El nuevo director del Centro de Memoria Histórica estará a cargo de escribir la historia del conflicto colombiano desde la mirada que lo niega. Su historia no empieza ahí. Empieza antes. Acevedo, hoy uribista, fue comunista. Fundó sindicatos y terminó acusado de perseguirlos. El suyo no fue un giro de 180 grados en un paso sino 180 pasos para dar un giro.
[N. de E. Esta historia hace parte del especial «De izquierda a derecha: los conversos del uribismo». Para leer la introducción, y entender la teoría, haga clic aquí]
Darío Acevedo Carmona, el nuevo director del Centro de Memoria Histórica, estará a cargo de escribir la historia del conflicto colombiano desde una mirada que niega, justamente, que en Colombia hubo conflicto.En esto fue claro en una de sus primeras entrevistas. A pesar de que sabe que la Ley de Víctimas que creó el Centro de Memoria reconoce que Colombia padeció un conflicto armado, él cree que «eso no puede convertirse en una verdad oficial”.
Pero su historia no empieza ahí. Empieza antes. Acevedo, hoy uribista, fue comunista. Fundó sindicatos y terminó acusado de perseguirlos. Acevedo hoy representa, y defiende, todo lo que alguna vez combatió. El suyo, sin embargo, no fue un giro de 180 grados en un paso sino 180 pasos para dar un giro.
Lo describen con una palabra: converso. El término se acuñó por primera vez en la España de los siglos XV y XVI cuando judío era sinónimo de peste. Ante la mirada inquisidora de los pura sangre cristianos, muchos judíos exacerbaron sus prácticas religiosas para que nadie dudara de su nueva fe. Darío Acevedo niega serlo. El comunismo para él no fue una religión y, dice, le dan la razón quienes lo acusan: los dogmáticos, los sectarios, los divisionistas. Él, en cambio, se define como un desencantado. Uno que lenta, paulatina y reflexivamente se separó de las ideas de izquierda y se dejó seducir, lenta, paulatina y reflexivamente, por las uribistas. Un giro improbable.
Y sin embargo.
Con el puño en alto
A mediados de los años setenta, Medellín iba a ser la sede del primer Congreso de Sindicalismo Independiente. Era un movimiento “tan fogoso y combativo como disperso”, en palabras de sus líderes, que no solo surgió al margen de las grandes confederaciones sindicales y de los partidos políticos tradicionales, sino en contra de ellos. Un movimiento integrado por organizaciones sindicales atomizadas que florecieron en Antioquia desde los años sesenta hasta los ochenta y que comulgaban con la lucha insurgente, armada, guerrillera.
El día de la instalación, los representantes de todas las vertientes se enfrascaron en una discusión por el control del micrófono. Ninguna quería dejar hablar a la otra. Todas querían hablar primero. La discusión mutó rápidamente a pugna. Darío Acevedo, con 25 años, se apoderó del micrófono y se rehusó a devolverlo. Nadie habló. Ni siquiera él. El Congreso nunca comenzó.
Acababa de dejar la Universidad Nacional (sede Medellín) para ‘descalzarse’, término que usaban los intelectuales para referirse a trabajar en terreno. Abandonó las clases de Ingeniería Industrial donde había descubierto por primera vez, y a sus 19 años, el fervoroso movimiento estudiantil, donde cambió a Sartre y a Camus por Engels, por Marx, por Mao, y se fue a trabajar como obrero en Polímeros, la fábrica de textiles de Itagüí que funcionaba como filial de Coltejer. Ayudó a fundar el sindicato de la compañía junto con Héctor Vásquez, tomaba la vocería en los eventos sindicales e incluso, como le dijo el ex militante del EPL José Vélez a El Espectador, “hacía propaganda revolucionaria en favor de esta guerrilla”.
Compañeros que lo conocieron por esa época aseguran que ya para entonces su militancia en el Partido Comunista Marxista Leninista era de público conocimiento. Darío Acevedo lo niega. Dice que la militancia le llegó sin buscarla. Que su activismo llegó a oídos del Partido que, sin pedirlo, le envió la notificación de que había sido admitido como militante.
Que no duró mucho, dice. Que desde temprano él fue un disidente.
Acevedo hace un sonido gutural, casi como un gruñido que refleja desagrado, cuando se le pregunta cuando conoció a Álvaro Uribe Vélez personalmente.
Entonces, como ahora, la izquierda estaba fraccionada en mil pedazos. El Partido Comunista Marxista Leninista (PCML) era una división del Partido Comunista Clandestino. Su referente intelectual era Mao y su brazo armado el EPL. A mediados de los setenta, al PCML se dividió otra vez con el surgimiento del movimiento político Ruptura, que tenía como una de sus principales banderas el rechazo a la lucha armada. Acevedo se matriculó en Ruptura y, en consecuencia, cuenta, el Partido le retiró la militancia.
Casi al tiempo se retiró de Polímeros y regresó a la universidad. La razón, según Norberto Ríos, líder sindical que militó con Acevedo en esa época, es que “tuvo la fortuna” de conocer a quién sería su futura esposa: Cecilia Calle, la sobrina de Diego Calle Restrepo, uno de los míticos gerentes de Empresas Públicas de Medellín (bajo su gerencia se construyó por ejemplo el sistema hidroeléctrico de Guatapé-Peñol), que ya había sido gobernador de Antioquia y que estaba pidiendo pista para ser Ministro de Hacienda.
Cecilia Calle también fue el eslabón que selló la amistad entre Darío Acevedo y José Obdulio Gaviria, según el mismo José Obdulio. Acevedo, en cambio, asegura que lo que los unió fueron sus convergencias políticas. “José Obdulio era un activista del Partido”. Gaviria, molesto, lo desmiente: “es completamente falso que yo hubiera militado en el Partido Comunista Marxista Leninista. Yo nunca tuve nada que ver”. Acevedo asegura que su amigo hacía trabajo de campo: “Echarle carreta a los campesinos. Ahí lo conocí yo en algún evento y después fuimos amigos. Nos veíamos en algunas circunstancias hasta que él entró a hacer parte del movimiento de Álvaro Uribe Vélez”.
En los años ochentas, Acevedo y Gaviria militaron juntos en el movimiento de izquierda Firmes, asociado a la revista Alternativa, fundada por Enrique Santos Calderón y Gabriel García Márquez. Allí estaban también otros intelectuales de izquierda de la época como Carlos Gaviria, Álvaro Tirado Mejía, Jaime Jaramillo Panesso. Y, como no, el excandidato presidencial de izquierda Gerardo Molina, el hombre que se convirtió en “una especie de tutor, de padre político” para Acevedo, que lo aconsejaba: “Me dijo que no me metiera a hacer política porque la política era muy ingrata. Que me dedicara a la academia”, recuerda.
Se acababa de graduar de Historia en la Nacional de Medellín, la carrera que eligió después de volver a los estudios. Había entrado en la primera cohorte que se estrenó en 1978. En Historia se empezó a fraguar su viraje intelectual: pasó de exigirle a su profesor de Paleografía y Archivística, Roberto Luis Jaramillo, que les enseñara los archivos de Mao y de China en lugar de los de la Colonia, a hacer una tesis, cinco años después, sobre Molina: un liberal socialista que rechazaba la lucha armada. “El espíritu libre” que describió Acevedo en su primer libro, era un tibio en palabras de Jaramillo: “era de izquierda cuando no tenía puesto y cuando tenía atacaba a los liberales”.
“Alguna vez me invitaron a una de las reuniones de Firmes, donde José Obdulio era ideólogo. Ahí estaba hablando Gerardo Molina y, francamente, noté su pobreza de discurso. Era un oportunista. Después se pusieron a tocar guitarra y a cantar las canciones de mi abuela. Yo me dije: ah, no. Así, con canciones, no vamos a hacer ninguna revolución”, cuenta Jaramillo.
No hicieron ‘la revolución’ con canciones sino con Álvaro Uribe Vélez. En 1986, Gerardo Molina era la cabeza de Firmes y el encargado de pronunciar el discurso de adhesión del movimiento a la candidatura al Senado del entonces disidente del Partido Liberal. Acevedo se opuso. Aunque no lo conocía personalmente sí conocía las críticas en su contra: Uribe era un ‘neoliberal’. Sus reparos, sin embargo, no hicieron mella. Era, al fin y al cabo, un historiador recién graduado. Molina, que ya para entonces era su amigo personal, lo escuchó pero lo tranquilizó, le pidió paciencia. “Al día siguiente me llamó. Me dijo que lo había impresionado mucho, que no tuviera ninguna ninguna objeción porque Uribe era un hombre muy inteligente, que iba a llegar muy lejos. Y ahí lo vemos”, dice, “llegó muy lejos”.
Acevedo hace un sonido gutural, casi como un gruñido que refleja desagrado, cuando se le pregunta cuando conoció a Álvaro Uribe Vélez personalmente. “Yo me lo topé varias veces, pero no como amigo sino como contradictor”, dice. Esa postura, hoy lo sabemos, no duró mucho tiempo.
Darío Acevedo y la Universidad
Un año después de que Álvaro Uribe Vélez se posesionó en la Presidencia de Colombia, Darío Acevedo Carmona fue nombrado secretario de la sede Medellín de la Universidad Nacional. Ya tenía encima 16 años de carrera como profesor de Historia, dos años más como directivo en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, ya había hecho maestría y doctorado en Historia. El nuevo cargo, –y el nuevo Gobierno–, le significaron una oportunidad: podría incidir en la elección del nuevo rector. Los dos candidatos más fuertes eran el exrector y abogado Víctor Manuel Moncayo y el historiador Marco Palacios. Moncayo era el favorito de la comunidad académica y Palacios el de Acevedo. La elección, sin embargo, no dependía de ninguno de los dos.
Acevedo apostó todas sus fichas. Se convirtió en “el gestor, impulsor e ideólogo” que lideraba un grupo de profesores a favor de la candidatura de Palacios. “Me tocó gestionar ante el Gobierno Nacional que apoyaran a Marco Palacios porque parecía que iban a hacer votar por Moncayo. Pues bien, aproveché mi amistad con José Obdulio y le hablé bien de Marco Palacios, a pesar de que él escribió un artículo muy horrible sobre Álvaro Uribe Vélez en la prensa”.
El artículo, publicado por la revista Semana justo después de que Uribe ganó las elecciones, es un perfil llamado un Presidente ‘de a caballo’. Lo describe como “un antioqueño de pura cepa”, que “reza el estereotipo que el hombre de Antioquia es individualista, trabajador tenaz, festivo, blanco y católico; amante de la autoridad y en primer lugar de las jerarquías patriarcales”. “Avezado político” y “el padre de las Convivir, unas cooperativas de autodefensa que creó cuando era gobernador de Antioquia (1995-1997) y que lindaban con los escuadrones paramilitares”. Un terrateniente, dueño del Ubérrimo, del que “uno puede suponer que es uno de los 2.300 colombianos propietarios de más de 2.000 hectáreas y que acaparan entre todos unos cuarenta millones de hectáreas”.
A pesar de todo, ganó Acevedo. Palacios quedó elegido rector en abril del 2003. Y con esto, ganó algo más: la enemistad de lo que él llama “las fuerzas extremistas” dentro de la universidad que, asegura, lo amenazaron.
Los estudiantes y el propio Moncayo impusieron tutelas en contra de la elección. Fueron 17 en total. “El movimiento fue protestado por todas las izquierdas que se fueron lanza en ristre contra ese nombramiento. Yo jugué un papel destacado defendiéndolo, encarando ese movimiento. Nos metimos a las asambleas de profesores, de estudiantes y hablábamos. Ellos decían que nosotros íbamos a hacer una masacre obrera y yo no sé qué y no pasó nada: no hubo un solo expulsado de la Universidad”.
Quizá no hubo expulsados pero sí traslados, lo que le valió a Acevedo un nuevo enfrentamiento, ahora con el sindicato de trabajadores de la Universidad Nacional. Él, que había sido fundador de sindicatos de la talla de la Escuela Nacional Sindical, aún hoy uno de los mayores sindicatos antioqueños asociados al Magisterio, y defensor de la lucha obrera desde sus épocas de militante de izquierda, fue acusado de “persecución a sindicalistas”.
“Yo encaré al sindicato porque el sindicato hacía lo que le daba la gana. Bloqueaba edificios. En cada paro, en cada mitin, bloqueaban la biblioteca. Yo, como secretario, dirigía la biblioteca. Tuve una reunión con los trabajadores y les expliqué que eso era un asunto muy grave, algo horrible desde el punto de vista intelectual: cerrar una biblioteca. Es como quemar libros. Recuerden quién quemaba libros, les dije. Los nazis, los fascistas”.
Recuerda que los sindicalistas llegaron también a la reunión. Acevedo les salió al paso. “¿Ustedes qué hacen aquí? ‘Ah, no. Que nosotros somos los sindicalistas’, me dijeron. Y yo les dije si, pero ustedes son trabajadores de la Universidad, ¿pidieron permiso para venir? ¿No? Entonces me hacen el favor y se devuelven porque si no se les puede aplicar abandono del puesto de trabajo. Y se fueron. Así era yo, contundente pero respetuoso”
Después de eso, los empleados de la biblioteca volvieron a cerrar la instalación. Acevedo, que ya los había amenazado, “le cambió el puesto” a uno de los promotores. Una fuente de la Universidad que estuvo presente durante ese episodio no habla de un caso sino de tres. Acevedo lo niega e insiste: “eso no es ningún pecado. Es normal en la vida, legal. No es una masacre laboral, no perdió monto salarial, no se le puso a pegar ladrillos, sólo se mandó a otra dependencia”.
Después de estos episodios, Acevedo fue ascendido al cargo de Vicedecano de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Medellín. Y, en septiembre de 2017, fue nombrado profesor emérito de la Nacional, una de las mayores distinciones que hace la universidad. Pero la relación con la comunidad académica no mejoró. Las pruebas han salido a la luz en las últimas semanas en torno al debate por su nombramiento en el Centro Nacional de Memoria Histórica. En redes sociales, cartas abiertas y medios de comunicación se han hecho visibles los rechazos. En muchos casos, lo que se critica es su dignidad académica para el cargo, que es precisamente la justificación del Gobierno de Iván Duque para ofrecérselo. Está por ejemplo la carta que suscribieron 20 docentes, casi 50 estudiantes y egresados y 5 de los representantes estudiantiles, así como otras 10 organizaciones pertenecientes a la Facultad Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional Sede Medellín y la carta de renuncia del profesor Gabriel Cabrera a la dirección del Departamento de Historia de la Universidad Nacional en mayo del 2017 en la que narra cómo Acevedo, como vicedecano, intentó censurar el desarrollo de cursos de algunos docentes por discrepancias ideológicas.
Acevedo, una vez más, lo niega: “No hubo veto, cumplí una de mis funciones como vicedecano, lleve el asunto a la instancia superior. Aun hay personas que quieren imponer sus divagaciones apelando al bulling (sic)”, contó Cuestión Pública. «Yo fui profesor 30 años largos independiente de lo que opinara políticamente», dice.
Las críticas se extendieron a sus estudiantes. Pablo Bedoya, por ejemplo, escribió en Facebook: “Recuerdo especialmente un día en que el profesor Acevedo afirmó que la primera mitad de siglo se habría caracterizado por ser un período de paz, versión en la que se sostenía a pesar de las críticas de algunos de mis compañeros que le increpaban sobre las movilizaciones que vivía el país como las de Quintín Lame y las de las Bananeras, y que fueron combatidas a sangre y fuego por un Estado que históricamente se había empeñado en negar la ampliación del espectro democrático del país. A juzgar por los comentarios y escritos de otros colegas como el historiador Daniel Bedoya Betancur, los recuerdos de estas discusiones (comúnmente resueltas de formas verticales, como es la usanza del grupo ideológico al que se adscribe Acevedo) no sólo quedaron marcadas en mi recuerdo, sino en el de muchos de mi generación.”
José Obdulio es la izquierda de Álvaro Uribe y Darío la derecha de Horacio Serpa
Darío Acevedo y la Historia
“Él no buscó este cargo, el cargo lo buscó a él”, dice José Obdulio Gaviria, uno de los principales ideólogos del uribismo y defensor acérrimo del nombre de Acevedo en el Centro Nacional de Memoria Histórica. “Es uno de los historiadores para mostrar de este país. Muy acatado, muy respetado. Su presencia en el Centro Nacional de Memoria Histórica va a garantizar una visión completamente distinta a la que han intentado imponer las Farc o muchos sectores representados en la Comisión de la Verdad, que es la visión de que el conflicto armado es obra y gracia de la injusticia social imperante. La visión que va a impulsar Darío es la científica, de historiadores serios, la que dice que Colombia es una democracia liberal y que la violencia desde los años sesenta es una violencia terrorista”.
Cuando se le pregunta a José Obdulio Gaviria por la militancia de Acevedo en esos movimientos que él mismo reconoce como terroristas, su respuesta es una defensa: “Él rectificó porque quién diablos va a defender eso. Él en ese momento era un niño, un joven. Hoy es un científico”.
– Es decir, ¿maduró?
–Madurar no es la palabra. Es un cambio producto del conocimiento.
En 2002, Acevedo debatió con José Obdulio Gaviria en un evento de la Escuela Nacional Sindical. Cada uno defendía las posturas de los candidatos presidenciales de la época: Álvaro Uribe Vélez y Horacio Serpa. El debate terminó en carcajadas cuando el moderador dijo, “José Obdulio es la izquierda de Álvaro Uribe y Darío la derecha de Horacio Serpa”. Su giro intelectual había sido oficializado.
A pesar de eso, Acevedo no dejó de ir a los eventos y participar como miembro de la Escuela Nacional Sindical. Al fin de cuentas, había sido su fundador. Pero eso no implicó que la relación fuera fácil, dice Norberto Ríos: “Nos toleramos. Había una relación de amistad aunque cada vez las divergencias eran más profundas: por nuestros informes de la situación de derechos humanos de los sindicalistas, por su valoración del conflicto armado, por nuestras críticas al uribismo”. La ruptura definitiva con la Escuela la marcó este episodio:
En 2014, uno de los principales sindicatos de Antioquia, Sintradepartamento, “bastión histórico de la lucha del Sindicalismo Independiente”, que en su mejor época tuvo hasta dos mil miembros y un edificio de cuatro pisos en el barrio San Benito de Medellín, estaba al borde de la quiebra. La decisión fue vender el edificio que adentro, en su auditorio principal, tenía un mural que, muy a la usanza de los movimientos de izquierda latinoamericanos, hacía un homenaje a la lucha sindical en Colombia. El mural había sido pintado por la artista plástica de Taller 4 Rojo, Nirma Zárate, en los años ochenta, cuando por ordenanza departamental, se fomentaba la construcción de edificios con obras de arte.
El mural representa, en palabras de los artistas, “la ideología que inspiró a los sectores opositores de ese momento, quienes comprendían a los grupos insurgentes como la vanguardia revolucionaria y a los movimientos sociales como la retaguardia”. Campesinos y obreros sobresalen al frente, delante de la ciudad de Medellín y el humo de las fábricas. En la esquina superior derecha, aparece representada la “expresión guerrillera”. En palabras de Norberto Ríos, líder sindical de la Escuela, “la expresión de la dinámica social de los setenta”.
Ante el temor de que el edificio y el mural quedaran en manos de personas que no lo valorarían, la Escuela Nacional Sindical propuso comprarlo. Darío Acevedo se opuso radicalmente: “Dijo que era una apología a la insurgencia, al terrorismo”, cuenta Ríos. La Escuela lo enfrentó, le dijeron que la relación de las guerrillas con los movimientos sociales de la época eran “hechos históricos innegables”. Lo derrotaron. Dos años más tarde, Acevedo se retiró definitivamente de la Escuela.
“Yo no sé de dónde sacan que yo di un giro”, dice. “Obviamente he cambiado de opinión como mucha gente, pero no es un cambio repentino, de la noche a la mañana, ni por un mendrugo de pan. Ha sido un proceso político, intelectual, a través de la observación de la experiencia. Un paulatino desencanto de las negociaciones de paz, de la manera como la guerrilla traicionó la esperanza de los colombianos”.
Frente al proceso de paz con los paramilitares su postura es distinta. Aunque a finales de los noventa llegó a reclamarle a Uribe por la creación de las Convivir que éste defendía desde la Gobernación de Antioquia, hoy asegura que lo que más lo sedujo del expresidente es que “procuró devolverle al Estado el control de las armas y por eso inició política de desmovilización de los paramilitares”.
Desde sus columnas de opinión en diferentes medios como El Espectador o el portal Primero Colombia se dedicó a defender ese proceso. Y más tarde, a atacar al Gobierno de Juan Manuel Santos y el proceso de paz con las Farc. A los miembros del Gobierno santista los llamó “una mano de torcidos y desleales que no hacen sino constatar que la política es una actividad dura y de traiciones”. Luego, exigiendo el derecho a la libertad de expresión de opositores del Gobierno como él, escribió: “La “Santa Alianza” conformada por Santos, Samper, Piedad, el gelatinoso Roy, el iletrado Simoncito, Petro, comunistas e izquierdistas, progresistas, la oligarquía capitalina, la Marcha Patriótica y el cardenal Salazar, no puede pedir que se les despeje el panorama para imponer un discurso hegemónico según el cual estamos ad portas, a un cacho, de la paz, y los enemigos de la paz no son los que matan soldados y ponen bombas y agreden a población civil y reclutan menores y secuestran por miles, sino, los que nos atrevemos, en ejercicio legítimo, a controvertir lo que nos parece un monumento a la impunidad y una bofetada a las víctimas de las guerrillas”.
Sus comentarios también inundaron Twitter. Como contó el portal Cuestión Pública, Acevedo escribió: “Farc, Colombia Humana y el mamertismo […] son dueños del Centro de Memoria Histórica, la JEP y la Comisión de la Verdad”, en octubre de 2018. A la JEP la calificó como “brazo judicial del nuevo gobierno Santos-Farc”, de “venganza fariana” o “sesgada”. Y a la Comisión de la Verdad la describió como “mamerta”. Incluso llamó juez sesgado al padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión.
Ante las críticas sobre su nombramiento en el Centro de Memoria Histórica, encargado de escribir el guión de la historia y la memoria del conflicto armado en Colombia, se defendió atacando: dijo que el suyo era un intento de “veto de los inquisidores que no soportan la libertad de opinión, que se creen dueños de la ‘verdad’ que ante falta de argumentos apelan a la demolición moral del que piensa diferente”, y se declaró víctima “de una campaña de difamaciones, tergiversaciones y verdades a medias en las redes”. Y que, como funcionario público, respetará la ley aunque no concuerde necesariamente con todos sus postulados.
Insiste que no reniega de lo que piensa pero que “los hechos son los que hablan por uno, no solamente las palabras. No soy de los que impongo lo que pienso”. Esto, a pesar de que en una columna publicada en 2013 había dicho: “Hay que prestarle atención a las palabras de los que intervienen en las conversaciones sobre la guerra. En distintas disciplinas de las ciencias humanas se reconoce la importancia del discurso político en tanto es a través de él que se hacen explícitas las representaciones, es decir, lo que cada movimiento, partido o fuerza piensa de sí mismo y de los demás”. Por eso, a juzgar por lo que ha dicho y hecho hasta ahora cabe, al menos, espacio para temer.