El viernes pasado, dos eventos en Colombia mostraron dos formas muy distintas, casi contradictorias, de aproximarse a la muerte como país: en la noche de ese día, el Instituto Colombiano del Dolor le rechazó a Martha Sepúlveda el procedimiento de eutanasia para el que ya tenía cita: en parte la justificación era que después del reportaje en el que Martha había expresado su deseo y alivio en la muerte, esa institución había cambiado su opinión sobre la gravedad de su condición.
El mismo día, unas horas antes, dos jóvenes de 15 y 16 años fueron asesinados en Tibú, Norte de Santander, después de que dos hombres se los llevaran a la fuerza de la tienda donde habían sido encontrados robando. Sus cuerpos se encontraron a las afueras del municipio con disparos en sus cabezas, las manos atadas y un letrero que decía “ladrones”.
Lo que estamos viendo es parecido a lo que hemos visto antes. Ya en otra nota había hablado sobre la necropolítica y cómo en Colombia hay una estructura de pensamiento entre quién merece la muerte y quién no, a quién se le hace luto y a quién no. Hoy vemos algo que es parecido pero que no es lo mismo, nunca es lo mismo.
El caso de los niños asesinados en Tibú es la muestra de que en épocas donde emerge ese microfascismo, la única respuesta que tiene la sociedad es asesinarnos.
Esta vez estamos viendo la relación entre un macrofascismo y un microfascismo —acá me estoy parando en los trabajos de Félix Guattari, el mismo de la teoría de la revolución molecular que hace poco se tergiversó en ‘revolución molecular disipada’—. La estructura del fascismo, la del partido totalitario y el Estado totalitario logra producir individuos microfascistas. Entonces el fascismo ya no es una cuestión de ejércitos, de control, sino que ahora entra en el campo de las subjetividades: los famosos escuadrones de limpieza, por ejemplo, la dinámica de los hijos de bien que salen a limpiar las calles de presuntos guerrilleros, de prostitutas. O, como lo vimos recientemente, para defenderse de la presencia de la movilización social popular cuando ésta llega a sus barrios.
El caso de los niños asesinados en Tibú es la muestra de que en épocas donde emerge ese microfascismo, la única respuesta que tiene la sociedad es asesinarnos. La vida de esos niños no importa. Vale la pena recordar el mensaje de si será que estaban recogiendo café o qué estarían haciendo esos muchachos, para ver si se les acusa de algo y así se expulsan esos seres del reino de la humanidad. Entonces se pueden matar porque ya no importan, porque no son humanos, son pecadores, y la sanción permite hacerlos merecedores de lo que les ha pasado.
Allí resulta más fácil culpabilizar al joven que entrar en un análisis histórico y estructural de por qué para esos jóvenes no hay futuro. Es mucho más fácil la excepcionalidad, la bota dura
Y eso también tiene que ver con un abandono intencional del Estado de ciertas regiones, zonas que han sido castigadas conscientemente por un Estado que decidió no estar presente o delegó su presencia a los actores privados; curas, empresarios, gamonales, entre otros. Allí resulta más fácil culpabilizar al joven que entrar en un análisis histórico y estructural de por qué para esos jóvenes no hay futuro. Es mucho más fácil la excepcionalidad, la bota dura y los grupos de vigilancia que a veces son también legitimados por actores oficiales.
En el caso de la eutanasia que se niega vemos el otro lado, el macrofascismo que dice: usted no puede decidir sobre su vida, su muerte y su decisión sobre ella pertenece al Estado y no a usted. Hay un texto de Agnes Lugo Ortiz sobre los esclavos en el que plantea —a pesar de lo que dice Foucault de que no hay libertad en el esclavo— que cuando el esclavo se escapaba de la plantación y salía a correr por los pantanos, con los perros hambrientos amenazándolo con la muerte atrás, la decisión de preferir la muerte que seguir en la plantación era la máxima práctica de libertad del esclavo. Es muy interesante el hecho de que hay momentos históricos en los que es preferible morir que vivir, que es una decisión individual: porque en la muerte decido, soy libre en la muerte.
Creo que eso tiene implicaciones sobre una ‘teocosmología’ que asegura que la vida es sagrada: tenemos una cantidad de aparatos, de máquinas, que nos dicen que hay que echar pa’lante, que es importante sufrir en la vida, que todos somos luchadores y todos podemos ser exitosos, y que quien no lo hace fracasa y es un perdedor. Entonces la sociedad ve a quien se suicida como un tipo perezoso, como un enfermo mental. Pero, ¿qué pasa cuando la vida llega a ser tan perturbadora, tan dura y difícil, que escojo la muerte conscientemente? ¿Qué pasa cuando prefiero la muerte que la enajenación o vivir una vida con dolor? Para Lugo Ortiz esa es una práctica de libertad radical, porque implica una autonomía consciente de ejercer mi deseo sobre lo que es una buena vida y sobre lo que no lo es.
Es importante considerar esa idea además en un mundo que resulta tan cruel. Eso es lo que el microfascismo plantea: un mundo cruel. Frente a esa crueldad, tomar la decisión de morir por lo menos debería ser visto como una práctica de libertad, no como un acto patológico o merecedor de una sanción moral.
Guattari explica su concepto de ‘esquizoanálisis’ como seguir al sujeto en su devenir, no para juzgarlo ni normalizarlo ni para traerlo al reino de la humanidad, sino para seguirlo en su devenir. Y si eso implica seguir al sujeto para comprender que, para ese sujeto, la muerte es libertad, me parece que cambia profundamente el esquema de que la vida es sagrada.
Estos dos eventos, las dos formas distintas de entender la muerte y la contradicción que parecen despertar, son producto también de las contradicciones centrales de la modernidad. La modernidad trajo libertad, igualdad y fraternidad, también trajo esclavitud, trajo Haití, trajo el fascismo.
Es una modernidad que le apuesta al proyecto de igualdad pero se monta sobre una relación de desigualdad. Y esa desigualdad es racial, tiene género y es interseccional.
¿Por qué al Estado le importa que una mujer decida que quiere morirse y no le importa el asesinato de unos niños? Yo creo que en parte tiene que ver con esas contradicciones inherentes de la modernidad: por un lado nos dejó un valiosísimo espíritu republicano de igualdad, de que nadie está por encima de la ley, un mandato popular, democrático radical; pero a la vez dejó una regulación de las sociedades en torno a la acumulación de capital. Lo dijo Marx: entre más se valoriza el capital, menos se valorizan los trabajadores. Es una modernidad que le apuesta al proyecto de igualdad pero se monta sobre una relación de desigualdad. Y esa desigualdad es racial, tiene género y es interseccional.
Hay que acordarse que además la modernidad en América Latina es una modernidad colonial en la que no existen las relaciones de sujetos y ciudadanos libres. Acá todavía existe el gamonalismo, el semifeudalismo. Las relaciones acá siguen marcadas por cuestiones raciales, por el “usted no sabe quién soy yo” en el que unos importan y otros no.
Estas dos aproximaciones al valor y al peso de la muerte, reflejadas en estos dos eventos, dejan tres lecciones: la primera es la noción clave del humanitarismo crítico que dice que toda la vida es sagrada. Hay que hacer lo imposible para que ninguna vida se pierda y rechazar absolutamente la muerte como algo justificable.
La segunda es comprender como sociedad por qué para ciertos cuerpos es preferible la muerte, allí entran la eutanasia, el suicidio, el aborto. La mujer que aborta no está loca, quien elige morirse no está loco, ambos son dueños de sus cuerpos y están tomando una decisión autónoma y consciente que resulta en una práctica de libertad radical.
Y la tercera es el llamado a ver los contextos, la complejidad y a seguir a los sujetos en su devenir.