Siempre lo mismo, la violencia. Cada ocho días, cada quince, la policía o el ejército las detenía. Ocurría a la salida del cine o mientras bailaban en algún bar. Ellas eran seis y se habían puesto los nombres de actrices mexicanas y caribeñas de los años cincuenta, mujeres de mirada feroz envueltas en pieles y bisutería: la Chula Prieto, la María Montez. A ella le decían la Reina por ser la más joven del grupo y porque ganaba reinados de belleza. Eran los años 70, todas vivían en Popayán y las llamaban maricas. La homosexualidad estaba penalizada en Colombia —así fue hasta 1980— y la Organización Mundial de la Salud la diagnosticaba como una enfermedad mental. Por eso iban presas, las otras, de más edad, y ella, de 18 años.
Su nombre es Érika del Río.
Hoy, octubre de 2024, está en su apartamento en Popayán, del otro lado de la videollamada. Tiene una blusa rosa, el pelo rubio recogido en un moño con rizos sueltos, aretes grandes, las manos muy tersas y cejas finas. Podría ser una gloria de la canción, con esa mezcla de elegancia, alegría y donaire. A su lado descansa su perro Beto, un poddle que es su compañía, dice, y más allá, en un lugar que no se alcanza a ver, hay un jardín. En ese jardín ella ha sembrado plantas que encuentra en la calle y adopta: una es la malamadre, otra la sinvergüenza. Hay pimentones, uchuvas, nísperos y un árbol de Imán. En notas de prensa —con frecuencia publicadas en medios universitarios— Érika del Río es definida como la primera mujer que defendió la identidad trans en Popayán. Alguien que desde hace tres décadas apoya a personas que viven con VIH. Referente de la Mesa Departamental del Cauca para Personas con Orientaciones Sexuales e Identidades de Género Diversas. Una mujer simpática, hospitalaria y sensible a la que le gusta la música y la danza. Espiritual y religiosa. Ahora, en la entrevista, agrega sobre sí misma algo para lo que no existe una palabra exacta: de su generación ella es la única que queda. La que vio irse a sus seres queridos. La que los extraña y siente nostalgia por ellas y ellos.
Nació en Popayán y creció como la menor de 14 hermanos en una enorme casa colonial del barrio La Pamba. Su padre era Roberto Sánchez, médico farmaceuta, y su madre, Blanca María Guevara. Su madre. Una mujer muy bella —piel apenas tamizada con polvos de arroz, pelo y pestañas fortalecidos con romero—, capaz de parir y criar a 14 hijos e hijas y viajar a caballo por caminos de herradura desde el municipio de Silvia, donde su marido tenía tierras, hasta Popayán. “Ella fue mi todo, mi fortaleza, mi ideología como persona, mi camino”, dice Érika. Fue la primera persona que vio a Érika. Un poco encantada, llorando, Blanca María Guevara le dijo a su hija que le recordaba a su propia madre. Entonces le mandó a confeccionar una blusa y cuando la blusa estuvo lista hizo que se tomara una foto. “Cuando decidí que no me sentía conforme en ese cuerpo, que quería mostrar que era una mujer, tuve la bendición de mi madre”, recuerda Érika.
La niña que en el colegio nunca se sintió un marica, creció. Buscaba en el diccionario la palabra y: “Yo no soy nada de eso, no me dejo de nadie. A mí el que me viene… saco la mano y se la siento”. Y cuando creció quiso salir a la calle.
“Encontré grandes amigos y amigas que me enseñaron la peluquería, aprendí lo que es la verdadera amistad. Entonces había hombres a los que les gustaban los muchachos, pero eran hombres de corbata. Las maricas decididas tenían que estar en la zona de tolerancia. De la zona de tolerancia salieron varias de ellas y formaron una peluquería. Ahí comenzó mi ser porque me rodeé de personas que pensaban y sentían igual que yo”.
Ahí nomás, tan cerca de la peluquería Capricho, tan cerca de la identidad de ese grupo de mujeres, apareció la violencia.
“Con ellas aprendí a sufrir porque siempre terminábamos presas, siempre golpeadas, no teníamos quién nos defendiera. Era un delito salir vestidas de mujer”.
“Siempre terminábamos presas, siempre golpeadas, no teníamos quién nos defendiera. Era un delito salir vestidas de mujer”.
Al hablar, Érika del Río se mueve entre tiempos y espacios, pero en ese vaivén suele regresar a los años 70 y 80, a la hoy Casa de la Moneda y al barrio Campo Bello de Popayán, dos lugares a los que menciona como centros de tortura de la fuerza pública contra personas LGBTIQ+. La detenían “no porque fuera delincuente, sino porque me ponía prendas de mujer, porque me pintaba la cara, porque salía linda y me encontraban con hombres bailando en los bailaderos”. Las imágenes de la violencia llegan en ráfagas: cuatro o cinco días encerradas. Los golpes. Ser desnudada y apuntada con el chorro de una manguera que la lanzaba, flaquita como era, contra la pared. Un capitán gritándole: ‘¿Y este marica por qué tiene el nombre mío?’, y pegándole más fuerte. Los tanques de agua sucia donde las arrojaban hasta que dijeran que eran hombres. Ser llamadas escoria e inmorales, dejadas sin ropa a la orilla del río Los Dos Brazos. Durante años Érika fue estilista. Viajó a reinados de belleza donde peinó y maquilló a muchas candidatas; enseñó a varias generaciones de peluqueros y tuvo una peluquería en su casa. Pero hoy no continúa trabajando en eso: “Soy discapacitada de una mano por los golpes que me dejó la violencia y ya no puedo trabajar la peluquería, no puedo manejar el cepillo. Todo este lado lo tengo hundido de los bayonetazos que me daban”. Érika señala un costado de su pecho. Señala también las cicatrices en su cara.
La violencia volvía y volvía con su consistencia de alquitrán. Y cada vez, ellas salían peor de esas prisiones ilegales: “Alguna vecina nos llevaba mertiolate. Me acuerdo mucho del mertiolate porque nos curaba. Nos bañábamos, nos abrazábamos, el porrón que no faltaba para coger ánimos y seguíamos adelante. Porque no había Secretaría de la Mujer, ruta de la mujer, ruta para maricas, grupos de nada. Éramos nosotras mismas sabiendo que dentro de quince días íbamos a volver”, dice Érika. Hasta que una vez, en una detención, cuando estaban convencidas de que las iban a desaparecer, la madre de Érika las salvó.
“Ella no dijo que yo era su hijo. Ella dijo: ‘Esos muchachos son mis hijos’. Éramos seis. Yo tengo las fotos con mi mamá y con ellos y ella se hizo cargo de todos. Fue la primera mujer que puso una denuncia contra un capitán de la policía por los homosexuales y ese señor que nos había maltratado tanto fue destituido”. Érika espera un pedido de perdón por parte de la fuerza pública por las violencias cometidas contra la población LGBTIQ+. Contra las mujeres lesbianas que fueron violadas para corregirlas y luego obligadas a parir hijos de sus agresores. Contra los maricas —dice— que engrosan la lista de ejecuciones extrajudiciales y cuyos familiares en ocasiones se resisten a preservar su memoria por vergüenza.
El episodio de la denuncia presentada por su madre la impulsó al activismo. Ella había hecho alguna labor social, pero fue en los años 90 cuando empezó su compromiso más fuerte: ayudar a personas con VIH. Entonces, mientras se hablaba de derechos y libertades de la nueva Constitución, la violencia estalló otra vez. Pasaría mucho antes de que el virus de inmunodeficiencia humana dejara de estar erróneamente asociado con hombres gays y trabajadoras sexuales. Durante un periodo, Érika ejerció el trabajo sexual. Ella y sus compañeras viajaban a Puerto Asís, en Putumayo, donde además cocinaban y les cortaban el pelo a los guerrilleros de las FARC. Sin embargo, debido al prejuicio por el VIH, todos los grupos armados, legales e ilegales, dieron la orden de sacar a las personas LGBTIQ+ de los territorios. “En Puerto Asís muchas amigas fueron detenidas y arrojadas a los ríos descuartizadas”, recuerda Érika. “Ya no aguanté tanto estigma y encontré a un ser humano único”. El doctor Julio César Klinger, el inmunólogo caucano que había tratado a la madre de Érika de una neumonía, le dijo: “Esto se tiene que acabar”. Le dijo: “Le voy a enseñar qué es el virus del VIH para que usted hable”. Érika lo escuchó y salió del consultorio con el propósito de crear la Fundación Eres, por los derechos de las personas con VIH, que suma 30 años.
“A mí me invitaron a muchos congresos y me decían: ‘¿Usted no está infectada? ¿Por qué está aquí?’. Y me preguntaban: ¿Vos de dónde carajo estás sacando a tanta gente infectada?”. Incluso hoy su respuesta no ha sido divulgada lo suficiente: eran, primero, las trabajadoras sexuales que tras ser desplazadas llegaban a las ciudades en busca de albergue y a las que la Fundación Eres conseguía un carnet de salud y medicamentos. Eran también las amas de casa, mujeres que, a riesgo de ser consideradas putas, no podían pedirles a sus maridos que usaran un condón. Muchas murieron sin que su historia se supiera, escondidas.
“Que me lleven al río Putumayo para echar una flor en nombre de todas las prostitutas y de todas las mujeres trans y de todos los maricas que fueron violentados por el virus del VIH”.
Érika insiste: espera que tras la firma del Acuerdo de Paz la policía y el ejército también le pidan perdón a la población LGBTIQ+. “Que me lleven al río Putumayo para echar una flor en nombre de todas las prostitutas y de todas las mujeres trans y de todos los maricas que fueron violentados por el virus del VIH”. Para ella, sin embargo, la falta de implementación durante el gobierno de Iván Duque de lo pactado en La Habana condujo a la aparición de grupos armados que hoy utilizan a la gente en departamentos como el Cauca para continuar con el negocio de la droga y el dominio territorial. “A nosotras, la población LGBT, se nos sigue discriminando y se sigue sacando a los jóvenes de los territorios por el virus del VIH”, asegura. Por eso, en este posconflicto —aun con las trabas para la construcción de la paz— Érika apuesta a trabajar con la juventud. Esos chicos y chicas con los que salió a la calle durante el Estallido Social de 2021, a los que ella, cuando la invitan, da charlas y talleres y les cuenta lo mismo que cuenta ahora. “Para dejar una huella en sus corazones, para que repliquen, para descansar y poder decirles a mis compañeras: ‘misión cumplida’”.
No le gusta ser definida como sobreviviente. “Yo sobreviviente no soy. No guardo rencor y si cuento estas cosas no es porque sean una carga, sino para que los jóvenes sepan que esta bandera también tiene sangre”, apunta mirando la bandera de colores al fondo de la habitación. “Que viene de unas violencias. Que no es baile, no es carnaval. Que no es celebrar el día del orgullo, sino conmemorar las muertes de todas esas personas. Que sepan que en Popayán todavía queda esta madre, como me dicen, y que eso me llena muchísimo: poder reivindicar los nombres de mis compañeras”.
El asesinato de sus amigas, la desaparición de tantas otras, la muerte de su madre, a los 90 años, y la del hombre con el que estuvo casada durante 35 años, dos enfermedades. La violencia, pero también el amor. Érika dice que Dios es el universo y que el universo puso mucho en su camino: a su madre, a ese hombre al que conoció cuando tenía 20 o 21 con el que una noche entró a la catedral de Popayán para jurarse votos de amor. La violencia, pero también el sentido del humor. Porque se las ingenia para soltar alguna gracia aun mientras habla de las cosas más crueles sin que ambos registros tropiecen. La violencia, pero también la belleza. Eso que hace parte de su cotidianidad: adornos, maquillaje, vestidos, el pelo. Ahora elabora pelucas para mujeres que tienen cáncer. “Cuando vienen aquí, les pregunto: ‘Mi amor, ¿por qué estás llorando?’. ‘Porque mi cabello se está cayendo’. Yo hago de psicóloga, les saco una sonrisa, les muestro las pelucas y las hago lo más lindas posible. Creo que ese es el espacio mío».
Hace un tiempo, con sus amigas visitó a una mujer trans en Cali que convalecía tras una complicación médica. La mujer se llamaba Erika de la Cruz y le pidió a la Reina en aquel momento que tomara su nombre para que no dejara de existir cuando ella no estuviera. A la Reina, el nombre Érika le encantó. De la Cruz no. “Me iban a decir Crucita”, suelta riéndose. Pero recordó a Yolanda del Río, la artista mexicana, y el río, ese caudal que ha sido testigo de tanto, desde entonces se quedó con ella.