Un perfil de los Cerros Orientales de Bogotá, ese lugar misterioso, bello y desconcertante que orienta la vida de la ciudad y reconstruye su historia, pero al que no conocemos lo suficiente.
A las 8:59 de la mañana del pasado lunes 22 de enero, Luis Adrián Pulido recibió un mensaje de WhatsApp: un amigo suyo le decía que había un incendio en la Quebrada La Vieja. Pulido se asomó a la ventana y observó la columna de humo que salía de los Cerros Orientales, no lejos de su casa en Chapinero, y se extendía hacia el cielo sin nubes de una mañana inusualmente calurosa en Bogotá. A las 9:20 llegó a la entrada del sendero Quebrada La Vieja, en la avenida circunvalar con calle 71, que él camina dos veces por semana desde hace 17 años. Pulido ha sido activista en organizaciones que protegen los Cerros Orientales y se define como un “guerrero de la causa de la montaña”. Cuando llegó, los bomberos ya estaban. Las autoridades lo dejaron subir. El incendio ocurría al costado sur y los bomberos no sabían qué sendero tomar hasta que, con su consejo, se decidieron por uno y entonces, 45 minutos después, Pulido lo vio: el fuego.
Desde abajo, muchos también veían al fuego alzarse entre la capa verde de esa cadena montañosa de la Cordillera Oriental de Los Andes que bordea a Bogotá de sur a norte, a través de las localidades de Usme, San Cristóbal, Santa Fe, Chapinero y Usaquén. Los Cerros Orientales se elevan entre los 2.600 y 3.650 metros y de ellos se ha escrito que son el origen de ríos, quebradas y riachuelos; que cientos de especies de animales y plantas los habitan; que para muchas personas son su hogar; que orientan la vida de las y los bogotanos no solo porque marcan los puntos cardinales, sino porque la nomenclatura de ciertas calles empieza en los cerros y aumenta a medida que se aleja de ellos; que para saber si va a llover basta fijarse en qué tan encapotados están; que son patrimonio y memoria; que protegen; que si de repente no existieran la ciudad se vería mutilada, deforme.
Durante el resto de la semana la gente vio el fuego y se lamentó y tomó fotos e hizo videos y se cubrió la nariz para evitar respirar el humo tóxico y se preguntó de qué manera podría ayudar a recuperar ese lugar misterioso, bello y desconcertante que siempre está presente, pero al que paradójicamente no se le conoce.
Pero los Cerros Orientales no siempre han estado. Son montañas jóvenes, de hecho. En el libro Oriéntate. Los Cerros son nuestro norte(publicado por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural como parte de la exposición del mismo nombre que se realizó en el Museo de Bogotá en 2017), se lee que surgieron entre 25 y 5 millones de años atrás, separando la sabana de Bogotá de los llanos y el valle del Magdalena, y que hace tan solo 3,5 millones de años alcanzaron su altura actual. El libro señala que su extensión es de 52 kilómetros, aunque Pulido estima que son cerca de 90 kilómetros.
En esa exposición 20 voluntarios entre artistas, científicos y caminantes se unieron en el Colectivo Bogotá Pinta Cerros para elaborar una cartografía que incluye picos, páramos, quebradas, altos, bosques, reservas y barrios. Inaugurando el límite norte de la ciudad y dibujado con una acuarela verde amarronada está el cerro de Torca. Después, entre otros, la reserva forestal Thomas Van der Hammen y el barrio El Codito; el Cerro del Águila y el de La Aguadora a la altura de Usaquén; el sendero de Las Moyas y el alto de Piedra Ballena; el cerro El Cable, sobre el barrio El Paraíso en la calle 40, y más arriba el páramo El Verjón; el Parque Nacional Olaya Herrera en la carrera 7; Monserrate, Guadalupe y Aguanoso, el cerro más alto de la cadena junto al Alto de La Viga de 3.650 metros; el páramo Cruz Verde, arriba del antiguo acueducto de Vitelma; los cerros de El Zuque y La Teta sobre el Parque Entre Nubes y, en Usme, el Alto de La Laguna en el límite sur que conecta con el páramo de Sumapaz.
Pulido explica que las mayores elevaciones están en la parte media —desde Las Moyas hasta Aguanoso, El Zuque y La Teta— mientras que en el norte y en el sur la altura disminuye. Algunos nombres de sitios son referencias religiosas. Otros como el río San Francisco – Vicachá mezclan español y vocablos muiscas y otros se refieren a asuntos prácticos o descriptivos como La Cañada o La Chorrera, que es una forma de nombrar una cascada. Aunque puede haber más ciudades con montañas, a veces parecen desiertas, no tienen nada, dice Pulido. En cambio, los cerros de Bogotá son frondosos, están llenos.
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Hay, por ejemplo, plantas.
Ana María Medina es bióloga y trabajó en el Jardín Botánico de Bogotá y en el área de Restauración Ecológica de la Secretaría de Ambiente. Dice que los Cerros Orientales son testigos de la historia de Bogotá y que su biodiversidad es una prueba de eso. De los asentamientos de grupos seminómadas en la época prehispánica, al poblamiento muisca para quienes las montañas de la entonces Bacatá eran sagradas, a la afectación del ecosistema con la llegada de los españoles, a la tala desmedida hasta entrado el siglo XX, a los efectos de reforestaciones fallidas, a la apertura de canteras y chircales, al crecimiento urbano y la construcción de barrios de estrato alto y bajo, todo converge en los cerros y deja una huella. Hoy lo que queda de las especies nativas del bosque altoandino: cedros, arrayanes, laureles, uvas camaroneras y frailejones del páramo (Medina calcula que ocupan menos del 20% de la cobertura vegetal), coexiste con otras traídas de afuera como pinos y eucaliptos y con bromelias y musgo nativos que crecen entre las especies foráneas.
Tras los incendios de enero, los pinos y eucaliptos llevaron las de perder por su capacidad para propagar el fuego y soportarlo. Su aparición en los cerros es contada por el historiador Luis Miguel Jiménez en el texto “Unas montañas al servicio de Bogotá: imaginarios de la naturaleza en la reforestación de los cerros orientales, 1899-1924”. Jiménez escribe que durante años los cerros fueron vistos como un proveedor de recursos naturales, por lo que “a finales del siglo XIX su cobertura vegetal había desaparecido casi por completo”. La falta de árboles y la erosión del suelo desembocaron en una escasez de agua en Bogotá que intentó ser solucionada con la introducción de pinos traídos de California que prometían reverdecer los cerros.
Hoy, anota Medina, se sabe que las plantas nativas son más resistentes y resilientes a los cambios producidos por fenómenos climáticos y que cumplen de manera más eficaz funciones como retener agua, fijar dióxido de carbono o interactuar con aves e insectos. Pero eso no quiere decir que un necesario recambio de los pinos y eucaliptos deba hacerse de tajo en lugar de transitoriamente. Hacerlo así equivaldría a mayor erosión y además a una ruptura súbita del imaginario de que los pinos y eucaliptos, de alguna manera, definen la identidad de los cerros.
«Es necesario trabajar en nuestra relación con la naturaleza. Que no pase un incendio para decir: ‘Ay, verdad que los cerros existen'»
Medina explica que la restauración es un proceso ecológico más allá de plantar árboles. “Es asistir la regeneración natural, el mecanismo que tienen los ecosistemas de recuperarse solos”. Enumera tres tipos de restauración: el primero busca devolver al ecosistema a su estado original, antes del daño. El segundo intenta rehabilitar el mayor número de funciones del ecosistema y el tercero, que ocurre en áreas muy degradadas, apunta a recuperar al menos alguna función. Para Medina, el éxito de cualquiera de las tres depende de qué tanto se involucre la sociedad. “La educación ambiental de los bogotanos es muy pobre, hay una desconexión con el territorio y es necesario trabajar en nuestra relación con la naturaleza. Que no pase un incendio para decir: ‘Ay, verdad que los cerros existen’”.
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En los Cerros Orientales hay colibríes, copetones, tangaras, ardillas, comadrejas, ranas, musarañas, murciélagos, osos, zorros, tigrillos, cusumbos, abejorros, ratones, zarigüeyas, culebras, salamandras y saltamontes. Para 2020 el Sistema Global de Información sobre Biodiversidad (GBIF), contabilizó 1.673 especies de flora y fauna, de las que 137 eran endémicas.
Y hay agua. “Las corrientes de agua se generan en parte por el efecto de la lluvia y en buena proporción gracias a una extensa red de páramos y subpáramos. La vegetación retiene y absorbe el agua de la neblina aportando al suelo pequeñísimas gotas que, sumadas, dan origen a las fuentes”, se lee en Oriéntate. Los Cerros son nuestro norte. Según el GBIF son 1.120 los corredores hídricos que nacen en los cerros y descienden a la ciudad en un tejido que se une con la sabana y el río Bogotá. Ese tejido —al que se le conoce como estructura ecológica principal— incluye a los páramos de Guerrero, Chingaza y Sumapaz y la idea es fortalecer los conectores entre lo que está arriba y lo que está abajo y que la vida urbana se ordene alrededor. ¿Cómo se logra? Mejorando la cobertura vegetal con plantas que no consuman tanta agua para aumentar el caudal de las quebradas, propone Medina, aunque enseguida lamenta que las cuencas de ríos como el Tunjuelo sean usadas como rellenos de ladrillo y basura. Muchos no saben, añade, que el canal que pasa frente a su casa, ese que llaman caño, es un río que nace en los cerros.
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“La presencia de los cerros está desde que nos levantamos hasta que nos acostamos”, dice el líder socioambiental Héctor Álvarez, habitante en la parte alta del río Fucha en la localidad de San Cristóbal.
Porque en los Cerros Orientales también hay gente.
“Desde que nos levantamos por el sonido de los pájaros y por el amanecer. Durante el día el paisaje es inspirador, vemos la mariquita, el insecto de palo, la araña, la culebra, las aves. Lo que la gente en la ciudad no logra percibir nosotros lo percibimos. Al anochecer se ve salir la luna y la ciudad de fondo porque para nosotros el telón de fondo no son los cerros, sino la ciudad”.
¿Y cómo se ve la ciudad desde los cerros?
“Por la mañana se ve gris”, responde Álvarez. “En la tarde, con sol, se ve bonita, radiante, y cuando el sol se pone regresa el gris”.
Álvarez cuenta que El Manantial, donde vive, es el único ecobarrio popular de Bogotá, aunque no sea reconocido por el distrito que en 2011 lo declaró zona de alto riesgo no mitigable y reserva forestal, lo que obligó a unas 300 familias a irse. Con una historia que se remonta a la fundación del barrio vecino de Corinto por parte del M19, previo a la Toma del Palacio de Justicia, el territorio ha estado marcado por distintas violencias, incluida la institucional. “No es solo que el Estado venga a pegarme, sino que no me reconozca”, anota Álvarez y agrega que desde hace 15 años las y los vecinos han construido el ecobarrio: una idea originada en Dinamarca en la década del 50, que tomó fuerza en Europa en los años 80 y 90. Lo define como un “instrumento contestatario por el derecho a la ciudad” y “una forma de resistencia para habitar un territorio” desde lo ambiental y sostenible y desde lo que él llama “ecohumano”: prácticas de compasión y solidaridad con los demás.
En los Cerros Orientales hay activismo. Organizaciones de la sociedad civil con un enfoque de educación ambiental; otras de base comunitaria que reclaman su derecho al territorio; otras que trabajan con turismo. Está, por ejemplo, la Fundación Cerros de Bogotá que busca fortalecer el afecto, la apropiación y el conocimiento por la montaña con el fin de conservarla para que todo el mundo la disfrute. La arquitecta Diana Wiesner, su directora, lamenta que a pesar de que los cerros sean un patrimonio natural y cultural las instituciones se olviden de ellos. “En las entrevistas a los candidatos a la Alcaldía nunca les preguntaron que pensaban de los cerros. Solo hasta ahora que se incendian les prestan atención”, asegura Wiesner.
En 1976, el entonces Inderena declaró la Reserva Forestal Protectora Bosque Oriental de Bogotá, un área protegida de carácter nacional que hoy cuenta con 14.197 hectáreas de los cerros (4.000 más que las que tiene Suba, la localidad más grande de Bogotá). De esas 70% son predios privados y 30% públicos. En 2013, tras un fallo del Consejo de Estado, se le sustrajeron 973 hectáreas para la Franja de Adecuación, una zona entre la reserva y el borde de la ciudad. Además, bajo el Plan de Ordenamiento Territorial vigente, los Cerros Orientales son una de las 33 Unidades de Planeamiento Local en las que se divide la ciudad.
El manejo de la reserva —cuya responsabilidad es del Ministerio de Ambiente, aunque la ejecución esté a cargo de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca— es complejo, concede Wiesner, pero podría solucionarse articulando mejor a las entidades involucradas y construyendo una visión no fragmentada sobre los cerros. El manejo también debería incluir a las iniciativas ciudadanas. La Fundación Cerros de Bogotá está a cargo de una pequeña reserva en la que instaló un vivero de especies nativas y donde organiza charlas gratuitas y encuentros para caminar y hacer voluntariado por la montaña.
Porque en los Cerros Orientales, por último, hay caminantes. Gente que no vive allí, pero que los considera su casa. El Acueducto habilitó una serie de senderos que para 2021 recibieron más de diez mil visitantes. Lina Prieto es activista, diseñadora y restauradora de calzado artesanal y desde hace 12 años los camina. Prieto participó en la cartografía para la exposición y el libro Oriéntate. Los Cerros son nuestro norte, como acuarelista y como la persona que los recorrió y mapeó de sur a norte. “Tengo a los cerros acá”, dice y del otro lado de la videollamada señala su cabeza.
¿Qué son los cerros?
“Son biodiversidad”, responde Prieto. “En los páramos, en la gente y en sus luchas. Para mí son todo. Son la orientación, mi familia y mi propósito de vida. Son una conexión interna”.
Ella está segura de que la emergencia de los incendios abrió los ojos de muchas y muchos que estarán más atentos, mirarán a los cerros, intentarán protegerlos. Tan segura como estaba de que llovería tras la semana de incendios, calor, humo y cielo azulísimo. Y sí. El 31 de enero los Cerros Orientales por fin adquirieron esa apariencia nebulosa que en Bogotá se conoce bien. Entonces llovió.