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El paro sigue, la culpa de Duque y el uribismo es eterna

«Ante los envites del poder no hay que doblegarse ni deprimirse: hay que radicalizarse. Debemos conseguir repelerlos hasta el punto de que ni se planteen encomendarnos al espíritu de superación, hasta el punto de que esa repelencia que despertamos en los normalizados deje de ser condescendencia y empiece a ser miedo, a ser asco y […]

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Lucas Ospina


02.02.2020

«Ante los envites del poder no hay que doblegarse ni deprimirse: hay que radicalizarse. Debemos conseguir repelerlos hasta el punto de que ni se planteen encomendarnos al espíritu de superación, hasta el punto de que esa repelencia que despertamos en los normalizados deje de ser condescendencia y empiece a ser miedo, a ser asco y a ser insalvable.»
―Cristina Morales (Lectura fácil)

1. Duque: la caricatura como estrategia

Ser caricaturizado como presidente tiene sus ventajas: el soberano, convertido en imagen de sí mismo, pasa de la esfera de la representación política al limbo de la representación artística. Es un fantasma en vida del poder, por acción y por omisión ―y por su inevitable figuración, incompetencia y vanidad presidencial―.

Duque es caricatura, su figura rolliza y su nariz redonda, la figura porcina, la imagen chancha, con el perdón de los cerdos, lo facilitan. Pero lo que ganamos en buen humor memético es también ganancia para Duque: él, como fantasía animada de ayer y de hoy, escapa por la autopista liviana de la risa al cerco humano de su responsabilidad política.

Al convertir a Duque en mamarracho reímos como adultos pero caemos en la infantilización política, con la broma sufrimos un calambre mental que goza de simplismo pero el corto aliento del chiste nos incapacita para correr la maratón mental que demanda seguirle la pista a la carrera de largo aliento de la política. Si Duque es solo una caricatura, una estampita para practicar con fervor nuestros dos minutos de odio diarios y esperar que bajo ese mantra se nos cumpla el milagro de que todo cambie, deberíamos abandonar la Constitución Política, la historia, la memoria y las leyes para reemplazarlas (ya definitivamente) por los memes. Duque como presidente nos “emputa”, sí, pero, si se queda en caricatura, el hombre ante la ley es inimputable.

El mayor talento que oferta Iván Duque  como político es su escape por los rumbos de la imagen. Es un ejemplar paradigmático del “bobo vivo”, un maravilloso espécimen que opta por camuflar su viveza bajo una trabajadísima aura de simpleza. En cualquier caso, estamos ante un “bobo pedaleado”: Duque es solo un parrarayos puesto ahí para las tormentas políticas mientras que el expresidente Álvaro Uribe y tantos otros uribistas, ocultos y no tan ocultos en las fiestas de la plutocracia y el fascismo, sí piensan y hacen lo que les venga en gana bajo la complicidad, complacencia o miopía del inquilino ocasional de la casa presidencial.

El problema con el uribismo, y con Duque, es que estas ficciones de la imagen no se limitan al eco de una mala racha de políticas públicas con una mayor o menor afectación en la esfera de lo público. Los gestos del uribismo, y del presidente Duque, en su acción y su inacción, en este país narcotizado, se traducen en muertos.

2. La boda de sangre con el uribismo

El punto de quiebre para Duque, el día en que pasó de ser un actor que jugaba a ser presidente a ser un hombre relacionado directamente con un crimen, ocurrió el 30 de agosto de 2019, temprano, en Sincelejo, en un acto público. Si la posesión de Duque como presidente fue su fiesta de quince con Uribe, este día celebró su boda de sangre con el uribismo.

En un salón blanco con una guayabera blanca, solitario al lado de una bandera de Colombia, el Presidente Iván Duque se incriminó en la masacre de ocho menores de edad que había ocurrido a las 11:25 de la noche del día anterior:

“Quiero informarles a ustedes y al país que el anoche [sic] autoricé al Comando Conjunto de Operaciones Especiales adelantar una operación ofensiva contra esta cuadrilla de delincuentes narcoterroristas, que son residuales de lo que se conocía como las Farc, y que hacen parte de las estructuras criminales que pretenden ahora desafiar a Colombia”.

Duque hablaba con voz pausada, sin mucho ánimo, con la lentitud propia del que todavía está mareado al bajarse de un avión, del cachaco que le toca lidiar con el bochorno del calor tropical mañanero luego de bañarse con agua caliente, o con la voz ralentizada luego de un desayuno copioso: “pues anoche, gracias a esa labor estratégica, meticulosa, impecable, con todo el rigor, cayó ‘Gildardo Cucho’, cabecilla de esa organización…”.

Duque, machorro, goloso de engullir este positivo militar para engordar su capital político, adjetivó la acción bélica como un “mensaje clarito” a la nueva guerrilla: esa franquicia encabezada por los disidentes Iván Márquez, Jesús Santrich y alias El Paisa que, menos de 24 horas antes, había hecho la presentación de su maquila criminal en un video en YouTube. Duque compartió los créditos del positivo con el alto mando militar y terminó su anuncio de necropolítica con la pose de afán circunspecto del hombre ocupado, del que continua con la agenda ejecutiva del día luego de trasnocharse siendo un halcón de la guerra.

Mientras tanto, a esa hora, en la zona rural de la vereda Candilejas, en el municipio de San Vicente del Caguán, Caquetá, el ejército controlaba el terreno del bombardeo nocturno y, al parecer, un equipo de la Dijin recorría a saltos el lugar para hacer un barrido rápido de los restos humanos que dejó esta acción aérea tipo Beta: una operación militar singular que, por el carácter letal y la magnitud de las bombas, solo podía ser autorizada por el Presidente de la República ―que actúa como garante civil para que se actúe en democracia y que ese tipo de evento excepcional se cumpla de forma “estratégica, meticulosa” e “impecable”―.

Los restos humanos recogidos de afán fueron enviados en un helicóptero militar, se entregaron a la Regional Oriente de Medicina Legal en Villavicencio y, como una prueba más de la mentecatez, displicencia y cortoplacismo estatal, a seis días del bombardeo, el 5 de septiembre, en una visita de la Cruz Roja, por petición de los familiares y habitantes de la zona, se recogieron 16 restos humanos que había sido dejados ahí a su suerte: una mano, una pierna, lo que parecía una pieza de calavera, piezas de columna, un fémur y otras partes no identificadas.

El recibo macabro del total de la masacre autorizada por el Presidente Duque detalla así el inventario: “se recibieron 16 bolsas que contuvieron cadáveres y segmentos corporales de 18 individuos de los cuales 11 se identificaron por huellas dactilares y 1 por cotejo genético. De estos 12 casos, 7 corresponden con individuos menores de 18 años y 4 se encuentran aún pendientes por entregar, aunque ya se realizaron las respectivas uniprocedencias y reasociaciones (estamos a la espera de una directriz frente a los segmentos corporales recibidos en Cáqueta)”.

Un mes después, el 5 de noviembre de 2019, en una sesión de moción de censura en el Congreso, el senador Roy Barreras hizo público el informe de medicina legal y dio la cifra de los 7 menores de edad asesinados que regresaron de entre los muertos y el olvido para ser coyuntura noticiosa (luego subirían a 8, comprobados, y más tarde, por un informe impreciso de Noticias Uno, el rumor llegó a 18 menores de edad y a una menor, a la que nadie le siguió la pista, que huyó con un brazo amputado).

El chivo expiatorio de esta nueva tormenta política fue Enrique Botero, el Ministro de Defensa, puesto y mantenido ahí a sangre y fuego por Álvaro Uribe quien, como líder del tercer periodo del uribato, se reservó los cargos más importantes del ajedrez ministerial y le dejó a Duque los otros para que jugara a la gobernabilidad.

Tras sacrificar al alfil boteriano y, para mantener a raya el espíritu de cuerpo, se hizo el enroque con un ministro tan viejo como nuevo, Carlos Holmes, parte de la cuadrilla uribista en el gabinete y con una mediocre labor como Ministro de Relaciones Exteriores. Mantener el dominio sobre el tablero ministerial y privilegiar a los militares obedientes al uribismo garantiza que la lucha por la impunidad y el encubrimiento se mantengan ante los avances de la verdad, la memoria y la justicia en relación a las múltiples acciones de Uribe y su larga lista de allegados imputados.

3. El luto más solitario y hermético

El periodismo ha hecho poco por saber qué sabía el Gobierno Duque antes, durante y después de la operación militar, los grandes medios cubrieron las noticias, sí, pero las cubrieron para cubrirlas a la luz de lo que ya decía el boletín de prensa de la Casa de Nariño, luego volvieron a cubrirlas cuando el Senador Barreras las hizo públicas, y luego volvieron a cubrirlas con informes superficiales, refritos desde Bogotá, donde el cubrimiento parecía más un ocultamiento de lo que el poder no quiere que se sepa. Las actas de la operación militar Beta bajo el nombre de Atai (“oportuno” en hebreo) no son públicas y toca ejercitar en exceso la buena voluntad para pensar que el Presidente Duque y los militares involucrados en la operación no tenían conocimiento o siquiera un indicio de sospecha sobre la presencia de menores de edad en el campamento.

¿Es posible creer que en Bogotá en del alto mando militar que organizó la operación del bombardeo nadie, absolutamente nadie, en medio de tanta inteligencia, honor, Dios y patria, mencionara la posibilidad de que ahí hubiera menores de edad secuestrados y reclutados? ¿O el afán de darle un contragolpe mediático a Iván Marquez, Jesús Santrich y alias El Paisa le nubló la ética alComando Conjunto de Operaciones Especiales?

Los cuatro oficios de Herner Carreño, el valiente y amenazado personero de la zona, radicados ante el ejército en junio, agosto y septiembre de 2019; las alertas del alcalde del pueblo hechas en 2018; el informe de la defensoría del pueblo de enero de 2019; hablaban todos con claridad de cómo estas bandas criminales estaban secuestrando menores de edad y llevándolos a los campamentos, estas alertas fueron hechas a partir de llamados y denuncias de las familias afectadas que podría haber recogido cualquier informante militar. Los altos militares a cargo del bombardeo se ufanaron de haber infiltrado a Alias Cucho al localizarlo gracias a un chip de ubicación inserto en una cámara digital que llegó al campamento, pero lo que hicieron con la mano de la tecnología a distancia lo borraron con el codo de la negligencia al ningunear los informes de lo que pasa en el terreno.

Desde Bogotá, el Club Militar y la Casa de Nariño todos parecen jugar a la guerra en una consola de videojuego bélico y desde el aire bombardean de forma directa y desmedida en el uso de la fuerza, una operación higiénica a la que no llega el olor a chamusquina de rocío y muerto, una labor que menosprecia a los soldados y militares troperos que día a día intentan hacer lo mejor posible con los medios disponibles en defensa de la gente y que reconocen, con algo de tristeza, al enemigo muerto: esa persona que, por un giro del destino, terminó ahí pero que antes pudo ser un vecino, un hermano, un amigo o uno mismo pues los apellidos, la cara y el origen son los mismos.

Es claro que los bombardeos fueron el factor bélico que le torció el pescuezo a la guerra contra la guerrilla de las FARC y sentó a la élite morronga de su dirigencia a negociar, pero el uso desmedido de la fuerza para redimir el capital político de una presidencia frágil es una perversión del objetivo del ejército y una cobardía contraria al Derecho Internacional Humanitario.

Si los menores de edad hubieran sido hijos de familias hidalgas o jóvenes pertenecientes a colegios de élite capitalinos, otra habría sido su historia, y el Comando Conjunto de Operaciones Especiales y el Presidente Duque habrían manejado el asunto con guantes y tenido más inteligencia militar que brutalidad policiaca. Nadie escoge nacer rico o nacer pobre, pero la pobreza de espíritu con que el Gobierno Duque ha manejado este caso se suma a la pobreza multidimensional que afectó a los menores asesinados: ellos fueron abandonados a su suerte, luego asesinados y de nuevo abandonados para dejarlos finalmente como restos humanos que, luego de analizados, le fueron entregados incompletos y a pedazos, en cofres sellados, a las familias para vivan el luto más solitario y hermético.

4. Duque hace un Belisario

La masacre de los ocho menores de edad en el Caguán acusa por todos los lados al Presidente Duque como autor o como indiciado, y cualquier movimiento que haga lo puede llevar al jaque y al mate. De ahí su silencio ante este hecho, las declaraciones ladinas y esquivas, su cancilleresco y distante lamento hacia las familias, su banalidad del mal como funcionario que obedece o pretende ser obedecido, y que le rinde copiosos homenajes de despedida a los políticos y militares involucrados en el bombardeo, que renuncian quemados como fusibles ahora inservibles.

El caso de Duque recuerda el del expresidente Belisario Betancur que, en 1985, durante los días que duró la retoma brutal del ejército, luego de la toma a sangre y fuego del M-19 del Palacio de Justicia en Bogotá, desapareció del escenario y dejó un vacío de poder, y luego se fue a la tumba con los secretos de lo que pasó en esos días, hechos que Betancur prometió dejar consignados en un testamento que debía ser publicado luego de su muerte, pero que hasta ahora nadie de su familia se atreve a publicar.

La diferencia estaría en que el golpe militar pleno a Betancur duró unos cuantos días, con Duque esta política de muerte del uribismo ―que va desde el asesinato de líderes sociales hasta el seguimiento e intimidación a los periodistas que sí hacen periodismo― parece extenderse a todo el cuatrenio. El nuevo jefe de las fuerzas militares, el Mayor General Eduardo Enrique Zapatero es, según un informe de Noticias Uno, una de las cabezas detrás del bombardeo en San Vicente del Caguan, un factor que no debería ser una carga culposa, al contrario, le podría servir al militar para revelar lo que de verdad pasó y no hacerle el juego a la necropolítica del Gobierno Duque: a veces tener la razón significa admitir no haberla tenido en el momento en que se erró.

Pero es tal el pacto de silencio sobre este caso que el Gobierno Duque ni siquiera ha usado la información que lo favorece para sacudirse del mote de terrorismo de estado. En su informe desde la zona del bombardeo, el periodista William Parra de CM& noticias, uno de los pocos periodistas que de verdad hizo la tarea de averiguar lo que pasó sobre el terreno, algunos habitantes de la zona afirman que los menores de edad fueron llevados al campamento hacia las cinco de la tarde, horas antes del bombardeo nocturno del ejército. Un hecho importante para sopesar al momento de nivelar las cargas de responsabilidad, y atenuar la culpa compartida que merece el Gobierno Duque y la banda criminal de Alias Cucho por su participación en este acto de terrorismo conjunto.

5. ¿El #paronacional pasa?

“¿De que me hablas viejo?”, fue la respuesta de Iván Duque al periodista Jesús Blanquicet en Barranquilla que, a la salida afanosa de un evento donde el mandatario se estaba tomando selfis con unas cuantas seguidoras maternales, le preguntó: “Señor presidente, ¿qué piensa del bombardeo?”. El periodista dice que cuando Duque se percató de lo dicho, le hizo una señal a su cuerpo de seguridad, que detuvo al paparazzi político y lo increpó para que borrara el registro del gag gomelo del presidente accidental.

La ligereza de esta respuesta del 7 de noviembre, le sumó masa crítica a la marcha, la poca dignidad del mandatario hizo que la indignación creciera y que muchos decidieran sumarse a la marcha del 21 de noviembre. La movilización, convocada meses atrás por las centrales sindicales y asociaciones de trabajadores, alcanzó un mayor vuelo luego de la noticia del asesinato de los ocho menores de edad en el bombardeo, ahora la marcha tenía un punto de enfoque sobre un hecho irrefutable: ocho menores de edad fueron asesinados en una operación tan militar como terrorista que, luego de ser mostrada como un éxito, permaneció oculta.

A falta de imágenes en vivo del bombardeo y de los pocos informes noticiosos sobre el terreno, las imágenes vinieron del Gobierno Duque: se vio en vivo y en directo el desarrollo del guion gubernamental que intentó capitalizar una ejecución extrajudicial como positivo y donde el Presidente Duque, con Álvaro Uribe a la sombra, pretende beneficiarse de la narrativa electorera de que bajo el uribato hay una “mejoría en la seguridad”. ¿Seguridad para quienes?

Un informe sobre el crecimiento y consolidación de la clase media en América Latina hecho por el Banco Mundial en el 2012 se preguntaba: “América Latina se encuentra en una encrucijada: ¿romperá (aún más) con el contrato social fragmentado que heredó de su pasado colonial y seguirá persiguiendo una mayor igualdad de oportunidades o se entregará aún más decididamente a un modelo perverso en que la clase media se excluye de participar y se vale por sí misma?”

La clase media participó de la marcha del 21N de forma multitudinaria; el cacerolazo posterior ―en respuesta al esfuerzo de medios y gobierno de parir al vandalismo como hijo de la protesta― fue emancipador; la exposición del infomercial gobiernista camuflado de noticia en Noticias Caracol, RCN, El Tiempo, Blu Radio, La W y la ciclotímica Semana ha sido una clase magistral de lo que es la infamia periodística, la complicidad editorial con la barbarie y el arribismo intelectual.

El Paro Nacional tomó fuerza y cuando daba signos de declive en la participación, un nuevo asesinato, el 25 de noviembre, el del joven Dilan Cruz asesinado al destrozarle la cabeza un proyectil disparado por un policía del ESMAD ―filmado desde todos los ángulos y negado desde todos los ángulos del Gobierno Duque y la Alcaldía Peñalosa―, mostró que, más allá de las decenas de peticiones de una élite sindical o de las demandas estudiantiles, los motivos para seguir en paro pueden ser más exactos: el asesinato de los ocho menores de San Vicente del Caguán, de Dilan Cruz, de los líderes sociales.

Ese país que despertó con el paro no debería dormirse al arrullo de la conversación nacional que balbucea el Gobierno Duque, no sin la verdad y justicia para estos nueve asesinatos y los de todos los líderes sociales. Si el paro pasa, el efecto será el de una segunda muerte para estos muertos a los que veremos desaparecer de la agenda política, legal y noticiosa, y que luego serán reemplazados en nuestra memoria temporal por el de otras víctimas que tendrán el mismo olvido bajo el sistema de represión más efectivo: la normalidad.

La culpa de Duque y Uribe es eterna, el paro sigue.

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Lucas Ospina


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