“No sabemos si la palma de cera alcance a aparejarse con el ritmo del calentamiento global”: Rodrigo Bernal

Gracias al trabajo en equipo entre Rodrigo Bernal y su compañera, Gloria Galeano, las palmas pasaron de ser una de las familias menos conocidas de la botánica en América, a una de las mejor descritas. Gran parte de lo que sabemos hoy por hoy sobre géneros y especies de palmas se lo debemos a esta dupla brillante de exploradores del reino vegetal. Entrevista.

por

Jorge Pinzón Salas


20.04.2025

Cañón del río Tochecito. Foto Juan Carlos Valencia.

En las palmas está la eterna juventud; en las palmas renazco… Karl Friedrich Philipp von Martius

Uno de los hombres que más saben de palmas en el mundo nació en Medellín y vive en una reserva natural en Montenegro (Quindío). Alejado ya del trajín de Bogotá, donde desarrolló una parte importante de su trayectoria profesional, Rodrigo Bernal continúa ejerciendo, ahora por cuenta propia, sin vinculación directa con universidad o institución alguna, la incansable labor intelectual que inició hace cuatro décadas, tras adentrarse, perplejo, en las selvas del Chocó, un ecosistema que alberga una de las mayores concentraciones de especies de plantas del planeta. 

Bernal ha consagrado sus esfuerzos académicos a la investigación de la flora nativa de Colombia, en particular, de la familia de las palmas, pero hace quince años comenzó a indagar sobre lepidópteros nocturnos, mejor conocidos como polillas. Preocupado por lo amplia que suele ser la brecha entre ciencia y sociedad, publicó el libro Polillas de Colombia (2023) en forma de guía de campo, en un intento por acercar el conocimiento científico al público general. Allí recopila 2.065 especies de estos insectos tan escasamente investigados. 

Cuando empezaba a estudiar las palmas, se percató de que en las montañas que rodean a Medellín proliferaba, sin que nadie le prestara mayor atención al hecho, la especie Ceroxylon quindiuense, o palma de cera del Quindío. Declarada poco después árbol nacional, se convirtió en objeto de análisis de este conocedor minucioso de la biodiversidad de las plantas de Colombia. 

Rodrigo Bernal se graduó de agrónomo en la Universidad Nacional de Colombia —donde algunos lo llamaban Linneo, en alusión al padre de la taxonomía— y se doctoró en Ciencias por el Instituto de Biología de la Universidad de Aarhus (Dinamarca), reconocido por sus aportes en la investigación de plantas tropicales. 

Bernal fue curador general del Herbario Nacional Colombiano, editor de la revista científica Caldasia y profesor del Instituto de Ciencias Naturales (ICN) de la Universidad Nacional. “El ICN era el centro de la botánica en Colombia; por eso, desde que era estudiante, soñé con trabajar allá, en la meca de la botánica”. Y allá, en efecto, trabajó durante 23 años. 

Ha publicado siete libros y algo más de cien artículos científicos, además de un puñado de capítulos de libros, la mayoría sobre clasificación, ecología, conservación, usos y aprovechamiento sostenible de las palmas. Con su liderazgo se compiló el Catálogo de plantas y líquenes de Colombia (Universidad Nacional de Colombia, 2016), un libro que reúne 27.860 especies. Durante 13 años, 180 investigadores de 20 países recopilaron todas las plantas conocidas en Colombia hasta la fecha, empeño colosal que sirvió para demostrar que, después de Brasil, el nuestro es el territorio más biodiverso en plantas del mundo. Sin ser una compilación definitiva, esta es la obra botánica más ambiciosa que se haya documentado en Colombia. Habida cuenta de la extensa historia de estudios sobre la flora del país, iniciada por la Real Expedición Botánica al mando de José Celestino Mutis en el siglo XVIII, un inventario de estas proporciones brillaba por su ausencia. Hace siglo y medio, el botánico y explorador bogotano José Jerónimo Triana murió antes de cumplir su sueño de publicar una obra semejante. Por eso, a Triana está dedicado ese libro. 

En Guadualito, como se llama su reserva natural, además de procurarse un retiro apacible entre el sonido de las aves y la visita de tesistas e investigadores en formación que vienen a menudo a estudiar su colección de palmas vivas, Rodrigo Bernal no solo lee y escribe sobre polillas —esas mariposas y reinas de la noche—, sino también redacta con paciencia sus memorias, en aras de legarle a Sabina, su hija, un testimonio de las numerosas expediciones que emprendió a lo largo y ancho del país. Atrás quedaron los días en que subía con arneses a una palma de veinte metros. La última vez que lo hizo fue tal el vértigo producido por la altura, que no volvió a treparse a una de esas plantas bellas y esbeltas. 

Gracias al trabajo en equipo con su compañera, Gloria Galeano —ya fallecida—, las palmas pasaron de ser una de las familias menos conocidas de la botánica en América, a una de las mejor descritas. Gran parte de lo que sabemos hoy por hoy sobre géneros y especies de palmas se lo debemos a esta dupla brillante de exploradores del reino vegetal. 

«Los palmares que hay en la cuenca del río Tochecito, en el Tolima, son impresionantes. Es un sitio único en el mundo, al que suelo llevar a personas que me parece que deben contemplar ese lugar tan asombroso». Foto: Juan Carlos Valencia.

¿Qué tan escaso era el conocimiento especializado que había en Colombia sobre la palma de cera del Quindío cuando usted comenzó a estudiarla, a finales de los años setenta? 

Imagínese que cuando encontramos con Gloria Galeano, que fue mi compañera por mucho tiempo, las primeras palmas de cera del Quindío en los alrededores de Medellín, más exactamente en el altiplano de Santa Rosa de Osos y en el altiplano de Rionegro, y tratamos de identificarlas, no existía una revisión acerca de ellas; entonces fuimos a preguntarle a Sigifredo Espinal, nuestro faro en el Departamento de Ciencias Forestales, quien nos dijo que se podía llegar solamente hasta el género, pero que el estado de conocimiento no daba para saber de qué especie se trataba. Imagínese eso: al que hoy es nuestro árbol nacional no podíamos identificarlo en ese momento. Poco después, a medida que fuimos profundizando en el tema y consiguiendo la bibliografía existente al respecto, empezamos a conocer más sobre esa especie. 

Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland fueron los primeros exploradores científicos en describir la palma de cera del Quindío, ¿verdad? 

Robando un banco cuando nadie está mirando

Una investigación sobre el maltrato a uno de los ecosistemas más importantes del planeta (del que poca gente conoce).

Click acá para ver

Así es. Humboldt y Bonpland encontraron la palma de cera en la ruta de lo que antes se llamaba el camino del Quindío, que comunicaba a Ibagué con Cartago y que está como unos quince o veinte kilómetros al norte de la actual carretera de La Línea. Ese camino todavía existe y pasa por entre inmensos palmares. Humboldt y Bonpland encontraron la palma ahí, en 1801. La historia es muy simpática y, además, muy confusa. Ellos encontraron la palma ahí, pero ese camino era un pantanero tremendo, rodeado de unos bosques impenetrables. Era una trocha muy difícil, pero Humboldt se negó a utilizar cargueros, esos hombres que llevaban al viajero sentado como en una especie de sillín en la espalda, porque lo consideró humillante; entonces hizo todo el recorrido a pie. Era un recorrido famoso por lo penoso y difícil que resultaba. 

Durante esa travesía, luego de ver la palma de cera del Quindío, Humboldt cruzó la cordillera y, al otro lado, se encontró con otra palma de cera; en un principio pensó que era la misma, aunque era más pequeña. Tomó muestras y le puso nombre. Como pensaba que era la misma especie, a la Ceroxylon quindiuense le puso Ceroxylon alpinum. Pero mucho después, cuando el botánico estadounidense Harold Moore miró el espécimen que Humboldt y Bonpland habían cogido y llamado Ceroxylon alpinum, se dio cuenta de que habían dicho que se trataba de una palma de 60 metros de altura. Cuando observó los especímenes en el Herbario de París, se percató de que en realidad era una especie distinta, es decir, eran dos especies de palma. Humboldt y Bonpland, creyendo que habían cogido una, cogieron la otra. 

¿Cuánto puede llegar a medir una palma de cera? 

El botánico francés Édouard André fue el primero que tumbó y midió en el suelo una palma. Medía 60 metros, una cifra que siguió citándose casi hasta el día de hoy. Pero hace unos seis años, la científica Blanca Martínez y yo medimos palmas de cera en el Quindío y en el Tolima. Dondequiera que veíamos una palma particularmente alta, la medíamos, y publicamos un artículo sobre las palmas más altas del mundo. En ese momento encontramos que la más alta es de 59,7 metros. En estos años debió haber crecido hasta los 60 metros, como la palma que midió André. O sea, confirmamos que la palma de cera llega hasta los 60 metros. En el valle de Cocora les dicen a los turistas que hay palmas de 80 metros, pero es puro cuento. La verdad es que en 140 años nadie ha encontrado una palma de cera de más de 60 metros de altura. 

Hay un momento crucial en su carrera, cuando pasa del estudio de las palmas en general a la fascinación por la palma de cera del Quindío en particular, y empieza a comprender lo única que es esta especie. 

Sí, es que es una palma muy linda y es imposible no quedar fascinado por su belleza. Pero la fascinación absoluta fue cuando conocí los palmares que hay en la cuenca del río Tochecito, en el Tolima. Son impresionantes. Es un sitio único en el mundo, al que suelo llevar a personas que me parece que deben contemplar ese lugar tan asombroso. La gente llora al ver semejante espectáculo. Hace más de doscientos años, Humboldt mencionó en uno de sus libros los densos palmares de los Andes que lo conmovieron hasta las lágrimas. Un japonés al que llevé no lloró, pero tuvo un ataque de risa nerviosa. Es muy común que la gente casi pierda el control ante la grandeza de esas palmas. Yo no lloré hasta las lágrimas cuando vi por primera vez esa inmensa cantidad de palmas, pero sí quedé profundamente conmovido para siempre. 

“Si Tochecito no se conserva mediante la creación de un santuario natural, a la vuelta de unas cuantas décadas una gran proporción de esas palmas de cera morirá”. Foto: Juan Carlos Valencia.

Para quienes no hemos estado allí, cuéntenos un poco más sobre este lugar. 

Este es un cañón del río Tochecito con forma más o menos circular, de unos 20 kilómetros de diámetro, un circo de montañas muy empinadas, deforestado en gran medida. Cuando Humboldt y Bonpland pasaron por allí en 1801, Karsten medio siglo después y André a finales del siglo XIX, así como otros viajeros, era un área totalmente cubierta de palma de cera, en la que habitaban millones de individuos de esta especie. En la actualidad, se calcula que hay 350.000 palmas que sobreviven en potreros y en muchos fragmentos de bosque que van desde una hasta veinte hectáreas. Humboldt llamó a este lugar algo así como “un bosque por encima del bosque”, porque las palmas forman un bosque, y el dosel de ese bosque sobresale por encima del terreno boscoso de abajo. Es una visión muy impresionante. 

Cuéntenos de su encuentro con este lugar… 

No recuerdo quién me habló primero de ese lugar tan mágico, pero en una visita a Colombia de Andrew Henderson, una de las autoridades mundiales en palma y quien más especies nuevas ha descrito, le comenté que había unos bosques de palma de cera que, al parecer, eran espectaculares. Andrew estaba trabajando en el herbario del Jardín Botánico de Nueva York y yo en la Universidad Nacional, en Bogotá. Cuando él venía a Colombia, salíamos a recolectar palmas. Gloria, Andrew y yo hicimos muchos trabajos; incluso produjimos una guía de palmas de América que se publicó en 1995. En una de sus visitas alquilamos un carro y nos fuimos para Tochecito. Sabíamos que había presencia guerrillera en la zona pero, un poco irresponsables, allá fuimos a dar. Era un territorio apartado, muy deshabitado. Aún hoy, treinta años después, usted puede pasar todo el día sin ver ningún carro en todo el camino hacia Tochecito. En esa época no solo era una zona íngrima y solitaria, sino que la guerrilla estaba muy activa allí. 

Llegamos a esos bosques de palmas y nos quedamos pasmados al ver una densidad tan impresionante de palmas, una abundancia extraordinaria. Nos íbamos a bajar del carro para tomar fotos cuando, de pronto, sin habernos cruzado con la guerrilla ni con nadie, caímos en cuenta de que estábamos metidos en la boca del lobo. Creo que fue tanta soledad la que nos aterrorizó. Fue como un pálpito súbito el que nos alertó de que estábamos en el lugar equivocado, pues en cualquier momento se podía aparecer la guerrilla y estábamos con un extranjero. No podíamos exponerlo. El miedo fue tal, que dimos reversa por esa trocha a toda carrera y nos chocamos contra un borde del barranco. Nos devolvimos a mil. No pasó nada, afortunadamente. Ese fue mi encuentro frustrado con Tochecito. A raíz de ese susto me olvidé de esa zona, la eliminé de mi agenda de salidas de campo, hasta que, en 2011, alguien me comentó que hacía poco el ejército había sacado de allí a la guerrilla. Y desde entonces no he parado de ir. 

La palma de cera es lo que se conoce como una especie sombrilla, es decir, una especie de la que dependen muchas otras especies en un ecosistema. Foto: Juan Carlos Valencia.

Usted ha emprendido una lucha, junto con su colega María José Sanín, para que el Estado declare a Tochecito área protegida. Propusieron convertirlo en un santuario para la palma de cera, pero la idea no ha prosperado. ¿A qué atribuye la falta de voluntad de las autoridades competentes? 

Llevamos casi diez años luchando para que ese bosque de palmas de cera se convierta en un parque nacional o en un área protegida, pero desgraciadamente no hemos tenido un interlocutor viable. Tuvimos mil reuniones en Parques Nacionales, pero la entidad nunca ha mostrado suficiente interés. Lo último que supe es que sacó el tema de sus prioridades, pero cualquier país con cinco miligramos de sensatez se daría cuenta de que esa tiene que ser un área protegida. Ese bosque es demasiado bello, único, y es el hábitat del árbol nacional de Colombia. No es una planta cualquiera, sino nuestro árbol emblema. 

Cuando publicamos en 2015, con el Ministerio de Ambiente, el Plan de conservación, manejo y uso sostenible de la palma de cera del Quindío, propusimos que en la zona de Tochecito se creara un santuario para la palma de cera, que fuera un sitio de conservación de nuestro patrimonio natural e histórico. A través de esos palmares pasa el camino que comunicó a Bogotá con Quito durante 300 años. Es el camino por el que pasaron todos los grandes naturalistas y por el que se movió mucho comercio entre Colombia, Ecuador y Perú en los siglos XVII, XVIII y XIX. Poco después de comunicar nuestra iniciativa, hubo la sonada protesta de la comunidad en Cajamarca (Tolima), por la mina La Colosa, que la Anglo Gold Ashanti pretendía explotar a menos de cinco kilómetros de esos palmares. 

Paralelamente, estalló el alboroto nacional por la explotación petrolera en Caño Cristales, que se frustró gracias a que una parte de la sociedad se puso en pie. Por esos días yo hice una publicación en redes sociales en la que decía que así como el país se había manifestado en contra de una explotación petrolera en Caño Cristales, deberíamos hacer lo propio para detener las pretensiones de la Anglo Gold Ashanti de abrir una mina a cielo abierto al lado de los grandes palmares de Tochecito. Mi llamado se hizo viral, lo compartieron más de 20.000 personas, los medios me contactaron y comenzamos a sostener una serie de reuniones con Parque Nacionales, con las comunidades, con los propietarios de las fincas aledañas. 

Finalmente, ni los propietarios ni el gobierno mostraron interés en crear un área protegida. Se cortó toda comunicación. Tratamos de renovarla en 2022, sin mucho éxito. El Instituto Humboldt ha intentado ayudar. Está trabajando en un proyecto con la comunidad y algunos propietarios para establecer pautas de manejo del territorio y bregar para que el área se conserve. Parques Nacionales, por su parte, ha hecho caso omiso de nuestros datos, según los cuales si ese bosque de palmas no se conserva mediante la creación de un santuario natural, a la vuelta de unas cuantas décadas, quizás para finales de siglo, una gran proporción de esas palmas morirá, como han muerto en el valle de Cocora, según lo mostramos en un trabajo que hicimos con María José Sanín. Para mediados de este siglo, no habrá nada que ir a ver en el valle de Cocora. Las palmas allí se están muriendo a una tasa alarmante. 

¿Qué papel desempeña la palma de cera en la biodiversidad del país y en el equilibrio ecológico de su entorno? 

La palma de cera es lo que se conoce como una especie sombrilla, es decir, una especie de la que dependen muchas otras especies en un ecosistema. Tiene influencia, por ejemplo, en los insectos diminutos que la polinizan. Como las palmas de cera solo florecen periódicamente, esos insectos tienen que buscarlas de manera permanente. Las palmas florecen a lo largo de un gradiente altitudinal, de abajo hacia arriba en la montaña, así que todos esos millones de insectos polinizadores se tienen que mover a lo largo del gradiente altitudinal, siguiendo las palmas que hay con flores. Lo mismo pasa con los frutos, que son alimento para muchas especies de aves: tucanes, loros, etc. Son el alimento de murciélagos, mamíferos, muchas especies. La maduración de los frutos de la palma va subiendo a lo largo de la montaña, hasta los 3.100 metros. Eso, desde luego, debe tener un impacto tremendo en las poblaciones de los animales que viven de la palma. 

«En el valle de Cocora les dicen a los turistas que hay palmas de 80 metros, pero es puro cuento. La verdad es que en 140 años nadie ha encontrado una palma de cera de más de 60 metros de altura». Foto: Juan Carlos Valencia.

Otro aspecto en el que la palma tiene influencia es en la configuración misma del bosque, porque son plantas muy altas, de 35 metros para arriba, con hojas que pesan hasta 12 kilos. Una hoja así de pesada, al caer desde tan alto, genera un impacto importante: puede determinar la supervivencia de las plántulas de otras especies que están en los alrededores. La caída de una hoja de palma acaba con la vida de la plántula de un árbol. Al caer, impacta el sitio sobre el cual crecen líquenes, musgos, bromelias o aráceas. La palma, además, es el lugar de anidación de algunas especies de loros. 

¿Qué afectaciones ha identificado o previsto para la palma de cera en posibles escenarios futuros de temperatura o precipitación relacionados con el cambio climático? 

Es difícil saberlo. Sabemos lo que ha estado pasando con otras especies de montaña, como el yarumo blanco, que en los últimos cincuenta años ha subido unos cien metros en las montañas, huyendo del cambio climático. Pero el yarumo es una especie de rápido crecimiento y vida corta, mientras que la palma de cera es una especie de crecimiento muy lento; entonces no sabe uno si, con ese ritmo de desarrollo, su avance montaña arriba alcance a aparejarse con el ritmo del calentamiento, o si el calentamiento termine ganándole. Creo que es muy difícil de predecir con la información que existe actualmente, tanto de la palma como del proceso de cambio climático. Pero, a juzgar por lo que sabemos del yarumo blanco, sí es claro que la palma de cera debe estar migrando montaña arriba, lentamente, quizás centímetros por año. Qué tanto alcance a ganarle al cambio climático, no lo sabemos. 

Usted ha mapeado los ecosistemas donde habita la palma de cera. ¿Cuál ha sido el radio de acción de los vectores de semillas de esta especie? 

Existe un documento que hicimos varios autores, con la participación del Instituto Humboldt. Es una hoja de ruta, una ficha técnica de la palma de cera puesta al día. Ahora sabemos que hay poblaciones aisladas en muchas partes o más o menos conectadas con las otras, hasta el departamento del Cauca, en la zona de Tacueyó. Hay palmas en las cordilleras Oriental y Central y muy pocas en la occidental. Sabemos que hay palma de cera en casi diez localidades generales, pero entre ellas hay individuos aislados, que es difícil saber hasta qué punto son relictos de poblaciones más grandes. Hay zonas donde la palma es un componente más del bosque. En los bosques alrededor del Nevado del Ruiz, por ejemplo, la palma es un elemento más, mientras en la zona de Tochecito la densidad de palmas es descomunal. 

¿A qué se debe esa diferencia tan marcada? 

Tenemos varias hipótesis acerca de lo que pudo haber ocasionado esa densidad tan grande desde la ocupación humana del territorio. La hipótesis en que más enfocados estamos, y en la que hemos venido trabajando con vulcanólogos y geólogos, es que esa densidad de bosques de palma sea el resultado de efectos de vulcanismo. En el caso de Tochecito, una posible erupción del volcán Machín, que tuvo su última erupción hace 800 años, debió causar un efecto devastador en los alrededores. Todos esos bosques se quemaron, y entre los pocos individuos que sobrevivieron estarían las palmas, porque les va muy bien creciendo en rastrojos. Entre rastrojos forman poblaciones densas. Allí la palma tiene mucha luz, que es lo que necesita, pero no radiación directa, que acaba con las plántulas. Según nuestra hipótesis, ese vulcanismo generó una pérdida total de la cobertura vegetal y después surgió un rastrojo donde germinaron semillas de palmas en abundancia. 

Humboldt y Bonpland encontraron la palma de cera en la ruta de lo que antes se llamaba el camino del Quindío, que comunicaba a Ibagué con Cartago. Foto: Juan Carlos Valencia.

¿Cuáles fueron los estímulos tempranos que lo llevaron a cultivar la curiosidad por la naturaleza y la ciencia? 

Yo creo que es una herencia familiar. En la casa de mis padres había constantemente plantas silvestres nuevas, y era normal ponerles comida a los pajaritos para que vinieran, cuando los cebaderos todavía no estaban de moda. Mi padre nos enseñó a mirar las estrellas. Por la noche, cuando salíamos, nos iba mostrando las constelaciones. Crecimos viendo un mapa celeste colgado en el estudio de la casa. De hecho, tengo un hermano que se hizo astrónomo. Mi padre era de una familia campesina y fue el único de sus hermanos que estudió en la universidad. Fue un hombre muy luchador, de esos que se hacen a punta de esfuerzo. Era médico y tenía gran curiosidad por la naturaleza. Entonces, sin la menor duda, puedo decir que mi curiosidad por el universo, ese gusto por mirar la naturaleza, por sorprenderme y querer aprender de ella, se origina en mi niñez, aunque fue en la universidad donde realmente me apasioné por las plantas. 

Pero antes de entrar a la universidad hizo un viaje que le abrió los ojos a un territorio de biodiversidad extraordinario. ¿Por qué fue tan significativa esa experiencia? 

Yo tenía cierta curiosidad por la naturaleza, pero mi pasión comenzó a despertarse en serio durante ese viaje. Estaba en el grado once en el colegio y nos fuimos de paseo con unos compañeros a una finca de la familia de uno de ellos, en el Chocó. Ese fue mi primer encuentro con la selva. Miré mucho las plantas. La selva en su conjunto me impresionó. Esas selvas de montaña en la cordillera Occidental tienen una magia especial, son de las más maravillosas que hay en Colombia. 

El recuerdo que mejor conservo de ese viaje es el del exceso de vida; había vida por todas partes. Eso me llamó mucho la atención. Y las quebradas, aguas chorreando por todos lados, agua en las hojas de las plantas, y mucho musgo; todo eso me impresionó, porque no sabía nada de plantas, yo no distinguía una de otra ni estaba particularmente interesado por ellas. Después hice otros dos paseos al Chocó, y me enamoré de ese lugar, pero más que nada por las plantas. Cuando descubrí que lo mío era la botánica, pensé: “Tengo que volver al Chocó”, así que mi primera expedición como botánico fue a esas selvas que ya conocía, pero ahora con otros ojos, mirando las plantas como sujetos de interés. 

¿Por qué decidió estudiar agronomía? 

No lo tenía muy claro. El caso es que en segundo semestre me di cuenta de que esa no era mi carrera. Lo mío era la biología, realmente, pero ya era muy tarde para cambiarme, porque vengo de una familia de clase media para la que cambiar de carrera era un asunto traumático. Aproveché las bases de agronomía y en tercer semestre me empecé a formar en botánica. Tomar el curso de botánica me confirmó que mi camino iba por ahí. Era un botánico en formación. Me pasaba los fines de semana identificando plantas que coleccionaba en las salidas de campo. Así me fui consagrando al estudio de las plantas y los animales. Ah, porque también era observador de aves. Siempre me han interesado las aves. 

Hace un momento mencionó su primera expedición de carácter más formal al Chocó… 

Ah, sí, pero antes tuve una experiencia allá que fue tremendamente impactante, algo así como una vivencia estética, que recuerdo con mucho cariño. En 1978, estando en segundo o tercer semestre de agronomía, con un amigo atravesamos a pie la cordillera Occidental, desde Condoto hasta San José del Palmar, en el Chocó, y después cruzamos hacia Cartago. Éramos un par de pelados andando solos por esos caminos de la selva, navegando en lanchas por los ríos. Parábamos en unos pueblitos que no figuran, ni siquiera hoy, cuarenta años después, en los mapas; pueblitos de diez o quince casas en la mitad de la nada, y ahí dormíamos; la gente nos daba posada, en un tiempo en que no había en el Chocó problemas de guerrillas u otros grupos armados. La gente nos recibía muy bien, no era desconfiada. Qué hermosa es la gente del Pacífico. Me acuerdo de que nos quedábamos mirando, sorprendidos, unas ranas rojas, amarillas, vistosas, que luego sabríamos que eran venenosas. Las agarrábamos para observarlas de cerca, sin saber lo peligrosa que es una rana de esas. Si uno tiene una cortada en la mano, el veneno de la rana puede entrar por ahí y matarlo. 

Un día, estando en una cuchilla de la selva, paramos a descansar en un sitio en el que habían tumbado mucho bosque, pero dejaron en pie las palmas, como suele suceder, o bien porque son muy duras o porque no ocupan mucho espacio. Y nos sentamos a descansar. Estábamos maravillados de oír las hojas de cada especie de palma sonando distinto con el viento. Nos quedamos ahí un rato largo, oyendo aquel concierto, sin saber nada de palmas ni de plantas en general. Ese viaje duró como quince días y regresé con un paludismo que casi me mata. Eso es para decirle lo poco preparados que íbamos. Esa experiencia fue definitiva, porque un año más tarde, cuando ya tenía claro que lo mío era la botánica, Gloria y yo decidimos estudiar las palmas, sin saber nada de ellas ni tener idea de qué tan difícil era ese campo. Sencillamente, estaba impactado por esa vivencia estética. 

Y ahora sí, ¿cómo fue y qué significó para usted aquel primer viaje con propósito investigativo a la selva chocoana?

 Después de varios años de hacer pequeñas salidas de campo con Gloria, finalmente decidimos embarcarnos en nuestra primera expedición botánica de largo aliento. No sabíamos que el Chocó es la zona de Colombia más rica en plantas. Cuando llegamos a esa selva maravillosa, le dije a Gloria que no me acordaba de casi nada de mi primer viaje. Aprendimos mucho y regresamos a Medellín cargados de material. Tendríamos, no sé, 20 cajas de cartón llenas de muestras botánicas. Esas expediciones eran muy complejas. Hoy, un botánico va en carro propio o alquilado, con buen presupuesto; nosotros, en cambio, teníamos que viajar en bus y subirnos con un montón de cajas. Curiosamente, de esa primera expedición trajimos una especie de palma que, cuando la fuimos a identificar en el herbario, nos dimos cuenta de que era una especie nueva. Ese fue nuestro primer descubrimiento: una especie nueva para la ciencia. 

Emocionado, le escribí al mayor especialista en palmas que había en ese momento, el doctor Harold Moore, de la Universidad de Cornell. Le expliqué lo que habíamos encontrado y le dije que creíamos que era una especie nueva. Estábamos en cuarto semestre y ya empezábamos a entrar en contacto con la autoridad mundial en palmas. Por fortuna, di con una eminencia lo suficientemente amable para acogerme. Todavía conservo las cartas que me envió de vuelta. Infortunadamente, Moore murió al poco tiempo, pero gracias a esa correspondencia le perdí el miedo a escribirles a grandes personajes para entablar contacto académico. Cuando confirmamos con Moore que habíamos descubierto una especie nueva, le pusimos un nombre que describía la forma de sus frutos: Wettinia oxycarpa. Es la única especie de Wettinia que tiene frutos puntudos. 

«A finales de los setenta, al que hoy es nuestro árbol nacional no podíamos identificarlo en ese momento. Imagínese eso». Foto: Juan Carlos Valencia.

¿Qué características hacen que el Chocó sea el territorio más biodiverso en especies de plantas de Colombia? 

El Chocó es la zona de más alta precipitación en el país. Está ubicado a 600 metros sobre el nivel del mar y tiene uno de los bosques más maravillosos de Colombia. Es un bosque que combina las plantas de las tierras bajas, que alcanzan a subir por la cordillera hasta unos mil metros, y las plantas de las tierras altas, que bajan por la cordillera hasta unos 500 metros. Hay un punto de encuentro en esas elevaciones intermedias, en el que la diversidad es brutal. Uno mira un bosque de esos y le parece que ahí no cabe ni un alfiler, todo está tupido; para que una planta crezca tiene que morir otra; las cortezas de los árboles están llenas de musgos, de trepadoras, de epifitas, de todo. Es un ecosistema de una diversidad pasmosa, reconocida como una de las más altas del mundo, no solo en palmas, sino en general en número y variedad de especies, tanto en plantas como en animales. El Chocó es un hito en la biología mundial. Es una de las zonas más biodiversas del planeta, hasta el punto de que el término Chocó se extendió para abarcar tanto al departamento que lleva su nombre como a toda la costa pacífica, hasta el norte de Ecuador y el oriente de Panamá. Todo eso se ha llamado, en los últimos 35, 40 años, el Chocó biogeográfico, un territorio en el que se comparten muchas especies adaptadas a zonas muy lluviosas. 

¿Cómo se llevaba a cabo, para su generación, la construcción de redes de colaboración entre instituciones e investigadores locales y extranjeros? 

Era muy interesante, porque en esa época la botánica en Colombia era todavía muy incipiente, y su estudio se concentraba en el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional. No existía una comunidad botánica tan grande como la que hay ahora, ni instituciones ni herbarios como hoy. La mayoría de los botánicos que conocíamos eran muchachos de nuestra misma edad, que estudiaban biología en la Universidad de Antioquia, y que después llegaron a ser grandes botánicos, como Álvaro Cogollo, que trabajó en el Jardín Botánico de Medellín toda la vida, o Dairon Cárdenas, que dedicó su vida a descubrir la riqueza botánica de la Amazonia y trabajó en el Instituto Sinchi hasta que murió, hace tres años. Cuando decidimos con Gloria estudiar las palmas, descubrimos a una figura fundamental, que ya se había muerto en ese entonces: el barranquillero Armando Dugand, uno de los naturalistas más grandes que ha tenido Colombia, un tremendo botánico de talla internacional. Estudiaba aves y serpientes; era muy polifacético. Conocimos sus publicaciones, que fueron para nosotros una fuente de enorme inspiración. 

No debía ser nada fácil investigar en aquellos tiempos predigitales… 

Era muy difícil. En cambio, para mis estudiantes actuales conseguir la bibliografía científica es un problema menor, porque todo está en la web, y lo que no está se puede bajar de Sci-Hub, la controvertida plataforma que piratea toda la bibliografía científica del mundo. Para nosotros, la historia fue otra: de toda la bibliografía que había sobre palmas, lo único sobre el género Ceroxylon se había publicado en 1939, en una revista alemana. Mi hermana mayor, que dirigía la biblioteca de la Universidad de Antioquia, intervino para ayudarnos a que una universidad norteamericana aceptara fotocopiar el texto, a 25 centavos de dólar cada página, más el envío por correo. Era mucha plata para nosotros, pero de ese modo pudimos conseguir gran parte de la información clásica, sin la cual habría sido imposible acceder al conocimiento de esa especie. 

¿A su fascinación académica por las palmas ha integrado otros registros o saberes subalternos sobre los que ha indagado o le gustaría investigar? 

Sí, por supuesto. A propósito de enfoques alternos, he tenido un sueño desde hace más de veinte años, relacionado no solo con las palmas de Colombia, sino con todas las palmas de América. Es un sueño que estoy empezando a concretar con una estudiante de maestría, Lina Bolívar, que trabaja con palmas y acaba de hacer su tesis con los nukak. Ella es la persona indicada para sacar adelante este proyecto, que consiste en revisar la presencia de las palmas en las tradiciones orales de los pueblos americanos. Es impresionante la cantidad de cosas que hay al respecto. Las palmas han sido importantes en las mitologías de los pueblos indígenas: en el mito del Yurupary, por mencionar una tradición; la palma zancona en otros mitos, una palma que es trepadora y habla de la conexión de la tierra con el cielo; la palma de chontaduro, traída por los emberas en un viaje al cielo, de donde lo bajaron escondido para sembrarlo en sus territorios. En fin, hay cientos de historias hermosísimas dispersas por todo el mundo en textos de etnógrafos, antropólogos, viajeros. 

Lo que vamos a hacer con Lina es un barrido de toda la bibliografía existente sobre el tema. Esta mujer es una apasionada de la relación entre palmas y gente, y no ve la hora de terminar su tesis de maestría para dedicarle tiempo a este proyecto. Incluso, consideraremos en su momento la posibilidad de publicarlo en inglés para que tenga un alcance mundial, porque es un enfoque único. Es un trabajo arduo, porque son innumerables las narraciones orales de indígenas americanos, sobre todo de la Amazonia y del Pacífico, en las que está involucrada alguna palma, porque las palmas son para ellos el centro de la vida. 

Otro tema que tengo pendiente está relacionado con los quimbayas, que eran unos maestros de la orfebrería y manejaban una técnica de la cera perdida. Hacían unos moldes en cera en los que fundían las figuras y después la cera se derretía. Entonces un tema que me gustaría mucho investigar, y no sé si haya cómo investigarlo y si me alcanzará el tiempo, es hasta qué punto la orfebrería quimbaya se hacía utilizando cera de los tallos de las palmas que abundaban en sus tierras. 

Durante muchos años fue profesor universitario. ¿Cuál considera que es el reto más apremiante para la formación en ciencia y los estudios alrededor de la biodiversidad? 

El contacto con los estudiantes me parece maravilloso. Me gusta estimularlos a pensar por sí mismos. No me gusta la figura, que ha sido tan común en Colombia, de la gran luminaria a la que uno acude para preguntarle todo. La luminaria contesta, habla y habla, mientras el alumno no tiene que pensar nada, sino escuchar de manera pasiva. A eso lo llamaba mi papá “mendicidad intelectual”. Le daba rabia que la gente preguntara las cosas en vez de consultarlas. Aquí eso es muy común. En muchas plataformas de internet o en los grupos de Whats App, por ejemplo, hay grupos sobre serpientes, mamíferos, aves, y la gente pregunta y pregunta y el sabiondo del grupo contesta y sigue contestando, en vez de estimular a la gente a encontrar la respuesta por sus propios métodos, lo cual me parece un modo más constructivo de llegar al conocimiento y no por medio de las recetas o de la universidad. 

La docencia me daba la oportunidad de insistirles a mis estudiantes en que no pregunten todo siempre, sino que aprendan a investigar. Eso lo apliqué en mi doctorado en Dinamarca. A diferencia de los doctorados en Estados Unidos, los doctorados en Europa se enfocan más en formar al investigador en lugar de ponerlo a tomar clases con un profesor sabio, que repite y repite. Tuve grupos de investigación muy lindos en la Universidad Nacional. Incluso con uno construimos un diccionario de 16.000 nombres comunes de las plantas en Colombia, que está en internet. Eso era un goce. Los estudiantes soñaban con la reunión semanal que teníamos y con las salidas de campo a recoger nombres comunes usados por la gente. Entonces para mí, más que la docencia, ha sido importante el contacto con los estudiantes, verlos crecer y acercarse al conocimiento. Eso que un amigo ha llamado “la dictadura de la clase” ya está mandado a recoger, porque ahora hay muchas herramientas para aprender por cuenta propia. Creo que no hay un modo más apasionante de apreciar la naturaleza y la diversidad que descubrirla por uno mismo. En vez de la persona que sabe mucho y se convierte en un oráculo, me resulta más interesante el profesor que enseña a pensar. 

“Me enamoré de la selva y me hice botánico”: Rodrigo Bernal. Ilustración por Mar García.

Vivimos tiempos desafiantes por cuenta de una crisis ambiental de gran alcance y sin precedentes. Términos como “colapsología”, “ecoansiedad” o “depresión verde” han ganado terreno en el discurso de investigadores y activistas que hacen hincapié en el punto sin retorno al que ha llegado el malestar de los ecosistemas, así como en la urgencia de detener el desastre global inminente, cuyo impacto se expresa en pérdida de biodiversidad, aumento del nivel del mar, deshielo de los polos, entre otros factores. En las nuevas generaciones, además, parece cundir cierto sentimiento catastrofista. ¿Qué reflexión le suscita el momento por el que atraviesa la vida en la Tierra? 

En realidad, yo siempre fui optimista. Recuerdo que en uno de los primeros viajes a Tochecito, cuando empezamos con la idea del santuario, tuve una discusión con una bióloga del Instituto Humboldt que era totalmente pesimista sobre el futuro, y yo le decía: “Hay que ser optimista”. Ahora bien, no es que yo sea pesimista, sino realista. No es catastrofismo, es que el fin se acerca. No le auguro mucho futuro a la humanidad, realmente. Me sorprendería si la humanidad lograra pasar de este siglo. Al planeta no le pasará nada, pues respirará nuevamente apenas nosotros no estemos. Ya sobra hablar demasiado sobre las condiciones del cambio climático, puesto que la mayoría de la gente las conoce. Las condiciones sociales y políticas son parte del problema, por supuesto. La guerra nuclear, por ejemplo, es una espada de Damocles que tenemos sobre la cabeza. Pero el hecho de que no le vea mucho futuro a la humanidad no afecta en absoluto mis acciones. Es decir, seguiré con mis proyectos, pero no soy optimista. 

Una presencia ineludible en su vida personal y en su trayectoria académica fue la doctora Gloria Galeano, esa gran investigadora de la flora colombiana a quien usted ha mencionado varias veces en esta entrevista. 

En ella encontré a una persona con la que compartí la vida y la misma pasión. Mirábamos las estrellas. Todo acerca del universo nos interesaba: los animales, las plantas, los hongos; por mucho tiempo estudiamos los hongos. La nuestra era una avidez por conocer el universo. Hasta hoy me cuesta trabajo entender cómo hacíamos para trabajar en tantas cosas. Hacíamos salidas de un día por los alrededores de los pueblos vecinos a Medellín, y nos fuimos encarretando. Cuando menos lo pensamos, terminamos de novios. Hacíamos las salidas echando dedo a los carros, porque éramos estudiantes sin plata, o cogíamos el bus hasta el sitio más cercano que se podía y desde ahí nos íbamos por carreteras secundarias destapadas. De regreso hacíamos lo mismo, pero cargados con las plantas que habíamos recolectado durante el día. Los dos vibrábamos por completo con la naturaleza. Formamos un grupo de estudio de palmas que duró 38 años. Un tema que siempre nos gustó mucho fue la relación de las plantas con la gente: sus usos, su manejo sostenible. Logramos cosas bonitas, como enseñar a cuidar la palma de wérregue, una especie espinosa que crece en el Bajo San Juan, en el Chocó, y con la que las indígenas wounaanas hacen unos canastos en forma de cántaro, anaranjados con negro. Esa palma la habían tumbado mucho, hasta que les mostramos cómo preservarla para no extinguirla… Sí, con Gloria construimos una relación muy sólida, que duró hasta que ella murió, en 2016. 

¿Y con ella puso en marcha la Reserva Natural Guadualito, donde vive actualmente? 

Claro. Compramos la tierra con la plata de un premio que nos dio la Fundación Alejandro Ángel Escobar, en 1996, por el libro de la guía de campo de las palmas de América. Esta era una finca donde solo había ganado. Hoy son ocho hectáreas y media de un bosque de 26 años.

*Esta entrevista hace parte del libro Inteligencia natural. Conversaciones sobre biodiversidad. Publicado por Ediciones Uniandes en 2024.

COMPARTIR ARTÍCULO
Compartir en Facebook Compartir en LinkedIn Tweet Enviar por WhatsApp Enviar por WhatsApp Enviar por email

Jorge Pinzón Salas


Jorge Pinzón Salas


  • Ojalá lo lean
    (0)
  • Maravilloso
    (0)
  • KK
    (0)
  • Revelador
    (0)
  • Ni fú ni fá
    (0)
  • Merece MEME
    (0)

Relacionados

#ElNiusléterDe070 📬