Cuatro días en un hospital psiquiátrico

Uno asegura que su vecino lo envenena, otro no puede evitar introducir cosas en su cuerpo y el otro lucha contra las órdenes suicidas de su amiga imaginaria. Historia de tres cerebros en aprietos.

por

David González


10.10.2012

Día uno

—Yo estoy aquí porque me diagnosticaron esquizofrenia paranoide.

—¿Y eso por qué Germán*? ¿se imagina cosas?

—No, yo no tengo nada —me responde tranquilamente—. Lo que pasa es que mi vecino pensó que yo quería algo con su esposa y empezó a envenenarme la carne. Fui al hospital porque estaba intoxicado. Me sentía como atontado.

—¿Y aquí le creen?

—No.

—Yo sí le creo —tercia Luz Marina Pulido, quien también tiene esquizofrenia paranoide—. Seguramente lo que le echaron fue burundanga, por eso se sentía atontado.

Marta Rangel,  que trabaja como psiquiatra en el Hospital Día de La Victoria, me ha contado varias veces la historia de terror con la que Germán Acuña ha confundido su vida. Ahora trato de escucharla narrada por él, pero poco a poco la conversación se desvía y no soy capaz de hacerla volver al cauce que había planeado. Es difícil hacer planes en este lugar.

El Hospital Día es como un colegio para enfermos mentales. Allí asisten a diario entre quince y veinticinco pacientes. Llegan antes de las nueve de la mañana y se van al medio día. En ese lapso, hacen trabajos manuales, juegan y toman sus medicamentos. La mayoría tiene esquizofrenia paranoide, pero hay varios que sufren de trastorno afectivo bipolar, de trastorno obsesivo compulsivo o de una mezcla de estas enfermedades.

Esta mañana, la doctora Rangel me ha llevado en su carro, que todos los días culebrea y trepa por las calles empinadas que conducen al Hospital La Victoria, en el centro oriente de Bogotá. Se trata de uno de los cinco hospitales públicos más importantes de la capital y a él acuden mensualmente cerca de treinta mil personas de estratos bajos. Entre frenadas y arranques, Marta me ha contado un poco sobre el Hospital Día, que forma parte del Hospital La Victoria, pero funciona en una casa separada del edificio principal. Consta de un par de consultorios, un taller, una cocina pequeña y una sala con techo de vidrio. Hacia el sur, la ventana del taller da a un pequeño bosque de pinos, donde a veces salen los pacientes a realizar actividades terapéuticas.

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La gravedad de los enfermos varía. Germán, por ejemplo, está tan sumido en sus delirios que no se da cuenta de que tiene un problema mental. La peor parte de su pesadilla es que está convencido de que es real. Otros, en cambio, son conscientes de su enfermedad. Este es el caso de Luz Marina, con quien hablo a la hora del refrigerio, entre las diez y media y las once de la mañana, cuando los pacientes tienen un tiempo libre y pueden vagar por las instalaciones del Hospital La Victoria. Según Luz Marina, su problema es que se deprime mucho y le dan ganas de suicidarse. Como prueba me muestra una gran cicatriz en su muñeca derecha.

—Traté de matarme allá atrás, en el bosque de pinos. Lo hubiera logrado, pero me encontraron— me dice con un leve brillo en sus ojos, como una niña que ha hecho una travesura y deja que sus padres la descubran para ver qué cara ponen.

—¿Y por qué estaba tan deprimida?

—Bueno, la verdad es que intenté matarme porque Empi me dijo que lo hiciera.

—¿Empi?

—Es mi amiga imaginaria. Tengo dos, Empi y Pelusa. Yo hago lo que ellas me dicen.

—Pero entonces usted sabe que son imaginarias…

—Sí, eso le agradezco a este lugar. Aquí me han enseñado a distinguir entre lo real y lo imaginario.

—O sea que podría no hacerles caso a Empi y a Pelusa… porque sabe que son imaginarias…

—Podría… pero entonces ellas se ponen bravas… y si se ponen bravas se ponen tristes… y yo no quiero pelear con ellas.

Tras decir esto, el semblante de Luz Marina se torna sombrío.

—¿Qué es lo que más le gusta del Hospital Día?

—Lo que más me gusta es que es real, que es comprobable químicamente.

—¿¡Químicamente!?… bueno, pero entonces le gustan las cosas reales…

—No todas las cosas, los amigos los prefiero imaginarios…

Al escuchar a Luz Marina queda la sensación de que en ella no hay una línea clara entre la razón y la locura. Esa falta de claridad, ese límite vago entre la realidad y el delirio, es lo que define la experiencia de los pacientes que asisten al Hospital Día.

Día dos

Cuando está vacío, el taller donde trabajan los enfermos mentales se parece a uno de esos salones que tienen los jardines infantiles para que los niños hagan manualidades. En el centro hay dos mesas de madera con manchones de pintura por todas partes. A los lados, estantes metálicos y alacenas empotradas contienen materiales diversos: lana, plastilina, cartulinas, plásticos de colores, alambres, retazos de lienzo. Apilados por aquí y por allá hay dibujos hechos a lápiz, collages con figuras recortadas de revistas, tapices a medio tejer, pulseras de bisutería, libros para colorear. Algunas herramientas en un cajón, sin embargo, dejan claro que el taller no es un cuarto para niños: seguetas, martillos, tuercas, bisturíes.

Aún falta un cuarto de hora para las ocho de la mañana, por lo que los pacientes todavía no comienzan a llegar. Aprovecho para conversar con Diana Rodríguez, la terapeuta ocupacional a cargo del Hospital Día. Mientras se toma un sorbo de café para cortar el frío, me explica que en el taller es donde pasan la mayor parte del día los pacientes del Grupo A, que son los más delicados: «En ese grupo están los que acaban de salir de una crisis, o los que por lo grave de su enfermedad tienen pocas probabilidades de curarse».

Cuando le pregunto para qué les sirve el taller a los pacientes, Diana me responde que las actividades repetitivas son fundamentales en el proceso de rehabilitación. «Parte de lo que buscamos es que sean funcionales, que puedan trabajar, o por lo menos ayudar en las tareas básicas en sus casas, y tener tolerancia a la repetición es muy importante para eso», me dice. Tras tomar otro sorbo de café, señala en la pared de su oficina una cartulina negra sobre la que ha sido dibujado un loro con tizas de colores. El dibujo es bastante bueno. «Además, el taller les permite descubrir y potenciar sus talentos», añade Diana con cierta satisfacción.

Los esfuerzos realizados por los pacientes en el taller se ven reflejados en las paredes del Hospital Día. A la entrada, una cartelera con letras grandes y poco uniformes les recuerda a los familiares que no pueden dejar vencer las fórmulas con las que deben reclamar los medicamentos. El encargado de dibujar este letrero fue Ramiro, un esquizofrénico bastante amigable que oye en la radio voces dirigidas a él.

—Yo no les pongo cuidado —me responde cuando le pregunto qué es lo que le dicen.

La tendencia en la decoración se mantiene al interior de la casa. El baño de los hombres, por ejemplo, se distingue por la imagen de un actor de televisión cortada de una revista y pegada sobre una cartulina azul, en cuya parte inferior dice «ellos». Pero lo que más llama la atención de ese baño es que en vez de perilla tiene un hueco. «Es para vigilar a los pacientes, me explica Diana, por si tratan de suicidarse».

Ya son las ocho y media. El taller está lleno de vida. Le comento a Diana que ya he hablado con varios esquizofrénicos y que hoy me gustaría conocer a alguien que tenga un trastorno obsesivo compulsivo (TOC). Ella me recomienda que hable con Fabián, un joven de diecinueve años que está tejiendo una manilla.

El TOC es fácil de distinguir: quienes lo padecen tienen ideas repetitivas que taladran sus cabezas y solo se calman cuando llevan a cabo ciertos rituales específicos. Algunos se lavan las manos cien veces al día, porque creen que están sucios, otros chequean compulsivamente las puertas, pues dudan de que estén bien cerradas. Fabián se introduce objetos en el cuerpo. Es perfectamente consciente del daño que se hace, pero no puede evitarlo. Entre avergonzado y afligido, me cuenta varios episodios estremecedores que sufrió a causa de su obsesión. La última vez, terminó en urgencias porque no se pudo sacar un palo de Bon Bon Bum que introdujo en su nariz.

—Es que las ideas me ganan… cuando empiezan no paran hasta que termino metiéndome algo…

Al hablar con Fabián, me queda claro que la locura no es incompatible con la inteligencia. Él sabe que tiene un problema serio y quiere curarse. Por las noches, estudia Negocios Internacionales; de día, solía trabajar como albañil para ayudar a su familia, pero cuando aparecieron las ideas obsesivas y comenzó a lastimarse sus padres lo obligaron a buscar ayuda profesional.

—Espero que estar aquí me sirva —dice con impaciencia—, pero hasta ahora no he visto nada que me ayude.

Apenas comenzó a venir hace una semana. Todavía está adaptándose.

—Es que la verdad no entiendo cómo tejer pulseras me va a ayudar con mi problema.

Al igual que Fabián, yo también esperaba algo diferente. Tenía la idea clásica de un manicomio: locos vagando por aquí y por allá, algunos sedados, otros inmovilizados, la mayoría sumidos en actividades absurdas. Nada que ver con lo que en realidad sucede en el Hospital Día.

La charla con Fabián es interrumpida por Rosa, la paciente encargada de organizar el refrigerio, quien nos informa que pronto van a empezar a servir la comida.

Rosa ronda los cincuenta años, es bajita y anda para todos lados con una sonrisa. Al verla pareciera que no tiene nada, pero sufre de un trastorno afectivo bipolar. Esto significa que puede pasar bruscamente de la tristeza a la manía, de no querer hacer nada y tener ganas de morirse a estar acelerada y no poder dormir de la emoción, de ser pasiva y meditabunda a extrovertida y despilfarradora. Pero Rosa ha mejorado bastante desde que empezó a venir al Hospital Día, hace cerca de un año, por lo que ya está en el Grupo B. Quienes se encuentran en ese grupo colaboran en la logística de algunas actividades, fabrican las bolsas en que se entregan los medicamentos y venden aguas aromáticas dentro del centro de salud. El dinero que recogen sirve, entre otras cosas, para comprar los materiales con los que trabaja el Grupo A en el taller y para subsidiar a los que no pueden pagar completa la cuota del refrigerio.

Todos los lunes, los pacientes deben entregarle a Rosa setecientos pesos por cada refrigerio que vayan a tomar en la semana. Esto los motiva a llegar temprano, pues a los que llegan después de las nueve no les dan de comer, así hayan pagado puntualmente. «Somos muy estrictos con los horarios y las reglas —me advierte Diana—, porque a los pacientes les ayuda mucho tener una rutina estructurada». Por eso, cuando trato de convencer a Rosa de que me reciba la plata aunque ya es miércoles, ella me responde tajante: «No señor, con mucho gusto lo haría pero no puedo, si lo hago me ponen un memorando». Me toca pedirle un permiso especial a Diana, quien se ríe de mi solicitud y me autoriza a regañadientes. Pero vale la pena: hoy van a dar huevos revueltos con pan y agua de panela.

Día tres

De todos los pacientes, el que más me hace reír es un viejo flaco y un poco encorvado de mirada angelical a quien todos llaman «don Fabio».

Esta mañana, poco después de las nueve, las actividades en el taller son interrumpidas por tres mujeres jóvenes y un muchacho, quienes le piden a todos los pacientes del Grupo A que salgan al bosque de pinos. Una vez afuera, formamos un círculo y, siguiendo las instrucciones de una de las muchachas, hacemos ejercicios para calentar el cuello, las manos y las piernas. Luego el joven nos explica que vamos a jugar al teléfono roto.

Se trata de un grupo de estudiantes de Terapia Ocupacional de la Universidad Nacional que están haciendo sus prácticas en La Victoria. Después de que nos explican las reglas del juego, agrandamos el círculo hasta que alcanzan a quedar varios árboles entre una persona y otra. Entonces una de las estudiantes le dice la frase secreta al primer paciente a su derecha, quien sale corriendo hasta donde está el segundo y trata de repetírsela en voz baja. Al poco tiempo, el jugador a mi izquierda corre hacia mí y me dice al oído: «El sí del ocaso». Lo miro sorprendido y nos reímos.

Cuando el teléfono roto llega de vuelta a la estudiante de la Nacional, ella dice en voz alta, casi gritando: «¡¿“El sí del ocaso”? Pero si lo que yo les dije fue “El sol sale por la mañana y se oculta en el ocaso”!». Después de eso, las risas de todos inundan el bosque de pinos por un buen rato.

De todos los pacientes, el que más me hace reír es un viejo flaco y un poco encorvado de mirada angelical a quien todos llaman «don Fabio». Él rompió el teléfono todas las veces, al punto que al final una de las estudiantes decidió acompañarlo y le ayudó a repetir la frase, pues no había posibilidad de que don Fabio la transmitiera por su cuenta. Y no es para menos: su problema es que cuando habla mezcla las ideas de una forma tan enrevesada que resulta imposible entenderle. El término médico para este fenómeno esensalada de palabras. Diana me explica que esto es típico en los casos de afasia severa, que se define precisamente como la «incapacidad de producir o comprender el lenguaje». Luego me aclara, para mi sorpresa, que don Fabio entiende la mayoría de las cosas que le dicen. Es como si lo rodeara una pared invisible, que dejara entrar las ideas, pero no les permitiera salir.

Una vez finalizan las actividades en el bosque de pinos, la doctora Marta Rangel, me invita a la reunión de familiares, que tiene lugar una vez a la semana en la sala con techo de vidrio. En total llegan cerca de veinte personas. La doctora Rangel les va preguntando a todos cómo van los pacientes en sus casas. La mamá de Fabián, por ejemplo, dice que él ha mejorado bastante, aunque a veces le vuelve la obsesión. «Me doy cuenta porque encuentro tapas y cuchillos debajo de la nevera», explica. Y es que cuando la idea de introducirse algo comienza a torturarlo, Fabián se asusta y aleja de sí cualquier objeto con el que pueda llegar a hacerse daño. La hermana de «don Fabio», por su parte, asegura que su hermano ha estado tranquilo. «Lo único es que sigue aficionado a las sopas de letras», añade y mira a Marta, como esperando que esta le aclare si debe preocuparse por los hábitos de Fabio.

Pese a la inquietud de su hermana, a mí me parece que la pasión de don Fabio es inofensiva. Después de la reunión, me siento a su lado mientras llena una sopa de letras. Las palabras van quedando entrelazadas de la misma forma impredecible y caótica que como salen de su boca. De pronto, el número de la página en la que está la sopa de letras llama su atención. Entonces él la señala y trata de explicarme lo que está pensando:

—Es que la estaba buscando pero ese sello. Madera. Ese sí no se deja atrapar.

Al ver mi desconcierto, Diana se ríe y me advierte que si llego a entender todo lo que don Fabio me dice, ella misma se encargará de matricularme en el Hospital Día. Pero la dificultad de Don Fabio para comunicarse no parece ofuscarlo en lo más mínimo. Por el contrario, pareciera gozar del don de la tranquilidad perpetua, del que carecen la mayoría de las personas «cuerdas». Sopa de letras con ensalada de palabras, así es el menú para don Fabio todos los días.

Día 4

Mientras espero a que lleguen los pacientes, les comento a Diana y a Marta que me he encariñado con varios. «Así es aquí —me responde Diana—, somos como una familia».

Les confieso, además, que las actividades me han parecido bastante divertidas. Ellas asienten con una sonrisa y Diana me aclara que no se trata de algo improvisado: «El modelo que usamos se parece bastante al de los Hospitales Día de España, que son de los que tienen mejor reputación en el mundo».

Marta me cuenta que, aunque ahora los Hospitales Día son comunes, apenas comenzaron a existir a comienzos del siglo pasado. Antes de eso, los sanatorios seguían el modelo establecido en la Edad Media. Eran lugares para recluir a los enfermos mentales, para evitar que estuvieran sueltos por ahí. El objetivo no era ayudarlos a sanar; en el mejor de los casos tan solo se trataba de evitar que fueran un peligro para otras personas y para sí mismos.

De acuerdo con los estudios sobre el tema, el primer Hospital Día fue creado en la década de los treinta, en la Unión Soviética. Fue algo revolucionario. Por primera vez se intentó ayudar a los enfermos mentales a reintegrarse a la sociedad, en vez de simplemente esconderlos.

Hay, sin embargo, algo que no me gusta del enfoque psiquiátrico que se pone en práctica en estos hospitales: las drogas. Todos los días, poco después de llegar, los pacientes hacen fila india para recibir sus medicamentos: ácido valproico, lamotrigina, olanzapina, rispeldar, fluoxetina, clonacepán, fenitoina, aripiprazol, risperidona, etcétera. Todos deben tomarlos en frente de Marta o de Diana, pues algunos, como Germán Acuña, están convencidos de que no los necesitan y suspenderían el tratamiento si no los vigilaran.

Tengo la idea de que los medicamentos les impiden a los pacientes sanar de verdad y de que solo les «adormecen» los síntomas. Cuando le comento esto a la doctora Marta Rangel, quien se encarga de regular las dosis apropiadas, ella me responde con cierta dureza: «por falta de medicamentos es que algunos están como están. Cada vez que dejan de tomárselos corren el riesgo de entrar en crisis, y si eso sucede no solo sufren mucho por sus delirios, sus obsesiones y sus depresiones, sino que además se les queman las neuronas».

La miro sin saber muy bien qué responderle, y ella, para reforzar su argumento, me dice que Germán tiene muy pocas probabilidades de mejorarse debido a que no cuenta con familiares que estén pendientes de sus medicamentos: «hace varios días que no los toma porque no hay quién lo acompañe a hacer las vueltas de la EPS. Lleva diez meses aquí y sigue convencido de que lo drogan a través de la carne y de que le extraen espermatozoides para inseminar mujeres. Cree que ha tenido siete hijas y que a todas se las han matado. Colecciona las bolsas que le dan en las carnicerías como prueba. Es uno de los pacientes más inteligentes, pero seguramente va a terminar encerrado».

La conversación me deja un poco angustiado por Germán, quien cuando entro al taller está bordando un lienzo en el que previamente ha esbozado con lápiz una escena campestre. A veces mueve sus brazos de forma abrupta o golpetea el piso con los pies por unos segundos para luego quedarse quieto, como si estuviera marcando el ritmo de una melodía demente. Es robusto y desaliñado. Ojos oscuros, rostro rollizo y amigable.

—Don Germán, ¿le molesta si lo entrevisto?

Él me mira con desconfianza y responde:

—Lo único que puedo decirle es que estoy sufriendo de insomnio.

—¿Sí?

—Seguramente es por el exceso de intoxicación en la sangre.

Su respuesta me causa un revuelto extraño entre risa y tristeza. Vuelvo adonde la doctora Rangel y en medio de mi ingenuidad le pregunto si ya han tratado de mostrarle a Germán que lo que cree no es cierto. «Claro, cada rato, pero es caso perdido», me dice. Mi silencio refleja mi asombro. Entonces ella me explica que una de las características de los delirios es que son «creencias absurdas que no pueden ser erradicadas con la demostración de lo contrario».

Me quedo mirando a Germán y siento una gran impotencia por no poder ayudarlo. No obstante, me reconforta ver que a veces, mientras participa en las actividades, se ríe y parece olvidar los tormentos que lo acechan. Puede que él aún no esté listo para despertar de su pesadilla, pero gracias al cariño que le brindan en el Hospital Día una sonrisa ha venido a iluminar su rostro durmiente.

* [Nota del editor]: Los nombres de los pacientes han sido cambiados para proteger su identidad.

**David González es estudiante de la Maestría en periodismo del CEPER. Este reportaje se produjo en el seminario de géneros.

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David González


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