Hace unos días, en medio de las protestas por las masacres contra líderes sociales en el Cauca, un grupo de personas de la comunidad Misak derribó el monumento ecuestre a Sebastián de Belalcázar ubicado en el cerro de Tulcán en la ciudad de Popayán. Este acontecimiento se enmarca en un contexto global de rechazo a símbolos del racismo y la opresión que se ha materializado en la intervención y el ataque a un conjunto de esculturas emplazadas en el espacio público de varias ciudades alrededor del mundo.
¿Cómo entender estos hechos? Pensemos en el mito de Pigmalión, el rey de Chipre que esculpió una estatua de marfil, se enamoró de ella, y tras muchas oraciones logró que la diosa Afrodita le diera vida. Galatea, hecha carne, correspondió a los besos y atenciones del rey. En el caso de Popayán, la historia se repite: los monumentos son traídos a la vida en la medida que reciben una atención renovada para ajustar las cuentas que se han quedado pendientes. Ahora, mientras las imágenes se multiplican y se suman kilos de bronce y mármol a la balanza de los caídos, vale la pena pensar sobre lo que está en disputa. Tres puntos merecen consideración: el significado, la temporalidad y el valor.
Resulta claro que hay una disputa de significados que se enfrentan en la figura del conquistador. Por un parte, el Ministerio de Cultura publicó un comunicado en el que señala que “los monumentos públicos son un museo abierto, que le pertenece a toda la comunidad y son obras de arte a las que todos tenemos acceso gratuito. Hacen parte del patrimonio cultural mueble de la Nación y por ello todos tenemos el deber de protegerlos y conservarlos”. Por la otra, el comunicado del Consejo Regional Indígena del Cauca, Cric, dice que “la simbología de la figura de Sebastián de Belalcázar, asesino de indios, genocida de nuestros pueblos y expoliador de territorios, blandiendo de manera triunfante sobre Popayán durante décadas, es violencia simbólica contra todos los pueblos indígenas que hoy existimos y persistimos con identidad”.
El monumento enfrenta dos discursos de poder, dos modos de propaganda antagónicos. El objeto es una excusa sobre la que se despliegan dos ideas que no conversan entre sí.
Esta guerra de sentidos que parte de definiciones distantes solo deja una demostración de fuerza, cada comunicado erige su propio monumento y lo cincela en mármol. ¿Quién debe decidir entonces el significado de un monumento? ¿El Estado, sus gobiernos, la nación, o los grupos que conforman esa nación? ¿Debe haber sólo uno o pueden coexistir varios que se complementen y se sobrepongan? ¿Hasta dónde esa aura que envuelve al museo y ese encumbramiento del arte son discursos obsoletos, anacronismos que no convencen ni al más áulico de los especialistas? Museo como cripta y arte como gozo estético son cosas que se dicen con un monóculo y una chistera.
Las declaraciones sobre la figura histórica de Belalcázar enfrentan dos momentos distantes de conmemoración, de temporalidad. El primero encarnado en el discurso oficial reconoce su emplazamiento, el segundo, en voz de un grupo tradicionalmente excluido de la narración histórica, está representado en su caída. Ambos resultan igual de intransigentes en la medida que se plantean en términos absolutos. Hay dos presentes que usan estratégicamente el pasado para ganar legitimidad. Así, el debate deja de pertenecer a la historia y se sitúa directamente en el terreno de la política.
Los monumentos son traídos a la vida en la medida que reciben una atención renovada para ajustar las cuentas que se han quedado pendientes.
Es la estetización de la política bajo el velo de la historia. Conquistadores y “padres” fundadores forjados en bronce dejan de denotar y de connotar mensajes colectivos para todo aquel que se interese en entablar con ellos una conversación, y desde estos epítomes intransigentes, desde estos Himalayas morales, desde estos discursos de poder esperan ser leídos como símbolos y como abstracciones de una sola idea. ¿Quién y para qué escribe la historia? ¿Quién define a sus protagonistas? ¿Quién acuerda su conmemoración material? Y, sobre todo, ¿cómo lidiar con el agotamiento de unas lógicas que conectan sólo con unos pocos?
Esas preguntas nos dan pie para pensar en clave del valor. El comunicado del Ministerio justifica señalando que son patrimonio mueble de la nación y que todos debemos protegerlos y conservarlos, al tiempo que el del Cric argumenta que son violencia simbólica para todos los pueblos indígenas. El problema es que el patrimonio no es ni un objeto, ni un lugar, ni una práctica. El patrimonio es un atributo, es un adjetivo que se otorga, no una condición inherente a la naturaleza de las cosas. Por lo tanto, la estatua no es patrimonio en sí misma. Es patrimonio porque alguien lo oficializó como tal, alguien le confirió esa condición de autoridad, y claramente ese alguien no consultó diferentes voces para conceder la categoría.
En este orden de ideas, cabe preguntarse de quién y para qué es el patrimonio, cómo incluir los reclamos de grupos que ven en la efigie de Belalcázar una violencia simbólica y una encarnación de la exclusión del proyecto nacional. Y paralelamente, hasta qué punto la condición de patrimonio no puede ser contestada, no puede revocarse y reconocer otros valores. ¿El patrimonio es algo que sólo se puede proteger y conservar? ¿El patrimonio es la condición final en la biografía de los objetos? O por el contrario debería ser una categoría abierta, que genere puentes, que resuelva inequidades, que se conteste con argumentos, que se transforme y se revise en un diálogo constante y democrático.
El gobierno puede escoger entre proponer una discusión incluyente sobre el patrimonio o afanarse en llenar moldes para restaurar imágenes que ya nunca se mantendrán en pie.
Galatea cobró vida porque era importante para alguien. Hoy los monumentos despiertan porque hay grupos que con sus reclamos develan su invisibilidad. Porque ven en ellos algo más que piedra y preciosismo en la ejecución plástica. El gobierno puede escoger entre proponer una discusión incluyente sobre el patrimonio o afanarse en llenar moldes para restaurar imágenes que ya nunca se mantendrán en pie.
En un mundo que reclama la contingencia de esculturas y monumentos que fueron erigidos para vencer el tiempo, en el que se advierte la caducidad de formas en el espacio que debían ser celebradas a perpetuidad, en dónde se resquebraja el sentido mientras que la piedra no deja de endurecer, es en el que se puede proponer una negociación simbólica sobre lo absoluto, en el que se puede reclamar la polisemia de un mensaje cicatrizado sobre la piel de muchas generaciones.
¿Será este el momento para reclamar la caída de otros colosos que se yerguen prepotentes? ¿De dudar del ejercicio de poder que los mantiene en pie? ¿De indagar entre las uniones inmateriales de sus altos muros? El patrimonio, los monumentos y las estatuas deben discutirse desde lo político, entendiendo la validez y la vigencia de la autoridad que los ensalza, de la intención y la pedagogía de la propaganda que los alimenta, de la trayectoria histórica que las abstrae como símbolos.
Recordemos entonces que el Kintsugi es la técnica de arreglar la cerámica fracturada con un barniz de resina mezclado con polvo de oro. Esta técnica reconoce el valor de la cicatriz como algo bello, la transformación como algo natural y los errores como cosas para enmendar. Reparar para dar valor y para conferir belleza. Nuestras nuevas Galateas exigen tal amor.