparecen y que tienen sus treguas, sus pausas, sus transformaciones.

Y estamos adiestrados como espectadores a que las películas nos den otra cosa: un goce. Acá la película se posiciona de manera distinta. Como dije antes, yo le creí a Margarita y su testimonio. Todo el tiempo cuando trabajaba con base en las entrevistas, lo que yo encontraba era una sucesión de maltratos. Nunca aparecía la relación humana, nunca aparecía la redención, nunca aparecía una reconciliación. Nunca, nunca, nunca. Había un mal persistente al que  se exponía. Entonces, me parecía que esta era una historia muy interesante para exponer el mal: vamos a filmarla. Esto hace que la película comunique al espectador la experiencia de un maltrato continuado y el espectador —sobre todo las mujeres— se rebela contra eso. Se rebelan contra el hecho de que la película obligue a ver un maltrato. ¿Saben dónde está eso en la historia del cine? En Roma, ciudad abierta y, en general, en todo Rossellini. Cuando vemos también Alemania, año cero uno vuelve a sentir eso mismo. Allí uno siente esta exposición del niño que al final se suicida. Lo ves en Roma, ciudad abierta cuando somos testigos de cómo se están torturando a los personajes. A uno le parece escandaloso, incluso después de tantos años de haberla visto. Es una película que ha sido inmortalizada por la crítica, pero, aun así, hay momentos en que uno dice: ¿Cómo hay una puerta cerrada? ¿Esa puerta que el cine abre? Esa puerta que cuando se abre, alcanzamos a ver y oír cómo y en que condiciones se tortura. Esas puertas pocas veces se abren y cuando se abren es cuando la película tiene un objetivo distinto, cuando es una película que expone el espacio de la crueldad humana y de la experiencia humana. Hay que recordar siempre que en La mujer del animal yo tomé el testimonio de Margarita al pie de la letra: el Animal nunca la había ayudado. Esta era la insistencia: que nadie la había ayudado. Sintió una profunda indiferencia frente al maltrato que sufrió. Yo no quería que la gente disfrutara de ese maltrato. Quise exponer que a ella nadie la había ayudado. Esta es la razón de mi intención, siendo tan evidente este maltrato, habiendo tantos testigos —aunque sea de reojo o de coincidir en una cantina, de tomarse un trago o jugar al billar— que presenciaron ese maltrato. La intención de la película no es el regocijo ante el maltrato, porque la puesta en escena del maltrato está construida con mucho pudor. Lo único que no es “verdad” en esa película es el maltrato: es coreográfico. Además, no soy Tarantino ni cuento con un equipo de grandes coreógrafos. Nosotros pagamos dos pesos para hacer la coreografía. Las coreografías de Tarantino son espectacularizantes. La coreografía de nosotros no convierte el maltrato en espectáculo.

Espectacularizar el mal a través de la coreografía es banalizar el mal. Lo primero que nota la crítica de las películas de los hermanos Coen es el baile que producen las metralletas en los cuerpos. En La mujer del animal no estamos banalizando el mal; aquí lo volvemos insoportable. No hay ningún momento en que banalicemos el mal porque no hay nadie que salte, no hay nadie que se caiga, no hay nadie que ruede, no hay ningún brote de sangre, no hay espectacularización posible.

Javier Guerrero: creo que la naturaleza del cine de ficción es muy pertinente para lo que discutes, la idea de que ficcionar tiende a frivolizar. Es como si la capacidad de ficcionar esta historia ya la hiciera un espectáculo. Es decir, quizás este señalamiento no sería concebible para este público si hubieras hecho un documental donde Margarita relatara su historia. Es como si la capacidad de poner en escena fuera de alguna manera repetirla. Entonces, a partir de esa proscripción tu cine estaría censurable políticamente. Estoy totalmente en desacuerdo y, por lo tanto, lo recreo. Me parece que esta discusión tiene que ver con el hecho de ficcionar, que fue un elemento muy presente en algunas de las críticas sobre Rodrigo D… o La vendedora de rosas. Pero no se trataba únicamente de abordar estos temas, como si el cine fuese embajador del país, como si el cineasta tuviese que lavarle la cara al país. Tu trabajo con actores naturales siempre ha sido discutido. En ocasiones te han señalado como cómplice de zonas de delincuencia, te acusan de explotar a estos chicos como si en el set estuvieran expuestos a mayor violencia que la que viven diariamente. Pocas veces se repara en que estás trabajando con actores naturales, pero actores.

Víctor Gaviria: esto es muy importante. Esta película cae como un cuerpo extraño en la mesa gratificante del cine de arte colombiano, en momentos en los que todo el mundo lo aplaude y celebra y marca como si el cine sugerente fuera el único camino. Yo mortifiqué a todos estos directores, a quienes les estaba yendo muy bien por el camino del cine de arte y del cine que se separa de la violencia explícita. Hablando con la investigadora colombiana Juana Suárez, apenas terminada La mujer del animal, me percaté del éxito de todas estas películas La tierra y la sombra, El abrazo de la serpiente, El vuelco del cangrejo, La sirga o Porfirio. Todos estos éxitos impactaron en la idea del cine de arte. Yo mantengo que me preocupa mucho ese cine que realmente no enfrenta los problemas directamente. Estoy acostumbrado a nuestros maestros del neorrealismo italiano y al cine norteamericano de los setenta, que es un cine que habla directamente sobre los universos, sobre todos los discursos, de lo más visible a lo más invisible. Eran, sí, películas que sugerían en un momento dado, pero otras veces encontraban su tema de manera directa. En este sentido, mi película cae como un cuerpo en la mesa cuando nadie está esperándolo para dañarle la fiesta al cine colombiano. Es un cuerpo que no queremos ver pero que mi película lo se lo restriega en la cara una y otra vez. Obviamente mientras ese cuerpo aparezca hay que tener en cuenta que aparece el maltrato. También apa- rece la sobrevivencia como un elemento fundamental del maltratado. Es decir, vemos cómo ella sobrevive, cómo ella va solucionando y va resolviendo esa persecución. Además, está el tema del testigo, del que ya hemos hablado. En la película, la experiencia que se vuelve insoportable da cuenta del espectador como testigo. Se trata del discurso de Hitchcock sobre el espectador como testigo que está a salvo. Lo vemos, por ejemplo, en La ventana indiscreta cuando quien mira es el espectador en el momento donde lo miran de frente y lo sentencian a muerte. Allí es cuando la seguridad del personaje se rompe. El espectador también tiene que tener un momento en el que se rompa su seguridad o ¿para qué, entonces, es el arte?

Thomas Matusiak: quiero hacer una pregunta sobre el final de la película porque también expone una genealogía de la violencia. La trazamos desde el comienzo. En una escena se habla de la historia del cuerpo del Animal, de las cicatrices de cuando era niño. Luego vemos el final, cuando aparecen los hijos del Animal como sus herederos, nombrados incluso como animales. Cuando muere el Animal, un personaje exclama: “¡Qué vivan los animalitos!”. Tenemos una película ubicada en el pasado por el testimonio, pero que se estrena en un momento cuando esa misma violencia continúa viva; es decir que ya se ha reproducido varias veces. ¿Cómo trazar esta genealogía y la reproducción del mal y de la violencia?

Víctor Gaviria: creo que las películas que tenemos que hacer en el futuro son películas que realmente muestren el mecanismo de la reproducción de la violencia. Una película como esta expone la gestación y la alimentación de la violencia: descubre cómo la violencia ha funcionado en la sociedad más allá de los eventos puntuales. Colombia produce tantos eventos y tantos episodios que te sorprenden porque son síntomas estructurales. Muchas veces lo que son los síntomas de las estructuras que existen las tomamos como una superficie y, con base en eso, hacemos las películas. Sin embargo, las películas tienen que mostrarnos las estructuras que subyacen. El cineasta tiene que hacer el esfuerzo de despren- derse de la anécdota porque nuestro país produce anécdotas escalofriantes y personajes que obviamente son muy sintomáticos y casi simbólicos. Son símbolos muy fuertes, pero el trabajo radica en empezar a mostrar más allá de esa temporalidad porque es muy mentirosa. Lo que subyace tiene otra temporalidad que es, al mismo tiempo, futuro y es pasado. En ese sentido, La mujer del animal intenta mostrar que existe todo un dispositivo del mal.

Imagínense que empecé entrevistando a una cantidad de mujeres que habían tenido de compañeros a esos “animales” y eran arrimadas. Ustedes saben que cuando un cineasta hace ese tipo de investigación necesita de una gran cantidad de entrevistas —como Alfredo Molano en muchos sentidos—. Busqué muchos ejemplos de la aparición del Animal para encontrar pequeños episodios o momentos que no están en la historia de Margarita. Por ejemplo, había una señora que me presentó a su hija, que es una muchacha de 38 años. La señora me dice que el Animal, su esposo, era un hijueputa. Era un monstruo. Hubo un momento en que él trató de violar a la hija. Entonces, esa señora cogió a la niña y corrió por una calle. Llegó a un bus, subió a un barrio y la entregó para entonces volver con su marido, el Animal. Conocí a esa niña y ella me dio muchas claves, sobre todo la clave del mal. Quería saber cuál era el mal de la sociedad porque estamos enseñados a que el mal sea tratado por el melodrama, pero no por el cine de arte. El mal está casi siempre ausente entre los autores. El cine de autor no trata casi nunca el mal, que ha estado sujeto frecuente del melodrama.

Javier Guerrero: bueno, hay también una larga tradición del mal en el cine de autor. Haneke es un cineasta excepcional y su film La cinta blanca, una obra maestra del mal…

Víctor Gaviria: es divina. Trabaja el mal como una posición social. Para volver a la historia que contaba, esa niña se vuelve muy amiga mía y empiezo a preguntarle muchas cosas. Me dice cómo ha sido objetivo del mal, ella arrimada en esa familia entre los primos. Ella finalmente vuelve a escapar, pero vive como Cenicienta durante años y años hasta que se escapa porque se casa y logra tener una vida. Pero logró escapar de un ciclo de maldad. Allí me di cuenta de la primera servidumbre tenaz, porque estamos frente  a una servidumbre exagerada del Animal. Esas mujeres fueron raptadas y atrapadas por el Animal. Pero yo me di cuenta de que eso era un último escalón. El primero era estar arrimada y atormentada por ser una recogida; eso te lleva hacia el Animal como parte de una pirámide de servidumbres. La primera, la servidumbre del recogido, yo la trabajé muchísimo en la película. Desafortunadamente no pude incluir las secuencias que rodamos. De todos modos, quedó denunciada la servidumbre porque el mal surge allí. Por lo menos se expone allí cuando todo el mundo empieza a mortificar a la persona arrimada, a mandarla, a humillarla. Ella tenía unas quemaduras en el brazo. Le preguntaba qué le pasó y me dijo: “Ay no, que mi tía me quemó”. Entonces, empezó a contarme una his- toria de telenovela. Ese es el horizonte del Animal, que es muy importante saber desde donde se alimenta ese mal. Que por supuesto está en un cineasta como Haneke.

Javier Guerrero: discutamos también el momento político que atraviesa Colombia. Hemos hablado de arruinarle la fiesta del cine colombiano, que es una internalización principalmente pensada a partir de festivales y de “art-house cinema”. ¿Crees tú que esta película no solo toca el maltrato, sino que también abre un archivo y un episodio de violencia en un momento marcado por lo que se ha denominado como posconflicto? Pasado el Plan Colombia, el país ha transformado su imagen internacional y se ha constituido ahora como un lugar de ciudadanías de clase media donde la historia del narcotráfico parece haber sido arrasada. En cierto sentido, la imagen internacional del país se ha propuesto como tabula rasa de cara a lo que ahora se entiende como la nueva Colombia. En cierto sentido, se trata de un proyecto que por un lado enfatiza un proyecto de paz y justicia, pero también, en cierto sentido, oculta la violencia que ha marcado a sus ciudadanías, territorios, cuerpos. ¿Cuál crees que sea la ubicación de una película como La mujer del animal dentro de la construcción del posconflicto y estas nuevas narrativas colombianas?

Víctor Gaviria: es una casualidad que la película se haya rodado y haya coincidido con la acción del movimiento de paz y con el comienzo del posconflicto, un momento muy importante en que se exige no solo los acuerdos de paz, sino los acuerdos acompañados con la verdad. Porque sin verdad, esa transición se vería fracasada y se convertiría en una impunidad. En vez de hacer reforma lo que se hace es contrarreforma, todo lo contrario de lo que se pretende. Ahora, en este momento, la verdad es muy importante.

Entonces, ¿cuál es la lectura de la verdad después del posconflicto? Ahora estamos en el momento del posconflicto. Durante cuarenta, cincuenta años, ha habido una neblina ideológica de Guerra Fría que subraya de manera exclusiva la tensión entre el comunismo y el capitalismo. Cuando hacemos los diálogos de paz, esta neblina cae y se van viendo realmente los culpables. Vemos, por ejemplo, cuál era realmente la violen- cia de género. La ideología siempre había cubierto eso; todos los asesinatos de mujeres parecían accidentes o consecuencias que no tenían explicación. No eran elementos ideológicos, sino accidentes desafortunados pero no significativos. Ahora el Animal está en primer plano. Uno puede ver estos enquistes de maldad que la sociedad produce, que están en cada esquina y que se reproducen basados en economías ilegales.

Thomas Matusiak: Víctor, ¿te parece que en ese proceso de posconflicto ha habido una separación de las violencias? Es decir, ¿crees que se han silenciado algunas para enfatizar otras? En tu opinión, ¿se está —para usar una palabra quizás inadecuada— “privilegiando” un discurso de violencia dentro del conflicto armado e ignorando la violencia contra la mujer, por ejemplo? ¿Cómo balancear estos dos discursos?

Víctor Gaviria: creo que la película marca la violencia de género como una  violencia de entrada a las violencias restantes. Y eso lo he escuchado de muchas personas: de mujeres que lo han estudiado, como por ejemplo Lucrecia Ramírez. Es el desprecio por lo débil, por lo frágil, por la infancia. Esto uno lo encuentra en la descripción de las violencias: una paliza, el maltrato del cuerpo. Enseguida siempre está la confirmación de algo que aparentemente no tiene importancia y que pasa como algo intranscendente o banal. Me lo han contado mujeres. Llega una mujer que está ocultando moretones y golpes. Alguien la toca y la mujer se queja. Le dice: “¿Qué le pasó?”. Entonces muestra qué le pasó (una golpiza, por ejemplo) y después cuando se conversa con ella siempre agrega que esa persona que acaba de maltratarla tampoco se responsabiliza por los niños. Son dos cosas distintas. Al explorar te das cuenta de que vas construyendo la figura del Animal como una persona que es absolutamente indiferente. Su odio, su indiferencia y su ejercicio de la inhumanidad afectan a ambos: tanto a la mujer como a sus hijos. Aquí se entrelazan todas las vidas: las del Animal, la mujer, el testigo y el hijo.

Quienes están en medio de todos estos diálogos y acuerdos son las víctimas que piden que haya verdad. Ellas están perdonando. Han aceptado que son las que dan el permiso de perdón. Los dos bandos son irreconciliables y nadie quiere dar el perdón porque hablan de impunidad. Las víctimas son las que hablan del perdón en el sentido derridiano. Son las que hablan de perdonar lo imperdonable, pero siempre cuando haya verdad. Exigen más que reparación. Obviamente también hay reparación, pero más que cualquier cosa, exigen la verdad. Si no hay verdad, no hay nada.

En Colombia, las víctimas han sido y siguen muy visibles, muy activas. Son comunidades enteras. Hay una serie de episodios de masacres y poblaciones enteras que fueron acosadas por la guerrilla y por los paramilitares. Entonces, las víctimas están muy presentes. Esa es la única garantía de que el proceso llegue a lograr algo, porque también hay un pulso muy grande entre aquellos que quieren que la guerrilla pague y los que quieren que los paramilitares también paguen. El ‘no’ de Colombia es precisamente la idea de que el país se conserve idéntico.

Thomas Matusiak: me parece que no hemos hablado de Sumas y restas lo suficiente. Víctor, quiero hacerte una pregunta sobre la obsesión que se ha despertado últimamente con la figura de Pablo Escobar: por ejemplo, en Narcos, la serie de Netflix, o en la tele- novela Pablo  Escobar, el patrón del mal y en todas las películas que se han hecho en   los últimos años (Loving Pablo y Escobar: Paradise Lost para nombrar solo dos ejemplos recientes). Sumas y restas se estrenó mucho antes de esta ola de producciones sobre Pablo Escobar. Entonces, ¿cuál es tu posición no solo frente a estas producciones, sino también frente a la figura de Pablo Escobar? Nos comentaste que en el futuro querrías hacer un proyecto sobre Pablo Escobar.

Víctor Gaviria: hay que hablar más con cierto recato sobre la figura de Pablo Escobar.  Es muy extraña la relación que los colombianos tienen con Pablo Escobar porque es una figura que produjo en su vida un relato lleno de episodios fascinantes. Conozco muchos lugartenientes de Pablo Escobar y me cuentan su historia desde sus vivencias. Es la historia de unos delincuentes que un patrón, un padre, reúne y les da el sentido de ser delincuentes. Antes eran unos proyectos fracasados que no iban para ningún lado, y la figura de Pablo Escobar les da una orientación a esos proyectos locales. Esa persona les demuestra quién es el enemigo y, con conciencia política, ellos se enganchan en ese señalamiento. El enemigo es el Ejército, la Policía y el Estado. Entonces, les propone una tarea que a ellos les llena de una ambición y un orgullo enormes, que es atacar y vencer al Estado porque siempre   el delincuente sabe que el Estado lo va a vencer. Esta es la primera vez que Pablo Escobar los une y les dice: “Vamos a vencer al Estado a través del terror  porque  esos  hijueputas no saben qué es la muerte, no saben lo que hemos vivido, siempre en la frontera con la muerte. Vamos a llevarlos a ellos a la frontera con la muerte y vamos a vencerlos”. Vencen al Estado y los arrodillan. Es la única revolución que el país ha tenido. Es la única vez que el país ha vencido al Estado, que ha sido un Estado injusto, un Estado al que no le impor- taban los pobres, un Estado que lo único que ha hecho es masacrar al pueblo. Entonces, ese momento glorioso de la delincuencia, cuando el Frente Nacional no ha dejado ningún partido, cuando cualquier protesta es acallada y señalada como guerrilla y todo el mundo —los sindicalistas y todos los movimientos populares son asesinados sistemáticamente—, este es el único man que los reúne. Quiero hacer una película sobre eso. Una película totalmente política. Además, cuento con todos los documentos, todos los testimonios de cómo empezó, de cómo fue la vaina. Sucedió una cosa extraordinaria.

Yo tengo una relación muy ambigua con el delincuente porque en él hay resistencia. De alguna manera tengo una idea intuitiva de lo que ocurre en esas poblaciones y en esas sociedades de barrio en donde la gente precisamente ha sido vaciada de todo poder. La gente se levanta con una conciencia de su impotencia y no tiene poder para nada. Lo que hablába- mos ahora de no tener ni para pagar un bus. Mi próxima película es sobre la pobreza de una persona que de un momento a otro sabe que no tiene plata y no tiene a quién pedirle y tiene que caminar por toda la ciudad para llegar a su destino. Tengo que transformar, tengo que hacer un esfuerzo, porque los bressonianos y el cine que cree que a través de la sutileza vamos a encontrar la verdad dicen: ‘¿Cómo filmamos esto para que sea sugestivo?’. Pero la pregunta es: ¿Cómo filmamos estas cosas que son tan sutiles, cómo filmamos estos sentimientos y estas verdades que son tan difíciles de convertir en algo mostrable, cómo vamos a transformar estos sentimientos, estas sensaciones, estas impotencias en cine?’. Que es finalmente lo que decía el neorrealismo, ¿no es cierto? ¿Cómo mostramos lo realmente sutil?’. Entonces, me pregunto:

¿Cómo voy a mostrar a una persona que sabe que tiene que ir a un lugar, que tiene que atravesar la ciudad? ¿Cómo voy a mostrar esa caminata? ¿Cómo voy a mostrar ese enojo y esa tristeza cuando ve que todo el mundo coge su bus o que todo el mundo pide su taxi, que todo el mundo ya llegó a la casa, que la gente ya está allí y ella no? No estoy haciendo nada grande, pero tiene que ir hasta la casa, para llevar a unos niños a un internado y ahora tiene que devolverse. ¿Cómo voy a mostrar ese desconsuelo y esa tarea tan larga de atravesar toda la ciudad, esa tarea tan inútil viendo que todo el mundo levanta la mano y para un taxi cuando ella no puede hacer eso? Entonces, esas son las cosas indiscernibles que hay que hacer. Allí es cuando el cine realmente tiene un problema que no es bressoniano. Es un problema de traducción: sentimientos, sensaciones, emociones difíciles de traducir.

Esos escenarios, esas poblaciones, son lugares vaciados de poder donde la gente se levanta y no tienen poder para nada. Ni tienen nada para calmar el hambre de los niños. El mundo es miedo, terror. Allí nace el terror constante del día a día. Hay que entender que aquellas que dan el paso contra la ley —seguramente entrando a participar en el ejercicio de la multiplicación de la crueldad contra los demás— se convierten en monstruos para los demás. Esa transformación es tan dura para una persona con el fin de obtener poder, algún poder. En ese sentido, les confieso a ustedes mi ambigüedad frente a la delincuencia. Yo a la delincuencia la admiro. Tengo una parte que admira al delincuente porque esta figura se ha rebelado ante la impotencia. Así como admiro al que espera.

Ahora, vean esta foto. Es la única foto que tiene Margarita del Animal. Allí está ella y aquí está el niño, Carlitos, que no es el niño adoptado. Y está otra niña acá. Esta señora es doña Bárbara, la mamá del Animal. Es una foto hecha frente a un barranco, frente a la casa. Además, fíjense en el pelo corto. Desde entonces lleva el pelo corto; nunca se dejó el pelo largo. Aquí está lo que antes discutíamos.

Margarita junto a su hijo, el Animal y doña Bárbara, la madre del Animal. Fotografía cortesía de Víctor Gaviria, reproducida con autorización de Margarita.

Javier Guerrero: interesante la escena y la fotografía por su construcción de la cotidianidad familiar, en la cual ella, por lo tanto, debe sonreír.

Víctor Gaviria: es la fotografía como la absoluta normalización de la violencia. Yo iba a incluir este momento en una secuencia, lo tenía en el guion. Esto fue justo antes de que mataran al Animal. Aquí ya estaba herido. Nos hace pensar, entonces, sobre lo que es la fotografía como normalización de las relaciones sociales, como la imposición de una apariencia y una pose. Pasaban los fotógrafos de barrio en esas épocas y cobraban por la foto. Las personas hacían una pausa durante un momento y se tomaban una foto porque sabían que era lo único que podían recoger para que ese desorden de la vida se convirtiera en una familia. De acuerdo con el testimonio de Margarita, doña Bárbara le dijo: “Venga, tomémonos una foto”. Y ella decía: “No, yo no quiero”. Y la obligó. Entonces, esta foto es muy mentirosa. La película es todo lo contrario a esta fotografía.

Javier Guerrero: por eso me encanta tu respuesta, cuando dices: “Yo le creí. Yo  creí en su testimonio”. Eso es todo. Es la respuesta que ella se merece. Cuando se discuten casos de abuso de género o, incluso, de feminicidio, las autoridades y la opinión pública suelen dudar de las víctimas. En la absoluta creencia en este relato y en la trasposición casi intacta del relato de Margarita radica tu profunda comprensión de estos sujetos. Personas que tienen derecho a plantear y contar sus historias de esta manera. Por eso, cuando yo oí tu respuesta a una pregunta durante la discusión con el público luego de proyectar La mujer del animal aquí en Princeton, pensé: “Allí está”. No hay forma de discutir sobre el problema del testimonio. “Yo le creí”. No importa si en esa creencia hay ingenuidad. “Yo le creí”. Ahora, me pregunto: ¿Cómo es la vida de ella ahora? ¿Cómo es la vida de Margarita?

Víctor Gaviria: ahora está en una casita muy pobre, comiendo arroz con huevo y con problemas de gastritis. Está allí esperando, esperando, esperando que le llegue la pen- sión. Qué injusticia. ¿Cómo el Estado permite que esa gente espere toda la vida y nunca les llega nada? Las entrevistas con ella son hasta difíciles de entender porque uno no sabe desde dónde habla. Por eso mi hija Mercedes, después de ver la película, me dijo que quedó impactada porque no sabía desde dónde hablaba esta gente. Porque unas son prostitutas, otros son drogadictos, y no se sabe bien desde dónde hablan. Es muy inquietante desde dónde habla la gente y qué es lo bueno y lo malo. No sabes qué pensar del proyecto de estas personas. Estas personas son más personas que muchísima gente que conoces. Tienen una vida mucho más heroica, más hermosa y mucho más cerca a los valores de la vida. Las mejores películas mías —como La vendedora de rosas— son justamente aquellas en las que hay más improvisación. En las otras yo tenía ya algunos relatos. La improvisación estaba muy recortada por el relato inicial, pero de todas mane- ras hay improvisación. Lo que yo digo siempre, no sé por qué, es que para mí tiene que ver con la historia sagrada de las trompetas de Jericó, cuando unas verdades derrumban unas murallas de mentiras. Es un momento de resistencia. Tiene ese lado la delincuen- cia. La delincuencia también es resistencia. No podemos olvidar eso.

Javier Guerrero: una última cosa, Víctor. Más allá de la improvisación, ¿notaste alguna distinción en el rodaje de esta película a diferencia de las otras? ¿Hace cuánto no roda- bas? No filmabas hace mucho tiempo, ¿cierto? Porque además Sumas y restas se filmó antes y pasaste mucho tiempo en la posproducción.

Víctor Gaviria: tenía trece años sin rodar.

Javier Guerrero: y después de esos trece años, ¿sentiste que algo había cambiado? Ya habías hecho tres películas y volviste a hacer cine. ¿Piensas que hay algo que se alteró en las poblaciones, en volver a estos barrios? ¿Hay algo que se te pasó por la cabeza, o algo que te conmocionó? ¿O fue como filmar La vendedora de rosas o Sumas y restas? ¿Fue una experiencia parecida?

Víctor Gaviria: yo insistí en trabajar con unos amigos que casi no pude incorporar al equipo, pero lo logré. Incluso a pesar de la productora, que no quería que yo trabajara con mis amigos porque tenía la idea de que eso era algo antiindustrial. Ella rechazaba un cine que pensaba que era del pasado, que era un cine de amigos, un cine no industrial y, por lo tanto, desorganizado, que no cuadraba con la lógica de la industria. Sin embargo, yo logré trabajar con ellos a pesar de todo. Pude hacer la película igualmente y volver a esas locaciones que están llenas de humanidad, de un espacio muy particular. Todos son los barrios populares de Rodrigo D, que son barrios que han sido construidos con mucho esfuerzo. Cada lugar, cada cosita, te resucita un momento de decisión, un momento anterior. Es una cosa que te habla directamente de las personas. Te resucita a las personas. Volví a estar en ese lugar, que es un lugar de amor, que es un lugar hermo- sísimo. Volví a hablar con toda esta gente igualmente, hablar con todos esos muchachos, con todas esas historias tan interesantes. Quiero volver a La vendedora de rosas y estas películas anteriores porque había muchos diálogos y mucha improvisación. Aquí la improvisación es sustituida por el maltrato, por la paliza, por los golpes, por el insulto. Yo ya no les podía pedir a los actores que improvisaran. Esa falta de improvisación me mortificó y me mortifica todavía cuando veo la película, porque esa la esencia de trabajar con actores naturales, que realmente el actor diga cosas…

Javier Guerrero: sin duda, una oportunidad que tienes en el proyecto de la caminata.

Víctor Gaviria: exacto. Allí hay una historia llena de detalles, como en La vendedora de rosas. Cuando me reúno con todos los actores naturales es increíble. Hay también la sensación de que estamos en lo mismo. Ahora, cuando estrenamos la película, volvimos a hacer una fiesta donde un amigo por allá en una callecita —porque a ellos no les gustan los centros comerciales ni las avenidas ni los parques. A ellos les gustan las calles oscuras donde nadie pase o los vea. Ellos no quieren ver nada ni ser vistos por nadie. Entonces, cuando estábamos allí la actriz que hacía de la prostituta en La mujer del animal llegó desesperada y me dijo: “Víctor, tengo un problema. Yo mañana necesito construir un rancho. Ya tengo unas tablas allí, me dieron un lugarcito allí y voy a construirlo”. Y era como una secuencia de la película. Es como en La vendedora de rosas, que sales del teatro y sigue la secuencia. Mi cine es así.

BIBLIOGRAFÍA

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Gaviria, Víctor, director. La mujer del animal. Polo a Tierra, Viga Producciones, 2016.

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Landes, Alejandro, director. Porfirio. Franja Nomo, Carmelita Films, 2011.

León de Aranoa, Fernando, director. Loving Pablo. Escobar Films, B2Y Eood Sofia, 2017.

Reguillo, Rossana. “La narcomáquina y el trabajo de la violencia: apuntes para su decodificación”. E–misférica, 2011, http://hemisphericinstitute.org/hemi/ es/e-misferica-82/reguillo

Rossellini, Roberto, director. Alemania, año cero. Tevere Film, SAFDI, Union Générale Cinématographique (UGC), Deutsche Film (DEFA), 1948.

Ruiz Navia, Oscar, director. El vuelco del cangrejo. Arizona Films, Burning Blue, Contravía Films, 2009.

Di Stefano, Andrea, director. Escobar: Paradise Lost. Jaguar Films, Nexus Factory, Pathé, Roxbury, Umedia, uFilm, 2014.

Vallejo, Fernando. El desbarrancadero. Alfaguara, 2015.

Vega, William, director. La Sirga. Burning Blue, Contravía Films, 2012.

75A.

La mujer del animal

por Carolina Sanín / Publicado en Arcadia

I

En un pasaje de La transformación (1915) de Franz Kafka, la hermana de Gregor Samsa resuelve, con la ayuda de su madre, vaciar la habitación del hermano, que se ha convertido en un monstruoso bicho. La intención de la hermana es que Gregor pueda moverse con mayor libertad según su nueva condición, y quizá también, como teme

Gregor, “luego poder hacer mucho más por él que hasta entonces”, ya que sin muebles y con el bicho dominando el espacio por completo, será menos probable que alguien distinto de ella quiera entrar en la habitación. Gregor, aplastado por la sensación de que esas mujeres están “quitándole todo lo que él quería”, sale de su escondrijo y repara en un cuadro que tiene en la pared: es una ilustración que él ha “recortado de una revista ilustrada y ha puesto en un precioso marco dorado”. El cuadro, que ya ha aparecido en la primera página de la historia, representa “a una dama con sombrero y boa de piel que, bien erguida en su asiento, alzaba hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, en el que había desaparecido todo su antebrazo”. Gregor se arrastra entonces hasta el cuadro y se pega contra el vidrio que lo cubre, con lo que alivia “el ardor de su vientre”. El bicho no está dispuesto a dejar que nadie le quite esa mujer envuelta en pieles de animal, esa mujer del animal, que es feral pero al mismo tiempo es una mujer idealizada, quieta y callada, detrás del vidrio que separa y refresca; a la vez castrada (parece que su antebrazo ha desaparecido en el manguito) y amenazante (quién sabe qué guarde en el manguito).

Cuando leí La transformación por primera vez, siendo adolescente, me asombró descubrir que el cuento trataba tanto de la transformación de una niña en mujer (Grete, la hermana de Gregor), cuya forma femenina marca el final de la historia y el último “levantarse” en ella (“al final del trayecto, la hija se levantó primero y estiró su cuerpo joven”), como de la transformación de un hombre (Gregor Samsa), que se encuentra convertido en una alimaña tras el despertar que da inicio a la historia. Ambas transformaciones suceden al mismo tiempo. Los terrores inconscientes al deseo por la mujer y al deseo que siente la mujer hacen que el hombre se deshumanice y se convierta, a su vez, en un objeto de terror, “después de unos sueños agitados”.

Últimamente, cada día me despierto preguntándome cuál es la naturaleza del miedo que se siente por la mujer. Entre las posibles respuestas están las que todos conocemos: el miedo al incesto con la madre, el dolor por el destete, el miedo a la amenaza de la “vagina dentada” y a la castración, y el miedo a que la liberación de la mujer trastoque el orden social y entonces descubramos que todo lo que tenemos por verdadero —la familia, la religión, la propiedad, el estado, incluso la superioridad del ser humano con respecto a los demás animales— es falso.

Entre las explicaciones que me doy, una de las que más me convencen es la siguiente, que empecé a entender al estudiar la gran —y ambivalente— tradición de la literatura misógina medieval, cuyas obras se dedican a mostrar a la mujer como engañosa (a la vez mentirosa y brillante, maestra del ingenio, infiel y contadora de cuentos): tememos a la mujer porque ella guarda el secreto de la identidad del ser humano. Solo una mujer sabe de quién se es hijo y de quién se es padre. En una sociedad patriarcal, en la que el nombre pasa del padre a los hijos, la identidad se fundamenta sobre la fe en que la mujer dice la verdad al decir quién es hijo de quién. El miedo a las mujeres procede de la consciencia de que ellas pueden mentir —y de la consciencia de que su mentira demolería la identidad— y es una especie de reacción autodestructiva a la contradicción entre la ley de la descendencia y la evidencia de la descendencia. Si se siguiera la naturaleza, que muestra que solo se puede saber de qué madre se es hijo o hija, y no de qué padre, el linaje tendría que ser matrilineal y la cultura tendría que ser matriarcal.

La insistencia en la conservación de un orden patriarcal y patrilineal, que a la vez que desprecia a la mujer pone en su palabra todo el peso de la estructura social, genera un malestar colectivo viejo y profundo; un universal sentimiento de exclusión (excusando el aparente oxímoron). Ese sentimiento se trasluce en la búsqueda del héroe, en la necesidad de crear un dios padre y un estado padre, y en la invención del amor (o en la épica, la religión, la política y la lírica). La cultura que hemos creado está edificada sobre la confianza y la desconfianza en la palabra de las mujeres, sobre ese “sueño agitado” del que una y otra vez despertamos transformados en bichos. Sin el odio por las mujeres —y sin la versión del amor a la que ese odio ha dado cauce— no existiríamos; no existiría esta enfermedad que es nuestra cultura. ¿Y quién está dispuesto —y cuándo, dónde y en qué medida— a arriesgar todo lo que hemos edificado a lo largo de miles de años para ensayar una nueva construcción que no dependa de la posibilidad de que la mujer mienta —es decir, de la paternidad—, sino de la seguridad de que la mujer no miente —es decir, de la maternidad—?

Para contrarrestar el miedo atávico a la palabra de la mujer, vivo y ardiente en el inconsciente colectivo (el miedo a que ella mienta y también a que diga la verdad, ya que creemos que solo ella sabe la verdad), callamos a la mujer mintiéndole a su vez: la envolvemos en un mundo falso en el que —y del que— ella no puede hablar. Le mentimos como don Juan, prometiéndole, para poseerla y dominarla, la quimera de la unión pública, amorosa y honesta entre los sexos (el mundo compartido), y luego le mentimos sobre ella misma, imponiéndole la descripción de cierto carácter, imponiéndole límites y parámetros, inventándole una naturaleza. El terror inconsciente a la mentira femenina nos lleva a tergiversar a la mujer. Creamos (y conjugo el verbo en la primera persona del plural porque la violencia contra la mujer no es ejercida solo por el hombre, sino por mujeres y hombres, por el ser humano) otra mujer, una mujer fetiche: la mujer del cuadro de Gregor Samsa, convertida en objeto, pero que, con las pieles de animal que la cubren, señala la posibilidad de un retroceder a lo salvaje, de un cambio de marcha, de la creación de un mundo nuevo en el que el hombre no tenga que convertirse en un monstruoso bicho y la mujer no tenga que convertirse en una cautiva fatal que mata al hombre con solo desear su ausencia (como hace Grete con el bicho) y que a la vez enajena su propia voluntad (como vemos que sucede en la última página del cuento de amor incestuoso y fratricida, cuando los padres de Grete ven que a ella “ya iba siendo hora de buscarle un buen marido”).

Está en cartelera La mujer del animal, una película formidable y casi insoportable de Víctor Gaviria sobre la deshumanización que subyace tras la violencia contra la mujer. La historia transcurre en un barrio de invasión: un lugar de padres ausentes y de casas miserables, es decir, de úteros miserables. Vayan viéndola y el próximo mes, tras este largo preámbulo, trato de explicarles por qué me parece excelente.

II

Pienso que en el centro de la violencia contra otro está la intención de preguntarle al otro quién es, impulsada por la fe ciega en que él puede dar una respuesta última e irreductible sobre su propia naturaleza. Tal vez toda violencia es un interrogatorio, o parte de un interrogatorio, al cabo del cual se busca ver el grano del otro, su médula, su átomo. O, en otras palabras, a través de la violencia se busca conocer la pureza del otro. Como el objeto simple que se busca no existe en la vida de los animales, y como el pleno desollamiento no es posible sin que la vida cese, en medio del interrogatorio acontece la muerte. Después de la muerte la tortura sigue, pues la impulsa un deseo insaciable; sigue con la violencia contra otros que son como el otro, o contra los otros del otro, o contra su imagen, o contra su cadáver.

La violencia contra la mujer, que es el gran otro de nuestra sociedad —incluso el otro de la mujer—, busca satisfacer el deseo de saber quién es ella; quién es de verdad; qué sabe y qué esconde; por qué es así; por qué es. El mes pasado, en la primera parte de esta columna, yo recordaba que la mujer es quien sabe de quién se es hijo y de quién se es padre, y que por eso es la depositaria del secreto de la identidad de los hombres. En la tortura a la que se somete a la mujer —es decir, a cualquiera, si creemos que el torturado siempre se feminiza en la tortura, o que en cualquier torturado se tortura a una mujer— se formula, junto con la pregunta sobre la vida ajena, la pregunta sobre la propia vida. A través del desbaratamiento y la descomposición de su víctima, el torturador pregunta “¿Quién soy?”.

La mujer del animal, la última película de Víctor Gaviria, es un estudio sobre la violencia contra la mujer, como origen e ilustración de todas las violencias. La película no cuenta una historia; presenta un prolongado interrogatorio. No tiene la estructura en tres actos a la que el cine sigue acostumbrando al público; tiene un solo acto, porque todo interrogatorio tiene un solo acto en el que se reitera una misma pregunta. Un hombre elige a una virgen para deshacerla. La droga, la viola, se la lleva al campo, la vuelve a traer, la somete al hambre, la aísla, la insulta, la golpea, la hunde en la miseria. Como si la destrucción fuera una modalidad del análisis, el torturador destruye en busca de una verdad, en busca de la entereza original que él mismo ha presumido.

No importa lo que la mujer —o el hombre, en fin, la víctima del interrogatorio— haga. La tortura, en general y en la película de Gaviria, no corresponde ni a un celo punitivo ni a un afán preventivo; solamente persigue silenciar a la víctima. Es allí donde está la contradicción irresoluble de la violencia. A la interrogada se le pide una respuesta, pero al mismo tiempo no se puede correr el riesgo de que ella responda. Si la torturada habla, puede mentirle al torturador, diciéndole que él es quien no es, o puede, de otro modo, revelarle que es otro distinto de quien él cree ser. Lo que con la tortura se busca es que en últimas el torturado demuestre que no es nadie, que no existe —y que con ello demuestre que el torturador tampoco existe.

Gaviria filma despiadadamente el proceso de la violencia aniquiladora. Con su estética consecuente tiene un poder terrible, no porque construya escenas crudas, ni tampoco porque use palabras crudas, sino porque, para componer su pieza de un solo acto sobre el acto único de la violencia, usa actores naturales y con ello elimina la distancia redentora que, en cualquier obra dramática, hace que los espectadores creamos que no somos lo que hacemos, al igual que el actor no es su personaje. Lo que parece decir esta película es que la naturaleza sí son los actos (es decir, que en la pregunta que el torturador hace sobre su propia naturaleza —en el ejercicio de la violencia— está su respuesta). Y eso es un contenido insólito. A diferencia de lo que los comentadores afirman, La mujer del animal no forma parte del realismo. Ni tampoco del neorrealismo. Es una hija del melodrama y la entrevista; es un invento latinoamericano, verdaderamente un arte nuevo.

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