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Ojalá que te encuentres en mí: carta a mi doppelgänger

El relato de una mujer que busca distanciarse de la identidad patriarcal, de esa imagen heredada de la familia, el inconsciente colectivo y el entorno cultural.

por

Natalia Otero


30.05.2024

Imagen Pelicula Perfect Blue. Intervención por Nefazta

Ser deseada y deseable es una de las cosas más importantes para ti. Un día, creíste que no eras suficiente para lograr esto (a diferencia de todas las demás mujeres). Soñaste con tener fama y gloria, pero te aislaste, cuando un hombrecito de barba azul te dijo: no seas malvada, no seas estúpida, deberías trabajar más y sin quejarte tanto, tienes que reproducirte, deberías verte más linda y no ser conflictiva, deberías sonreír más y pecar menos, y hacer eso gratis porque tienes que demostrar que eres bondadosa y servil. Confundiste su voz con la tuya. 

Soñaste con que eras perseguida por réplicas de este hombrecito que, con metralletas, intentaban violarte el instinto animal, los lados sombríos y el erotismo. Al despertar, te pusiste a negar la feminidad. Después de un tiempo, por azar o por venganza, se te fueron olvidando las cosas: la furia del mar, la abeja que expande a la flor, el sol que quema, la luna que muere, quién eres y qué te gusta hacer. Intentaste parecerte a los hombres para que no te rechazaran. Te miraste al espejo y conjuraste en tu contra: no soy nada interesante, qué vergüenza. 

El hombrecito de barba azul te advirtió que había otras mujeres, con más capacidades, más lindas y menos quejumbrosas que tú, peleando por su atención. Para ser la elegida, te volviste altamente competitiva en todo. Intentaste ser perfecta, caíste en adicciones. Aunque estabas cansada, no dejaste el trabajo que te hacía mal y se te rompió el barómetro del estrés. 

En secreto, estabas hecha una vagina con dientes, amargada, histérica, rígida, dogmática. En público, te hacías la niña tonta para que creyeran que podían poseerte. Al volverte como los demás, no sólo reprimiste tu autenticidad, sino que te separaste de los otros grupos masificados, creyendo que el tuyo era mejor que el resto, que el tuyo era el de los buenos. Estabas muerta de miedo de ser la complicada del grupo y quedarte sola, por lo que pusiste tu cuerpo, y todas sus partes, a disposición de todos (excepto para ti). 

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Encarnaste la fantasía del sistema patriarcal en la que la mujer sólo puede ser la vírgen (la madre de la que dependen) o la prostituta (la que es explotada). Tuviste sexo imitando las poses del porno. Fingiste orgasmos con gemidos forzados, te enterraste pepinos, callaste dolores. Tenías muchas ganas de que te desearan, por lo que no te atreviste a decir cómo y cuándo era que querías que te dieran placer (te gusta que te rocen el clítoris y te hagan lubricar, que te descubran el cuerpo, te chupen los pezones, que sean leales al olor de tu cuerpo), para no quedar como una malagradecida. Cuando le hablaste a tus amigas del problema condenaste el líbido, asegurándoles que, en verdad, no eras una persona muy sexual. Quisiste compañía: te enredaste en cuentos de mierda, jugando a que te interesaba una relación abierta y a distancia. En el fondo, te morías de ganas de que se fijaran sólo en ti: lo supiste esa noche, cuando viste a tu pareja irse detrás de otra y te dolió mucho. Pediste un deseo: tener un amor que no me trate como a un juguete sexual y que me acompañe a caminar, dando vueltas por el campo y la ciudad.  

Consecuentemente, tu belleza y apariencia se vieron comprometidas, porque se convirtieron en la fuente de poder (o de inferioridad) que usaste para salir al mundo. Te odiaste (sufriste mucho) al verte las tetas escurridas, la nariz torcida y las piernas llenas de celulitis (se van a dar cuenta de que soy fea, pensaste). Te dio miedo y tristeza. La sensación de ser inferior al resto te ofuscó pues viste que no ibas a pertenecer a la masa y, para evitar que te rechazaran más, la rechazaste con preocupación. Te enojaste, te sentiste mal por enojarte, y te deprimiste bajo el peso de tu propio potencial, que proyectaste en el resto de gente (menos en ti). 

La cama se volvió tu tumba. Una noche, soñaste con una escalera de terciopelo que iba a un cielo negro.  A cuestas, cargabas unas llaves de hierro que pesaban mucho. Te agarrabas de una baranda de hielo y subías escalón por escalón, con la cabeza agachada, hasta que encontrabas una puerta hecha con la madera dura de un sapán. La abrías: era la habitación prohibida. Adentro estaban todas las partes de tu cuerpo que habías descuartizado. Ibas al baño a verte en el espejo y, en vez de verte la cara, tenías el rostro del hombrecito de tus pensamientos: el rey de barba azul que te había poseído eras tú. Con una vela, prendías la barba en fuego y el pelo llameante se hacía un corazón invertido. Lo comprendías: habías cooperado con la denigración de la mujer y con la mutilación de ti misma. Entonces, te despertabas.

Te quedaste en la tumba, paralizada. Confrontarte con esa verdad te dolió y te dejó vacía. Rezaste con tanto fervor que sonaron las trompetas del cielo y bajó un hado que te redimió: el Espíritu te llenó. Entendiste que tenías que distanciarte de la identidad patriarcal, de esa imagen heredada de la familia, el inconsciente colectivo y el entorno cultural. Poco a poco, dejaste de ser una marioneta sin defensa y te atreviste a salir al  mundo a participar en la sociedad con una nueva personalidad auténtica. 

Te separaste del colectivo al que le creíste la promesa de que, bajo su sombrilla de acrónimos, conseguirías ser tú misma siendo parte de una gran comunidad. Mentira, para aceptarte como a una lesbiana de verdad, te tocaba ser como exigían los demás. Pero, la escarcha rosada no pegaba con tu vestido negro de seda, ni te llamaba la atención ser una caricatura de la feminidad (presionada por las divas) vistiéndote, hablando y oyendo música pop gringa. Pudiste confesar que ni Miley Cirus ni Paris Hilton te parecían las leyendas que el colectivo decía. Dejaste de contar con orgullo que te masturbaste con I’m a Slave for You de Britney Spears porque supiste que era una niña sexualmente explotada (como tú). Aunque te embutieron The L Word, te negaste a fingir ser fan de la serie,  pues viste con preocupación las dinámicas que retrataban y que tus amigas imitaban: mujeres lesbianas arrechas e infieles. Mentira. No volviste a ir a una marcha del Pride (ni que te gustaran las marchas, además) ¿Para qué? A ver  niñas repartiendo besos gratis, vanagloriándose con que son parte de la «revolución sexual femenina». No, no más. No fuiste apta para identificarte con lo que ellos llaman queer (qué lástima haber perdido esa palabra que tanto te gustaba). 

Tras los años de convivencia con tu esposa, te diste cuenta de que es muy diferente la relación íntima entre dos mujeres que han decidido acompañarse en la vida, que la de dos hombres o las personas trans. Viste lo obvio: la recriminación por no ser madres. Lo asqueroso: los hombres pornernos (y mujeres que imitan a los hombres) que las ven como un combo 2×1, pues, en su fantasía sexual encarnan al popular porno lésbico, en el que el macho tiene adiestradas con su súper pene, no a una, sino a dos hembras que le sirven devotamente. Y lo fascinante: la comparación de los cuerpos y la proyección de las sombras; cuando aparecen los hombrecitos de barba azul (tu compañera, por supuesto, tiene el suyo) compiten por su atención —como lo hacen cuando hay un hombre presente, pues les encanta que ellos se interesen en su arte y las oigan hablar—. Tienen que aceptar los límites de haber nacido en un cuerpo de mujer, pues hay una ley y orden mayor: menstrúan (a veces los ciclos se sincronizan) y, llegará el día en que los huevos se les agotarán y entrarán a la menopausia. Corren el riesgo de ver en la otra a la madre y convertirse en hijas, pero esa es su felix culpa. Se les hace evidente la relación odio y amor, los pulsos de muerte y vida que experimentaste en la succión de la teta materna. 

Menos mal que no encajaste en la masa. Eso te hace deseada y deseable en tu integridad. A la próxima que el hombrecito te venga a violar ya sabes del sueño, el cielo, la habitación prohibida y el baño en donde puedes prenderle fuego a la barba, que no es más que un corazón esperando estar en llamas.

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Natalia Otero


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