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22.01.2025
Felipe Uribe Rueda
antropólogo y analista político
22.01.2025
arte por Nefazta
Este lunes, Donald Trump se posesionó como el 47º presidente de la historia de Estados Unidos. Sin embargo, la presencia de Elon Musk, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos en la primera fila de invitados de la ceremonia, aunada a las medidas anunciadas por Trump, suscitan dudas sobre quién gobernará realmente.
Este texto hace parte de Sancocho Mundi, nuestra columna de geopolítica. Si quiere ver las otras entradas, haga clic aquí.
Recuerdo que, en 2016, durante las primarias partidistas en Estados Unidos, aposté con un amigo a que Trump iba a ganar la convención republicana. Él creyó que se acababa de ganar una invitación a comer sin mover un dedo, pero yo estaba seguro de que los republicanos, a quienes percibía como una horda de locos y fascistas, iban a escoger a un tipo que para ese momento parecía totalmente inviable para la carrera presidencial.
Sin embargo, no consideraba la posibilidad de que ese energúmeno lograra hacerse con la Casa Blanca, pues no le veía experiencia, ni inteligencia suficiente para ganarle en un debate a Bernie Sanders, cuyo discurso populista de izquierda sí lo habría parado en seco, o a Hillary Clinton, quien, en el momento, parecía que se las sabía todas (o las suficientes para imponerse). Cuando gané la apuesta, mi amigo me propuso doblarla para las elecciones presidenciales, pero no me atreví, porque pensaba que Clinton, con buena parte del establishment bipartidista detrás, iba a imponerse sobre un tipo cuya plataforma, al parecer, solo consistía en decir barbaridades.
Hoy, casi 10 años después de que Trump se lanzara a las primarias republicanas por primera vez, me causa escalofríos pensar en la ignorancia tan profunda que padecíamos en 2016. En ese momento, no sabíamos que, de hecho, Trump no era una desviación del sistema, sino su evolución, dos o tres pasos adelantada a cualquier análisis prospectivo de periodistas, estrategas políticos y expertos en elecciones. A diferencia de muchas teorías de la conspiración que en su momento apuntaron a Vladimir Putin como el titiritero, creo que las tres candidaturas que Trump ha sacado adelante, dos de ellas con éxito, son parte de una jugada que se fraguó en los salones de brainstorming de Silicon Valley, y no en los pasillos del Kremlin.
Devolvámonos un par de días a la posesión de Trump. En primera fila, incapaces de disimular su mueca de satisfacción, Musk, Zuckerberg y Bezos. Entre ellos tres amasan una fortuna de alrededor de 1 billón (en español) de dólares, lo que equivale a más de lo que tienen los 120 millones de personas más pobres de Estados Unidos (también habría que contar con las “modestas” fortunas de Tim Cook, el CEO de Apple y Sundar Pichai, el de Google). Retóricamente, diría que sus caras estaban escondiendo algo, pero no. El punto es, precisamente, que, con la posesión de Donald Trump, estos billonarios y compañía ya no tienen que disimular nada, porque saben que acaban de hacer jackpot: saben que, finalmente, el fruto de la inversión que comenzaron a hacer hace 10 años ya está maduro y listo para recoger.
Donald Trump, un tipo abiertamente racista, criminal condenado y probado abusador de mujeres, es nuevamente y por segunda vez, presidente de Estados Unidos. Algunos, en el Atlántico Norte, están atónitos. Aquí, en el Sur, no estamos tan sorprendidos.
Click acá para ver¿Y cuál es el fruto? Sencillo: menos regulación de la IA, desmantelamiento del Estado de bienestar, una política migratoria extremadamente hipócrita que cierra fronteras en Texas, pero las abre en los grandes aeropuertos de los hubs tecnológicos; explotación de hidrocarburos en EE.UU. y rompimiento de tratados ambientales internacionales para mantener encendida la operación tecnológica de las big techs; y aranceles para microchips y tecnología de punta china y europea, complementados por profundos recortes fiscales para el 1% más rico del país.
El árbol que engendraría ese fruto se plantó en 2016, justo para las primeras elecciones que Trump ganó, cuando Cambridge Analytica, con la connivencia de Facebook, robó información personal de decenas de millones de personas, con el objetivo de brindársela a la campaña de Trump para que esta la usara para perfilarlas y manipularlas, a punta de noticias falsas y narrativas hechas a la medida de sus miedos y frustraciones. Durante las presidencias de Trump y Biden, Facebook se vio salpicado por varios escándalos alrededor de su permisividad hacia mensajes racistas, xenófobos y misóginos, así como desinformadores con respecto a la pandemia de COVID-19 y propaganda nazi, entre otras barbaridades. En ese momento, a pesar de que no pareciera inofensivo, no logramos dimensionar que lo que estaba pasando tenía que ver con, por lo menos, una pasividad muy sospechosa por parte de Zuckerberg y compañía a la hora de proteger al público de discursos extremadamente violentos con repercusiones claras en la vida de las personas. La pasividad de Meta ante estos atropellos digitales, eventualmente, normalizó los discursos de odio e hizo de la desinformación una característica connatural a las redes sociales, contexto en el cual personajes como Trump, pero también Milei, Bukele, Ayuso, Orbán, Meloni, Le Pen y un largo etcétera, se mueven como peces en el agua.
En 2022, otro billonario, Elon Musk, después de un rifirrafe accionario de varios meses, terminó pagando 44.000 millones de dólares por el 100% de las acciones de Twitter. En ese momento, a pesar de que la movida no se percibió como inofensiva, nadie imaginó su verdadero alcance. Lo que por muchos fue entendido como una compra fuera de proporción por el capricho de un billonario, rápidamente demostró que, en realidad, había sido la adquisición de un feudo digital encaminado a profundizar la brecha de entendimiento entre las personas y promocionar contenido de ultraderecha que, eventualmente, sería de mucha ayuda para poner a Trump en el poder.
Aparte de estos dos ejemplos, que son los más sonados, existen muchos otros, que dan cuenta de cómo una élite de billonarios lleva casi una década allanando el camino a punta de dólares para que gente como Trump se tome el poder. Pero, entonces, ¿por qué los populistas de derecha les convienen más a estos billonarios que los políticos liberales, que al fin y al cabo también han sido sus lavaperros en el pasado? ¿Por qué, aparentemente, estos billonarios ya no juegan a dos bandas, sino que se decantan por una sola?
En su libro más reciente, Yannis Varoufakis, el ex ministro de finanzas del gobierno de Alexis Tsipras, esboza una teoría sobre cómo el mundo pasó a regirse por un nuevo sistema económico, al que bautiza como tecnofeudalismo. Según dicha teoría, en ese sistema la riqueza ya no proviene de la ganancia que queda de la resta de los salarios y los gastos al ingreso bruto, como en el capitalismo, sino de la renta, como en el viejo feudalismo.
Para Varoufakis, la acumulación de capital tradicional, que se basaba en la plusvalía permitida por la automatización de la producción y la explotación de los trabajadores, le dio paso a la acumulación de capital-nube, que consiste en una renta que devenga el dueño de una especie de feudo digital, donde los capitalistas tradicionales pagan una renta y los siervos digitales generan valor de manera gratuita. En el caso de Jeff Bezos, el feudo es una plataforma en la que se vende y se compra todo. Para una empresa fabricante de productos terminados, sobre todo en el llamado Norte Global, no estar en Amazon es como no existir, porque la empresa ha logrado cooptar las prácticas de compra de la mayoría de la población. Esto hace imposible cualquier tipo de rebeldía que haga viable vender productos fuera de su feudo. En el caso de Zuckerberg, el feudo consiste en un ecosistema de plataformas de comunicación indispensable para millones de negocios e individuos, que las necesitan para vender sus productos, para venderse en el mercado laboral o, simplemente, para subsanar la necesidad humana de socializar.
En efecto, Elon Musk, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos, cuales señores feudales que expropian un porcentaje de la producción de los siervos que labran su tierra a cambio de poco o nada, arriendan el espacio para que quienes sí producen bienes les paguen una renta para poder venderlos. Para la muestra, un botón: Amazon cobra una comisión de entre 8% y 45% por cada venta que se hace en su plataforma. Así mismo, sigue Varoufakis, este nuevo sistema aumenta enormemente la acumulación de riqueza de los señores tecnofeudales, ya que sus empresas (y aquí no solo hablo de las redes sociales, porque todas venden datos) se lucran con el trabajo no remunerado que realizan millones de “siervos de la nube”, quienes comparten enormes cantidades de datos personales que valen cada byte en oro.
Pensemos en Facebook, Whatsapp e Instagram: todos los días, para suplir nuestra necesidad de socializar o, incluso, de conseguir trabajo, literalmente les estamos regalando datos bien curados, específicos y numerosos acerca de nuestros gustos, patrones de compra, intereses y ubicaciones. Meta, a través de sus distintas aplicaciones, captura de manera masiva nuestros datos para vendérselos a un sinnúmero de empresas, que pagan miles de millones de dólares para poder perfilarnos y, así, vendernos los productos que queremos, cuando los queremos, sin que nos demos cuenta.
Si en la transición entre feudalismo y capitalismo el poder pasó de los dueños de las tierras a los dueños de las máquinas, ahora parece que el poder está pasando de quienes poseen industrias a quienes poseen plataformas digitales.
Si bien no quiero excusar a los capitalistas tradicionales, quienes comparten gran parte de la culpa de haber convertido al planeta en un infierno, por lo menos hay que concederles que la acumulación de riqueza a través de la ganancia, y no de la renta, es un poco menos nociva para la humanidad. Al menos, los patrones industriales pagan salarios (para la muestra, otro botón: en su libro, Varoufakis señala que el pago de salarios y honorarios en Facebook equivale a más o menos el 1% de sus ganancias brutas, mientras que en otros sectores más tradicionales bordea el 80%).
Como vimos en el discurso inaugural de Trump, este piensa hacer exactamente lo que los billonarios quieren. Las medidas antimigrantes que busca implementar, restrictivas y contrarias a los derechos humanos, se enfocan en parar de tajo los flujos migratorios que llegan desde las Américas. Sin embargo, dichas medidas van a estar complementadas por una política de captación de cerebros a través de inmigración planificada que Musk ha defendido a capa y espada, porque los inmigrantes que les sirven a las grandes empresas de tecnología son los ingenieros indios, no los obreros mexicanos.
Por otro lado, el ya histórico “drill, baby, drill” es otra muestra de que Trump está trabajando para los grandes señores tecnofeudales, cuyas aventuras de crypto, inteligencia artificial y viajes espaciales consumen cada vez más energía que, por lo pronto, solo puede ser obtenida en las cantidades necesarias –y los precios “sostenibles” financieramente– a través de la explotación de hidrocarburos. Para garantizar dicho suministro, y para darles una mano a las empresas petroleras, que son otro monstruo del cual no nos hemos ocupado en este artículo, Trump busca el desmonte de prácticamente todas las medidas de protección del medio ambiente de las últimas décadas. No es casual que Elon Musk, que se llena la boca de retórica ambientalista para vender sus carros eléctricos, muestre su faceta de negacionista del cambio climático en eventos tan traumáticos como los recientes incendios de Los Ángeles.
Por último, el carácter de lavaperros de Trump es evidente en su política macroeconómica, que le apunta, en pocas palabras, a regular hacia afuera y desregular hacia adentro. En efecto, su administración va a aumentar los aranceles de buena parte de los productos de los competidores de las grandes empresas de tecnología gringas, al tiempo que va a bajarles la carga fiscal a los más ricos y promover un contexto de competencia irrestricta. Este escenario también beneficiará enormemente a los señores tecnofeudales para los que trabaja.
Yo sé que el panorama que acabo de plantear, lleno de señores tecnofeudales que están llevando el carácter gore del capitalismo a otro nivel, es desolador. Sin embargo, debo admitir que esta situación también implica una ventana de posibilidad. Una ventana que, a mi parecer, no se podía ver entre todo el gaslighting de los liberales nadando en mares de pronombres y bombas adornadas con la bandera LGBTI. La radicalización de la élite, que ya no tiene tapujos a la hora de mostrarse como tal, puede llevarnos a nosotros, el pueblo, a radicalizarnos de verdad. La ira y el miedo son afectos muy poderosos que, si se encauzan, pueden llevarnos a una etapa de creatividad política que nos permita romper las cadenas que nos tienen aprisionados. Al fin y al cabo, en 1789 la chispa que hizo volar el polvorín fue que el pueblo francés se dio cuenta de que, mientras comía basura, los reyes comían pastel. Es momento de darnos cuenta de que, mientras nosotros trabajamos para sobrevivir y los niños siguen muriendo de enfermedades prevenibles y a bombazos, ellos viven en yates, se transportan en jets privados y hacen viajes turísticos al espacio.