Día #45

“«¿Qué es la poesía?». Pues el pensamiento del animal, si lo hay, depende de la poesía. Aquí tenéis una tesis y es eso de lo que la filosofía, por esencia, ha tenido que privarse. Es la diferencia entre un saber filosófico y un pensamiento poético.”

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Varios


08.05.2020

 El día que recordé mi muerte

por Daniela Güiza

Con excusa de no tener tiempo y algunas otras muy comunes he intentado resistirme desde hace mucho tiempo a mis impulsos creativos o ideas que van más allá del deber. Tanto así que tuve más sueños frustrados que notas buenas. Qué ironía. Ahora estoy pensando en que tal vez mi expediente clínico me frustró desde hace mucho tiempo antes. Nací con pulmones débiles, y con un millón de alergias, que en últimas terminan produciéndome asma. Es como si tuviera que mirar y vivir el mundo desde una cámara de vacío, y luchar por no perder el aliento. Si estoy tan cerca de la muerte, porque en algún momento tendré que salir de esta burbuja, ¿por qué no mirar hacia atrás?

Cada vez que busco entre los recuerdos de mi pasado alguno significativo, me encuentro de frente con el día que viajé con toda mi familia a una finca de algún otro familiar. Era muy pequeña para saberlo bien, tenía siete años. Éramos muchas personas, recuerdo que nos quedamos a dormir y yo podía jugar con los conejos y las gallinas. Al otro día colgaron a un conejo negro de una soga, uno de los que había abrazado unas horas antes. Lo colgaron de cabeza, frente a mí. Era tan natural el gesto que no les pareció extraño que yo estuviera allí tan cerca del animal y todavía mirándonos a los ojos. Pude acariciarlo una última vez antes de que le golpearan la cabeza. Y cerró sus ojos, casi sin mover su cuerpo. Yo morí allí, con él, siendo él, junto a él y como él. Lo que sigue para mi vida desde ese momento no lo puedo explicar a través de la filosofía o la razón, sino desde la poesía. En eso ahondaré más  adelante.

Esa fue la primera vez que me sentí vista por ese conejo. Fue uno de los primeros puntos de quiebre de mi vida que por casualidad o tradición estuve obligada a vivir. Esa primera vez también sentí mi desnudez, si se me permite decirlo, y a propósito del texto de Derrida, El animal que estoy si(gui)endo, que me devolvió a ese momento de mi vida. Me dijo:

“El animal está ahí antes que yo, ahí a mi lado, ahí delante de mí ―de mí, que estoy si(gui)endo tras él―. Y así pues, también, puesto que está antes que yo, helo aquí detrás de mí. Me rodea. Y desde este ser-ahí-delante-de-mí se puede dejar mirar, sin duda, pero ―la filosofía lo olvida quizás, ella sería incluso este olvido calculado― él también puede mirarme. Tiene su punto de vista sobre mí. El punto de vista del otro absoluto y esta alteridad absoluta del vecino o del prójimo nunca me habrá dado tanto que pensar como en los momentos en que me veo desnudo bajo la mirada de un gato.” (26)

Pero Derrida no me mira.

El que me mira es el animal que solo yo sigo y que inevitablemente encierro.

Yo sigo al conejo negro. Me pregunto por qué lo que más recuerdo es su mirada, fija en mis ojos. Buscaba en Derrida la respuesta, no me la dio. Más bien fijó un abismo entre el conejo y yo que hará que siempre ese animal sea yo, pero nunca lo llegue a ser por completo. Si puedo reconocer su existencia más allá de las palabras y de la razón, me estaré lanzando al abismo de lo que él llama lo “radicalmente otro”. No sé qué quieres, Derrida. Haces que parezca loca cuando me acerco a hablarle a mis mascotas. También cuando escribo esto interpelándote. Al mismo tiempo me legitimas desde otra posición dentro del lenguaje. Tengo que decirte, además, que en medio de tu argumento sobre la incapacidad de encontrar en la mirada del gato al Animal y no a tí mismo, le diste cualidades que por demás son muy humanas, solo tuyas y en eso también radica la singularidad de tu animal.

“verse visto desnudo bajo una mirada cuyo fondo permanece sin fondo, a la vez inocente y cruel quizás, quizá sensible e impasible, buena y mala, ininterpretable, ilegible, indecidible, abisal y secreta: radicalmente otra” (27)

Quiero decir, entre lo que he citado de este texto, que hay un lenguaje poético que llena los vacíos y responde al “¿quién soy?” ante la mirada de un animal singular. Para ti, Derrida, es el gato, para mí el conejo negro. Y aun así te lleva hasta el límite, lo imposible materializado, ese gran abismo al que la palabra nos lanza, ¿y la poesía nos salva?

Quisiera dedicarte estos memes que encontré en internet

¿Te desnuda su mirada? ¿Quién eres tú cuando te mira?

Pensar en el animal que sigo mientras recuerdo el día de mi muerte ―¿nuestra muerte? ¿su muerte?―, como ya dije, solo lo puedo expresar desde la poesía. ¿Por qué? Al comienzo de toda esta retahíla te conté una historia basada solamente en descripciones, muy directa y con mucha acción (no al estilo de Hollywood). Pero hay más, cuando querías explicar cómo es la mirada de tu gato, por ejemplo, tuviste dos caminos posibles. Reconociste el más detestable y más utilizado: que ese gato fuera humanizado o que llegara a ser algún tipo de alegoría. Me pareció muy acertado pensar en la posibilidad poco explorada por el filósofo, que es la poética.

“«¿Qué es la poesía?». Pues el pensamiento del animal, si lo hay, depende de la poesía. Aquí tenéis una tesis y es eso de lo que la filosofía, por esencia, ha tenido que privarse. Es la diferencia entre un saber filosófico y un pensamiento poético.” (24)

Al respecto, y pensando también en la pregunta del lenguaje poético como salvación, te voy a responder con un fragmento de Elizabeth Costello, de Coetzee. Ella, Elizabeth, nos dice así:

“Yo respondería que los escritores nos enseñan más de lo que saben. Al poner en primer plano al jaguar, Hughes nos enseña que también nosotros podemos encarnar a los animales

[Y aquí va mi parte favorita:]

mediante el proceso llamado invención poética, que mezcla aliento y sentidos de una forma que nadie ha explicado y que nadie explicará. Nos muestra cómo conseguir que el cuerpo vivo cobre existencia en nuestro interior.” (Coetzee, 103)

¿Será posible, Derrida, que el animal del que cada uno está hablando solo tome sentido en tanto cobra existencia en nuestro interior? Si lo que nos dice Costello aplica para complementar tu pregunta acerca del “pensamiento del animal”, entonces nos entregó una respuesta muy clara. Tu gato y mi conejo son invención poética, inevitablemente. No importa qué tan “real” digas que es. En el momento en que empezamos a imaginarlo, lo negamos.

Me encanta cuando dice el “aliento” para referirse a la vida porque me hace pensar en mis pulmones, que por periodos me lo quitan. También este recuerdo, el último aliento del conejo lo reconozco como propio. Nos relacionamos, también, a través de la frustración, pero es una frustración que nos salva. Yo por eso podría decirte que nos relacionamos con ese animal a través de la muerte, de nuestros cuerpos que se unen en respuesta al trauma.

“Es una ironía terrible. Una filosofía ecológica que nos está diciendo que vivamos codo con codo con otras criaturas se justifica a sí misma apelando una idea [platónica], a una idea de un orden más elevado que ninguna criatura viviente. Una idea, finalmente (y este es el giro aplastante de la ironía) que no puede entender ninguna criatura más que el hombre” (Coetzee, 104).

Ahora sí quiero mostrarte algo, lo último. Hace unos meses y sin buscarlo ―sin ir tras eso―, me reencontré con ese momento de mi muerte y lo escribí por primera vez en mi vida. Fue publicado este año por el Colectivo Casa Barullo en su fanzine #9.

No podemos rechazar el pensamiento poético que acompaña nuestra perspectiva del mundo. Es nuestra vida como poesía.

Se me está acabando la vida en este mundo amenazante, a veces pienso eso. Luego mi memoria contesta con este recuerdo del día que morimos. Pero ese es mi caso, mi  singularidad reflejada en el conejo. No diré que mi conejo es un conejo real, parafraseando a Derrida, ya sabemos que es poético, sino más bien tendré una mirada de responsabilidad o lo que Costello llamaría compasión, hacia un otro que no se puede agarrar, ni poseer.

Ahora que tú me mostraste tu gata y tu desnudez, yo quise contestarte con mi conejo, ese animal que soy y sigo eternamente. Quiero que me mires directamente a los ojos de (casi) conejo negro, ¿te parecen una reacción o una respuesta?

Nota al margen: Este aporte al blog es producto de una serie de reflexiones que se construyen de manera colectiva en el curso Problemas de ética y estética. En este caso es el módulo sobre animales y humanos, fue toda una experiencia repensar mi vida a partir de esto ya que llevo catorce años sin comer animales (más de la mitad de mi vida) y todo por el animal que estoy siguiendo.

Referencias textuales

Coetzee, J.M.. Elizabeth Costello. Buenos Aires: Random House Editores, 2012 (Primera edición en Argentina). Impreso.

Derrida, Jacques. El animal que estoy si(gui)endo. Trad. Cristina de Peretti y Cristina Rodríguez. Madrid: Editorial Trotta, 2008. Impreso.

Casa Barullo. Fanzine Casa Barullo #9.1. Bogotá: Edición independiente, 2020. Impreso.

45A.

Al azar de Baltasar (Au hasar Balthazar), (1966, 1h 35 m), Robert Bresson

Pinche aquí para verla > https://zoowoman.website/wp/movies/al-azar-de-baltasar/

O aquí (con subtítulos en inglés) > https://ok.ru/video/1980471380588

Al azar de Baltasar

por El pastor de la polvorosa en https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/2017/11/14/bresson-au-hazard-balthazar/ Publicado en Cinema Esencial

La idea de Au hazard Balthazar proviene, como es habitual en Bresson, de Dostoievski: en El idiota, el príncipe Myshkin relata cómo, durante su periodo de convalecencia en Suiza, se recuperó de su enfermedad (una epilepsia que, después de los ataques, le sumía en una profunda atonía): “la circunstancia que la eliminó fue escuchar el rebuzno de un asno que se hallaba tendido en el suelo, en la plaza del mercado. El asno me impresionó vivamente; verlo me causó, no sé por qué, un placer extraordinario… Y mi cerebro recobró en el acto su lucidez.” Su interlocutora responde: “Un asno. ¡Qué raro! … Aunque, después de todo, no tiene nada de raro. Muchas personas sienten cariño hacia los asnos. Eso se veía ya en los tiempos mitológicos”

En el capítulo siguiente, el príncipe cuenta su felicidad al estar con los niños del pueblo. Al principio ellos no le hacían mucho caso, pero esto cambió por su relación con una chica pobre y desgraciada llamada María, a la que los niños perseguían para reírse de ella. El príncipe consiguió cambiar esta actitud: “en breve todos los niños llegaron a amarla, y a experimentar a la vez un repentino afecto por mí (…) Cuando los adultos me reprochaban el no ocultar nada a los chiquillos y el hablarles como si fueran personas mayores, yo respondía que era vergonzoso mentirles. Además –añadía–, a pesar de todas las precauciones, ellos llegarán siempre a saber lo que nos empeñamos en ocultarles, con la diferencia de que lo sabrán de un modo que excite su imaginación, mientras que conmigo ese peligro no existe”

Lo mismo podría decir Bresson: con él ese peligro no existe. La sombra de Dostoievski se proyecta también sobre el tema central de la película: la corrupción de la inocencia. Hoy está mal visto entre los cinéfilos hablar sobre el contenido de las películas de Bresson (lo mismo que ocurre con las de Ingmar Bergman): parece una involución hacia los cineclubs de la España de los 60, los premios de la Oficina Católica Internacional del Cine y los comentarios sobre el estilo “trascendental” de Paul Schrader. Pero tratar de glosar el logro formal (indiscutible) del cine de Bresson al margen de su contenido es un camino sin salida, salvo que uno se convierta en poeta, como Jonas Mekas en su reseña de Une femme douce.
 
“Juzgar la belleza es difícil. Aún no me siento con fuerzas para hacerlo. La belleza es un enigma”, decía Myshkin en El idiota.
 
Las películas de Bresson tratan de preservar el misterio de las cosas, de impedir que las contradicciones se junten; Marie (como después, de forma aún más evidente, Mouchette) desciende del Edmund de Alemania, año cero (1).
 
Ninguna explicación causal o psicológica nos facilitará la comprensión de los sucesos de Au hazard Balthazar, que parecen actos gratuitos (como el crimen de El extranjero de Camus): por qué el padre de Marie oculta sus cuentas, por qué Marie se entrega a Gérard, por qué Gérard y sus compañeros presionan la conciencia de culpa de Arnold, por qué Arnold maltrata a Balthazar después de haberlo salvado, por qué Marie vuelve a la casa ocupada por la banda de Gérard después de comprometerse con Jacques. Tratar de explicar estos actos recurriendo al cliché de los “pecados capitales” es explicar muy poco. Como ocurre con las películas de Bergman en los años 60, parece claro que Bresson pretende reflejar el mundo después de la muerte de Dios. Siguiendo el esquema habitual de las novelas de Dostoievski, los críticos han interpretado la película como una confrontación de seres humanos ofuscados por sus pasiones con una alegoría de la Pasión de Cristo, en este caso rebajada de toda trascendencia y sentimentalismo bajo la figura de Balthazar; sin que esa confrontación conduzca a ningún cambio de actitud, ninguna conversión, ninguna síntesis en el marco del relato. Esa interpretación puede ayudar a comprender a posteriori el porqué de Bresson, de su proceso creativo, pero no los porqués de Marie, de su padre, de Jacques, de Gérard, de Arnold, mientras vemos Au hazard Balthazar. Sería un error simplificar la dificultad de la película interpretándola como una alegoría: al contrario, su dificultad es la que reviste toda interpretación de lo real – aunque en las películas de Bresson la realidad nunca aparece registrada de modo transparente, sino desmenuzada y reconstituida, después de haber pasado por fríos alambiques.

Bresson dijo que la originalidad consiste en pretender hacer lo mismo que los demás sin conseguirlo. Aunque pocos cineastas parecen más impermeables que él a la influencia exterior, la irrupción de la nouvelle vague, o los cambios sociales que la hicieron posible, tuvieron consecuencias sobre su obra: el cine, después de A bout de souffle, entró en una nueva era, la de “la pérdida de su inocencia y magia natural”, para volverse, según Jacques Lourcelles, “más triste, menos creativo, más consciente de sí mismo”. La evolución en el cine de Bresson no afecta esencialmente a la vertiente formal (cuyas bases aparecen ya bien establecidas en Le journal d’un curé de campagne), sino al contenido: sus películas se van haciendo cada vez más agrias y desesperanzadas, y si André Bazin hubiera vivido podría haberlas incluido en una nueva edición, muy ampliada, de su “cine de la crueldad”. Más allá de estas conexiones de época, me gusta conjeturar que Bresson conoció y llevó a su terreno rasgos de estilo de un cineasta tan alejado de su sensibilidad como Jacques Demy: en concreto, cómo la cámara registra los encuentros y desencuentros azarosos de los personajes; y también la repetición de breves ráfagas musicales a lo largo de la película (por ejemplo, el andante de la séptima sinfonía de Beethoven en Lola), un recurso que tomaría también Godard.

En Au hazard Balthazar, el motivo musical recurrente es el tema principal del andantino de la sonata D 959 de Schubert. Bresson convierte al wanderer, ese arquetipo romántico de Schubert, Goethe y Friedrich, en un burro.

El animal tiene una dignidad superior a la de los humanos porque, a diferencia de estos, es capaz de mantener la inocencia. Los títulos de crédito funcionan como un comentario, el único que el autor se permite, pero que no tiene carácter verbal: nos instalan en la caída, el descenso lleno de disonancias de la sección central del movimiento, cuyo clima trágico contrasta de forma radical con la serenidad infinitamente nostálgica de las secciones extremas (las que escucharemos a lo largo de la película; generalmente en su primera aparición al inicio del movimiento, aunque también en una ocasión aparece en la forma variada que adopta en la reexposición final). En los títulos de crédito, el pasaje central de la caída se ve interrumpido por los rebuznos inarticulados del burro: en ese choque se resume toda la dialéctica de la película.
—–
 
(1) André Bazin escribió sobre Alemania, año cero: “el neorrealismo tiende a devolver al film el sentido de la ambigüedad de lo real. La preocupación de Rossellini ante el rostro del niño en Alemania, año cero es justamente la inversa de la de Kuleshov ante el primer plano de Mosjukin. Se trata de conservar su misterio.” Como si tratara de ilustrar estas palabras, Bresson introdujo en Au hazard Balthazar una variante del experimento de Kuleshov: se trata de la escena en que el burro llega al circo, y “mira” a los animales allí enjaulados (un tigre, un oso, un chimpancé, un elefante).
 
© cinema esencial (diciembre 2017)

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