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Desde los pensadores de la modernidad temprana, hasta los cantantes e influencers del momento, hemos deseado ser auténticos. ¿Pero qué significa? ¿Es una estrategia de marketing? ¿o es una quimera?
por
Valentina Pérez Ruiz
13.03.2025
Arte por Nefazta
La palabra “feka”, proveniente del inglés fake, se utiliza en la jerga puertorriqueña para referirse a algo o alguien falso o mentiroso.
Esta es una expresión común en el reguetón, en el que, al igual que en el hip-hop y el rap, la dicotomía entre ser falso y ser real es un tema recurrente.
Los ejemplos de esto son muchos. En Toda (Remix), Alex Rose canta: “ese cabrón es feka, no tiene lo que aparenta”; en su sesión con Bizarrap, Residente le tira a J Balvin diciendo que es “más falso que un hot dog sin ketchup ni pan”; y Bad Bunny terminaBooker T con la frase: “Cabrón, tú eres feka”. Además, los artistas del género urbano constantemente se presentan a sí mismos como “reales”, lo que también se entiende como ser únicos, diferentes y fieles a sus orígenes. El ejemplo más obvio es Anuel con su frase emblemática: “Real hasta la muerte”. Pero también está el título del primer álbum de Ñengo como solista, Real G For Life, que hace referencia a ser un gangster real, entre otro largo etcétera.
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Esta preocupación por ser real y no feka no es exclusiva de los reguetoneros. Tal como señala Allie Vop en su artículo para Vox, «Is it possible to be fully authentic?», cualquier persona que alguna vez haya pertenecido a un grupo de adolescentes sabe lo insultante que puede ser que alguien te llame falsa, fake o wannabe. Al menos en el discurso, se desaprueba a quienes, ya sea para agradar a los demás, conseguir algo que desean o evitar las consecuencias de no acatar las normas sociales, pretenden ser lo que no son u ocultan algo fundamental de sí mismos. Es decir, a quienes no son auténticos.
En el mundo de las redes sociales la autenticidad es altamente valorada. Si bien es cierto que los equipos de marketing saben, desde mucho antes de la era digital, que lo “auténtico” vende, esta idea ha ganado aún más relevancia con el crecimiento del mercado de las redes sociales y los influencers.
Regidos por el culto exacerbado de las redes sociales a la personalidad, la mayoría de influencers tienen poco más que ofrecer que su marca personal, la cual se entiende como la percepción que los otros tienen de un individuo: de su reputación, valores, habilidades y gustos. Cuánto más auténtica parezca una marca personal, más confianza puede generar en la audiencia y mayores serán las oportunidades de traducir esa confianza en dinero.
En este contexto, para que un mensaje sea percibido como auténtico debe ser lo menos mediado posible. Desde el inicio de las redes sociales, y de sus formas de operar que nos llevaron a crear versiones online de nosotras mismas, creemos que quiénes somos por fuera de las pantallas es más real que quiénes somos a través de ellas. Esto se debe, probablemente, a que, a pesar de los esfuerzos de Mark Zuckerberg por hacernos transferir la totalidad de nuestra existencia a su universo Meta, las interacciones digitales siguen teniendo un nivel percibido de mediación mucho más alto que las interacciones en persona.
Seguimos creyendo que es más fácil ser inauténticos por redes sociales y tratamos de compensar principalmente a través de dos mecanismos. El primero es la búsqueda y creación constante de nuevos formatos que prometen darnos esa sensación de inmediatez. Por ejemplo, YouTube comenzó siendo una plataforma de videos de baja calidad, hechos por los usuarios en casa, muchas veces con fines personales. Luego, cuando los youtubers tuvieron su auge, las grandes compañías comenzaron a tener colaboraciones pagas con ellos, y sus videos se volvieron más editados y formulaicos. Fue ahí cuando llegó TikTok, ofreciendo un formato que se sentía menos acartonado, más inmediato y, sobre todo, más auténtico.
El segundo mecanismo (en el que los influencers son expertos) es la creación de contenido en el que, para contrarrestar la pantomima de pulidez y perfección que también ha caracterizado a las redes sociales, las personas se muestran imperfectas, vulnerables y cercanas a su audiencia, a veces incluso hasta el punto de utilizar sus plataformas como un confesionario. En otras palabras, se esfuerzan por mostrarse auténticas.
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Esta búsqueda de lo auténtico no es nueva. Ya a finales de la Ilustración, Rousseau reflexionaba sobre la tensión entre la identidad individual y las normas sociales, mostrando un cierto desprecio hacia quienes vivían conforme al consenso social. Rousseau añoraba la expresión abierta, cruda e inédita del ser y rechazaba el sacrificarla en nombre de la adaptación a las normas sociales.
Parece, entonces, que desde los pensadores de la modernidad temprana, hasta los cantantes e influencers del momento, hemos deseado ser auténticos. Pero, ¿qué significa realmente ser auténtico?
"Lo que realmente somos no cabe en un grid de Instagram"
Con pensadores como Rousseau comenzaba a nacer el romanticismo, un movimiento artístico y cultural caracterizado por la estimación de la libre expresión del espíritu por encima de las reglas formales, los procedimientos tradicionales, la etiqueta y los buenos modales. Con la unión entre el individualismo característico de la Ilustración y este énfasis en las emociones y la subjetividad del entonces naciente romanticismo, surge la idea de que hay una brecha fundamental entre el individuo y la sociedad, y de que tenemos un “yo interior” que puede, y debe, ser descubierto. Se traza una línea que separa a la sociedad (como lo artificial) del ser interior (como lo esencial) y se da un giro cultural hacia la introspección.
A partir de esto, ser auténtico ha sido entendido como conocer ese “yo interior” al que solo tiene acceso cada persona, estar en contacto con esa interioridad y expresarse y actuar en coherencia con ella.
En su libro The Authenticity Industries: Keeping it ‘Real’ in Media, Culture and Politics, Michael Serazio muestra cómo, en los últimos cien años, este deseo de ser auténticos sólo ha ido en aumento. Según Serazio, esto se debe a: (1) la creciente homogeneización y estandarización derivadas del desarrollo tecnológico, (2) la presión del capitalismo, que nos obliga a vendernos constantemente para poder sobrevivir, y (3) el crecimiento de grandes centros urbanos, en los que vivimos en el anonimato.
Estamos rodeados de objetos y espacios cada vez más homogéneos entre sí. Pensemos, por ejemplo, en la pantalla que se repite incesantemente: el celular, el computador, el tablero del carro, el dispensador de turnos a la entrada del centro de salud, los quioscos para ordenar en los restaurantes de comida rápida, y las vallas publicitarias en aeropuertos y centros comerciales. Asimismo, vivimos en ciudades en las que los paisajes locales han sido progresivamente reemplazados por espacios genéricos. Un café en el barrio Chapinero, en Bogotá, con sus plantas verdes, sillas de madera, tablero de tiza y baristas con overoles de jean, podría ser un café en cualquier ciudad del mundo.
Por otro lado, a medida que crecen los grandes centros urbanos, un mayor número de personas pasa más tiempo en el anonimato. Estar rodeados de extraños hace que, primero, muchas de nuestras interacciones estén fuertemente mediadas por las normas sociales de comportamiento, y, segundo, que sea más fácil sentir que, ante los ojos de los demás, no somos nadie en específico.
"El mercado reconoce nuestro deseo de autenticidad"
A este estar sumergidas en el anonimato y en la copia de la copia de la copia de objetos, paisajes y personas, se le suma la necesidad que tenemos de adoptar los códigos de la cultura corporativa para poder trabajar y sobrevivir. Para entender esto, basta con ver el lenguaje estéril, grandilocuente pero vacío, que utilizan las personas en LinkedIn, o haber participado de un proceso de selección y experimentar lo agobiante de tener que venderte en una entrevista sin que parezca que lo estás haciendo, de decir lo que el entrevistador quiere escuchar pero sin sonar falsa. A la mayoría de las personas el trabajo les exige ponerse una máscara que se siente poco auténtica.
Como si todo esto no fuera suficiente, ahora vivimos inmersos en un entorno mediático en el que resulta cada vez más difícil discernir entre lo falso y lo real. Desde hace varios años, las fake news han contribuido a este problema, pero el fenómeno se ha intensificado con la llegada de modelos de inteligencia artificial como ChatGPT, MidJourney y DeepFaceLab. Estos han facilitado la creación de imágenes, videos y textos que parecen veraces sin serlo. El Merriam Webster Dictionary nombró “auténtico” como la palabra del año 2023. No parece casualidad que esto sucediera justo el mismo año en el que estos modelos de inteligencia artificial comenzaron a ser usados masivamente por usuarios del común alrededor del mundo.
No es sorprendente, entonces, que en un mundo en el que todo se ve igual, en el que nos sentimos perdidas en el anonimato, en el que nos vemos forzadas a meternos en el molde del capitalismo para sobrevivir y en el que es difícil discernir lo veraz de lo falso, anhelemos con tantas ansias, primero, sentirnos auténticas y alineadas con lo que entendemos como nuestro yo interior, y, segundo, consumir productos que se sientan auténticos.
El mercado reconoce nuestro deseo de autenticidad, se lo traga y nos lo devuelve, ya digerido, regurgitándolo en nuestros picos abiertos.
Ese vómito que nos tragamos, hambrientas por algo real, es un video de una influencer sin maquillaje, en su cama, llorando, grabado “directamente aquí en TikTok, sin editar”, en el que nos cuenta lo difícil que ha sido esta última semana para ella con la regresión del sueño que está atravesando su bebé. Se ganan nuestra atención y confianza para, treinta minutos después, subir otro video vendiendo literalmente cualquier cosa: un colchón, un detergente, un polvo de proteína hidrolizada o el último blush líquido del mercado.
Con esto, no quiero decir que las influencers estén, necesariamente, subiendo estos videos patéticos (en el sentido literal de la palabra: relativo al pathos) de manera premeditada para vendernos su proteína empalagosa con sabor artificial a caramelo salado. Sobre todo, porque lo más probable es que ellas también estén buscando sentirse auténticas y humanas.
Lo que sí quiero decir es, primero, que los influencers son conscientes de que este tipo de contenido es una herramienta que les permite hacer que su audiencia se sienta cercana a ellos, y saben muy bien que esa cercanía puede traducirse fácilmente en publicidad, ventas y, en última instancia, dinero. Lo segundo es que estas imágenes de imperfección y vulnerabilidad siguen siendo altamente curadas, y esta forma específica de comunicar lo auténtico se ha convertido en una fórmula que se repite y se repite. Así, gran parte de lo que encontramos en redes sociales es un performance de lo auténtico estandarizado y producido en masa.
Desesperadas, peleamos contra una fuerza homogeneizante de la cual no podemos escapar, y terminamos todas siendo auténticas de exactamente la misma forma.
Ahora bien, ya hemos visto innumerables videos en los que las personas se abren sobre sus problemas de salud mental, piden disculpas, traen el backstage al frontstage y nos cuentan los aspectos menos glamorosos de su vida y su oficio, y entendemos que el hecho de que alguien diga algo mirando de frente a la cámara, en un video con poca edición, no significa que esté diciendo la verdad. Por eso es tan importante la marca personal, porque cuando lo que la persona dice se alinea con la percepción que tenemos de ella, nos resulta más fácil creerle: su mensaje nos parece auténtico.
El problema con las marcas personales es que, por auténticas que intenten ser, siguen siendo un ejercicio de autopresentación y, como tal, requieren de cierta estabilidad, así como de un trabajo de curaduría y delimitación. Estar expuestas constantemente a la marca personal de los demás nos incita a hacer nosotras también ese trabajo de curar, delimitar y establecer quiénes somos. Sin embargo, nuestras personalidades son mucho más complejas, llenas de incógnitas y volátiles de lo que una marca personal exitosa puede permitirse ser.
Lo que realmente somos no cabe en un grid de Instagram.
Nuestra relación con lo auténtico está definida por el deseo: es algo que buscamos, pero que nunca logramos conseguir por completo, una idea que nos sirve de brújula. No existe tal cosa como presentarnos en las redes sociales, ni en ningún otro contexto, de manera completamente auténtica. Por lo tanto, no tiene sentido pelarnos, capa por capa, hasta quedar en carne viva frente al trípode, cegadas por el aro de luz blanca incandescente; no tiene sentido estar expuestas y vulnerables al servicio del doom-scrolling de los demás (y de los intereses económicos de Meta y TikTok).
En cambio, sí es liberador saber guardarnos para nosotras mismas, para los ambientes y las personas que lo ameritan, y dejar que el show sea simplemente eso: un show.
Parafraseando a Valerie Steele, historiadora de moda y directora del Museo del Fashion Institute of Technology, en este episodio del podcast Nymphet Alumni, al que fue invitada para hablar sobre lo gótico:
“La idea de la autenticidad es también una especie de quimera. Es decir, lo auténtico realmente no existe. Sabemos que es un ideal y podemos reconocer cuando algo es claramente falso, no auténtico. Pero, a medida que buscamos la autenticidad, esta parece desvanecerse en la distancia”.
Finalmente, como dijo Feid: contigo es real, lo demás es feka <3.