Colombia se escribe en un cadáver exquisito

Las noticias no bastan. Ni nuestros esfuerzos de rigor. Ni la evidencia. El paro nacional de Colombia parece cada día más inabarcable, más grande que sus márgenes. Por eso recurrimos a quienes puedan darnos literatura, porque siempre el arte será el primer y último recurso para tratar de entender.


Ilustradora: Ana Sophia Ocampo

Nadie viajó al Chocó ni salió de él.
En esos días iniciales en que los corresponsales
de los periódicos bombardearon al país
con boletines cargados de tensa literatura cívica. 

Hablemos de protestas y de Gabriel García Márquez. Hablemos de la Masacre de las bananeras y de la revuelta en contra de United Fruit Company. Hablemos de la huelga en el Chocó en 1954, cuando Márquez regresó con la Historia íntima de una manifestación de 400 horas y, según el mito, tras publicarla alzó otra vez el pueblo en huelga. Hablemos de la manipulación de la literatura, pero no de Maria Fernanda Cabal. Hablemos de los medios tradicionales, de negacionistas y de la furia de las imágenes. Hablemos de que antes un corresponsal corría hacia el lugar de los hechos para relatar en primera persona qué estaba ocurriendo, y cómo, cuándo y dónde. Y hablemos cuando tan solo había  acceso terrestre al epicentro. 

Se sabía, por informaciones transmitidas por chocoanos,
que por lo mismo eran de hecho sospechosas de exageración patriótica,
que el pueblo estaba en las calles, que estaba lloviendo
y que a pesar de eso
continuaban los discursos.
Se sabía que los manifestantes lloraban,
escribían memoriales y se lavaban en la vía pública 6
mientras el gobierno decidía sobre el proyecto de desmembración.
Pero la verdadera magnitud del movimiento,
sus intimidades humanas, se desconocían por completo.
Nadie supo en el resto del país que el Chocó,
con su movimiento embotellado, estaba redactando el acta de independencia.

Hablemos de que hoy nadie espera de la prensa tradicional lo que la ciudadanía compensa. Que ya nadie necesita saber que nos están matando, porque lo vemos. Que las noticias no bastan. Ni el rigor. Ni la evidencia. Hablemos de que nadie tiene memoria de que alguna vez la fuerza pública haya sido tan descarnada como lo está siendo ahora en Colombia, pero que tampoco a nadie toma por sorpresa. Hablemos de un país que se acerca al mes de una manifestación a la que el Estado ha reprimido con todas sus municiones. 

Hablemos de una crisis de comunicación mediática que se anquilosa en el pasado mientras muestra en el espejo una política rancia que promueve la muerte. En este especial presentamos anatomías humanas de nuestro propio conflicto en párrafos pescados al azar que pueden darnos aliento ante tanto desconsuelo. Hablemos de cómo un país invierte en armas lo que paga en impuestos su pueblo, para matarlo, y sobre esa fosa común estas voces buscan parir cordura. Publicaremos diariamente una contribución a este especial que acaricia un cuerpo inerte o con vida tratando de dar sentido, aunque no lo tenga, al atropello.

La oreja abstracta • Giuseppe Caputo

Primero, las personas que acuden a la fuente suelen pedir sus deseos (o más bien, gritar sus necesidades de forma suplicante, como pidiendo favores) a una gran oreja o a cualquier abstracción que escuche: primero los piden con paciencia y fervor, esperando que sean atendidos; luego las plegarias son rabiosas, desesperadas, pues nadie parece escuchar -y nadie, de hecho, escucha-. Una tarde, mientras la gente insiste en gritar sus plegarias ante la fuente, con más rabia cada vez, cada vez más desesperada, el dirigente de esta tierra pasa en su carro muy cerca de la fuente. En cuanto lo ven, las personas se dirigen a él. Así, las plegarias que habían sido destinadas a una abstracción se vuelven reclamos a una persona específica. Pero como, al igual que la gran oreja, el dirigente no parece escuchar -sigue andando en su carro como si nadie lo estuviera llamando-, los reclamos se van volviendo exigencias furiosas y desesperadas -las necesidades son necesidades y, cuando no son satisfechas, la vida se reduce a una carrera contra el tiempo-. La fuente de piedra deja de ser la fuente de la rabia porque las personas, al fin, ubican el origen de su desesperación donde tienen que ubicarlo: no en la oreja abstracta sino en el dirigente de la tierra.

El pulso en agonía • Julián Santiago Grueso

Todos los sentimientos amontonados, como embutidos, apretujados, e intensificándose cada noche que paso en vela viendo la fosa abierta. Crece mi odio hacia “los buenos somos más”, a los que lloran la ventana rota y prenden velitas en el CAI. Se intensifica mi desprecio hacia los equidistantes, hacia los que permanecen tibios viendo cómo se enfría la sangre derramada en las calles y los cañaduzales, porque creen que existe una suerte de especie subhumana llamada vándalos, un discurso deshumanizante que a fin de cuentas les permite vivir tranquilos sobre este osario de país. Y mi rabia crece cuando veo a los tombos y a los milicos valientes con los empobrecidos y arrodillados con el poderoso que los desprecia y los manda a matar y violar a sus hermanxs; y mi rabia llega al paroxismo cuando escucho y leo al “periodismo” lacayo y cómplice de la barbarie; y cuando pienso en Zapateiro, en Uribe, en Sarmiento Angulo, en Duque, en Marta Lucía Ramírez y en una laaarga lista de criminales que no puedo seguir anotando porque cada nombre me produce una arcada. Después llega el hastío. Y el hastío hacia mi propio hastío me arroja de nuevo en la calle para comprender, una vez más, que las consignas que parecían manías recobran todo el sentido: por nuestros muertos ni un minuto de silencio, toda una vida de combate. Entonces le escribo a una amiga para ver si nos encontramos ahí, entre la muchedumbre, pero me responde que hoy no, que ha salido todos estos días pero que hoy está rota, que necesita retomar fuerzas, que anoche desaparecieron a tres pelados del barrio. Ahí me quiebro, pero sigo marchando acaso para encontrarle el pulso a la agonía. El terror, a veces, más que miedo produce desolación. Una desolación que se profundiza al ver cada madre llorando a su hijo asesinado o desaparecido, una tristeza que se acumula en la garganta, en el pecho, en las piernas que ya no saben si sentarse o salir corriendo. Intento escribir algo, aunque más útil sería unirme a la primera línea, pero la paternidad me ha acobardado. Intento escribir sobre lo cínico que es el Estado gringo cuando dice estar repensando la asistencia militar a Colombia, como si veinte años de Plan Colombia hubieran sido para cultivar rosales y construir escuelas y no para ampliar la fosa. Quiero cagarme en eso que llaman “la comunidad internacional”, sobre todo en los organismos multilaterales que de golpe caen en la cuenta de que en Colombia “nos están matando”. Pero ahora, en este estado de cosas, cualquiera que sirva para parar al paramilitarismo hay que acogerla. Sería la derrota definitiva no discernir los cambios, sumarse a la crítica autocomplaciente, picada de astuta, que dice que desde hace tiempo están matando en las zonas rurales pero que “los colombianos” (¡¿quiénes son “los colombianos”?! no lo querían ver. Bien, eso en parte es cierto, pero en lugar de reprochar, ¿no es mejor ver como un pequeño triunfo cada venda caída, cada toma de conciencia, cada acto de memoria, cada persona que se suma a una marcha en un estado que ha insistido en la pedagogía de la crueldad? Me pregunto esto y se anida en mí una admiración profunda hacia quienes no se quedan recordando el porvenir, como una historia que ya sabemos que se repite, sino que le apuestan a imaginar futuros. Quise escribir algo lúcido, útil, que ayudara a desenmarañar este embrollo social, pero apenas estoy intentando tramitar todos esos sentimientos que se apilan, intento reconocer que puedo odiar tanto a quienes viven de la muerte porque amo tanto a quienes defienden la vida.

Die pie • Isabel Botero

Un país en pie de lucha, parado y en Paro Nacional, que camina, avanza y resiste al pie de montañas, plazas y aceras. La tierra tiembla bajo los pies que saltan, bailan y se congregan al pie del cañón. No importan los zapatos (si los hay). Hasta que llega el pie de fuerza con sus botas de guerra (metálicas, inhumanas) que pisa, atropella y patea. Pies que persiguen a los pies perseguidos de siempre, que deben poner pies en polvorosa para no morir, para no perder un ojo, para no desaparecer. Y en el pie de foto, frases que le buscan tres patas al gato y que algunos creen a pie juntillas. Este país se levantó con el pie izquierdo. No tiene ni pies ni cabeza. No da pie con bola. Los que nacieron parados no quieren parar, mientras el pueblo se desplaza con pies de plomo sobre una alfombra de huevos. De nada sirven los pies acostados (si no son los pies de las estatuas caídas). De nada sirven los que están de rodillas.

Manos abiertas • Lorena Salazar Masso

Recias, toscas, con tierra en las uñas las manos.
Tejedoras, manos grandes untadas de limón mandarino, de vaca y melaza.
Manos negras, manos musicales que salan el bocachico.
Raíces, manos corteza de árbol.
Manos rojas de tanto amarrar cubetas de huevos, otras que se quemaron con aceite hirviendo, y las que planchan, pilan, las untadas de tiza.
«Manitas de los niños, / manitas pedigüeñas, de los valles del mundo / sois dueñas».
Manos quebradas a palazos, manos de mujer.
Manos moradas.
Manos sin uñas que escriben: masacre.
Masacre, cholao. Masacre, lata de atún. Masacre, ¿cuántas manos faltan? Aquí los niños saben que masacre se pinta de rojo, se lee en rojo. Masacre: matar a los muertos con las manos.
Manos untadas de plata, rezando.
Manos huérfanas río arriba.
Manos que llevan flores a sus muertos, a los muertos de otros.
Manos que piden, que gritan: se me acabó el color rojo.
Manos a la calle. Porque abiertas, las manos, pueden sostener el mapa de Colombia

El órgano amputado • Cristóbal Peláez González

Es la cabeza, por ahí se empieza. Una cabeza pesa aproximadamente, en unos más, en otros menos hasta ocho kilos. Y el cerebro un kilogramo y medio. Allí está todo. Es el área por donde se inicia toda colonización y, si la cabeza no cede, queda el lícito recurso de la espada, y de la cruz, y de la biblia. Si usted, supongamos -caso extremo- rehúsa meterse en la gran incubadora, será occiso, occisado, que suena un poco a exorcizado, pues la colonización debe ser perfeccionada. Eficaz. No solo necesaria, inevitable. No importa el procedimiento con ese kilogramo y medio de masa cerebral. Usted puede extenderse, saquear, matar de ser necesario -o deleitable-. Para conquistar, le da para conseguir oro, tierra, hombres, legión de cabezas humanas y tantísimas cabezas de ganado. Pensar en la dirección que ordene esa masa de kilogramo y medio el oligarca alfa. Una liberación (es imposible, advertencia) tendría que empezar por la amputación, por zarandear nuestro entendimiento o llegados al extremo, por desaparecernos. ¿Suicidio? !Vaya manera de estropearle la mercancía a ese 1% de la población! A nosotros los colonizados nos ocurre como al personaje de Alfred Jarry, a quien le fue practicada una autopsia y el forense con pasmo y/o fascinación descubrió que la caja craneana del sujeto estaba desprovista de todo rastro de cerebro y, en cambio sí, rellena de periódicos viejos. Una autopsia revelaría no ya un cadáver exquisito sino una nada glamorosa. Unos cochambrosos indígenas que no darían ni siquiera el casting para algún personaje de elegancia aria en lo cinematográfico, dadas su falta de bíceps ensoñadores músculos, ojos azules y bucles dorados han puesto boca abajo a una insigne chatarra. Enhestaba una cruz esa herrumbre. El crimen fue en la plazoleta del Rosario ¡afrenta! Era una cabeza pletórica de 500 años. Era un universo. Ha caído. Que no sangre moho derramado, materia sulfatada. Por el chip de esa testuz circulaba la memoria de 56 millones de indígenas occisados. Era el fundador ese divino óxido. Le cortaron la cabeza a Bogotá. Otro día podríamos hablar de ciertas manos.  ♫ (De la sierra, morena Cielito lindo vienen bajando)

La carcajada • Juan Cárdenas

Un propietario y el vigilante, un cuadro siniestro que a mí me divierte. Una chimba de piscina, dice. Lástima que nosotros no podamos usarla. ¿Se imagina? Pero imagínese, imagínese que yo vengo una noche bien tarde, como a esta hora, vengo con una peladita, claro, y le digo mami, vamos a bañarnos aquí bien bacano. Nos quitamos la ropa y nos metemos al agua. ¿Se imagina? Aparte las hembras en piscina y de noche se ven todavía más bonitas. ¿Usted ha visto cómo se ven? Nadando por la noche, con esa luz submarina y el agua toda azulita. ¿Se imagina? Entonces sonrío y le contesto que si hiciera algo así vendría otro vigilante y lo sacaría a tiros de la piscina. ¿A mí?, contesta achispado. No, yo no me dejo, dice, usted qué cree. Yo traigo mi fierrito también y si quieren bala, yo les doy. Vuelve a reírse, la misma carcajada estridente. Alguien por fin se asoma a la ventana de la casa. Se consuma la escena y yo actúo con naturalidad, como si fuera la cosa más normal en esta unidad charlar de noche con el vigilante, que no para de hacer ruido. Imagínese yo aquí dándome bala con mis compañeros y la hembra gritando en la piscina y yo ta-ta-ta-ta, gonorreas, por sapos, me los voy bajando uno por uno. Gonorreas. Y el agua toda azulita se mancha de sangre y yo ahí metido como diciendo hijueputas, cómo es conmigo pues y la hembra dizque sos mi héroe, papito, pailas.

Del libro LOS ESTRATOS.

Los nervios • Gina Borré Solano

Bombardeo de imágenes, noticias, información. La calle no está dura, está asesina.
Salgo a la calle, voy a marchar, mis nervios están muy sensibles; tengo miedo.
Llego a casa, puedo volver; agradezco a los cielos; pero mis nervios están por el suelo.
Sufro de ansiedad-.
Un, dos, tres, caen estatuas coloniales.
Un, dos, tres, amanece la ciudad rayada de consignas.
Un, dos, tres salimos nuevamente a las calles.
Un, dos, tres la juventud se levanta.
Un, dos tres el pueblo resiste.
Un, dos tres , no nos escuchan.
Un, dos tres me estoy ahogando, la ansiedad me está acabando.
Un, dos tres , RCN miente.
Un, dos tres nos están matando.
Un, dos, tres hay bombardeo contra el pueblo.
Un, dos, tres ya no duermo.
Un, dos tres, defiendo el derecho a la protesta.
Un, dos tres, odio las arengas violentas y machistas.
Un, dos, tres el paro sigue.
Un dos, tres (miles) bolillazos que van y vienen.
Un, dos, tres , huele a gases lacrimógenos.
Un, dos, tres mientras una parte de la sociedad despierta la otra condena.
Un, dos, tres les duele más una pared que una vida.
Un, dos, tres (22) mujeres violadas.
Un, dos, tres qué ganas de ser pared para que te indignes cuando me tocan.
Un, dos, tres noticias falsas.
Un, dos, tres banderas al revés.
Un, dos, tres SOS Colombia.
Un, dos, tres es tiempo de resistencia.
Un, dos, tres movilizaciones.
Un dos, tres (muchos) tiros.
Un, dos, tres (1.388) detenciones arbitrarias.
Un, dos, tres ¿dónde están lxs desaparecidxs?
Un, dos, tres (varios cuerpos) aparecieron en el río.
Un, dos, tres tengo conversaciones y desde mis interlocutores solo hay indiferencia.
Un, dos tres lloro en una cocina -que no es mía-.
Un, dos, tres me ahogo.
Un, dos tres, llevo un mes irritable.
Un, dos,  tres el presidente no responde.
Un, dos, tres hay violaciones de derechos humanos.
Un, dos , tres desde el 28 de abril estoy reactiva.
Un, dos, tres quiero que el ESMAD y la Policía se unan al pueblo.
Un, dos tres (3.155) casos de violencia policial.
Un, dos, tres el gobierno sigue diciendo que no pasa nada.
Un, dos, tres (39) personas con un ojo menos.
Un, dos, tres (595) intervenciones violentas de la fuerza pública.
Un, dos, tres (955) casos de violencia física.
Un , dos , tres nos dicen que la policía no está violando derechos.
Un, dos, tres hay portales de resistencia.
Un, dos, tres (conozco a varios) que su alma está llena de indiferencia.
Un, dos, tres , me duele el alma y el cuerpo.
Un, dos, tres, nadie habla de salud mental en el paro; y yo la estoy padeciendo.
Un, dos, tres me caí emocionalmente.
Un, dos, tres; sueño con violencia.
Un, dos, tres ante cualquier ruido mi corazón salta.
Un, dos tres tengo los nervios destrozados.
Un, dos , tres hay días que siento que me pesa la vida.
Un, dos, tres ; entre tanto muerto ¿cómo comunico esto?
Un, dos, tres; me tocó alejarme del paro porque MIS NERVIOS ESTÁN POR EL SUELO.
Un, dos, tres; mi cuerpo necesita autocuidado para seguir en RESISTIENDO.

La piel • Lucas Vargas Sierra

Hablemos de la profundidad de la piel. Hablemos de los folículos pilosos que se paran cuando los conmueve la belleza o el espanto. Son tiempos de mucha belleza y mucho espanto. A veces se nos concede la maldición de que parezcan tiempos espantosos sin belleza. A veces se nos concede el milagro de que parezcan tiempos bellos sin espanto. Pero hablemos de la piel. La piel enrojecida por el sol que acompaña las marchas. La piel irritada por los gases. La piel tumefacta tras el golpe. La piel amada de quienes en medio de la tensión se recuerdan su compañía. Según norma anatómica, el grosor de la piel está entre uno y dos milímetros. Uno o dos milímetros. Eso es todo lo que nos cubre. Uno o dos milímetros… E igual, aguanta la piel. No siempre se rompe con los golpes, no siempre deja desnudo al músculo, expuesto al hueso. Aguanta con sus uno o dos milímetros. Aguanta. Es buena la piel; recuerda cosas, sabe cosas. Ante tanto dolor da susto que se endurezca, que le crezca una armadura, como para balancear las fuerzas. Pero la misma piel se niega a eso, e insiste en su flexibilidad, en su fragilidad, en su desamparo. Y entonces tejo estas palabras y las pongo aquí, en su deriva, confiando en la profundidad de la piel, confiando en que, de alguna forma, por algún secreto milagro, consigan transformarse en la lectura, y que llegue, de mi piel a tu piel, una caricia. Para guardarnos, para cuidarnos, para recordar que ese contacto ligero es nuestra esperanza y que, para sentirlo todo, para compartirnos la infinita ternura que nos sostiene, tal vez eso nos baste: uno o dos milímetros.

Ojos que arden • Sara C. Henao

No. No puedo ver más allá de mi teléfono; no me lo permito. Me he despojado de todas las voces de mi cabeza; ahora solo hay sonidos sintéticos, digitales. Paso las historias con rapidez y caigo en la inercia del reposteo sin haber leído su contenido y sin haber comprendido nada. Desde mi pequeña burbuja experimento otro tipo de pánico: encontrarme a mí misma insensible e indolente ante tantas balas y voces que han logrado salirse del ensimismamiento. Yo no lo he logrado. Teorizo mi sentir, leo a medias y a veces creo que intuyo cosas. Me pregunto qué llevó a mi madre a llorar por un peaje incendiado. Me pregunto qué cambió en mi padre, un ex integrante del EPL, para que ahora escuche Blu Radio. La semana pasada me dedicaba a apagar televisores. Ese era mi gran gesto de protesta. También oí hablar de un ‘’paro simbólico’’ jamás concretado entre estudiantes que nunca han tirado una piedra. ¿Acaso un paro no está cargado de símbolos per se? ¿Acaso la maldita piedra no es en sí un símbolo? La palabra Piedra viene del Latín Petrus. Jesús llamó a Simón Petros porque él edificaría su iglesia. Mientras el M-19 se tomaba el palacio de justicia, Gustavo Petro estaba siendo torturado por la policía. Hoy Petro es un sex symbol diabólico y comunista. Romper y quemar es simbólico, casi instintivo. ¿Escuchar lo que el otro tiene por decirme? No tanto. Volvamos al pánico. El pánico paraliza y moviliza al mismo tiempo; solo depende del sujeto en cuestión. La presente sujeta en cuestión, que no puede ser nadie más que yo misma, recibe todos los días noticias nefastas. Mientras estaba en el útero de mi madre en el año 2001, cayeron las torres gemelas. Al año siguiente Álvaro Uribe subió al poder. Ese fue el nefasto contexto de mi nacimiento, y hoy, en pleno año 2021, siento pánico. Siento pánico por no ser lo suficientemente empática para hacer de todos los desgarros mi propio desgarro. Pánico porque afuera la policía mata y adentro una solo piensa en matarse. ¿Con qué derecho juzgaba yo a las personas indiferentes? En cierta manera son las más cuerdas; cuidan de su salud mental, niegan todo acontecimiento y la única verdad es la suya. Yo me balanceo entre la parálisis y la traslación. Un solo día salí a marchar y salí ilesa. ¡Con vida! No podía comprender por qué. Necesitaba que mis ojos ardieran por los gases lacrimógenos vencidos, necesitaba correr del ESMAD, esquivar balas, tener miedo. ¿No es acaso así, llevando al límite mi empatía, que llegaría a comprender plenamente este contexto? Porque si la piedra es un símbolo, lo es también el vidrio del banco y la estatua del prócer. Lo es el televisor robado, el mural pintado y repintado, el cadáver de un animal en una estaca, el baile de un estudiante. La marcha y la protesta son entonces un performance: suceden en el instante. Alguien que presenció alguna obra de la artista serbia Marina Abramović jamás podrá explicar lo que sintió viviendo dicha obra, no podrá explicarle la experiencia total a alguien que no vio en vivo el performance por más fotos o videos que se tengan. ¿Por qué entonces hay tanta gente que jamás ha participado en una juntanza popular en su vida hablando de El paro nacional desde su casa? ¿Por qué hay sujetos como yo, que creemos que en videos de diez segundos podemos deducir la totalidad de los hechos de una jornada entera de protestas? Si no sabemos qué es lo que pasa, entonces ¿qué es lo que nos censuran?  Y aún más importante: ¿Qué ocurre con esta gente que no para, produce y reproduce noticias falsas? ¿Quiénes son ellos? ¿De qué pánico fueron presos en sus veintes? ¿De qué huyeron antes y de qué huyen ahora? Tampoco estoy cerca de tener la respuesta. Tengo a mi verdugo a menos de diez centímetros de mi brazo izquierdo. Como me obsesiono con los sentidos y algunas teorías conspirativas, diría que no se trata de casualidades. No. No pienso ver más allá de mí misma, quiero quedarme adentro. Adentro ya lo tengo todo. Desearía algún día darme de baja, realizar un suicidio cibernético, una masacre virtual. Debería arrancarme los ojos yo sola, pues tampoco los he perdido. Una perfecta autocensura. Pero no le daré ese placer al panóptico. Entonces descargo dos bolsas de té tibio sobre mis párpados. Ahora puedo coger mi teléfono.

El útero • Lina Tono



¿Dónde está, mijo? Le dejé comida en la mesa.
¿Cuándo vuelve? Anoche lo vi en un sueño, tenía el pelo bonito y la boca llena de flores.
¿A dónde se fue? Devuélvase, éntrese, quédese aquí, papito.
¿Quién se lo llevó? Perdóneme, perdóneme por todo.
¿Quién me le hizo eso? Le pido al amanecer que me lo traiga, pero la noche hace rato que no termina.

Lagrimas molotov • Santiago Rodas

Las lágrimas le pertenecen al cuerpo apaleado por los símbolos, por los bolillos, la propiedad privada, las ideas cristalizadas de los altos mandos. Tanto dolor en este mes deviene en líquido, cae en las pantallas del celular, en el teclado; caen en consecuencia de los gases lacrimógenos, también por la desesperanza de ver civiles armados que disparan contra manifestantes en total impunidad. Las lágrimas acuden como racimos al ver un cuerpo incinerado de alguien de dieciséis, cuando una joven suicida escribió que el ESMAD le tocó hasta el alma, son convocadas por la asimetría de la fuerza, cuando las camionetas blancas le susurran su lenguaje maquinal al oído del presidente. En medio de todo, también, el potasio, la lactoferrina, el sodio aglutinados en el agua, caen, alegres por la erótica de la protesta, por la pulsión de la vida, por el futuro que se disputa en las calles con arte, con criterio, con el poder plebeyo. Hay muchos tipos de lágrimas, sin embargo, las más palpables por estos días, pese a la tristeza generalizada, son las lágrimas molotov. 

La carne • Manuela del Alma

Ese día matamos
unos cuarenta ermitaños
en selva mojada
cásquiris
carnada para los parguitos
nylon calibre 20
no se le olvide
las escamas
moneditas de cincuenta
brillando al sol machete quebradita
lávese las manos
para recordar el don
porque la sangre es umbral charco
concha esquirlada misteriosa
distancia entre mis venas y el pez nada
viene y va el agua la pita
los ojos hinchados como bombas
agua salada contenida
las manos temblorosas las aletas
telarañas angustiadas
sigue arrancando
la carnecita a cada cásquiri
para incrustarla en el anzuelo y esperar que alguno caiga
cójalo del cuello
duro
porque por ahí está el corazoncito
afincar los dedos en la muerte
la selva atrás hipnótica hambrienta coletiando
soleadas las tripas corren y así el ocaso
flotan entre el agua dulce y el agua salada
las tripas
el corazoncito
volver con el cuerpo oleado ya mataste
ahora vuelve
en medio de las rocas y del plástico
vuelve
con tres pescados en la maletita rosa destripados
lavarse el agua con más agua
la sangre
para recibir al fin la noche
churuleja estrellada
aceite albahaca ají
espina.

Aquí se come carne todos los días Hebert Rodríguez

Sobre la mesa, un plato. Y sobre el plato, un corte grueso de carne. Al fondo, el sonido de un televisor: Joven muere en Cali por confusos hechos.
-¡Ja! ¡Confusos!- dice y mastica la carne. – ¡Por guerrillero!
Mastica y los dientes trituran los trozos que sangran. Mastica y observa la tele. Escucha: Un muchacho, un enfermero les dice a los policías que lo dejen acercarse para ayudarlo, pero ellos le disparan para que no se acerque, dice su hermana, que no entiende por qué lo mataron y lo quemaron.
Se ríe. Limpia una chorrito de sangre que sale de su boca con una servilleta blanca. Con la lengua se hurga los dientes en busca de sobras. Apuñala la carne y corta. En el plato se extiende una mancha bermeja. De nuevo el pedazo a la boca.
Según el Brigadier General, Juan León, indica que el establecimiento fue objeto de actos vandálicos y saqueos que ocasionaron el fuego en el lugar. Posiblemente, para esta institución, Daniel hacía parte de estos hechos y quedó atrapado en el sitio.
Ríe de nuevo. La boca, abierta por la carcajada, enseña la carne molida.
-¡Vio, por guerrillo!
La otra hermana, dice que, aunque aún no hay un dictamen de Medicina Legal, los testigos afirman que Daniel tenía impactos de bala. María Paula corrobora esta información y dice que, además de lo anterior, el forense les dijo que el cuerpo de su hermano también tenía indicios de haber sido torturado.
Mastica. Pasa la carne de un lado al otro de la boca. Corta otro trozo de carne. Una mosca merodea el plato. Resopla. La boca se llena de aguasangre y saliva. Saborea y traga. Apaga el televisor, se levanta de la mesa y deja el plato con una mancha abundante.

El complejo • Fernando González

Lo peor: que somos mezcla de las tres sangres; ocultamos como un pecado a nuestros ascendientes negros e indios. Somos seres que se avergüenzan de sus madres, o sea, los seres más despreciables que puede haber en el mundo. En realidad, tal mezcla, es un bien; pero en la consciencia tenemos la sensación de pecado. Vivimos, obramos, sentimos el complejo de la ilegitimidad. Por eso el suramericano simula europeísmo; por eso es dilapidador, prometedor, incapaz: porque tiene vergüenza del negro y del indio. Pregunto: ¿puede el suramericano vivir como europeo; competir con el europeo? No, porque es mulato. Su individualidad es mulata. Mientras simule, será inferior. La grandeza nuestra llegará el día en que aceptemos con inocencia (orgullo) nuestro propio ser.

Tomado del libro Los Negroides (Ensayo sobre la Gran Colombia) – 1936

La venganza • Alberto Restrepo González

La economía aldeana es una cadena de expoliaciones inmisericordes: el mayorista emigrado a la ciudad explota al mayorista puebleño, que a su vez explota al cacique veredal, que explota al minifundista rural, explotador de sus jornaleros situados en la parte más baja de la pirámide social. Así se crea el ámbito de la violencia, porque los explotados recurren a métodos dolosos y violentos para tomar vindicta de sus victimarios: la mala calidad del trabajo, el hurto continuado, la disminución en pesas y medidas, la negativa a pagar deudas contraídas, la calumnia como arma para echar a perder negocios y posibles ganancias, son formas comunes de defensa contra los abusos del poderío caciquil.

Tomado del libro Raíces aldeanas de la corrupción (1984, 2016)

Garganta rota • Juliana Londoño

Esa noche la garganta se deshilachó de tanto gritar. Se desintegró, como un tímpano que explota. La sangre comenzó a esparcirse por la lengua, por los dientes, por las encías y cuando llenó a la boca, rodó por el esófago. De allí al corazón, a los pulmones, al estómago; toda ella se tiñó, como un torrente que se transforma en lago. Volvió a gritar, aunque se ahogara en sus propias gárgaras rojas.

Nadie la escuchaba, excepto sus entrañas:
¿dónde estaba su hijo muerto?

El corazón • Horacio Benavides

Si al menos me hubieran dejado
el corazón
podría ir con ustedes.
El corazón es un norte
una piedra lumbre.
Así que sigan adelante
no carguen con un peso muerto.
Yo regresaré tanteando
al lugar donde me lo arrancaron
y no los dejaré en paz
hasta que me lo devuelvan.

Tomado del poemario Conversación a oscuras, publicado por Frailejón Editores (2014)

El espíritu de cuerpo • Lucas Ospina

La batalla de Ciudad Jardín – La insurrección de la burguesía. El cineasta chileno Patricio Guzmán le dedica La Batalla de Chile, su trilogía de películas sobre el golpe militar al Gobierno Allende, a un artista: a Leonardo Henrichsen, el camarógrafo asesinado el 29 de junio de 1973 por el cabo chileno Héctor Bustamante. El oficial le hizo un tiro a mediana distancia cuando varios de los soldados se dieron cuenta que estaban siendo filmados. El militar participaba junto a otros uniformados en la operación del “tanquetazo”, una de las tantas sublevaciones armadas y saboteos de alta y baja intensidad que precedieron al golpe militar definitivo del 11 de septiembre. “Bajó un oficial del camión y le dio un balazo (a Henrichsen). El señor empezó a doblarse pero no soltaba la filmadora. El periodista herido seguía filmando y el militar le dio otro balazo y mandó a un soldado a que le quitara la máquina”, dijo Gabriel Gacitúa, miembro del equipo de seguridad de la presidencia de Allende, que estaba en un edificio cercano, filmando con un periodista un segmento para un noticiero. De ahí pudo ver la escena completa y luego la transcribió en sus memorias escritas en México durante el exilio. Gacitúa cuenta que el asesino de Henrichsen se acercó a su cuerpo, cercenó el cable de la cámara del sistema de batería, corrió con la máquina unos metros, levantó una tapa de alcantarilla, arrojó la filmadora al hueco, tapó, subió al camión y huyó con la gavilla de uniformados.

Gacitúa y otros compañeros esperaron unas horas para recuperar la cámara, todavía tenía rastros de sangre de Henrichsen. Enviaron a revelar lo filmado a Argentina por seguridad y, para asombro de todos, la imagen en movimiento reveló un intercambio de disparos: “Leonardo Henrichsen, camarógrafo argentino, filma su último plano, no solo registra su propia muerte, también registra, dos meses antes del golpe final, la verdadera cara de un sector del ejercito chileno”. Esta narración cierra los minutos finales de la primera parte de “La Batalla de Chile”. El primer segmento de esta trilogía lleva un subtítulo irónico: “La insurrección de la burguesía”. Estamos en la antesala al golpe militar: es 1973, se celebran las últimas elecciones democráticas en Chile y muchos chilenos votan en contra de la “amenaza” comunista. Allende triunfa con el 42.3% de los votos. La oposición comprende que los sistemas legales no le sirven, no gusta de un juego democrático con alteridad y equilibrio de poderes. El fascismo opta por un estado de hostilidad, negligencia y miedo, un estado de alteración permanente propicio para cocinar lo que viene: un sector amplio de la burguesía en matrimonio con un cuerpo amplio de militares —en comunión con el espíritu de cuerpo—, y con la bendición del complejo militar y corporativo del gobierno de Estados Unidos, deciden hacer invivible la república y crear las condiciones propicias para un golpe de estado. Un matrimonio cívico-militar a conveniencia que estuvo en el poder en Chile por 17 años, superó las 40000 víctimas (de ellas 3.065 están muertas, o fueron desaparecidas, entre septiembre de 1973 y marzo de 1990).

1 – La insurrección de la burguesía (Patricio Guzmán, 1975, 63 minutos)
2 – El golpe de estado (Patricio Guzmán, 1977, 66 minutos)
3 – El poder popular (Patricio Guzmán, 1979, 100 minutos)

El torso • Gloria Susana Esquivel

En la primera imagen, el joven se recoge sobre su torso para potenciar la exhalación. Imagino que antes hizo el movimiento contrario. Expandió el torso para que el aire entrara del todo en sus pulmones y luego exhaló con toda la fuerza posible para hacer sonar su instrumento.

¿Por qué no lo desaparecemos? ¿Quién va a extrañar a este pirobo? ¿Quién va a venir a reclamarnos por su cuerpo?

En la segunda imagen, el joven ha perdido la camisa. Dos policías lo llevan hacia la patrulla y un hilo de sangre corre desde el costado izquierdo de su cabeza, baja por el cuello y atraviesa el torso hasta llegar a la parte baja del ombligo. El torso parece estar separado en dos mitades, completamente simétricas, por ese meridiano rojo. Su voz es firme. No se deja amedrentar por la fuerza con la que los policías halan su cuerpo. Camina altivo. Veo al joven y pienso que su cuerpo parece un mapa cuya única frontera está trazada por la sangre.

—Limpiése la sangre.
—No, no me la voy a limpiar porque esto va para Derechos Humanos.

En la tercera imagen, el joven está sentado sobre el piso. Tiene los brazos esposados a la espalda. La sangre que se deslizaba por la cabeza y que dibujaba una línea sobre el torso ahora está seca.

—¿Qué estaba haciendo?
—Estaba con los manifestantes lanzando piedras.
—¿Por qué estaba vandalizando? ¿Quién lo mandó?
—Los vándalos.
—¿Por qué lo estaba haciendo?
—Pues porque estaba en la marcha con ellos. En el grupo. Con los vándalos.
—¿Quien lo golpeó?
—Los vándalos.

Con cada respuesta la voz se hace más débil. El torso tiembla, ya no se expande. Las exhalaciones se hacen más cortas. Apenas se escucha la voz de un policía. Le pide que repita hasta el hastío que los vándalos lo obligaron, que él mismo es un vándalo y que ser un vándalo lo hace merecedor de la tortura. El torso se estremece. Su voz refleja el miedo. Frente a la cámara, el policía le dice que podrían desaparecerlo. El torso se empequeñece. Bajo este régimen, es difícil pensar que esas palabras son simples amenazas. Veo como ocurre la tortura en vivo, veo cómo el joven es golpeado una y otra vez en el torso, y escucho la crueldad que se revela en la voz de los policías. Esta tercera imagen me estremece. Retiro mis ojos de la pantalla, como si eso detuviera el horror. Reconozco el miedo en la voz del joven porque es un miedo compartido: Hemos visto a los jóvenes desaparecer. Hemos visto también los torsos anónimos que aparecen flotando sobre el río.

La fatiga • María Fernanda Fitzgerald

Uno
Los conozco.
Conozco la manera en que te miran.
Los ojos que llegan, por encima de todo, a susurrar muerte en las noches.
Voces vienen, temblorosas, como sinfonía errática que se multiplica por decenas.
Estrellan sus luces titilantes,
se funden eternas en los surcos de mis ojos.
Crecen lentas.
Crecen lentas.
Nada las detiene.
Los conozco.
Conozco la manera en que te claman.
Los labios que se mueven en la oscuridad y te llaman, te piden que desciendas.
Anidan adentro, muy adentro, hasta fundirse con el mismo ser.
Justo sobre el pecho crean el vacío, sustentan el dolor.
Reclaman un espacio perdido entre ellos y yo, entre tú y yo.
He intentado.
He intentado alterar la vida y elevarla por encima de todo.
Crecer bajo rayos de flores, hierbas frescas y arroyos sin muertos.
Correr lejos para no caer.
Pero, los conozco.
Conozco la manera en que te miran,
la manera en que claman,
la manera en que han vuelto esta noche a susurrar muerte.
Dos
Es polvo del futuro,
tambores que crecen,
que cuentan,
marchas de nuevos ejércitos,
corta el viento, corta las carnes,
ruge en medio del desierto.
Se levantan,
marchan en desorden, cortan por el valle,
evitan luces que se posan sobre ellos.
Avanzan despacio,
cubren el terreno,
mientras los tambores crecen,
corta el viento, corta las carnes,
ruge en medio del desierto.
Todos caen. Todos caen.
Todos caen, adoloridas bestias del jamás.
Tres
Cierro los ojos,
se forma la luz.
No vuelvas por aquí, camina a otro lado.
Tierras distintas, que no canten sangre,
que no clamen sangre,
que no te pidan, que no me pidan entregarte.
Dolores, dolores se contraen en mis manos,
y la vida ya no pueden sostenerla.
Marchitan una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez,
hasta caer en espirales desiertos que pronto borrarán lo que alguna vez fuimos.
No vuelvas por aquí, hijo de tierras bastardas.
Pocas son las glorias que la vida puede dar,
y aquí no queda ninguna.
Líbrate tú, querido mío.
Líbrate de la supuesta causa.
Nada hay.
Nada hay.
Nunca ha habido, nunca habrá.
Cierro mis ojos,
nada se forma.
Cuatro
Un segundo,
la lucha se resume en un segundo,
un segundo basta para contener.
Cañón arriba,
apunta bien,
la lucha se resume en un segundo.
Brilla,
rebota contra el metal,
se calienta entre las manos.
Un segundo,
la lucha se resume en un segundo.
Inhala,
que entre bien el aire, hijo,
inhala, olvídate de tu madre,
inhala, olvídate de su madre.
Un segundo,
la lucha se resume en un segundo,
un segundo basta para contener.
Mientras, yo floto, en medio del jardín.
Pequeñas voces de muerte lo inundan,
y los cartuchos, antes blancos, queman sus puntas.
Mientras, yo floto, en medio de un jardín que se inunda.
Se inunda mientras finjo que no.
Se inunda y las celdas de los mil días han abierto ya sus rejas.
Un segundo,
ya va el adiós.

Las cicatrices • Piedad Bonnett

No hay cicatriz, por brutal que parezca,
que no encierre belleza.
Una historia puntual se cuenta en ella,
algún dolor. Pero también su fin.
Las cicatrices, pues, son las costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.

En qué lengua • Hugo Jamioy

Hoy, que me encuentro en su oficina
abogando por la vida de mi pueblo,
le pregunto, señor presidente:
¿En qué lengua están escritos sus sueños?
Parece que están escritos en inglés,
ni siquiera en español.
Los míos están escritos en camëntsá.
Así
jamás nos entenderemos.

Llanto • Andrea Cote Botero 

María, hablo de las montañas en que la vida crece lenta aquellas que no existen en mi puerto de luz, donde todo es desierto y ceniza y es tu sonrisa gesto deslucido. Allí es Enero el mes de los muertos insepultos y la tierra es el primer cadáver. María, ¿No recuerdas?, ¿No ves nada? Allí nuestras voces son desecas como nuestra piel y se nos queman los talones por no querer saber de las casas incendiadas. Hablo, María, de esta tierra que es la sed que vivo y el lecho en que la vida está enterrada. Piensa, niña, en que esto no es vivir y la vida es cualquier otra cosa que existe húmeda en los puertos donde el agua sí florece, y no es hoguera cada piedra. Acuérdate, María, que somos pasto de perros y de aves, hombres calcinados, cortezas vacías de lo que éramos antes. ¿De qué estás hecha?, niña mía, ¿por qué crees que puedes coserle la grieta al paisaje con el hilo de tu voz, cuando esta tierra es una herida que sangra en ti y en mí y en todas las cosas hechas de ceniza? En nuestra tierra, los cuervos lo miran a uno con tus ojos y las flores se marchitan por odio hacia nosotros y la tierra abre agujeros para obligarnos a morir.

Poema tomado del libro Puerto calcinado (2002)

¡Qué dicha vivir en este país tan bello! Nicolás Suescún

¡Qué dicha vivir en este país tan bello
donde la gente ama tanto los toros
y la sangre en la arena!

¡Qué bella la sangre, tan roja!

¡Qué bueno vivir aquí
donde los policías juegan a la ruleta rusa
no apuntando el revólver
hacia su propia cabeza
sino hacia la cabeza de los adolescentes,
donde los asesinos ríen al matar
y acumulan cadáveres
que tiñen los ríos de púrpura
y nos cubren con un velo bermejo!

¡Qué hermoso país es éste
con tantos matices del rojo,
aunque la sangre con el tiempo
se vuelva negra,
y aunque nuestras fiestas delirantes de alegría
las presida y clausure
el esqueleto del capuchón y la guadaña!

Del talón a los dedos • Luis Carlos Ayala

Dicen que el 90 % de las personas se fijan en los zapatos que uno usa. Esos objetos que cubren los pies. Esos objetos que me gustan más cuando pierden el color, se ensucian y desgastan. En ellos está la historia del andar y sobre ellos se detiene el compulsivo comportamiento de limpiar, y no es nada más que la suciedad de nuestra propia historia. Los pies, esos objetos del deseo. Esos dos trozos de cuerpo que cumplen una función vital para el movimiento y balanceo del cuerpo. Esos dos trozos de carne que siempre duelen de caminar horas; los talones, los dedos, la planta: todo dolor, ardor. Ganas inmensas de estar descalzo. Quitarse los zapatos. Fotografiando, caminamos cuatro o cinco veces más que la persona que se moviliza, cuatro o cinco veces más que la longitud de una marcha y caminamos donde sea, hasta sobre barro. Suelen ser los pies los más golpeados y, al caer la tarde, fastidia tanta fatiga que hay en ellos aunque siempre rebullan las ganas de seguir en ese andar. De ensuciarnos con la perversa historia en este pantano. De salir a dejar registro entre rasguños de un camino lleno de manzanas podridas y espinas.

El cuerpito • Alfredo Molano Bravo

«A la madrugada comenzó la cosecha. Llegaba uno tras otro, tantos, que los huecos que se habían abierto no alcanzaron. Solo se oían los «ese es mío», «ese es mío». Hacía frío de ver tanto muerto. Aunque mi gente, la que yo esperaba, no llegó. Cada muerto era la ilusión de que fuera mi papá, mi mamá, mis hermanos. Pero no. Ninguno, por más que mirara y mirara los que iban arrimando, y tratara de que alguno fuera el que esperaba. Uno necesita el cuerpito del muerto para poder llorarlo, y para que descanse ese arrebato que le deja a uno el finado por dentro. Sin muerto, el muerto sigue vivo. Un muerto da vueltas alrededor de los vivos como los tábanos alrededor de las bestias. Esa tarde llegaron los diablos y dijeron que estaba prohibido pescar los muertos, que había que dejarlos seguir río abajo y que si alguien desobedecía la orden lo echaban a hacerle compañía al difunto que sacaban».

Tomado del libro Desterrados: crónicas del desarraigo (2001). El párrafo corresponde a El barco turco.

Calibanismo • Andrés Caicedo

«Lo que yo por mi parte conozco, son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueco redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el ser humano. La otra forma que conozco es comerse a la persona entera, así no más, a mordiscos lentos, comer un día hasta hartarse y meter el cuerpo al refrigerador y sacarlo el otro día para el desayuno, así».

Juicio final • Camila Charry Noriega

En una obra de Giotto
el demonio devora a un hombre
mientras expulsa a otro por su cloaca.

El fresco es de una belleza espeluznante.

En él está contenido el mundo y su materia.
No representa Giotto a la bestia sino al hombre
descarnadamente hambriento.

El símbolo es sencillo y no requiere explicación:
lo ingerido se coagula, se hace carne y hueso,
se destituye
se engulle de nuevo
se expulsa
se endurece,
es el hombre separando la luz de la tiniebla,
el sueño del residuo.

El artista, desde la luz y el color,
nos obliga a penetrar
cuaja las sustancias,
asombra las retinas del observador
y le devuelve su reflejo
consumido.

Pero eso es solo lo primero;
la fascinación por los signos
más reales a veces que la misma realidad,
empujan en su trazo hacia la reconsideración:
¿qué divina sustancia
sobrevive a la idea de mundo?

El artista lima, hace que los bordes encajen,
limando extrae de ese ensueño que es el bien
la imagen,
la monstruosidad más verdadera.
El color y la simiente oscuridad sobre la que respira la luz
dictan las formas
y estas son a los ojos el señuelo,
el centro del demonio.

Lo otro,
el destello de maldad frente a algo que se reconoce
profundamente humano
es lo que se desprecia,
hipócrita.

El mundo su idea el verbo
son el intestino de ese demonio
que sonríe.

En el fresco, de apariencia inmóvil,
está contenida la historia de los hombres.

Afuera están matando personas Nicolás Peña Posada

Afuera están matando personas
como nosotros, María
tienen este mismo corazón 
que se hincha con la lluvia
llevan nuestros ojos negros heredados del barro
y también comen pan en la mañana
A diez cuadras una mujer 
ha dejado de respirar 
y ahora besa el piso en silencio
como si fueran las manos de su hijo
Lo que dijiste alguna vez parece cierto:
este país está condenado a la violencia
No sabe uno qué hacer cuando se levanta
dónde alojar la piel
bajo qué árbol sentarse a cantar
en qué horario hacer silencio y pedir perdón
No sabe uno limpiarse las manos
alistar la muda, salir a trabajar
quedarse callado, escribir un poema
eso no sirve para nada
me dijo el otro día un amigo
¿escribir un poema para qué?
¿qué hace un poema en un país con hambre?
¿qué hacen unos versos contra un ejército ciego?
¿qué puede un poema cuando el cuerpo
es un animal que huye y se desangra?
Amarnos, María, tal vez amarnos
sirva de algo en estos momentos
Hay personas que lo han perdido todo
hay mujeres que no tienen brazos 
y se acuestan en el pasto 
a esperar un diluvio de granizo
hay niños que han quedado huérfanos
y buscan entre la basura sus nombres
hay ancianos que piden comida
en los bordes afilados de la noche
hay una luz que llora al medio día
y se derrama sobre nuestras cabezas
Dicen algunas personas 
que ya no tenemos miedo
pero yo sí tengo miedo, María
de que un día no vuelvas
porque te llevaron los policías 
mientras caminabas por la ciudad
de que un día, como tantos,
tu cuerpo no valga nada
y te rajen y te rompan y te olviden
en cualquier potrero
en cualquier sonido de pájaro extinto
de que un día la vida pase a un segundo plano
y los muertos ya no tengan 
un espacio bajo las piedras
un lugar para descansar
una esquina con flores blancas
Tengo unas manos que en las mañanas me ahorcan
tengo unas rodillas que se quiebran con el viento
tengo unos dedos que desesperadamente
buscan algo para sostener 
Yo si tengo miedo, María
y me aferro a tu cuerpo 
como a un amuleto antiguo
me aferro a tu cuerpo
para andar por estas calles
me aferro a tu cuerpo
para sobrevivir a las largas horas
de esta interminable circunstancia del café
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde
yo no sé si eso es cierto, María
a veces me pongo a llorar en el bus
a veces me cuesta sonreírles a mis padres
a veces las palabras se me pierden
se me enroscan, se me vuelven humo
María, hay un país en mis manos que se abre
hay una herida en las plantas de mis pies
que todos los días crece un poco más
hay un mapa de fuego en mi espalda
y me voy volviendo ceniza
Amarnos, tal vez amarnos
para hacerle frente a los hombres
que andan de noche por los barrios
dejando cartas de muerte en las puertas
amarnos para poder sostenernos
y que nuestros huesos todavía
no se vuelvan piedras secas y mudas
Amarnos, María, amarnos
como única forma de aplacar
esta tristeza negra que aletea 
como mil polillas en el pecho 
Afuera están matando personas como nosotros
afuera el cuerpo es un campo de batalla
afuera la vida es un milagro oscuro 
afuera los que ríen apagan el sol
Amarnos, María, tal vez amarnos
para poder caminar juntos a un día 
donde la tierra deje de ser ese abismo sin luz
al que van a parar todos nuestros amigos
                                        antes de tiempo.

Ausencia del descanso • Helí Ramírez

«No siento
los dedos
en las manos
las manos
en los brazos
ni los brazos
en el cuerpo.
Ni el cuerpo
en la cama
ni la cama
en la casa
ni la casa
en el barrio
ni el barrio
en la ciudad
ni la ciudad
en el país
ni el país
en el continente
ni el continente
en la tierra
se da cuenta…».

Decrepitud • Gonzalo Arango 

«El hombre colombiano vive, por culpa de la educación, acomodándose a sistemas retrospectivos, ahogándose en el mito de la Hispanidad, en los sistemas educacionales de tipo medieval, confesional, con limitadas y esporádicas variaciones liberales y racionalistas. Al renegar de la herencia hispánica, rectificamos el viejo criterio americanista de que un pueblo es joven en virtud de sus paisajes. Lo es en razón de sus ideas y de su evolución espiritual. La decrepitud no es un concepto de la vejez del mundo físico, sino la caducidad del espíritu resignado, incapaz de evolucionar hacia nuevas formas de vida y de cultura».

Tomado del Primer Manifiesto Nadaísta.

Una autopsia a las palabras • Manuela Saldarriaga H. 

El orden que regula la naturaleza es travieso. Hay quienes cortan las cuerdas vocales de sus perros para que no ladren. Hay quienes lloran alrededor de un hombre a quien han dejado en el suelo descompuesto. No querrán saborear carne de la nuestra, ni golpearla contra las rocas para que se ponga tierna y ablande. Pero comerán después, a mordiscos, pollos enteros, con plumas, pico, patas y huesos. Todo triturado. 

Hay quienes se sienten capaces de clonar ranas, ratones, cerdos y ovejas y otros, como Schrödinger, de comprobar que un animal puede estar, por mecánica cuántica, vivo y muerto al mismo tiempo. Como nosotros. 

Hay a quienes el corazón les palpita después de comprobarse su deceso, pero no todos corren con suerte semejante. De haber atrapado una mosca supimos que tenemos un ritmo biológico, neuronas reloj que también tienen ellas en su minúsculo cuerpo. Que hacemos fotosíntesis, la danza del sol del vegetal con pesticida. Con un palmetazo, volvimos ese vuelo de las moscas en un pedacito de mugre que cae sobre cualquier superficie. Se sopla. Pero cuando estamos solos no las espantamos. Pasamos con cuidado las páginas para no inquietarlas, como escribió un cineasta. 

Hicimos cascabeles con caparazones de caracoles y maracas con cráneos de monos, y a los cráneos humanos los usamos de vajilla para beber el agua sal de las lágrimas, que quita más la sed de muerte que la saliva. Tensamos el cuero de un jaguar para que se oyera la tamborada. Duro. Amenicemos así la ceremonia. Basta una cucharada de sangre, como jarabe, para que empecemos a aullarle a la luna todos juntos. 

Echados sobre el musgo, frente a la cascada de rojo borgoña, mientras otros golpean la carne con la cadencia ritual, ta, ta, ta, mojamos los pies en el charco de ese salto de sangre que en las mejillas nos salpica. Abrimos la boca como tragaldabas. La lengua se desenrolla, apretada en la garganta como la de un helecho. Que cruja, que sea crocante. Vamos a engullirnos con canapés, bocadillos y cervezas. No vamos a oírnos. Vamos a comernos también el ruido. 

Un lingüista pide silencio, grita, como siempre se pide silencio, y advierte que la capacidad de comunicación es exclusiva de nuestra especie. Las ceibas y caobas se estremecen mientras oyen. Es una barahúnda de hambrientos. Pero asentimos. El lenguaje nos otorga este reino y el poder de destruirlo. Un chimpancé emitió mensajes por señas, por secuencias de signos, pero nunca alcanzó la comodidad gramatical tan elástica y poderosa que tenemos. Es temible. 

Saltamos de una rama a otra con cada letra, entre una dimensión temporal de ficción y otra que nos sucede como verdad, que nos seduce. Estamos entre la imaginación y la mímesis. Las espinas se quedan en el gaznajo. No todos comen por acidez gástrica o por faringitis víricas. A esos les sacan los ojos. Hay quienes guardan ayuno. Gracias, paso. Y otros se fuman la grava. Pero el bacanal, la euforia, el apetito de devorarnos nos deja chupándonos los dedos. 

De postre siempre habrá literatura, gula nuestra y todo el arte: de buena consistencia, batido –estamos entrenados para escribir sobre nuestro propio destrozo–, que se disuelva, horneados, con merengue y nueces. Se necesitan todos los dientes, las muelas del juicio, los incisivos bien afilados para tragar sin atoro. 

Esta antología contemporánea y fugaz que construimos en Cerosetenta sobre nuestro propio conflicto tiene metros de intestinos doblados, tentáculos para chasquear. Le hacemos biopsia a las palabras con las uñas. Y escuchamos a los muertos que nos siguen contando. Hay silencios que lo dicen todo y otros nada y eso también nos gusta: la caja de resonancia de nuestras angustias y tripas. Tenemos las tráqueas quebradas, la memoria insomne, truculenta, dolida. Hay lesiones accidentales, pero nunca comprometemos ningún órgano. Es una composición en música y heridas al festín de nuestra crueldad y asistimos con bizarría. Aquí estamos, sin tímpanos, mutilados, y maldecimos, oyendo el rugir de este cañón en que insaciables morimos como bestias.

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