Criaturas míticas y muchas ignoradas se apropian de su aparente monstruosidad para rebelarse ante la sociedad. Andróginos y seres cuasi hermafroditos transitan el universo narrativo de Les Garçons Sauvages (Lxs chicxs salvajes) del director francés Bertrand Mandico, que se presentará por muy pocos días, por desgracia, en la sala de Tonalá. Sus obras previas, todos cortometrajes, son un compendio de exploraciones audiovisuales y experimentales, que exploran siempre el erotismo. Los cuerpos con los que trabaja generan tensiones en las representaciones convencionales, además que los dota de la oportunidad de su propia exploración sexual frente a cámara, abre el ojo del espectador pervertido para adentrarse en la intimidad de cuerpos silenciados.
Un grupo de cinco jóvenes franceses es llevado a juicio: han violado a su profesora de literatura, influenciados por una fuerza silenciosa e informe llamada Trevor, y como castigo estarán bajo la custodia de El Capitán (Sam Louwyck), quien los llevará en un barco a una isla extraña, paradisiaca, con una vegetación suculenta y tentadora, con árboles y frutos en forma de penes y vaginas. La historia de estos cinco jóvenes, que son en principio los cinco andróginos Hubert, Tanguy, Jean-Louis, Sloane y Romauld (Diane Rouxel, Anaël Snoek, Vimala Pons, Mathilde Warnier y Pauline Lorillard respectivamente), es narrada por el personaje de Tanguy, o por alguien que habita en Tanguy: Anaël Snoek y Lola Créton. Estas dos actrices representan las dos voces en pugna que habitan en el cuerpo de Tanguy y que le dan coherencia a un personaje que terminará con un cuerpo como el del andrógino registrado ilustrado en Las crónicas de Núremberg de Hartmann Schedel.
Los cinco jóvenes, los monstruosos, los rebeldes, los posesos, los violadores, los revolucionarios, los asesinos, son, en palabras del capitán, los perros de la burguesía. La clave política que teje Mandico habla sobre una clase social que se permite la violencia y el erotismo, que pretende ocultar sus perversiones detrás de máscaras (como en las primeras escenas) para no dar a conocer al monstruo detrás de ellas. Animales, esta relación metafórica con los jóvenes es necesaria para ejercer la violencia sobre estos cuerpos incontrolables: son vistos como salvajes y sólo como animales es legítimo amaestrarlos y dominarlos. Pero la isla, con sus exquisitos frutos, con su erótica vegetación y por su híbrido paisaje, alimenta la transformación de estos cinco jóvenes. La sanción de lo padres y el poder del Capitán, que funcionan como un dispositivo pedagógico de fijación ética y sexual, resulta ser contraproducente para el proyecto político de la clase burguesa.
Como por un acto místico, totalmente invisible y en principio si ninguna explicación aparente, Hubert, Jean-Louis, Sloane y Romauld pierden su pene, les crecen senos y de su miembro desprendido nace una vagina. Tal como Afrodita Pandemos, que nace de los genitales castrados de Urano, estos cuatro jóvenes renacen como mujeres luego de ese acto de castración mágico. La victoria de ellos es más grande, se trata de una conquista del cuerpo, de los placeres, de un descubrimiento de su propia sexualidad y del placer del cuerpo. La metamorfosis es un acto de liberación que no los inserta en las dinámicas ni en los moldes que los querían acoplar, desde su monstruosidad y desde su animalidad obtienen unos cuerpos que en sí mismos llevan la revolución inscrita en toda la piel. Ante esa familia que invocaba “la figura política de un niño que construyen de antemano como heterosexual y generonormado” (63), como diría Paul B. Preciado, surgen cuatros niños que se transforman en mujeres, personas trans con una agencia y un poder sobre esa sociedad rígida y opresiva. Mientras que a los niños los “privan de la energía y de la resistencia y de la potencia de usar libre y colectivamente su cuerpo, sus órganos y sus fluidos sexuales” (63), ellas logran la transformación por medio de frutas hormonales que crecen en esta isla inhóspita. La doctora Severin (Elina Löwensohn) creó, después de su investigación en esta isla, un método para volver a los niños salvajes en mujeres, puesto que cree que las mujeres son menos violentas y evitarán la guerra, así como la corrupción del ser humano. Sin embargo, la transformación de los cuerpos es la posibilidad de exploración de otras maneras de ser libre. Mandico no pone la historia en servicio de la sumisión, sino que veo en estos cuerpos trans la agencia y el valor de lo violento, de lo lascivo y lo perverso como características no exclusivas de un solo género, y que en ellas se encuentra un tesoro de exploración sensorial y política.
Mientras se insiste en la contemporaneidad en hablar de la infancia como algo que hay que defender, películas como ésta o como Monos de Alejandro Landes ponen en el centro de la discusión lo pervertido y lo terrorífico de la infancia. Esta etapa de la vida está atravesada por la opresión y la muerte, como bien señala Preciado, así atraer la mirada ante ese templo consagrado de la calma y la inocencia, para encontrar la flaqueza de una estructura política que pretende perpetuar en su estructura un orden sobre los cuerpos y sobre la identidad. Ni la mirada de Landes ni la de Mandico es condescendiente. Apelar a la ingenuidad es pensar a lo niños como ánforas vacías que sólo deben ser llenadas de ideas y de conocimiento, lo que limita su agencia y deja de lado el hecho de que también participan en el contexto y que, como individuos en formación, absorben y moldean su criterio. El cine, siendo el arte más joven para la línea histórica que hemos construido como raza humana, aún se le sigue viendo con condescendencia infantil. Mandico usa Lxs chicxs salvajes como un vehículo para hablar sobre el medio mismo que lo produce. El placer de ver esta película no es el convencional, se trata del placer de sentir cómo los sentimientos de ideas arraigadas pueden flaquear ante una propuesta artística transgresora. Como las mujeres que llegan a ser estos niños, la película de Mandico pasa por una metamorfosis constante por medio del montaje, el arte y la fotografía. La directora de foto, Pascale Granell, quien ha trabajado en varios de sus cortos, crea una narrativa visual que está en tránsito entre el blanco y negro y el formato a color. En un elemento tan complejo como lo es el celuloide de 16mm, esta mujer ha podido lograr una imagen que no sufre por el cambio de color. De blanco y negro a color, se mueve uno entre el sueño y la vigilia, que es el estado mismo de la película, el de la ambigüedad y la indeterminación. La imagen a color aparece en los momentos de quiebre, es un uso cinematográfico que acentúa en la metamorfosis, hasta llegar al punto en que cuando ellas realmente han dejado atrás sus genitales, aparece el color como una constante. El resto de planos a color aparecen casi como instantes dentro de vigilia, momentos de ensoñación que marca la ruptura de una narrativa un poco más tradicional.
Sin embargo, después de hablar tanto de rupturas, de quiebres y de transformaciones tanto técnicas, temáticas y narrativas, ¿qué hacer con Tanguy? Él, a diferencia de sus compañeras, no logra la transformación absoluta. A pesar de que esta película pareciera ser un elogio y un ejemplo que pone sobre el horizonte de discusión sobre la comunidad trans, Tanguy no acepta la transformación absoluta, sino que queda suspendido en el limbo del sexo. Su cuerpo es igual al delo andrógino de esa crónica antigua ya mencionada: la mitad de su pecho es como un cuerpo masculino, mientras que la otra mitad tiene un seno. La revelación resulta llamativa, puesto que el Capitán también era así. Tanguy es un personaje y la representación de un cuerpo monstruoso, inconforme, que no se entrega al placer de la transformación, que transita entre la ambigüedad del control y las ventajas de aferrarse a un cuerpo, pero también con el deseo de transformarse y de hacer parte de la libertad que ofrece ser una mujer en este contexto narrativo. Su hibridez física es semejante a la hibridez fílmica: Lxs chicxs salvajes es Tanguy, que está en un proceso de transformación constante. Se pasa del drama a secuencias casi de videoclip, para luego usar los elementos de la sintaxis del experimental. Vivir esta obra en las salas de cine y es enfrentarse a una pantalla que seduce al espectador, muchas veces masculino, pero que le niega el placer de su morbo hasta el último segundo, haciéndolo pasar una tapa que podría muchas veces incomodarlo. Aunque desde el principio se sabe que las personas que actúan son, fuera de la pantalla, personas que se identifican como mujeres, en la película esa certeza no llega con claridad. Debe uno dejarse llevar y aceptar, lo que reta al espectador y también a la contemporaneidad, el hecho de que haya personas con la intención de transformarse. No se puede acceder directamente al deseo con el que tanto se seduce al espectador, porque el juego está en abrirle el apetito para luego noquearlo. Recita el Doctor Severin unos versos de Macbeth que dicen: “Laugh to scorn the power of man, for none of woman born shall harm” [Ríe con desprecio del poder del hombre, ninguna mujer podrá hacerte daño]. Un guiño, un gesto de humor para el cierre, para volver a los límites de lo cotidiano sin ser la misma persona. El espectador hace parte de la red monstruosa, como el andrógino de Tanguy: ha hecho parte del experimento del científico Mandico, para salir como híbrido monstruoso, con una sensación de agrado, que a su vez convive con la extrañeza.
Post scriptum:
Haciendo uso de las ventajas digitales de esta época, dejo un link con una enorme lista de películas que inspiraron al director. Hizo falta decir que esta obra está cargada, quizá a veces en exceso, de un gran conjunto de referencias cinematográficas.
https://mubi.com/es/notebook/posts/bertrand-mandico-s-inspirations-for-the-wild-boys
Citas:
Preciado, Paul B. Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce. Anagrama, 2019.