Contra el poder de ArtBo

«Estudiantes, artistas, galeristas, gestores, marchantes, coleccionistas, cacos, celadores, curadores, relacionistas públicos, guardianes, guardaespaldas, expresidentes, profesores y hasta el más casual espectador no podrán negar que la feria de arte artbo se ha convertido en una experiencia pedagógica ineludible. Solo Dios y el Diablo sabrán qué hemos aprendido.»

por

Lucas Ospina


22.10.2022

Una compilación de textos sobre el poder y la Feria de Arte de Bogotá.


La fábula de ArtBo: arte en la feria del poder [2012]

“Cuando los banqueros se juntan para cenar, discuten sobre arte. Cuando los artistas se juntan para cenar, discuten sobre dinero”

—Oscar Wilde

1. Las reglas del juego

Hace poco Julio Sánchez Cristo le dedicó más de 40 minutos seguidos de su programa radial al mundo del arte. El motivo: Artbo, la feria de arte de Bogotá organizada por la Cámara de Comercio. Un posible “conflicto de interés” ocasionó que una galería se retirara del evento comercial y que uno de sus artistas quedara vetado para exponer en una sala de proyectos. El conflicto se debió a que uno de los dueños de la galería en cuestión, Nueveochenta, es el expresidente Cesar Gaviria, coleccionista y además padre de la actual directora de Artbo, María Paz Gaviría, historiadora del arte, nobel coleccionista y visitante de ferias.

En la W, Julio Sánchez Cristo no estuvo al aire ni con Gaviria padre ni con Gaviria hija, el plato fuerte de la mañana fue la que sí lo atendió al aire, Consuelo Caldas, directora de la Cámara de Comercio. En la entrevista Sánchez Cristo ejerció con ladina gentileza sus artes de matoneo periodístico y quedó claro que sobre este asunto hay dos versiones encontradas.

Una versión es la de Caldas que afirmó que Gaviria al no ser abogada actuó de “buena fe” pero interpretó mal la información jurídica que le fue suministrada antes de firmar el contrato con la Cámara de Comercio (solo le faltó a Caldas comparar la comprensión de lectura de Gaviria con la de su hermano el político liberal “Simón el vivito”).

Y otra versión es la de Gaviria, que contradice la de Caldas, y afirma en una carta que el equipo de la Cámara de Comercio llegó a la “a la conclusión de la inexistencia de causales de inhabilidades o conflictos de intereses que impidieran mi vinculación”, y que este concepto también “fue revisado por la Oficina Jurídica de la Presidencia de la Republica” (al parecer los hijos de los expresidentes gozan de servicio de consultorio jurídico en palacio).

Pero esta variante jurídica sobre el “conflicto de interés” parece ser solo un tecnicismo, un problema de marquetería, algo ajeno a como se manejan las cosas en el mundo del arte donde solo parece haber una regla: no hay reglas.

Prueba de esto es la misma Galería Nueveochenta que fue fundada en el año 2007 pero ese mismo año participó en la tercera versión de Artbo. El reglamento de la feria establece que solo pueden participar galerías con más de tres años de operación. En ese momento hubo un entendimiento laxo sobre lo podía significar “operación”, algo se habló en los corrillos de la feria pero nadie a nivel oficial trajo a colación un “conflicto de interés” o pontificó sobre el “código de ética”: ni el comité de selección de la feria, donde tienen parte algunos galeristas, ni la directora de Artbo de esa época, Andrea Walker, ni la directora de la Cámara de Comercio de ese entonces, María Fernanda Campo (actual Ministra de Educación), dijeron esta boca es mía.

¿Por qué antes no hubo problema alguno con Nueveochenta y ahora sí?

2. La cabeza de la feria

La polémica actual de Artbo no es un asunto jurídico: es un juego de poder. Polémicas siempre han existido en Artbo, un caso cercano al de Nueveochenta se dio en el año 2007 cuando el comité de selección de Artbo no le puso peros al ingreso de algunas galerías de dudosa proveniencia, como la Galería Montealegre, y sí le pidió a la Galería Arte Consultores que reconsiderará su selección de artistas.

Arte Consultores se negó a reformular su propuesta, se retiró de la feria y, dadas las conexiones sociales de su propietaria, la noticia alcanzó cierto vuelo mediático (incluso estuvo al aire en La W). A esto se sumó una feria paralela llamada La Otra, liderada por el galerista Jairo Valenzuela, que había tenido problemas por sus críticas a la Cámara de Comercio y montó en respuesta un evento paralelo en una imprenta abandonada del Barrio La Macarena.

El hambre se juntó con las ganas de comer y La Otra recibió un apoyo publicitario inusitado: la emisora La W mostró su empatía con la causa de Arte Consultores, por defecto se solidarizó con La Otra, e incluso no vio “conflicto de interés” al abogar por una causa afín al interés de uno de sus más cercanos colaboradores. Alberto Casas, acompañante de Sánchez Cristo en la emisora, es uno de los dueños de Casas Reigner, una galería que ese año le puso una vela a dios y otra al diablo y participó en la feria oficial y en la muestra alternativa. Tal vez por evitar aquello del “conflicto de interés” es que el Doctor Casas se abstuvo de participar en el interrogatorio que le hizo La W en su encerrona a la Doctora Caldas.

Y volviendo a la “polémica”, a la entrevista, La W le reservó a la respingada Doctora Caldas la picana radial para el final del embate periodístico, ahí Sánchez Cristo la puso a padecer:

“J.S.C: Mire Doña Consuelo, es que usted se va por las ramas, ¡Créame! ¡Tengo la información y me ratifico en ella! Usted dijo que para esa carátula de esa revista tenía que aparecer usted y María Elvira Quintana, por la razón que sea, pero usted lo dijo. La revista dijo, no nos interesa, solo queremos a María Paz Gaviria, no vamos a hacer una caratula con tres señoras. ¡No! Usted esta diciendo un poco dando la razón. Hay unas directrices en la Cámara, que hay una vocería. ¡Listo! ¡Listo! Si esa es la explicación, pues ahí está la respuesta, pero usted no permitió que María Paz Gaviria saliera sola si no salía con usted y con la señora Quintana. 

C.C.: La feria, Julio, la maneja un equipo,  y el equipo es ese, entonces tenía que presentarse el equipo cuando llegara la feria…

J.S.C: Entonces se da cuenta Doña Consuelo que comenzamos a ponernos de acuerdo. La primera respuesta que usted me dio es que yo no estaba diciendo la verdad. Usted esta ahora confirmando: somos un equipo y hay que presentar al equipo y eso no se hace Doña Consuelo, no se hace, porque un medio de comunicación es libre de hacerle un homenaje a una feria en la cabeza de la feria…”

3. Modernas contra contemporáneas

La “señora Quintana” a la que se refieren es la persona que estaba por encima del cargo de María Paz Gaviria en Artbo y, bajo la nueva estructura de la nomina, formulada durante el mandato Caldas, Quintana era la cabeza de la “cabeza de la feria”. El cargo de Quintana es “Gerente de Relaciones Institucionales y Programa Cultural de la Cámara de Comercio de Bogotá”.  Este “conflicto de interés” no era algo nuevo y ya había sido señalado tiempo atrás por Dominique Rodríguez, en un artículo en Arcadia, que comentaba sobre el veto a Gaviria para aparecer en la prensa: “es extraño que a tres meses de su inauguración la cabeza de todo un engranaje comercial y de relaciones públicas no esté autorizada a dar entrevistas.”

Quintana está muy familiarizada con el mundo del arte: fue esposa de Fernando Botero Zea, es hermana de los propietarios de la mítica Galería Quintana que ocupaba dos lotes en la calle 86 con carrera 11, tenía sedes en Miami y Madrid y cerró a finales de los años noventa justo cuando arreció la lucha contra el narcotráfico y el mercado del arte entró en crisis. Quintana trabajó como Directora de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores, además, en las pasadas elecciones legislativas fue candidata a la Cámara por el Partido de la U y salió quemada (su lema de campaña era «porque retroceder no es una opción»). Así las cosas, ¿será que las tres, Caldas, Quintana y Gaviria, son solo unas señoras del arte que entraron en conflicto por salir en una foto?

Pensar que solo se trata de una pelea por mojar prensa puede ser superficial, pero si se mira la relación que tienen las élites con el arte, su regateo al momento de comprar y su pavoneo al momento de exhibirse, este indicio tiene algo de verdad, después de todo, “vanidad de vanidades, todo es vanidad” y la feria de Artbo, además de mostrar más de 400 piezas, es una gran pasarela que destaca en todas las secciones de “sociales” y se convierte en un largo y ancho cóctel de inauguración de 4 días visitado por más de 25.000 visitantes. Si “el arte es la vida sexual del dinero”, como dice el crítico de arte Peter Schjeldahl, la feria de arte es la más pública de sus bacanales

Sin embargo, cabría preguntar lo que no preguntó La W: ¿qué intereses tiene Quintana en la feria? ¿Habrá en Artbo una lucha generacional por el poder entre unas señoras uribistas y una niña liberal, ilustrada e ilustrísima? ¿Será todo esto una pelea entre galerías con un pie en lo moderno —alineadas con Quintana— y otras con ambas patas en la franquicia del “arte contemporáneo” —cercanas, muy cercanas, al interés de los Gaviria—?

Una foto de un nota de “jet-set” parece dar cuenta de esta situación. Fue tomada antes de que La W activara el show mediático de la “polémica”. En ella aparecen Caldas, Quintana más alto y Gaviria abajo como una cenicienta acompañada por sus dos hermanastras. Cerca a las “tres señoras” de Artbo están los directores de tres galerías: Arte Consultores (por supuesto, luego del chasco con la pasada dirección en el 2007), El Museo y la Cometa. Estos espacios, sobre todo los dos últimos, tienen un perfil similar al que tenía la Galería Quintana en su tiempo: además de exponer “arte contemporáneo” manejan con propiedad y en grandes cifras el flujo del mercado secundario (Boteros, Graus, Obregones et al). Es diciente que en esta foto estén ausentes los representantes de la Galería Nueveochenta y de la Galería Casas Riegner. Los tres galeristas restantes, que aparecen relegados en segundo plano y atrás, tienen espacios con perfiles algo diferentes al de las galerías “tipo quintana”.

4. El revolcón

El noticiero CM&, cercano al Partido Liberal, ha servido como caja de resonancia para dar a conocer la conclusión del caso Artbo y darle cierre a la noticia que comenzaron a cocinar sus colegas de La W. Ahí, en la sección “1, 2 y 3”, mezcla de show de burlesque con periodismo, las señoritas que muestran sus dedos como indicio de que saben contar, encabezaron una nota titulada Dos noticias bomba en la Cámara de Comercio:

“La junta directiva de la cámara se reunió este miércoles 2 de octubre y acordó: 1. Confirmar que María Paz Gaviria tiene, como directora de ArtBO, respaldo y apoyo total de la junta directiva de la cámara. 2. Reclamar a la administración de la cámara, encarnada en su presidenta, doña Consuelo Caldas, y recriminarle por haber actuado no solo equivocadamente, sino sin autorización de la junta y, lo que es peor, sin ningún tipo de consulta a la misma junta. «Nos enteramos de los errores de la presidencia por las denuncias de los medios de comunicación», dijeron miembros de la junta. Tirón de orejas a doña Consuelo, en la junta. Y advertencia perentoria: «Esto no puede volver a pasar». Y para que no vuelva a pasar, se decidió el revolcón. ArtBO será en adelante una filial de la cámara, con junta directiva propia, gerencia propia, dirección propia y presupuesto propio. Los errores, al ser enmendados, muchas veces conducen a buenas decisiones.”

En otra emisión, las mismas comadres coquetonas habían hecho una nota con la misma agenda y daban cuenta de algo fundamental para comprender la dimensión política de este asunto: “una delegación de la Cámara de Comercio, encabezada por Enrique Vargas Lleras y el presidente de Fenalco, Guillermo Botero, visitaron al expresidente y le pidieron reconsiderar su decisión. Gaviria mantuvo su determinación y su galería no va a la feria.”

En otras palabras, el expresidente Gaviria fue visitado por los dos representantes del poder en la junta directiva de la Cámara de Comercio: por el lado de los “políticos” fue Vargas Lleras y por el lado de los “comerciantes” asistió Botero.

En un artículo titulado Lo que hay detrás de la pelea por la junta directiva de la Cámara de Comercio, Juan Esteban Lewin de La Silla Vacía da cuenta de pugnas intestinas de poder entre las dos facciones y señala que en algo ha contribuido la actual presidente ejecutiva, Consuelo Caldas, a bajarle tensión a la situación haciendo que “la mayoría de las decisiones se tomen por unanimidad”. Pero La Silla Vacía afirma que estos embates se recrudecen “cuando hay elecciones de mesas directivas de la junta y cuando se votan por las juntas directivas de las filiales de la Cámara  —es decir, cuando se reparte internamente el poder.” Ahora, con el “tirón de orejas” que le hizo la junta directiva a Caldas, que llegó al cargo luego de ser tesorera del Partido de la U, la directora deberá ser más flexible y, tras la paliza mediática que le dieron a tan encumbrada y bien asalariada dama, su primera prueba de docilidad es elocuente: el “revolcón” de Artbo.

El maridaje entre arte y política propiciado por la actuación de un expresidente galerista pone en evidencia una pugna entres personajes del mundo del arte criollo por tener ascendencia en el control de esta feria de arte. Pero el apoyo y solidaridad despertados a raíz de una situación arbitraria, incluso la supuesta «indignación en el medio artístico nacional» que generó la exclusión de una galería o el veto a un artista, se transformaron pronto en una jugada a tres bandas que parece haberle traído a algunos, incluidos los Gaviria, grandes beneficios. El arte solo ha sido el caballito de batalla, un “bobo útil” en un combate político de largo aliento. Por algo Jasper Johns, un artista muy cotizado, decía: “Los artistas son la élite de la servidumbre”.

5. El nuevo traje del emperador

Luego de la tormenta mediática, las ventajas para algunos son dicientes:

Gaviria hija se quitó de encima a las doctoras Caldas y Quintana y con un “presupuesto propio” Artbo tendrá autonomía para funcionar bajo las “reglas” del mundo del arte. Con ella a la cabeza gana la fórmula «academia, galería, bienal, feria, colección, empresa, museo, institución = arte contemporáneo».

Ganaron Gaviría padre y Gaviría hijo. Su partido, el Liberal, aliado con Cambio Radical, tiene a un Varguitas dentro de la junta directiva de la Cámara de Comercio y junto a otros “políticos” de la onda de la Unidad Nacional velaran por sus intereses; dado el caso, presionarán mediáticamente a la debilitada Caldas para que su uribismo no se interponga en los casos donde la “unanimidad” no sea conveniente. Se prepara el terreno para que la Cámara de Comercio apoye a un candidato liberal para la Alcaldía de Bogotá, ¿será un delfín?

Por último, vuelve y gana Gaviria padre. Su galería, con la dignidad de “autoexcluirse” de la feria, fue promocionada en está “polémica” como una de las “dos más famosas del América Latina” y el expresidente coleccionista seguro mantendrá los dos eventos que más lo destacan en la semana de Artbo: una fiesta muy concurrida y un ágape exclusivo.

Toda una lección de “real-politik”.

La fábula de Artbo muestra los patrones, piezas y costuras del mundo del arte, su conclusión es semejante a la escena final del relato de un famoso fabulista: el emperador está desnudo*.

* “Los estafadores hicieron como que le ayudaban a ponerse la inexistente prenda y el emperador salió con ella en un desfile sin admitir que era demasiado inepto o estúpido como para poder verla. Toda la gente del pueblo alabó enfáticamente el traje temerosos de que sus vecinos se dieran cuenta de que no podían verlo, hasta que un niño dijo: «¡Pero si va desnudo!». La gente empezó a cuchichear la frase hasta que toda la multitud gritó que el emperador iba desnudo. El emperador lo escuchó y supo que tenían razón, pero levantó la cabeza y terminó el desfile.”

—El nuevo traje del emperador

Hans Christian Andersen


ArtBo: la feria de arte como experiencia pedagógica [2015]

En la pasada Feria Internacional de Arte de Bogotá, artbo, un estudiante de Artes Plásticas se plantó ante una pieza que llamó su atención. Se trataba de una fotografía en gran formato, acorde en brillo y dimensión al feng shui actual del buengustismo mínimal con que se decoran los apartamentos tipo loft propios de la burbuja inmobiliaria.

Era la foto del cuerpo de una mujer desnuda en tres cuartos de perfil acostada sobre el suelo, plácida, con la cabeza apoyada en un brazo. En su mano libre, una pipa, de la boca sale una bocanada de humo y atrás se ve la silueta de su sombra difusa. El estudiante reconoció el nombre de la autora de la obra, una artista que había sido mencionada esa semana en una clase, la performista María José Arjona. El estudiante no pudo ocultar su entusiasmo, se quedó estático haciendo todo tipo de asociaciones: pensaba si esto tenía que ver con la famosa imagen de Magritte, Esto no es una pipa.

Pensó en la pipa como algo masculino y en la mujer desnuda que fumaba con suficiencia, como si ella fuera la auténtica propietaria del fuego. Pensó en la sombra como un eco del humo, y en cómo se fundían la oscuridad y la lividez del cuerpo. Pensó en que la fotografía era la muerte del performance, pero que a la vez salvaba al artista de morir de hambre. Pensó en el arte de fumar, ya casi extinto, y sintió ganas de volver a hacerlo. Incluso pensó que solo se trataba de una mujer desnuda que está fumando una pipa. Si solo se necesita un atisbo de fe para mirar una obra, aquí estábamos ante un proceso de devoción, ante un paciente con los primeros síntomas de un mal: el Síndrome de Stendhal, como se conoce a esa enfermedad psicosomática que causa temblores, vértigo, confusión, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones cuando la persona es expuesta a obras de arte, especialmente cuando estas son particularmente bellas o se muestran en gran número en un mismo espacio (como sucede, diríamos, en la febril semana bogotana del arte de artbo como astro tutelar y su constelación de eventos paralelos).

El estudiante, casi hipnotizado por la imagen, notó que a su lado se daba una conversación entre una galerista extranjera y un cliente que, impacientes, esperaban a que el espacio estuviera libre para poder continuar su trato. El estudiante se dirigió a ellos para compartir su pequeña epifanía. La galerista, malhumorada, en un español marcado por un acento italiano y con el típico manoteo latino, le dijo al estudiante que ese “no era un lugar para interpretar el arte”, y con la avanzada de un gesto corporal dio a entender que el estudiante debía irse y liberar, para bien del negocio, el espacio que había habitado ociosamente por unos segundos.

Mientras esto sucedía en una zona de la feria, en otra desaparecían misteriosamente celulares y computadores de los cubículos de algunas galerías. Los ladrones, al parecer, eran legión y atacaban en distintos sitios sin que nadie pudiera dar cuenta de ellos. Se dijo que iban camuflados como personas bien vestidas, que actuaban con diligencia, que mientras unos preguntaban precios y entusiasmaban a los galeristas, otros se llevaban los objetos de valor. Entre los que coronaron estuvo el que se llevó tal vez la pieza más extraña de la faena: una pintura modesta, del “abstraccionismo zombi” ahora tan de moda, expuesta en la Galería Vermelho, de Brasil. Cuando fueron a mirar las cámaras de seguridad del pabellón se dieron cuenta de que estaban dañadas, el único registro del sofisticado performance de los ladrones era la memoria y su medio, claro está, era el rumor (como quedan registradas la gran mayoría de transacciones, tejemanejes y premiaciones de la feria). Luego de esos robos iniciales, la seguridad se reforzó. Alguien dijo que a los guardias de seguridad, usando la misma estrategia de los ladrones –vestirse de gente elegante y darse ínfulas de conocedores– solo les faltó disfrazarse de artistas.

Unas semanas después del cierre de la feria, en las exposiciones de trabajos de estudiantes, en corredores, cafeterías y salones improvisados, se hizo evidente el aprendizaje del curso intensivo de artbo: estudiantes pobretones que dejaban caer sus trabajos en el suelo o sobre la superficie manchada de mesas de trabajo, a lo Pollock; o estudiantes sin ideas que recurrían a los mismos marqueteros, que no daban abasto en los días previos de la feria, para un encargo tipo ferial: un marco grandilocuente, con buenos acabados, lacado en blanco tipo tienda Apple, donde una moldura gruesa dejará espacio suficiente entre los bordes, el vidrio y la obra, una suerte de caja de resonancia en la que cualquier cosa pueda ser llamada arte.

Estudiantes, artistas, galeristas, gestores, marchantes, coleccionistas, cacos, celadores, curadores, relacionistas públicos, guardianes, guardaespaldas, expresidentes, profesores y hasta el más casual espectador no podrán negar que la feria de arte artbo se ha convertido en una experiencia pedagógica ineludible. Solo Dios y el Diablo sabrán qué hemos aprendido.



ArtBo vs La Feria del Libro [2016]

German Garmendia tiene 27 millones de seguidores en Hola soy Germán, su canal de YouTube. En el portal Noches de media, Karen de la Hoz hizo un recuento de la reciente visita de este joven performer chileno a Colombia. En Lecciones del caso del youtuber que colapsó la Feria del Libro ella muestra cómo “nadie lo vio venir”: ni los organizadores de FILBo –con 29 años de experiencia– ni los grandes medios –que no cubrieron su llegada y que no superan los 200.000 suscriptores en YouTube–.

En la madrugada del sábado 23 de abril, cuando comenzó a armarse una fila de niños, adolescentes, eternos adolescentes y adultos responsables, que más tarde terminarían por agotar las entradas a FILBo, era evidente que algo estaba pasando: Garmendia, como lo había anunciado por redes sociales, estaba ahí para firmar su libro #ChupaElPerro, una firmatón donde repitió una y otra vez la misma frase empática de emprendimiento y autoayuda: “Hola amigo/ Foto amigo/ ¡Cuídate mucho!”. Trece horas y cinco mil firmas después, la altura de Bogotá le pasó la cuenta, el ídolo se descompensó y tuvo que ser llevado a su hotel en una ambulancia con máscara de oxígeno.

Este año también vino a FILBo la mexicana Avelina Lésper a presentar su libro El fraude del arte contemporáneo, un breve compilado de cuatro textos editados por la revista El Malpensante y rotulados como “ensayos”, aunque sean poco ensayísticos según las pautas publicadas por Jaime Alberto Vélez en esa misma revista: “El ensayo como un género alejado de la solemne seriedad de quien se cree depositario de la verdad o poseído de una misión superior”.

Lésper tiene frases poderosas: “La gente no ve arte, ve dinero pegado en la pared”, y generalizaciones ramplonas: “El verdadero arte es aquel que resulta del talento y del entrenamiento de un artista en técnicas clásicas como la pintura, la escultura y el grabado”. Es tanta la convicción de Lésper, tan férrea su defensa, su pose solitaria de esfinge, que parece que estamos ante un performance en el que ella, como artista, algún día va a sonreír y revelarse como una obra más del “arte contemporáneo” que tanto le encanta.

Lésper le habló a una tropa mayoritaria de pintores, de todas las edades, que desentonan y son ninguneados por el buengustismo del “arte contemporáneo”, y por árbitros del gusto “contemporáneo” que no los bajan de feos, ingenuos o anacrónicos. Lésper, paradójicamente, dio su charla donde en unos meses tendrá lugar ArtBo, la Feria Internacional de Arte de Bogotá.

La entrada a FILBo cuesta $7000, la boleta para ArtBo cuesta $35000. FILBo dura dos semanas y su apertura a lo que significa leer y su noción de libro se reflejan en un mundo de hechos respaldado por una asistencia masiva. ArtBo, con su boleta de $35000 como filtro de ingreso, tiene varias actividades pero al final todo parece converger en una sola cosa: ser el centro de operaciones de una temporada de caza de 72 horas, un coto privado del “arte contemporáneo” que instala una corte de meseros intelectuales alrededor de un 1% de coleccionistas y actores de poder, venidos por docenas, con todo pago por la Dirección de la feria, y que van de tour por ágapes privados condicionados a las relaciones públicas que tenga cada galería y cada “very important person” criolla.

Volviendo a Garmendia, la escritora Carolina Sanín dijo en su muro de Facebook: “Tenemos que ver qué cosa es eso de los youtubers, de qué se trata, a qué apela, qué muestra. Quienes nos consideramos lectores no podemos solo decir qué vacuo y horrible es, aunque lo sea, sino que debemos mirarlo y criticarlo poniéndole atención, tomándonoslo en serio, como todo. Eso también es la responsabilidad intelectual. Y eso que pasó es también una oportunidad que nos da la FILBo: para leer, para leer la realidad, para leer los productos culturales, para pensar. En eso también la FILBo cumple la función de una feria del libro, que es la de ser una vitrina que muestra lo que hay”.

Críticas como las de Lésper y tantos otros al poder hegemónico de la franquicia del “arte contemporáneo” señalan algo que escapa a una amplia gama de actores del arte (incluidas las universidades y su neoacademiscismo ensimismado). Hay una legión de intereses que, en dirección opuesta pero simétrica a la novedad de los youtubers, señalan algo por venir y que debería ser explorado y promocionado en igualdad de condiciones.

ArtBo, en vez de estar haciendo el calco arribista de otras ferias de arte –Art Basel como modelo cerrado de elitismo–, podría tener el nervio y la imaginación que muestra FILBo con su apertura al mundo.



ArtBo: artistas como “Rappitenderos” del arte

1. “Yo creo que ARTBO, más que una feria, es una forma de vida”

El discurso del presidente Duque del día de las brujas de 2019 en la apertura del “Área de Desarrollo Naranja” del barrio San Felipe en Bogotá fue claro en señalar que la función de los artistas es el disfrute, el enriquecimiento y la belleza: “Aquí van a estar miles de creativos disfrutando este espacio y enriqueciendo la ciudad, embelleciéndola con su talento”. 

Esta noción de lo bello tal vez puede conciliar con un arte crítico, sí, siempre y cuando suceda a puerta cerrada en el circuito hermético del “arte contemporáneo”, en el mundo flotante de las retóricas conceptuales y en la bicicleta estática del simulacro estético: en universidades, galerías, museos, ferias, casas de subasta, colecciones privadas, catálogos razonados, revistas indexadas de Historia del Arte, redes sociales y en el libro de mesa corporativo. Y claro, en el espacio higiénico de la feria de arte. 

En las tres ediciones de la feria de arte de Bogotá, ARTBO, que han sucedido durante su mandato, el presidente Duque ha reservado tiempo precioso de su apretada agenda para visitar calmadamente los kilómetros de drywall del evento, después de todo, y como dijo el 25 de octubre de 2018 —cuando tuvo el gusto de contarse como el primer visitante de ese año—: “Yo creo que ARTBO, más que una feria, es una forma de vida”.

Al año siguiente, en su peregrinaje a ARTBO, el presidente Duque dijo que la feria “empieza a irrigar en toda la ciudad una presencia de las industrias creativas, en distintos barrios, en distintos lugares y en distintos distritos creativos que se están consolidando en la ciudad de Bogotá […] Así que, para mí, ARTBO es un lugar obligado para todo el que quiera experimentar la transformación del arte latinoamericano”.

Este tipo de retórica, por vía del discurso, invierte la causa por el efecto: no son los artistas los que generan la actividad artística, sino que es la “industria creativa” — ARTBO y la Economía Naranja— lo que “irriga” lo creativo hacia los artistas de “toda la ciudad”. El crédito de esta transformación se le atribuye entonces al intermediador de la “coolture”, que vive por y para sumar contratos, añadir cifras a su Excel y transformar el arte en viñetas para alimentar el powerpoint publicable de su informe de gestión.

En uno de esos desfiles de la comitiva presidencial por ARTBO, lo que prometía ser una jornada corta, se extendió por varias horas en compañía de la directora del evento. La deriva presidencial produjo quejas entre algunos galeristas y visitantes que vieron cómo se postergaba la apertura al público mientras el esquema de seguridad estatal daba la orden de apertura. Los galeristas impacientes, que pagan entre US$12500 y US$25000 por un cubículo de exhibición por tres días, saben que el tiempo es oro y que ese visitante ilustre iba a mirar, a tomarse fotos, pero no a comprar.

Este año, el presidente Duque volvió a ARTBO luego de la interrupción que trajo el pandémico 2020. Lo hizo acompañado de su ministra de Cultura a la que plantó a su derecha en uno de los estrechos patios del Museo del Chicó del norte de Bogotá, una estatua viva instalada sobre un fondo blanco lejos de la interferencia de cualquier otra obra. La funcionaria permaneció incólume y muda durante la transmisión oficial en vivo y en directo que se hizo de la visita presidencial. A la izquierda del presidente Duque estaba la directora de la feria, hija de expresidente liberal, a quien el mandatario sí le dio la palabra.

La directora y un político uribista, presidente de la Cámara de Comercio, se explayaron en acreditarse 17 años de políticas de industrias culturales y en mostrar a su entidad como precursora del economato naranja. El presidente Duque, casi sin pensar, disparó el discurso formateado para estas ocasiones: una colcha de retazos que intercala repentismos culturales que fatigan el cliché con el bótox grandilocuente de las cifras, un maquillaje de prosopopeya que pretende alisar las arrugas de la memoria histórica: “hoy tenemos el mayor presupuesto de la historia en nuestro país para la cultura y que es un presupuesto que tiene, no solamente las propiedades de lo que maneja el Ministerio de Cultura, sino también la transversalidad de múltiples agencias…”

La afirmación del presidente Duque es dudosa. El portal Colombiacheck ya la había refutado hace unos meses cuando la repitió en el discurso de instalación del Congreso de la República. Colombiacheck contrastó la inversión en cultura del actual gobierno con el pasado y, bajo una metodología más precisa, el resultado resulta adverso para el gobierno actual: 

Al ajustar los valores por la inflación, el gobierno Duque ha puesto 433.000 millones de pesos actuales cada año para la cultura […] En el mismo tiempo que lleva el actual presidente en el cargo, las dos administraciones de Juan Manuel Santos habían destinado más recursos a ese rubro, tanto en general como en inversión…

Según cifras del Ministerio de Hacienda, en el proyecto de presupuesto general de la Nación para 2021, $11,38 billones equivalen a la Policía Nacional mientras 0,29 billones se asignan al Ministerio de Cultura. El gobierno Duque puede inventar todo tipo de combinaciones retóricas para la palabra arte —ReactivARTE, CreARTE, ExpresARTE, Arte Joven 20×21— pero, al contrastar estas muestras de caridad con el grueso de la asignación presupuestal, es claro que se trata de una chapuza: lo que tenemos es la continuación de una política brutal y embrutecedora, un “orangután de sacoleva” (para usar el símil con que Darío Echandía definió las prácticas clientelistas y corruptas del régimen político colombiano)

El modelo desigual de trabajo de la Economía Naranja se asemeja al esquema de la empresa Rappi, donde los trabajadores de base, los rappitenderos, ponen todo para trabajar —el teléfono, los datos, el medio de transporte, el cuerpo, la salud, el riesgo—, pero el intermediario, por la escala, configuración y proyección de su negocio, se lleva la mayor parte del beneficio.

“Rappitenderos” es la neolengua para artista bajo la Economía Naranja. Quedó claro en la reforma tributaria propuesta por la administración Carrasquilla que desencadenó parte de las protestas del Paro Nacional de 2021. En el artículo 37 se pretendía hacer una retención del 20 % a los artistas

“en los casos de pagos o abonos en cuenta por concepto de intereses, comisiones, honorarios, regalías, arrendamientos, compensaciones por servicios personales, o explotación de toda especie de propiedad industrial o del ‘know-how’, prestación de servicios, beneficios o regalías provenientes de la propiedad literaria, artística y científica, explotación de películas cinematográficas y explotación de ‘software’, servicios de publicidad o mercadeo prestados en o desde el exterior.”

Una propuesta que gravaba a la gente del ‘know-how’ de la cultura, a la base, a los “rappitenderos” del arte, mientras que grandes “emprendedores” tipo Du Brand Marketing Group o Coolture Investments, o cientos empresas de software inscritas como emprendimientos culturales, logran excepciones cercanas al 40 % en impuesto de renta por estar en capacidad de matricularse como empresas de la Economía Naranja. (¿Ya llegó Netflix a instalarse en el territorio “saneado” del Bronx del Distrito Creativo de Bogotá?)

2 El revés de la trama

Sobre la visita del presidente Duque a la inauguración de ARTBO de 2021, esto escribió el artista Nadín Ospina en su página de Facebook:

“LA HAS CAGADO dicen las letras de la escultura inflable, la obra del español Iñaki Chavarri ubicada en el museo del Chicó dentro del circuito de la feria ARTBO que puso nerviosa a la comitiva de Duque. La avanzada de la visita presidencial solicitó el retiro de la pieza, cosa a la que no accedió la galería que representa al artista. La visita presidencial estuvo en entredicho y finalmente se realizó con la prudencia de evitar la proximidad a la obra.”

Tal vez por este tipo de contingencias el interés que muestra Duque por la feria de ARTBO como “lugar obligado para todo el que quiera experimentar la transformación del arte latinoamericano” es inversamente proporcional a la atención que prestó al 45 Salón Nacional de Artistas en 2019.

Ese año, “el evento más importante de las artes plásticas y visuales de Colombia”, como lo llama su propio organizador, el Ministerio de Cultura, ocurrió en Bogotá, en asociación con la alcaldía de la ciudad, bajo el nombre de El revés de la trama, con una curaduría que abrió el juego a 13 exposiciones en 11 sedes, 14 espacios de intervención, con 166 artistas y 300 eventos gratuitos.

La página de El revés de la trama, que también fue concebida como espacio de exposición, es un buen registro de la potencia de un espacio que celebró sus 79 años de existencia creando un corto circuito en el statu quo de cómo ha circulado el “arte contemporáneo” en Bogotá en los últimos 17 años.

Ese 2019, ARTBO, la franquicia reina de los medios en materia cultural, desfiló desnuda por el tapete cultural, la feria quedó reducida a su justa dimensión: un cóctel de inauguración de 72 horas en el marco de un evento mercantil para las galerías y coleccionistas de otros países invitados con todos los gastos pagos. La experiencia, moderada y limitada a sus obras de pared, sus espacios VIP, su precio de boleta excluyente y su uso gratuito, instrumental y autopromocional de lo joven, lo marginal y lo alternativo, fue una invitación más al “rappitenderismo” creativo a cambio de una supuesta “visibilidad”.

En contraste, el 45 Salón Nacional de Artistas, en sus dos meses continuos de actividad, mostró la temporalidad irrisoria de esa “semana del arte” de ARTBO, que monopoliza la economía de la atención año tras año con su ansiosa bacanal mercantil.

La periodista Dominique Rodríguez escribió varias Postales del Salón, la mejor y más completa crónica de lo que pasó en El revés de la trama, un recuento vivencial y generoso de cómo la “experiencia del Salón contenía nuevos ingredientes que retaban a la propia exposición y a la límpida idea del cubo blanco”.

El Salón convocó, intencionalmente, al encuentro y esto produjo, para algunos, una suerte de resistencia. Una afronta al tiempo. Si querías entender qué tenían para gritar las chicas de House of Tupamaras había que oír su Manifiesto del Remiendo. Si querías descubrir un dolor cantado era necesario oír a Marcia Cabrera como Mujer Cabra. El dolor colectivo lo propició Jota Mombaça con la quema de archivos de la violencia y si el dolor era en silencio, había que seguirle los pasos, sistemáticos, a Mónica Restrepo por todas las salas del salón en busca de los huesos desperdigados de La Patasola, para luego, verla molerlos, uno a uno, en un ritual de comunión. Si buscabas estrechar lazos y analizar procesos y afectos, con la confianza que producen el calor y el humo, bastaba sentarse al lado de Eyder Calambás, filósofo caucano que propició desdoblamientos honestos en sus conversaciones alrededor del fuego. Si querías conversar con un colectivo de artistas que se inventaron un modelo de relacionamiento en el que nos ponen a definir qué quisiéramos recibir, pero también qué estamos dispuestos a dar —no necesariamente a cambio— era clave subir hasta Monserrate con Juice & Rispetta, oírles el cuento y conversar sobre nuestros mundos para ganar confianza y luego participar en su Playa del Músculo Social, pensando, mientras amasabas una bolita de cebada, cuál es tu mayor miedo. Si querías ver cómo es que se carga un espacio de energía, y cómo la vida es la que lo llena y calienta todo, era indispensable pasarse por LIA la última semana del Salón, en donde – ‏‏‎ ‏‏‎ ‏‏‎_ ‏‏‎ ‏‏‎- o cometa, de Brasil, confeccionaba las batas doradas y los adornos del fabuloso carnaval de cierre.

El revés de la trama y el programa estatal del Salón Nacional de Artistas es una muestra clara y contundente de cómo la acción y ejecución continua de una política estatal —que va más allá de la coyuntura oportunista y colorida de un gobierno— puede cuidar que la percepción del arte no se limite al monopolio de un evento ferial propio del consumismo compulsivo. El Salón Nacional de Artistas, como lugar, permite la existencia de unas obras que, bajo otros formatos y modelos, serían secuestradas a tiempos y espacios ajenos a la naturaleza de su propia riqueza, que es distinta a la que obsesiona al sistema. Como dice Dominique Rodríguez:

“Hay un sistema que está creando las condiciones para que no tengamos espacios de encuentro y de reunión. Y para que, cuando lo hacemos, se lea como una conspiración a la cual hay que vigilar. Sin irnos hasta allá podemos decir que no le destinamos tiempo al ver, sentir, leer, atar cabos ni experimentar. Tenemos chueca la idea del pensar. O, también y desde el pragmatismo puro, se exigen tantos informes y siempre hay tan pocas manos para resolverlo todo, que, desistimos del encuentro para responder con nuestras obligaciones diarias. Y dejamos de vernos. De oírnos.”

“El éxito capitalista del arte” —escribe el crítico Donald Kuspit en El problema del arte en la era del glamour— “es el principal ejemplo social del éxtasis del consumo narcisista, es decir, del consumo que alimenta el sentido del yo de su glamour. Es un consumo infinito, inexorable, impaciente. Si el consumo rabioso del arte se detuviese, la autoridad capitalista quedaría anonadada por una sensación de vaciedad: sin su glamour artístico, el yo capitalista sería espontáneamente experimentado como vacío”.

3. La selfie estatal

Es diciente que el presidente Duque no visitara el Salón Nacional de Artistas. El revés de la trama no le servía para tomarse la selfie. El alcalde de Bogotá y las ministras y secretarias de cultura asistieron muy puntuales solo a los eventos de apertura. El “consumo infinito, inexorable, impaciente” propio del yo del glamour de estos políticos les da para figurar en otros escenarios, pero no para asistir a un lugar incierto, con un arte que no entienden ni quieren entender, con el que no quieren dialogar. Un arte que no solo es expresión sino también autoconfrontación y que nos hace desconfiar de las imágenes, que crítica la discursividad ampulosa y expone el revés de la trama del poder: el político no se atreve a posar y dárselas de culto ante una obra ambigua, irónica, poética que, en sí misma y en el contexto en que se da, se resiste a entregarse a la ideología de turno, a ser convertida en propaganda y en “cultura”.

El presidente Duque solo apareció en el Salón Nacional de Artistas como imagen, en un mural exterior, una obra abierta a la calle concertada con el Centro Colombo Americano de Bogotá. Un trabajo en proceso donde Iván Duque aparecía retratado como marioneta del político Álvaro Uribe, que a su vez era marioneta de una figura más grande, parecida a Donald Trump, que a su vez era marioneta de algo más que salía de cuadro; un trio de figuras que se sumaban a otros cuarenta personajes que formaban parte de la puesta en escena de un diálogo dibujado por dos artistas. El alcalde de Bogotá aparecía semidesnudo, con una camisa de leñador y un hacha levantada pronta a terminar con la mutilación de un árbol.

La obra pagada y comisionada con recursos públicos del Ministerio de Cultura, sin estar terminada, fue destruida por un tercero el lunes 23 de septiembre de 2019: una directiva del Centro Colombo Americano de Bogotá, envalentonada por un vacío jurídico causado por el sistema de contratación del Salón —que favorecía a los contratistas sobre las obras de los artistas—, mandó a cubrir el mural de blanco, sin la menor oportunidad de diálogo, y luego emitió un comunicado evasivo, que no reconocía cómo esa institución educativa había facilitado y preparado los espacios para la intervención artística, sino que además acusó a los artistas de atentar “directamente contra nuestra integridad, seguridad y reputación”. El blindaje jurídico también se extendió al Ministerio de Cultura, a la Alcaldía de Bogotá, a la Fundación Arteria, instituciones que —a pesar de ser cuestionadas por el equipo curatorial del evento, en debates y con derechos de petición, con 6472 firmas recolectadas, por una tutela— nunca admitieron que lo ocurrido había sido un acto de censura y que instituciones y personas, tanto como el Estado y los contratistas, estaban ahí para defender la libertad de expresión.

Las instituciones culturales se ampararon y autoexculparon con base en legalismos y leguleyadas como las expuestas en los contratos del Salón donde se les exigía a los artistas que sus obras fueran neutras y carecieran de “manifestaciones difamatorias, calumniosas, injuriosas y/o contrarias a los derechos a la honra, el honor y el buen nombre, al orden público y/o a las buenas costumbres”.

Se podría decir que sucedieron dos tipos de Salón, uno, el 45 Salón Nacional de Artistas, vital, arriesgado, vibrante, tan icónico como iconoclasta, hecho por los curadores para los artistas en un evento masivo, extenso y abierto a todo público. Y otro, uno menor, el “Salón Nacional de Contratistas”, el de la Economía Naranja, el de los intermediarios, el del arte neutro, un espacio donde funcionarios y contratistas del Ministerio de Cultura, la Alcaldía Mayor y tantos otros se desentendían de lo que ahí pasaba, de las garantías constitucionales que juran defender al momento de posesionarse como funcionarios, de las obligaciones de sus contratos.

4. Arte = terrorismo

El mural censurado siguió vivo, dejo de ser una obra comisionada a dos artistas del Salón y entró de lleno a regirse por la ley de la calle, un espacio abierto a todas las personas que lo quieran intervenir: hoy es una antología de revoluciones de los últimos dos años.

Unas semanas después de la censura, los curadores del Salón afirmaron en una declaración pública: “La libertad de expresión es un derecho garante de otros derechos: el silencio, la omisión y tergiversación de los hechos, hacen cómplices al Ministerio de Cultura, la Fundación Arteria y el Centro Colombo Americano de un estado de cosas que alimenta el miedo y la violencia. Normalizar la censura tiene consecuencias directas en el arte y en la vida de los artistas activos en la esfera pública en todo el país”.

Estas consecuencias se vieron de forma paralela al Salón cuando el 4 de octubre de 2019 asesinaron a Dumar Mestizo en zona rural de Toribío. El artista y profesor de pintura del resguardo indígena de Jambaló era muralista e intervenía grandes paredes en las que dejaba mensajes de paz y resistencia. El artista también fue líder en la campaña contra el reclutamiento de jóvenes por parte de los grupos armados en la zona y ayudó a fortalecer los semilleros de autoridad en instituciones educativas.

La pedagogía estatal del cierre del 2019 fue clara: si al Ministerio de Cultura de la Economía Naranja no le preocupa que una obra de un evento propio sea censurada y calificada como vandalismo por la institución que la destruyó, ¿por qué debería preocuparnos al resto de los colombianos que otros artistas y obras estén en peligro y sean censuradas? La lección de graduar a los artistas de vándalos y el arte a terrorismo quedó bien aprendida y, desde entonces, es cada vez más frecuente que miembros del ejército, políticos y partidarios del partido de gobierno participen con total impunidad en jornadas pictóricas de fascismo monocromo por las calles del país.

El gobierno Duque y los intermediarios de la Economía Naranja no conciben un arte en lo público, callejero, anárquico, sin intermediario, sin permiso, fichas técnicas, boletas, contabilidad ni rastreo, un arte anónimo y sin estrellatos contables. Temen y reprimen cualquier actividad artística que pase de lo virtual a lo físico y sea visible en lo abierto, para cualquier audiencia, o en medio de un paro o manifestación donde se exprese el descontento y se ejerce el derecho a la protesta social.

Lo “desconocido conocido” del discurso de la Economía Naranja del gobierno Duque se traduce en un amplio abanico de violencias que deberá enfrentar cualquiera que pretenda usar el arte y la cultura por fuera de los causes del emprendimiento trazados por esta política empresarial de conquista territorial: acoso, chuzadas, intimidación, censura, allanamiento, indolencia, embrutecimiento, gentrificación, precarización, exclusión, recortes, despidos, renuncias, cierre, desaparición, muerte.

[Este texto hace parte de Diez Tesis sobre la Economía Naranja]

Colombia Is a Normal Country

In 1953 the US writer William Burroughs spent three months travelling around Colombia. The aim of the trip was to try yagé, a drug to which Burroughs attributed telepathic powers. The voyager, through the ingestion of this ancient medicine, was looking to advance to a level of nonverbal communication. ‘Yage may be the final fix,’ wrote the author at the end of his book Junkie (1953).

Burroughs’s impatience, and the little luck he had with his yagé doses, meant that he was unable to get liftoff from the everyday or escape self-isolation on his trip. Overwhelmed by anxiety and frustration, he let loose in correspondence. Here is how he portrayed the country’s capital in a series of vitriolic letters to his friend Allen Ginsberg:

[Bogotá is high and cold and wet, a damp chill that gets inside you like the inner cold of junk sickness. There is no heat anywhere and you are never warm. In Bogotá more than any other city I have seen in Latin America you feel the dead weight of Spain sombre and oppressive. Everything official bears the label Made in Spain… So here I am back in Bogotá. No money waiting for me (check apparently stolen)… Bogotá is essentially a small town, everybody worrying about his clothes…]

The perception of foreign visitors to Colombia has changed in the past decade, strong evidence being the impressions of one of the groups that control the distribution of the deeply felt: artworld travellers. In contrast to Burroughs, who sought to distance himself from words and their worldly noise, these art partycrashers come in search of high, merry doses of the spoken, and they have found it, to the point that Hans Ulrich Obrist, supreme curatorial head of the global village, has given this positive assessment of the country: ‘The Colombian art scene is one of the best in the world.’

Obrist’s seal of approval has been endorsed by other travellers, such as the three explorers Artforum sent over during the past three years. Their accounts, of course, were not published in the printed version

In February 2013 Obrist led a procession of more than 40 British and Austrian curators who, on a four-day trip with the Thyssen-Bornemisza Art Contemporary World Tour, visited cities such as Cartagena, Cali and Bogotá. These celebrated visitors received a select group of local artists, who cast aside the local language in order to practice their English and show their portfolios before a public audience (there was no simultaneous translation for monolingual natives). These travellers’ breakfasts, lunches and dinners were put on the tab of various members of the local aristocracies, heirs to the power of the Spanish crown, who took charge of serving a special menu of traditional fruits and natural products in contemporary form – typical fusion cuisine – while showing off their tax-free art collections and philanthropic foundations.

Obrist’s seal of approval has been endorsed by other travellers, such as the three explorers Artforum sent over during the past three years, always in the week of ARTBO, Bogotá’s art fair. Their accounts, of course, were not published in the printed version, which is dedicated to pages, pages and more pages of advertising for exhibitions, fairs, biennials and galleries – Adforum – alternating with stubborn, longwinded articles and reviews that privilege International Art Language.

Artforum’s society photos and notices are published in Scene & Herd, an editorial bed where astute rumour shares the sheets with camouflaged press releases, a glamorous who’s who that spews out names and boosts the reputational capital of the renowned. The entries, diarylike with a literary tint, are vignettes and gossipy tidbits that could serve as sketches for a present-day Balzac writing his human comedy with artworld personalities. Nothing but a smart editorial move by Artforum, a play to draw traffic to ‘.com’. Scene & Herd is more digestible than the majority of the Artspeak texts published in this ponderous magazine that is forever loitering around the 300-page mark.

In a 2012 Scene & Herd diary entry titled ‘New Normal’, Dawn Chan reports that Bogotá is living one of its many renaissances. The circles of private security, with their muzzled Rottweilers, are signs of a latent danger, but the Creole jetset seems ready to start spending more time in their country, and is open to receiving visitors in their immense apartments. Chan sprinkles her sketch with artistic names and events, but then seems to have the intention of abandoning the tone of an infomercial in order to go deep into criticism: she speaks of a mural featuring the word ‘mierda’ (‘mess’, ‘shit’, ‘rubbish’) as a protest against the death of a murdered journalist (Chan gets the name of the journalist wrong, writing ‘Jamie Garzón’ instead of ‘Jaime Garzón’). 

She describes a torrential downpour in a neighbourhood on its way to gentrification and mentions how, through the rain, she sees a small crowd of mourners calling for justice because, ten years earlier, 300 of their own had been killed with complete impunity (she gets the number wrong: more than 3,000 members of the old Unión Patriótica political party died). Chan intends to give her entry another layer of depth: ‘Like everything else, the art scene was “complicated”,’ she writes, ‘the response I received throughout the week to so many questions. Everything was complicated.’ So she gets to this point, and then, well, it seems this space – the social pages – isn’t the place to address social complexities.

In 2013 Chan was replaced by Kevin McGarry, who in his column, ‘Existential Environments’, describes a looser art scene, less complicated than Chan’s, and mentions different art hothouses in Bogotá and Medellín, highlighting their flower-growers and naming the cheerful social fauna of butterflies and bumblebees.

They seem resigned to showing that they are satisfied, self-satisfied and even very satisfied with what they’ve seen, including in their cautious repositioning vis-à-vis the equation ‘Colombia = drugs’

In 2014 the task fell to Frank Expósito, who in his diary entry, ‘My Bo’, reveals a safe country where the traveller feels at home, takes the place over and mingles at breakfast, dinner and parties with other artworld travellers and celebrities. The vision of these peasant-chroniclers is contrary to that of Burroughs; they seem resigned to showing that they are satisfied, self-satisfied and even very satisfied with what they’ve seen, including in their cautious repositioning vis-à-vis the equation ‘Colombia = drugs’. Chan quotes a ministry of culture adviser who tells her that ‘artists escaped to the safety of universities in the 1990s, after art got a bad name when “drug men used [it] as a way to wash their money”’. 

She concludes: ‘It seemed he was saying that Colombian art was better off, now, for the time it spent incubating in ivory towers.’ McGarry, in a bus headed towards a traditional drinking and dancing establishment on the outskirts of Bogotá where the party is safe and euphoria guaranteed in an environment as patriotic as it is folksy, reports that upon passing in front of a ‘formidable chateau’, someone murmurs: ‘Narcos love castles’. McGarry doesn’t get complicated, lets the image drop and closes the passage claiming that he left the party early, but not without first dancing a Macarena – adding that he missed an important Venezuelan collector doing the same atop a table later in the evening.

As evidence of the sophisticated and politically correct state of the local art scene, an elegant gallerist offers McGarry coke, but in the form of a tea that relieves the symptoms of altitude sickness. He also has a conversation with a play-it-safe curator who’s opened a gallery where the intention is to highlight the ‘links between art and nature’. McGarry interprets this to mean that the dynamic of the place will be one of mixing illustration with historicism, and ‘the violence that has shaped so much of modern Colombian consciousness and culture with “botanics” (drugs)’. For his part, Frank Expósito runs into a rabble-rousing artist, forgotten but on the point of being rediscovered, who tells him: “It used to be so bad here that the cartels would steal my Artforums… They needed it to sneak in drugs.”

Drugs or conflict in the country are present in all three profiles, but only in small doses, and in the picturesque terms of providing local colour. The myth of the good or bad Colombian savage seems to have been switched for that of the modern or ‘savvy’ postmodern Latino. Visitors pronounce themselves happy to have found vestiges of modernity where they would never have expected it; just as pre-Hispanic ruins are useful to archaeologists, for these hustling ethnographers of contemporary art, there is a gilded modernity that deserves to be recovered.

The fluid dialogue between enlightened Creoles and illustrious visitors, as contained in these lightning visits, gets one to lofty peaks of intensity for brief moments, instances of epiphany in which junkies and art groupies cross social and cultural lines, all with the aim of communicating and continuing to communicate the communicativeness of communication, a form of telepathy particular to these kinds of global and cosmopolitan commercial exchanges. Guatemala may be the final fix.

Translated from the Spanish by David Terrien. This article was first published in the January & February 2015 issue of Art Review.  

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