Los huevos de Kusturica Muy lejos del glamuroso Hollywood, donde se entregan los premios Oscar, el director Emir Kusturica ideó una gala en la que hay poca prensa, muchos artistas y derroche de fiesta balcánica.
Muy lejos del glamuroso Hollywood, donde se entregan los premios Oscar, el director Emir Kusturica ideó una gala en la que hay poca prensa, muchos artistas y derroche de fiesta balcánica.
Enero y febrero son meses cargados de estatuillas, osos y globos. Abundan las imágenes de alfombras rojas, peinados y maquillajes. Se oyen por radio y televisión las listas de nominados y nominadas que hasta los más desinteresados en la materia pueden recitar de memoria. Pero en medio de tanta elegancia, entre tanto globo y megáfono de oro, también hay huevo. Con la característica irreverencia del cine independiente y poco cubrimiento mediático, el Festival Internacional de Cine y Música de Küstendorf entregó los huevos de oro, plata y bronce entre el 16 y el 22 de enero de este año.
Detrás de todo esto está Emir Kusturica, director de filmes de culto como Underground y La vida es un milagro e integrante de la banda The Non Smoking Orchestra. Desde hace seis años, este polifacético hombre nacido en Sarajevo, organiza un encuentro anual en el que confluyen jóvenes talentos del cine internacional y figuras ya consagradas. Muy al estilo de su trabajo donde los colores, la música y azares cotidianos de los pueblos gitanos son los protagonistas, el festival no es una protocolaria entrega de premios. Se trata, en cambio, de una auténtica parranda cinéfila. En medio de proyecciones fílmicas, talleres con grandes maestros, conciertos, exposiciones fotográficas, fiesta y desorden con sabor a rakia (licor de frutas de típico de los Balcanes que puede llegar a tener hasta 60 grados de alcohol) se entregaron los huevos de metal. A diferencia de los Óscares o de los Globos de Oro, que saben y huelen a industria, los premios concedidos en los Balcanes serbios son fabricados allí mismo por el pintor Bisenije Terschenko.
Todo ocurre en Küstendorf. Un festival que como el de Venecia o Cannes, lleva su nombre en honor al lugar donde se celebra: un pueblito ubicado a doscientos kilómetros al suroeste de Belgrado. Para recorrerlo de norte a sur basta una tarde, pero para vivirlo se necesita un poco más. Aunque se extienda sólo un par de cuadras, Küstendorf cuenta con una sala de cine en honor a Stanley Kubrick; una capilla cristiano-ortodoxa encomendada a San Sabas, el sacerdote medieval de la Iglesia Oriental; una librería que alberga alrededor de diez mil libros en nombre de Ivo Andric, escritor yugoslavo y autor de Un puente sobre el Drina; una galería, una piscina, algunos bares y restaurantes, y cerca de cuarenta habitaciones para quienes quieran pasar unos días en el pueblo de madera.
En esta oportunidad llegaron a Küstendorf como invitados especiales los directores Peter Gothar de Hungría y Zhang Yimou de China. No se vieron alfombras rojas ni vestidos de gala para recibir a estos grandes personajes. Luego de descender del helicóptero que los dejó en Küstendorf, Kusturica les propinó un caluroso abrazó que marcó el tono de un encuentro entre viejos amigos. Frente a frente, con un público compuesto por jóvenes estudiantes y entusiastas, el húngaro se refirió a la escasa acogida pública que por motivos políticos tuvo su filme Time Stands Still de 1982. En él se retrata la brecha generacional entre unos jóvenes adolescentes en la Hungría de los años sesenta, interesados en el rock y fieles creyentes del individualismo, y sus padres, preocupados por los asuntos políticos que habían marcado su juventud. Por su parte, el chino reflexionó sobre la relación entre cine y vida cotidiana que pudo experimentar mientras trabajaba con niños que se interpretaban a sí mismos en su entorno habitual.
Al finalizar el evento en el que también hubo mucha música, entre otros de Che Sudaka y Debout sur le Zinc, los premios quedaron en manos de un suizo, un danés y un israelita. Sin embargo, también se otorgó el premio Vilko Filac por mejor cinematografía al mexicano Carlos Correa por su trabajo en el cortometraje Don Sabás.
Sin recurrir a la ciencia ficción o a los grandes sucesos políticos e históricos, los cuatro ganadores se presentaron con lo que mejor saben hacer: el cine independiente, donde los dramas humanos cotidianos e insignificantes retratan imágenes de lo universal. Las cuatro historias parecen revelar una red entre ellas. En lugar de excluirse mutuamente, juegan a construir un mundo en el que todo ocurre simultáneamente: en Suiza, un tartamudo que a duras penas puede hilar dos palabras intenta con dificultad seducir a una chica que conoce en un curso de boxeo (Stammering Love, huevo de oro); algunos kilómetros más al norte, un joven gitano danés lucha por recuperar su matrimonio, que debido a las deudas de su padre fue disuelto por la familia de su esposa (Barvalo, huevo de plata); mientras tanto en Israel el hijo de un viejo enfermo regresa a un kibbutz para reencontrarse con su padre, con quien no tenía contacto desde que decidió partir en busca de sus raíces (Tateh, huevo de bronce); por último en México, la vida de Don Sabás, un viejo solitario que espera en silencio el fin de sus días, cambia repentinamente cuando recibe un pequeño niño al que debe cuidar (premio Vilko Filac).
Así transcurrió la última edición de este festival en el pueblo de Küstendorf, un lugar poco habitual, de aquellos que como Montebello ni su nombre es atinado: Küstendorf, en alemán, traduce pueblo costero, y ni está en Alemania, ni cerca de la costa adriática.
Pero un poco de perspicacia desmantela el juego de palabras: este más bien es el pueblo de Kusta. En el año 2004, durante el rodaje de La vida es un milagro, Kusturica decidió construir una pequeña villa que le sirviera tanto de escenario para el filme, como de hogar para él y su familia. Desde el fin del rodaje ni él ni los suyos han abandonado la casa principal de su pueblo. Un lugar que no existía antes y que por obra de los guiones y las cámaras se convirtió en un espacio tan real como las montañas que lo recorren: una ficción cinematográfica vuelta realidad. Para Kusta, construirse una ciudad propia allí, a partir de su obra, respondía a un recuerdo y a una fantasía: el haber visto la destrucción de su ciudad natal durante la “transición” en los Balcanes, y el imaginar un lugar exclusivo para el arte donde éste no estuviera obligado a vivir esa “transición” que no fue solo económica, sino social y cultural. “Sueño con un espacio abierto y culturalmente”, dijo en 2004, “diverso que se alce contra la globalización”.
Küstendorf: un lugar utópico, planificado. ¿Pero cómo podría definirse una utopía en el mundo de hoy? ¿Tal vez un lugar con menos imágenes publicitarias y periodísticas, sin el ruido de locomotoras o basura acumulada? ¿Tal vez un lugar invadido por la música, donde los vecinos sean amigos y las librerías todavía vendan obras en papel? Este podría ser Küstendorf, un pueblo construido con intenciones artesanales, contra-globalizadoras y anticosmopolitas que hace guiño al trabajo de Kusturica y su estética contra-comercial. O no. Porque es fácil caer en la clásica imagen del perro que muerde su cola: aquel pequeño pueblo balcánico que a la vez es festival puede terminar yendo contra sí mismo, convirtiéndose en un destino turístico de lujo y haciendo del cine independiente que promueve una especie de suburbio underground de lo comercial». Habrá que ver qué depara la entrega de los Huevos de Kusturica en los años que vienen.
*Marcela Maria Villa Escobar es estudiante de Historia con opción en Arte en la Universidad de los Andes.