En el 2010 una inmigrante colombiana empezó una caminata que comenzó en Miami con cuatro personas y terminó frente a la Casa Blanca con ocho mil. La manifestación contribuyó a la creación de Daca, el programa que permitió que 800 mil hijos de inmigrantes accedieran a permisos de trabajo, el mismo que Donald Trump decidió acabar este año.
En ese entonces se llamaba Juan Rodríguez. Recuerda la reunión en el ala oeste de la Casa Blanca. Ella, 20 años, entre un corrillo de líderes de organizaciones de inmigrantes que llevaban años en Washington. Sospechaba que la habían invitado sólo para ponerla en la foto, para que Obama pudiera decir que había atendido a los jóvenes inmigrantes que marcharon desde Miami hasta Washington como protesta por las deportaciones masivas entre sus comunidades. Recuerda la entrada del presidente al salón Roosevelt. Lo siguió con la mirada, vio los apretones de mano, los abrazos a viejos conocidos. Llegó su turno. El presidente estiró la mano y se quedó con ella en el aire. Isabel le dijo que no lo podía saludar. A Obama le dio rabia que Isabel lo dejara con la mano estirada pero más rabia traía ella de Miami.
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Isabel salió para el colegio una mañana de 1996 y nunca regresó. Unos tipos armados dejaron razón con los vecinos de que los Rodríguez tenían 24 horas para salir de Bogotá. Les bastó medio día para tomar un vuelo a Miami. Allá se establecieron. Vivieron 11 en una casa de dos cuartos durante varios meses. Encontraron trabajos y colegios, pidieron asilo político. Les dieron la cita para presentar sus casos cinco años más tarde, justo después del atentado terrorista contra el World Trade Center en Nueva York. A todos se los negaron excepto a su abuelo, así que entre el 2003 y el 2010 llegaron las órdenes de deportación. Ya no era un gatillero sino un juez el que ordenaba el destierro. Casi todos tuvieron que vender sus negocios, dejar sus cosas, abandonar todo lo que habían construido en Estados Unidos durante esos años.
Desde el principio fue muy claro para Isabel que el lugar de su familia en Estados Unidos estaba a una carta de desaparecer. Pudo ir al colegio porque la Corte Suprema había decidido en 1982 que no se les podía negar la educación básica a los menores de edad aunque fueran indocumentados. Fue al final del bachillerato que se encontró con ese muro que era su pasaporte colombiano. En plena búsqueda de becas para la universidad se dio cuenta de que no tenía número de seguridad social. Su consejera académica le dijo que probablemente nunca iba a poder ir a la universidad en Estados Unidos. Su plan de estudiar ingeniería aeroespacial se deshizo en esa reunión de consejería. Al terminar el último año de colegio en el 2007 se graduó de bachiller e indocumentada en una misma ceremonia.
Fue un momento de desesperación. Los agentes de inmigración llegaban en la mitad de la noche, se llevaban a las personas. La gente desaparecía.
La consejera académica no contó con las notas de Isabel. Se graduó entre los cinco mejores estudiantes de una promoción de 500. Sus calificaciones le abrieron las puertas del Miami Dade College. Allá entró en contacto con activistas por los derechos de los inmigrantes e hizo amigos entre la comunidad de latinos indocumentados que tenían historias como la suya. “Después de perder a mi familia, el movimiento de migrantes se volvió una nueva familia para mí. Nos organizábamos para entrar a las universidades, encontrar becas, trabajo, nos dábamos apoyo emocional”, cuenta Isabel. Por esos años, la política de deportaciones arreció. Obama se ganó el apodo de Deportador en Jefe (the deporter-in-chief). Durante su primer periodo presidencial hubo un promedio de más de mil deportaciones diarias. Un millón y medio de inmigrantes fueron desterrados durante esos años, cifra a la que no se acercaron las administraciones de George W. Bush y Bill Clinton.
“Fue un momento de desesperación. Los agentes de inmigración llegaban en la mitad de la noche a las casas de las personas y se las llevaban. La gente desaparecía”, cuenta Isabel. Recuerda la ira de la comunidad. Estados Unidos, la nación abanderada de la democracia y los derechos humanos, estaba en plena campaña de detención de cientos de miles de inmigrantes. A muchos los condenaban a encierros de semanas en celdas de confinamiento solitario antes de sacarlos del país. Isabel empezó a ver los efectos del asedio en su comunidad, la depresión, los suicidios entre los indocumentados. Uno de los jóvenes con los que trabajaba intentó quitarse la vida. A partir de esa visita al hospital, la rabia se empezó a convertir en plan.
Isabel planeó la marcha con Gaby Pacheco, Felipe Matos y Carlos Roa, amigos y compañeros activistas. Decidieron apostarle a que si la gente oía sus historias, iba a sumarse a la marcha. “La mayoría de la gente de este país cree en la democracia, la paz, la seguridad, la igualdad de derechos”, dice Isabel, “pensamos que si salíamos al público y contábamos nuestras historias, nos íbamos a dar cuenta de que la mayoría de las personas estaban de nuestro lado”. El primero de enero del 2010 dieron el primer paso de esa marcha de 2.400 kilómetros desde la Torre de la Libertad en el centro de Miami. Durante los cuatro meses siguientes caminaron ocho horas diarias, 32 kilómetros cada jornada, seis días de marcha a la semana.
La caminata era el plan pero también un pretexto para encontrarse con las comunidades de inmigrantes de todos los estados de la costa este. En el camino se encontraron con miles de historias de deportaciones y violencia contra esos grupos de gente al borde del destierro. En algunos pueblos se encontraron con decenas de personas. En ciudades grandes reunieron muchedumbres de tres, cuatro mil personas. Isabel calcula que más de 80 mil se involucraron en la marcha. A finales de abril llegaron al estado de Virginia. En Alexandria, ciudad vecina de Washington, se encontraron con un grupo de ocho mil personas que los estaban esperando para marchar con ellos hasta la Casa Blanca.
En medio de manifestaciones, en plena campaña de redes sociales y contacto con medios de comunicación, Isabel recibió la invitación a la reunión con el presidente. De los cuatro, sólo la invitaron a ella porque era la única que tenía una identificación para entrar a la Casa Blanca. Un año antes su madrastra le había ayudado aplicar para la residencia permanente. De entrada, la invitación le pareció un insulto a todo lo que representaba la marcha. Esos 2.400 kilómetros recorridos se trataban justamente de denunciar la marginación de los inmigrantes que no tenían un papel que validara su derecho a vivir en Estados Unidos. “Yo no quiero ver a ese hombre», les dijo a sus amigos. «No me importa lo que quiera decir, él no representa mi comunidad, nunca va a hacer nada por nosotros”. Consideró rechazar la invitación pero decidió que era una oportunidad.
Fue Gaby Pacheco la que le dio la idea de dejar a Obama con la mano estirada. La iban a meter a una oficina con 10 representantes de organizaciones de cientos de miles de inmigrantes, personas curtidas en la política y las movidas de Washington. Sabían que Obama iba a dar su ronda de saludos. “Cuando él te de la mano, no lo saludes, no le digas nada. En ese acto vas a tener un impacto más grande que todas las personas en esa reunión”, le dijo Pacheco. La ira de la marcha, el dolor de las deportaciones y la frustración de los indocumentados tenía que expresarse en ese par de segundos, tenía que quedar en el aire, entre esa mano estirada, sobre ese grupo de corbatas.
Tras el gesto, la reunión se puso tensa. “[Obama] se puso serio, dejó de saludar, les dijo a todos que se sentaran”, cuenta Isabel. “Empezó la reunión diciendo que le parecía un gran insulto que a él como presidente demócrata, que hacía todo por los latinos, siempre le estuvieran haciendo reproches y que fueran a su casa e Isabel ni si quiera lo saludara”. El representante de la coalición de inmigrantes de Maryland intervino, dijo que la comunidad estaba sufriendo con las deportaciones, el abuso de las autoridades de inmigración, la separación de las familias. El resto de la reunión fue una conversación sobre el futuro de los indocumentados en Estados Unidos. Así fue que los cuatro universitarios indocumentados de Miami lograron una representación en la Casa Blanca y llevaron sus historias a algunos de los medios más importantes de Estados Unidos como CNN y el Washington Post.
El esfuerzo colectivo de todas las organizaciones de inmigrantes surtió efecto. Dos años más tarde, Obama puso a andar el Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA), programa que les permitió a más 800 mil inmigrantes que llegaron a Estados Unidos antes de los 18 aplicar a permisos renovables de trabajo de dos años. Aproximadamente el 60 % de beneficiarios aprovecharon su nuevo estatus para abrir cuentas bancarias y conseguir trabajos. “Fue un día muy emocionante en el 2012 cuando se anunció DACA. Se reconocía el esfuerzo de tantos inmigrantes que actuaron y con su valentía lucharon por un cambio en este país”, recuerda Isabel. “Ahora llegamos al día en que muchos de esos permisos se están expirando y la presidencia de Trump anunció que no se van a renovar”.
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Hay gente que le pregunta a Isabel si ha oído sobre el Trail of Dreams, esa caminata de miles de kilómetros que hicieron cuatro jóvenes inmigrantes de la Florida. No la reconocen. No saben que esa mujer que tienen al frente fue uno de esos activistas que llegaron a Washington con ocho mil seguidores. No tienen idea de que están hablando con la persona que entró a la casa blanca y le dijo a Obama que no lo podía saludar. Es que Isabel Sousa hizo toda esa travesía como Juan Rodríguez.
Se hartó de Washington muy rápido. En las entrevistas, las cámaras y las ofertas vio una trampa. “Hay una manipulación”, dice. “Identifican a los líderes y los empiezan a introducir a riquezas y poder para distanciarlos de la base. Eso no me gustó. Odiaba estar en Washington”. Sabía que su lugar era la Florida, junto a la comunidad de inmigrantes con la que había trabajado todo ese tiempo. Supo, también, que la calma después de la marcha era el momento para tomar decisiones sobre su identidad.
Apenas recibió la residencia en Estados Unidos viajó a Bogotá. Recuerda que “ese primer viaje a Colombia fue extremadamente emocionante por lo raro de volver a mi país de origen sin poder reconocer nada”. Vio a su madre por primera vez en 14 años, fue con sus hermanas a visitar el colegio en el que estudió cuando era una niña, a ver la fachada de la casa que tuvieron que abandonar en 1996. Aprovechó que en Colombia se acababa de firmar un decreto que les exigía a los notarios hacer más expedito el cambio del sexo en las cédulas de las personas trans. “Cambié mi registro civil, mi cédula, saqué nuevo pasaporte. En una manera, me borré a mi mismo en ese esfuerzo de distanciarme de la fama, de cómo la gente me veía. En parte desaparecí. Todo cambió.»
Las cosas han cambiado tanto que el legado de los activistas que lucharon por DACA está a punto de desaparecer. A partir del cinco de octubre, ningún beneficiario del programa podrá renovar su permiso de trabajo. “Volvemos a lo que estábamos en el 2010. Volvemos a la lucha”, dice. La única solución es el Dream Act, una iniciativa legislativa que les daría la residencia condicional y luego permanente a los beneficiarios de DACA que cumplan con ciertas condiciones como un pasado judicial limpio. Desde el 2001 el proyecto ha sido presentado y rechazado cuatro veces en el senado y tres en la cámara de representantes. Las posibilidades siguen en manos del congreso. La negociación es una batalla.
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Este artículo de la BBC para entender qué es el programa DACA, a quién beneficia y por qué Trump decidió cancelarlo.
En las próximas semanas Isabel va a ir a Washington por primera vez desde que llegó a sus calles a pie. Tiene reuniones con senadores y representantes para pensar en el futuro del Dream Act. “Va a ser muy difícil porque el partido republicano sólo va a apoyar una reforma migratoria si reciben billones de dólares para militarizar las fronteras y restringir el ingreso de inmigrantes”, dice. Sabe que la comunidad no quiere negociar por los jóvenes y en contra del resto de inmigrantes.
Por lo pronto, está usando sus 10 años de experiencia en la coalición de inmigrantes de la Florida para preparar a la gente. Está contactando a los beneficiarios de DACA para que renueven sus permisos antes de la fecha límite. A los que están a punto de perderlo, los están capacitando: que conozcan sus derechos, que no les abran la puerta a los oficiales de inmigración, que no firmen nada, que consulten a un abogado antes de tomar cualquier decisión. Isabel sabe que esta nueva lucha va a ser más dura que la que libraron los inmigrantes en el 2010. Pueden volver las deportaciones de media noche, los encierros masivos. Pero tiene esperanzas. «Con las oportunidades que han tenido, los jóvenes que tienen DACA se han hecho conocer. Han podido contribuir a este país», dice. Confía en que demócratas y republicanos entienden la importancia de esos jóvenes para el futuro del país. La marcha continúa.