El pasado no parece nuestro. Entre el enorme pudor que nos dan las masacres sobre las que se construyó nuestro continente, y la pobreza de instituciones con las que decidimos gobernar esta enorme isla, mirando por un catalejo que nunca nos tuvo a nosotros mismos en la mira.
Sólo en un estado de euforia mal llevada, puede alguien decidir hacer una película basada en una obra maestra. Tantas veces escuché que sólo de las novelas mediocres pueden salir buenas películas, y ¿decidí hacer Zama? ¿Por qué si nadie me lo propuso? ¿Por qué si voy a tener que compartir con los herederos los derechos autorales, que siempre han sido un modesto y necesario ingreso para mi sustento? ¿Por qué no pude dejar de leerla cuando fondeábamos entre nubes de mosquitos en noches impúdicamente calientes? ¿Por qué al día siguiente, enero de 2010, tenía certeza de que haría una película? ¿Qué tiene Zama?
Lo que llamamos obras maestras de la literatura, y en esto no es necesario un consenso universal como sucede con Zama, son obras que logran urdir entre sus letras un veneno muy particular, que enferma, enloquece, y finalmente transforma humanos en animales mejores. Y no es algo que pueda explicarse describiendo los hechos de los que tratan, ni sus personajes. Es algo que sucede en la escritura. En el orden de las palabras. En la elección de las palabras. No soy experta en literatura, ni siquiera una gran lectora de ficción, pero la particular forma de usar el lenguaje que tiene Di Benedetto en Zama permite ver algo que nunca habíamos visto. Una región del planeta que sólo se ilumina al pasar por esas letras. Un mundo levemente extraño, donde a veces los hechos se duplican sin parecerse. Eso, hay en Zama duplicaciones, cosas que parecen volver a suceder, y, sin embargo, son distintas.
Di Benedetto se sitúa en el pasado sin que esto tenga demasiada relevancia, salvo el gesto de situarse en el pasado, y en ese procedimiento, no sé exactamente cómo, anula el tiempo y nos devuelve el pasado. Algo que es adorable en todas las culturas, pero que, en Latinoamérica, es una expedición necesaria. El pasado no parece nuestro. Entre el enorme pudor que nos dan las masacres sobre las que se construyó nuestro continente, y la pobreza de instituciones con las que decidimos gobernar esta enorme isla, mirando por un catalejo que nunca nos tuvo a nosotros mismos en la mira.
Entonces, ¿por qué hacer una película de Zama? Porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo.
“Hacia el Plata, después a la mar y hacia España, donde nunca fui más que
un nombre anotado en papeles”
– Antonio Di Benedetto, Zama
Zama (2017) es una película desafiante. Y lo es porque su
directora, Lucrecia Martel, decidió que nosotros como espectadores
sintiéramos la misma desorientación, angustia y desidia de su
protagonista, Diego de Zama, un funcionario de mediano rango de la
Corona Española apostado en un remoto poblado en lo que hoy sería
Paraguay y que vive en un sinsentido perpetuo, esperando tan solo que el
Gobernador de la región autorice su traslado a la ciudad de Lerma.
Adrede, Martel nos despojó de cualquier apoyo no diegético que nos
facilite orientarnos en el tiempo y en el espacio, y nos dejó a la
deriva de un relato alucinado, donde no existen las fronteras entre lo
real y lo que quizá Zama (el actor mexicano Daniel Giménez Gacho) esté
percibiendo como tal; y en el que el tiempo pasa sin que haya unas
transiciones claras entre los años, más allá de la pronunciada ruina del
malhadado protagonista, un coronel sin ese rango cuya espera es la
misma de aquel que aguardó inútilmente una pensión que jamás iba a
llegarle.
El peso feroz del trópico suramericano sobre los colonizadores
españoles o los aventureros europeos no es un tema nuevo ni en la
literatura ni en el cine. La manigua, el calor húmedo, la ferocidad de
los nativos, el aislamiento y las enfermedades desconocidas iban minando
primero el cuerpo y luego la mente de los que se atrevían a venir hasta
acá, a desafiar un paraíso verde que también podía ser aterradora
trampa. Diego de Zama no es español, trabaja para ellos y aspira a los
mismos beneficios de los europeos con los que convive, pero lo que
obtiene es su desdén, la burla sotto voce, el insulto
soterrado, la pérdida progresiva de sus privilegios, la anulación de
cualquier certeza. Su identidad, por ende, es la primera afectada. Es un
americano con un rango dentro del aparato burocrático español,
administra justicia y sirve a la Corona, pero jamás será como ellos. No
accederá a sus beneficios, sus suplicas no serán atendidas, la mujer
española –esposa de un ministro- a la que pretende le dará largas y se
acostará con otros más dignos de sus favores…
Este relato de una esperanza vana, inspirado en la famosa novela
homónima del escritor mendocino Antonio Di Benedetto, llega a nosotros
convertido en una película narrativamente enigmática, en la que hay que
estar atento al mínimo signo que indique una transición del tiempo, y
formalmente muy compleja, pues Lucrecia Martel ha dispuesto un aparato
audiovisual impresionante que le sirviera para reflejar la zozobra
existencial de Zama. La puesta en escena abigarrada tiene siempre en el
centro del cuadro un accionar continuo, sea o no protagónico. Me
explico: los personajes están hablando y detrás de ellos están
sucediendo cosas, sea vistas a través de una ventana, una puerta o un
pasillo que lleve a un patio. Hay entonces un accionar en varias “capas”
de la escena: adelante, en el medio, atrás, todas con un ritmo autónomo
e independiente.
No solo ocurren cosas –muchas- en el cuadro, también más allá de sus límites. El fuera de campo en Zama
es fundamental para amplificar el desconcierto aural de un personaje al
que le llegan demasiados estímulos –externos y subconscientes- como
para que esté preparado para procesarlos y discriminarlos adecuadamente.
La manera en que Martel utiliza el sonido en off para generar
desconcierto, temor y desconfianza perceptiva es magnifica. De esta
manera la experiencia sensorial de Diego de Zama –único centro de esta
historia- llega a nosotros completa con toda su brutal desesperación,
contradicciones y tormentos. Zama es un hombre carcomido por dentro,
como la pared de su oficina llena de termitas que se cae a pedazos. Su
actitud autodestructiva es reflejo de una vida carente de sentido,
apostando siempre a una quimera inane, como esas rocas que parecen cocos
y que están llenas de piedras preciosas sin valor.
Zama –lo repito- es una película que nos desafía. Lucrecia
Martel apuesta al desconcierto producido por sus imágenes y sonidos
desbocados, por la multiplicidad de lenguajes y acentos, por las
intersecciones sin solución de continuidad entre la realidad y la
aparente fantasía. La mezcla final de todo esto marea, abochorna y nos
confronta. Son los signos claros del arte libre y sin compromisos con
nada ni con nadie diferentes a su creadora.