De la plaza a la Corte Penal Internacional: los crímenes de lesa humanidad en Venezuela
En el país más corrupto y con la policía más letal de la región, los familiares de las víctimas de las fuerzas de seguridad del Estado se han convertido en sus propios fiscales. Durante su incansable búsqueda de justicia han hallado pruebas que ahora la Corte Penal Internacional puede usar en su investigación sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos en los últimos años en Venezuela.
por
Emiliana Duarte Otero
04.03.2022
Una mañana decembrina en Caracas, Aracelis Sánchez busca la sombra de un árbol frente al edificio de la Fiscalía de Venezuela, termo y varios vasitos de plástico en mano. Toca el encuentro semanal y espera la llegada de los demás para repartir café azucarado. Desde que su hijo Darwilson Sequera fue asesinado por policías hace casi nueve años, esta plaza, dice ella, es su oficina, y un banquito de concreto a la salida de la estación del metro, su sala de reuniones.
Hoy la acompañan su esposo Euclides y cuatro familiares de víctimas ―hijos, hermanos, sobrinos― que también fueron ejecutados a balazos por agentes de seguridad del Estado. Son personas que vienen de distintas partes de la ciudad, sorteando las restricciones que la pandemia ha impuesto, costeando apenas sus pasajes de transporte, haciendo colectas para pagar fotocopias. En varias ocasiones descuidan sus trabajos porque reclamar justicia se ha convertido para todos ellos en otro oficio a tiempo completo.
Algunos han venido a la Fiscalía a hacer diligencias puntuales: pedir expedientes, introducir alguna solicitud, preguntar por el estatus de sus casos. Otros sólo cumplen con estar, en la espera de que su presencia logre agilizar investigaciones que llevan años paralizadas. Todos han sido convocados a través de un grupo de Whatsapp por Aracelis, quien se encarga de hacerle seguimiento a los más de 200 casos que acompaña a través de la Organización de Familiares Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos (Orfavideh), que fundó horas después de enterrar a su hijo.
La vida de Aracelis cambió la mañana del 11 de junio de 2013, cuando la despertó un fuerte golpe en la puerta de su casa. “Cuando abrí me apuntó un funcionario con un arma larga”. Era la tercera vez que agentes del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) ―“delincuentes con uniforme” los llama Aracelis―, irrumpían en su hogar como parte de los operativos de “saneamiento de barrios” del Gobierno de Maduro.
Aracelis subió de inmediato a despertar a sus hijos, pero todo ocurrió muy rápido. Los agentes vieron a Darwilson, lo persiguieron hasta el techo de su hogar y le pegaron tres balazos mientras trataba de escapar. “Mi otro hijo me vino a abrazar y los funcionarios gritaban ‘¡Mátalo también!’”, recuerda Aracelis. “Echaron tiros al aire para que [ningún vecino] se asomara y montar sus mentiras”. Minutos después, en las afueras de su casa, Aracelis vio cómo retiraban el cadáver de su hijo cubierto por una sábana. Ella gritaba por un fiscal para registrar la desgracia. Dice que los funcionarios que ejecutaron a su hijo solo reían.
Aracelis y su familia eran víctimas de la CICPC desde meses atrás, cuando en su primera visita seis policías armados rompieron la puerta de su casa sin orden judicial y revisaron su computadora, cocina, cuarto y se llevaron los documentos de identidad de sus hijos. “Montaban delitos que no existían y pedían dinero para romper los expedientes”. Según Aracelis, las autoridades acusaban a su hijo Darwilson, quien entonces era estudiante de ingeniería informática, de ser traficante de drogas, violador y asesino.
Pero en los expedientes oficiales que Aracelis ha podido revisar luego del asesinato, no hay acusante, “no dice en ningún lado que lo estaban buscando por ningún crimen”. Aracelis cuenta que tuvo que vender su lavadora para reunir la suma que le pidieron a cambio de que cesara el acoso a su familia. Incluso llegó a dormir junto a sus hijos en un carro, atemorizada por la próxima visita de la CICPC.
Desde entonces, Aracelis aprendió por su cuenta sobre el proceso penal, los procedimientos forenses, a descifrar expedientes y redactar escritos legales. En la plaza, su oficina improvisada frente a una Fiscalía que hasta ahora la ignora, comparte con otros familiares de víctimas sus conocimientos y se prepara con ellos para el inicio de un nuevo proceso legal.
Una policía letal para pacificar un país
Cuando Nicolás Maduro asumió la presidencia en abril de 2013, Venezuela presentaba uno de los índices de criminalidad más altos de la región. En una de sus primeras acciones implementó el Plan Patria Segura, un operativo militar de gran escala y sin precedentes en Venezuela para combatir la delincuencia. En sus palabras, este plan serviría para construir “seguridad, paz y convivencia” y debía ser ejecutado con “conciencia, pasión, compromiso y amor». Plan Patria Segura fue la primera de 27 políticas de seguridad que implementó hasta julio del 2020, mientras Venezuela se convertía en el país con las fuerzas policiales más letales de América Latina.
En las descripciones oficiales de los planes, se leen órdenes “contra los planes desestabilizadores que amenazan la paz de la nación”, estrategias contra “enemigos internos” y confirmación de poderes para “neutralizar” amenazas. En este contexto sucedieron los crímenes de lesa humanidad que Aracelis y su organización denuncian.
Según datos de la Organización de Estados Americanos, entre 2014 y 2020 hubo 18.093 ejecuciones extrajudiciales en Venezuela. De acuerdo con la ONG Control Ciudadano, en la primera quincena del 2022, 27 personas fueron asesinadas por fuerzas de seguridad.
En su informe de conclusiones, La Misión de Determinación de Hechos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU estableció dos grandes patrones de violencia que el Estado venezolano ha fomentado en simultáneo: por un lado, aquella destinada a perseguir y silenciar a disidentes políticos —figuras públicas y manifestantes de clase media— a través de detenciones, inhabilitaciones y represión. Por otro lado, las tácticas de seguridad de línea dura —los operativos de saneamiento de barrios— que cumplen con “generar miedo y reforzar el poder con fines de control social”.
En estos vecindarios, alguna vez bastiones electorales del chavismo, es donde la crisis humanitaria y el colapso de servicios básicos que se agudizó en los últimos años provocó manifestaciones espontáneas de rechazo al Gobierno. Para Alí Daniels, director de la ONG Acceso a la Justicia, el mensaje era claro: “Le estás diciendo a los barrios que si te alebrestas, te mando a las Fuerzas de Acciones Especiales y te voy a quitar a tus muchachos”.
Este esquema de disuasión por vía de la represión y el asesinato le ha dado resultados al Gobierno: el más reciente informe del Observatorio Venezolano de la Conflictividad Social registra una caída de 32% en la incidencia protestas entre 2020 y 2021. Esto pese a que, según el coordinador general del observatorio, Marco Ponce, “el descontento popular ha crecido de manera acelerada en los últimos cinco años, en un país en donde el salario mínimo es hoy menor a 2$ mensuales”.
El informe de la ONU detalla que las operaciones policiales contemplan “incentivos económicos por la comisión de violaciones”, ya que los agentes de las fuerzas de seguridad “solían llevarse dinero, alimentos y objetos de valor durante los allanamientos de los hogares de las personas que mataban”. Un agente de seguridad citado en el informe describe a las redadas como “actos de piratería”, y a los recursos que despojaban de los hogares como su “botín de guerra”.
Si condenan a los efectivos que asesinaron a Darwilson algún día, Aracelis dice que no se dará por satisfecha porque está convencida de que las violaciones a derechos humanos no ocurren sin la anuencia y dirección de las autoridades superiores. Como parte de su asesoría a otras víctimas, siempre exige que se establezca la cadena de mando. “Quiero saber quién dirigió este operativo, establecer responsabilidades”, declara en la plaza frente a Fiscalía rodeada de sus compañeros. Hasta ahora, a todos se les ha negado esa solicitud.
Verdugos y abogados
“Mi hermano dejó 4 hijos y quedaron a la deriva,” cuenta Sandra Beaomont mientras se seca las lágrimas. Sandra vino hoy a la Fiscalía, como lo ha hecho todas las semanas durante tres años, a intentar agilizar el expediente de su hermano Carlos quien, vestido con un suéter azul, salió muy temprano de su casa en noviembre de 2018 a vender hortalizas y no regresó más. El padre de 28 años fue asesinado de un disparo en el pecho durante un operativo de seguridad cerca del barrio en donde vivía. Ella y su madre se han tenido que encargar de sus sobrinos huérfanos y confiesa que a veces no tiene ni cómo darles de comer.
Sandra emprendió una investigación propia que la llevó a enterarse, tiempo después, de que a su hermano ni siquiera lo mataron en el lugar del operativo de seguridad. Dice que más bien lo capturaron vivo y luego de darle vueltas en un auto durante varias horas lo trasladaron a un lugar conocido como “la invasión”, donde suelen esconderse delincuentes. Sandra dice que la testigo con quien ella y su hermana Evelyn hablaron vio cómo los policías rodearon la zona, “cerraron todo para que nadie viese nada y luego se escucharon los balazos”. La testigo recuerda ver que mataron a un joven con suéter azul. Ahí se dio cuenta de cómo mataron a Carlos.
Según todos los familiares consultados para este reportaje, las ejecuciones siguen un patrón: luego del asesinato, los funcionarios de seguridad disparan al aire o a las paredes de las casas para simular un combate o “resistencia a la autoridad” y así alegar que actuaban en defensa propia. En su tercera visita a la morgue para saber el paradero de su hermano, Sandra recuerda que un funcionario le dijo que Carlos estaba armado y que fue abatido mientras disparaba. Ella asegura que “lo único que tendría era un cuchillo para pelar las verduras”.
Sandra sólo supo que debía denunciar el asesinato de su hermano cuando conoció a Aracelis, quien le explicó el camino que tocaba seguir, uno que la trae a Fiscalía todas las semanas. Ante sus reiteradas visitas, Sandra dice que la fiscal a cargo del caso la trata mal o la ignora. “Me dice, ‘estoy trabajando en cosas más importantes’. La gente no entiende la rabia que se siente cuando te dicen que la vida de Carlos no tenía valor”.
“‘Ahí viene la vieja esa otra vez,’ esa es la expresión que se le nota en la cara a la fiscal cada vez que entro a ese edificio,” cuenta Jennifer Rotundo con una sonrisa pícara de quien reconoce el poder de la insistencia pero que también delata su resignación ante la burla. “A veces no nos quieren atender, o nos dicen que no están, que están muy ocupados… pero yo seguiré fastidiando”. Jennifer ha tenido que aprender a manejarse dentro de un sistema donde los fiscales son al mismo tiempo verdugos y abogados, con quienes toca congraciarse ya que la Fiscalía es el único ente facultado para ejercer la acción penal. “Si te pones muy agresiva, ellos se ponen lentos. Tienes que obligarte a sonreír así te de rabia. Sobre todo cuando te dicen ‘¿qué vienes a buscar tú aquí, si tu hijo era un delincuente?’”.
Jenifer viaja desde Charallave ―a una hora de Caracas― a la Fiscalía todas las semanas desde hace cuatro años. Su objetivo es limpiar el nombre de su hijo, Luis Ángelo Martínez, quien fue asesinado el 4 de julio de 2017 por funcionarios del CICPC de cuatro disparos, uno de ellos en la cara, luego de regresar de un servicio como mototaxista. Luis, de 24 años, dejó huérfana a una niña de cinco. Según Jennifer, esa tarde “los testigos gritaban que por qué lo mataban y los policías los apuntaban y gritaban ‘¡cállense que eso no es problema de ustedes!’”.
“Después de que imputaron a los oficiales mi caso está apagadito”, dice Jennifer. “Está a paso de tortuga”.
La imputación es la primera fase del proceso penal venezolano, una audiencia mediante la cual se le informa, en este caso, a los funcionarios policiales, que están siendo investigados por la presunta comisión de un delito y donde se determina si los sospechosos deben esperar hasta el juicio detenidos o en libertad. La imputación no es una acusación formal ni una condena ―esta sólo ocurre luego de un juicio―, y es la fase en donde la mayoría de los casos quedan estancados. En el caso de Darwilson, cuatro policías fueron imputados ―de 30 que Aracelis dijo ver aquel día en su casa― en 2016, y desde entonces hasta ahora nada ha pasado.
Para Aracelis, la dilación es deliberada y parte de la estrategia del Estado para evadir responsabilidad: “[La Fiscalía] juega al cansancio y al desgaste para lograr que abandonemos los casos”. Pero Jennifer no piensa desistir. “Estoy buscando justicia: que los que asesinaron a mi hijo paguen. Yo quiero todo lo que la ley me garantiza, incluyendo reparaciones” dice.
La justicia internacional
En la tarde del 3 de noviembre de 2021, Alí Daniels estaba en su oficina en Caracas intentando distraerse ante la expectativa que permeaba en los círculos de defensores y víctimas de derechos humanos la visita a Venezuela de Karim Khan, el fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI).
Muy poco se sabía sobre la agenda del fiscal en el país. Cuando una periodista lo contactó para confirmar si el anuncio era cierto, Daniels no lo creía. “Tuve que revisar la transmisión por YouTube en lento para transcribir lo que decía [el Fiscal Khan]. Sólo luego de leer lo que había transcrito es que verdaderamente me lo creí. Fue una noticia maravillosa que no nos esperábamos”, recuerda Daniels.
La noticia no era sencilla de dilucidar: estaba discretamente enterrada en un texto repleto de considerandos y lenguaje diplomático que fue leído y ratificado en vivo por Nicolás Maduro desde el palacio presidencial. “(…) el Fiscal de la CPI ha concluido el examen preliminar de la situación en Venezuela y ha determinado que procede abrir una investigación para establecer la verdad”. Luego de casi cuatro años de evaluación, la CPI consideró que había suficientes razones para presumir que en Venezuela se cometieron crímenes de lesa humanidad.
La apertura de esta investigación en Venezuela marca varios hitos sin precedentes. Es la primera vez desde la fundación del organismo, hace 23 años, que se investiga a un país latinoamericano por crímenes de lesa humanidad, y primera vez que dicha investigación fue solicitada por un grupo de países (Argentina, Canadá, Colombia, Chile, Paraguay y Perú). Pero quizás el hito más importante yace en el reconocimiento implícito de emprender la investigación: que el sistema legal en Venezuela, por sí solo, no es capaz de generar resultados. La Corte sólo admite casos luego de constatar la ausencia de voluntad o inacción del país en la genuina búsqueda de justicia. Algo que Aracelis, Jennifer, Sandra y los centenares de familiares de asesinados por fuerzas policiales y militares han podido constatar.
Si bien, tras la firma del memorándum, el Estado venezolano se comprometió a colaborar con la investigación de la CPI, a suministrar información sobre delitos de lesa humanidad, la realidad es que son las víctimas organizadas, recaudando información y denunciando, quienes activaron el proceso al visibilizar el patrón, y quienes servirán de apoyo instrumental para que se establezca la verdad. “Hay una sociedad civil que, con muchas limitaciones, logró llevar casos a la Corte”, explica Daniels.
Bajo los términos del acuerdo, la Fiscalía de la CPI tiene la potestad de enviar a sus propios peritos, fiscales y personal independiente del gobierno venezolano al país para realizar directamente experticias, entrevistar testigos y solicitar pruebas cuando consideran insuficientes los adelantos del Ministerio Público. Así como Aracelis y sus compañeros lo han hecho en el pasado, la Fiscalía de la CPI puede solicitarle al Gobierno elementos necesarios para armar un caso, como un protocolo de autopsia o una cadena de mando. Pero a diferencia de las solicitudes de Aracelis y compañía, en este caso el Gobierno, si es que pretende cumplir con el acuerdo que firmó, está obligado a proporcionarlos.
Daniels no desestima la habilidad del Estado para maniobrar en instancias internacionales, cuya estrategia siempre ha sido la misma: apostar al tiempo. Esto se lee entre líneas en las simbólicas reformas del sistema judicial que el Gobierno emprendió desde que se rumoreaba la apertura de la investigación: cambios a la legislación penal, reestructuración del Tribunal Supremo de Justicia, e incluso algunas condenas a autores materiales de crímenes. “El gobierno sí ha cambiado su conducta y ese cambio obedece a que la Corte tiene con qué amenazar al Gobierno”, dice Daniels. ¿La amenaza? Emitir órdenes de captura que serían obedecidas por 130 países. “Eso le pone el mundo chiquito a cualquiera”.
La Corte Penal Internacional investiga a individuos, no a Estados. Y su estándar es juzgar a los últimos responsables, no sólo a los autores materiales de los crímenes. Todavía no se sabe qué casos serán investigados ni cuándo se anunciarán, ya que la Corte le cedió al Gobierno una extensión en el plazo previsto para que este envíe a La Haya toda información pertinente a investigaciones ya avanzadas. A partir de esto, la Fiscalía de la CPI determinará qué casos requieren una investigación independiente adicional. Todo puede tardar años.
Por lo pronto, un pendiente inmediato para Aracelis, las demás víctimas y las organizaciones de derechos humanos en Venezuela es lograr que se amplíe el alcance de la investigación para que abarque hechos que sucedieron antes de 2017, y para que se incluya el delito de asesinato dentro de los crímenes cometidos. “Esos son los grandes retos de este año: tratar de lograr que la Fiscalía [de la CPI] entienda que sin esos dos elementos la investigación no tiene sentido”. En este momento, la Corte sólo está evaluando casos de detenciones arbitrarias, torturas, violencia sexual y persecución política. Este cambio dependerá, en gran medida, del trabajo de visibilización y la presión que Orfavideh y los demás comités de víctimas sigan llevando adelante. “Deben seguir mandando información y buscar asesoría para que se haga en los rigurosos términos que pide la Corte”.
El peso de la justicia todavía sigue en gran parte en las manos de venezolanos como Aracelis, quien no para de exigir que la Fiscalía haga su trabajo desde este banquito a la salida del metro frente al Ministerio Público en Caracas.
Aunque Aracelis nunca ha estado en La Haya, está consciente de que su voz, y las de tantas víctimas a quienes ha inspirado, hoy están siendo escuchadas. Ella no pierde la esperanza de conseguir justicia porque tiene la convicción de que esto tiene que acabar.
Es la tarde del miércoles 9 de febrero de 2022 y Aracelis está una vez más al frente de la Fiscalía. Ha venido a acompañar a una miembro de Orfavideh a presentar documentos para el caso de sus dos hijos asesinados por policías. Luego de la diligencia decide pasar por la fiscal a cargo de su caso y esta le dice que los cuatro policías imputados por el asesinato de Darwilson pasarán a juicio el viernes. Aracelis cuenta que no lo podía creer, que le da tranquilidad y al mismo tiempo la pone nerviosa saber que verá de nuevo a quienes mataron a su hijo.
El día llega y Aracelis está en la sala de espera junto a dos de los acusados. Dice que los vio inquietos e incluso uno de ellos se puso al frente de ella y la miró fijamente por ratos. “Tal vez ellos no esperaban esto ya que estaban acostumbrados a matar y que no pasara nada, pero se están dando cuenta que los casos avanzan más y más”. El juicio se prorrogó al 21 de febrero porque dos de ellos no asistieron, uno estaba enfermo.
Han pasado nueve años desde el asesinato de Darwilson y Aracelis recién puede ver cómo los engranajes de la justicia en Venezuela avanzan. Cuando se le pregunta si confía en la justicia internacional, ella sólo responde: “Confío en nosotros, porque tenemos la razón”.
* Esta historia fue realizada por Emiliana Duarte Otero, corresponsal del medio venezolano Efecto Cocuyo para AQUÍ MANDO YO, proyecto periodístico y académico liderado por Dromómanos en México, El Salvador, Nicaragua, Venezuela, Brasil, Chile y Colombia, para entender los ataques a la democracia y las políticas autoritarias que afectan a la región.