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Viaje al manantial del Magdalena

Detrás de la niebla que envuelve el legendario Páramo de las Papas se esconde un tejido de problemas que amenaza la supervivencia del río más importante y emblemático del país.

por

Camila Gómez Wills


26.02.2013

Fotos: Camila Gómez Wills

El precio de una yegua

A Pacho lo mandaron a sus doce años a traer cincuenta reses. Los animales le pertenecían a su tío y andaban sueltos por el Páramo de las Papas en el Departamento del Huila. Así llegó por primera vez al nacimiento del Río Magdalena. Hoy en día es un hombre taciturno y de pocas palabras. Dice no ser creyente pero “por si acaso” reza un Padre Nuestro todas las noches antes de dormirse y en la mañana antes de empezar el día.

Cuarenta años después de esa expedición en busca de unas vacas perdidas, Pacho es el encargado de volver a ese páramo y llevarnos por primera vez hasta la Laguna de la Magdalena, donde nace el río más largo, céntrico y vital de Colombia.  Pacho ya tiene listos los caballos que llevarán la carga para el viaje y ubicadas las posadas en las que dormiremos a lo largo de los cinco días de camino.

El viaje comienza en San Agustín. Somos un grupo de turistas un tanto anómalo. Si bien son muchos los que llegan al Parque Arqueológico Puracé, son muy pocos los que buscan cómo recorrer más de 150 kilómetros en el gélido clima del páramo colombiano. Los locales nos miran escépticos: ¿quien quiere hacer esa travesía y además paga por ello?

El tercer día de camino es el más duro; hay que subir hasta la laguna y volver a bajar antes de que caiga la noche. Pacho está preocupado por los caballos a los que, la noche anterior, masajeó con menjurjes de plantas. Él debe responder ante los dueños de cada una de las “bestias”. En esta zona un caballo vale su peso en oro.

El sendero va rodeando la montaña, siguiendo el lecho de una quebrada casi seca.  La vegetación es espesa y el camino empinado. A mano derecha hay un prescipicio y a mano izquierda una pared de piedra que asciende sobre nosotros. El camino es peligroso. Los caballos suben golpeando los cascos entre las piedras mientras los guías los llevan del cabestro. En medio del grupo, una yegua se agacha, se acuesta y, de pronto, como empujada por una mano invisible, cae por el barranco que va a dar al río. Se oyen chiflidos alertando al resto del grupo que va adelante. Pacho pierde la compostura. Se asoma una y otra vez por el precipicio. Suda. Para él, la pérdida de una yegua va más allá de lo que una persona de ciudad pueda imaginar. Un caballo en las zonas montañosas del país es una forma de transporte difícil de igualar: atraviesa ríos, lleva carga, sube por trochas. Ahora, en vez de planear cómo va invertir la plata que le pagamos por su trabajo como guía, debe calcular si será suficiente para pagar el animal.

En ese momento, como caído del cielo, aparece un guía haciendo el camino de regreso. Su llegada nos saca del estupor en el que estamos y por unos breves instantes todo es acción: nuestro guía y el recién llegado sacan los machetes de su vaina y se mandan montaña abajo. No queda más que esperar.

 

Los grafitis alusivos a dirigentes de las FARC nos habían acompañado por buena parte del camino. En algún momento nuestro guía nos pidió que entráramos a un potrero y no pude evitar pensar que podía estar minado. El miedo va permeando las reacciones más intuitivas y hasta el bulto más inocuo empieza a parecer un explosivo.

 

La última casa

Gina Paola y Luz Mary son dos mujeres que parecen ser madre e hija. Las conocí en la última casa que encontramos en el sendero hacia La Magdalena dentro del Parque Nacional Natural Puracé. No viven ahí, pero dicen ser dueñas del lugar. Los funcionarios de Parques Nacionales, la entidad que vigila y protege los parques del país, no comparten esa afirmación. Para ellos, las dos son un ejemplo de la colonización que amenaza la integridad de los parques y sus frágiles ecosistemas. Ese choque de intereses es recurrente en las áreas protegidas.

Su casa de madera está rodeada de plantas de curuba. Es un sencillo corredor a la intemperie del que se desprenden dos habitaciones. Al fondo hay una cocina en la que el agua corre permanentemente, alimentada por una quebrada vecina. El fogón de leña de la esquina ha ennegrecido las paredes. Las dos mujeres nos reciben con agua de panela y pan. Luego, en confianza, nos cuentan que la lucha por su casa ha sido dura: “aquí la guerrilla no es la que saca a la gente sino el gobierno”.  La poca plata que les entra al mes viene de venderles a los pasantes truchas recién sacadas del río para el desayuno y de ofrecerle posada a los viajeros que quieren pasar la noche. El último grupo que estuvo por aquí fue el de unos chinos haciendo, según Luz Mary, “exploraciones para construir una represa”. ¿Una represa en una zona que no sólo es Parque Nacional sino además Reserva de la Biósfera?.

Betania y el Quimbo

El Ministerio de Medio Ambiente fue creado en 1992 y está encargado de dar las licencias ambientales para proyectos de explotación energética, como una estación hidroeléctrica. En el caso del Departamento del Huila sólo hay dos licencias concedidas: el Proyecto de la Represa de Betania y el Quimbo.

El proceso para poder consultar la documentación pública de estos dos proyectos raya en lo ridículo: en el primer piso del Ministerio hay tres pupitres escolares alineados contra una ventana sucia y frente a éstos está el escritorio de la funcionaria que recibe las solicitudes. En una hoja de papel se llena a mano una solicitud en la que se identifica el proyecto. Cuando está lista, hay que esperar a que un funcionario, bajito y de bigote, baje al archivo donde reposan miles de expedientes.

Luego de una hora de espera llega el carrito con las primeras 10 carpetas del expediente de la Represa de Betania. Cada carpeta tiene 500 folios. El expediente no tiene índice. Los documentos han sido apilados cronológicamente. Las páginas amarillentas tienen casi borradas las viejas letras impresas con máquina de escribir. Entre ellas aparece una información reveladora: un diagnostico realizado por la Universidad Nacional sobre los efectos ambientales que podría causar el proyecto de la Represa de Betania. La conclusión es que la construcción del proyecto tendría un efecto negativo en las aguas del Río Magdalena: «el balance en términos ambientales es desfavorable”, remata el documento.

A pesar de las advertencias, hoy Betania es una realidad. Eso comprueba la teoría de Nancy*, una antropóloga que luego de haber estudiado a fondo el fenómeno energético del país, concluye que “la factibilidad de un proyecto hidroeléctrico no depende de la geografía sino del contexto político”.

No hay forma de verificar el rumor de aquel grupo de chinos exploradores. Los proyectos en trámite, si es que los hay para Puracé, no figuran en el sistema central del Ministerio de Ambiente. Además, para hacer exploraciones no es necesario siquiera pedir permiso a las autoridades. Así, los chinos – o los canadienses, gringos, ingleses o lo que sea- pueden explorar todo el país sin tener que dar mayores explicaciones sobre sus propósitos. A decir verdad, así lo han hecho siempre.

Tierras violentas

Lo primero que encontramos en la casa donde habíamos pasado la última noche fue un  calendario de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR, que nos recordó que estábamos en una zona de conflicto. Acá, las preocupaciones de los habitantes incluyen el desplazamiento forzado y la disputa armada por el territorio. De camino nos cruzamos con un hombre sin camisa que cargaba un balde de agua en una mano, un cuchillo en la otra y llevaba un fusil al hombro. Imposible saber a cuál bando pertenece y, francamente, en la mitad de la montaña, poca diferencia hace.

Los grafitis alusivos a dirigentes de las FARC nos habían acompañado por buena parte del camino. En algún momento nuestro guía nos pidió que entráramos a un potrero y no pude evitar pensar que podía estar minado. El miedo va permeando las reacciones más intuitivas y hasta el bulto más inocuo empieza a parecer un explosivo abandonado.

Jaime* es un campesino que llegó al valle de la Quinchana cansado de la extorsión a la que estaba siendo sometido en Tolima: “en esta vida uno no se escapa de la guerra”, afirma. Vive en una casa blanca anclada en las laderas del río Magdalena donde hace dos años llegó la guerrilla golpeando a su puerta advirtiendo que estaban allí para reparar un camino. Doscientos hombres trabajaron por cinco días para rehacer la trocha. Desde ese entonces no han vuelto a molestar, pero él sabe que en cualquier volverán a tocar su puerta.

Es difícil imaginar que por ese río que nace como una hebra de agua en la cordillera y va creciendo en su descenso hasta el mar Caribe se muevan más de 2,5 millones de toneladas de carga al año. Es tal vez esa capacidad de transporte la que ha renovado el interés del gobierno por recuperar a fondo su navegabilidad. Desde hace años, parece que los únicos que valoraron la utilidad de los ríos, y de ese en particular, fueron los grupos armados.

¿Tanta energía para qué?

En las oficinas del Concejo de San Agustín y Cormagdalena, una de las entidades encargadas del manejo del río, recibo –por fin– información concreta sobre el futuro del río y la supuesta presencia de los asiáticos. Efectivamente, en una especie de regresión a las formas de transporte más tradicionales, el gobierno está buscando maneras de integrar de nuevo el Río Magdalena a la industria económica. Para hacerlo, se firmó hace algún tiempo un acuerdo de cooperación con HydroChina, una empresa extranjera con una enorme participación del gobierno de ese país. Entre otras cosas, el acuerdo propone estudiar alternativas que recuperen la navegabilidad del río y que aprovechen el potencial de creación energética que éste tiene.

La energía que consumimos día tras día se produce desde hace siglos a partir de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas natural. Con la nueva ola de conciencia ecológica y rechazo al calentamiento global, los gobiernos han buscado maneras alternativas para crearla. Así pues, la energía eólica (creada usando la fuerza del viento), la energía solar (creada aprovechando la radiación solar) y la energía hidroeléctrica se han convertido en formas de producir energía que encajan perfectamente en el discurso medioambiental. Dado que la efectividad –entendida como la capacidad de producción–  de esta última es mucho mayor que la de la energía eólica y solar, se ha convertido en la manera estelar de producir energía bajo el amparo del argumento ambiental.  La energía hidroeléctrica no es tan limpia como parece, pues tiene un impacto social gigantesco y una vida útil relativamente corta. Contrario a lo que muchos puedan creer, una represa produce energía por aproximadamente 20 años. Al finalizar este periodo el proceso de sedimentación del río impide que el caudal siga generando la fuerza necesaria para mover las turbinas. En cuanto a la afectación social, a menos que la hidroeléctrica sea tan pequeña que sólo requiera el aprovechamiento de una caída natural, ésta impondrá la necesidad de desplazar a comunidades enteras de su territorio para darle cabida a la inundación requerida.

Puede no parecer un asunto fundamental, pero para a un campesino que lleva una vida rural, arraigado a su parcela desde hace varias generaciones, el impacto puede ser mucho más alto. Además, el desplazamiento no implica sólo empezar a cultivar en otro lado, sino construir redes con distribuidores de insumos, posibles compradores, etc. “Es verdaderamente arrancar de ceros”, señala Nancy, quien ha analizado el impacto de los proyectos hidroeléctricos en varias zonas del país y conoce de primera mano cuáles son sus pros y sus contras.

Un futuro incierto

Los dos guías, embarrados hasta las rodillas y con las camisas empapadas en sudor, aparecen por un doblez de la trocha. La yegua viene con ellos. La encontraron en el fondo del cañón, con la silla intacta y los bultos aún amarrados. La mandan de regreso con Aníbal, el guía que va de vuelta a San Agustín. El grupo sigue a pie rotándo los caballos que quedan y haciendo un esfuerzo físico y mental por llegar hasta la meta.

En ese momento, por fin, nos damos cuenta de dónde estamos. Es real: estamos recorriendo el viejo camino de la Laguna de la Magdalena, el corredor que unió el centro del país con Ecuador y la región del Macizo Colombiano en los departamentos de Huila y Cauca. Lugar donde la Cordillera de los Andes se bifurca en tres y donde nacen el Río Magdalena, el Cauca y el Caquetá. Por siglos, ésta fue la ruta indígena de comercio y, luego, con la llegada de los españoles, el camino real se volvió el puente entre la zona sur y la zona central del país, donde estaba asentada la burocracia. Así, este paisaje ha sido terreno de indígenas, de colonos españoles, de comerciantes rumbo a Quito y de peregrinos rumbo al Santuario de Las Lajas.

La llegada al nacimiento del  río es un momento casi místico. Es, a fin de cuentas, el referente geográfico con el que todo un país ha crecido. Tan símbolo patrio como la bandera, el himno y Bolívar. La neblina cubre la montaña. De vez en cuando se logra ver la laguna donde todo empieza, donde nace el río más importante de Colombia. Las nubes se dispersan por un momento, y allá, a escasos 100 metros, entre frailejones centenarios se entrevé la laguna. Sin la hazaña remontando los empinados caños que bajan de la cordillera, nadie podría imaginar que es aquí, en ese pozo de agua quieta y critalina donde comienza la vida turbulenta de un río que por décadas olvidamos y ahora, quizás ya tarde, intentamos recordar.

*Los nombres de estos personajes han sido cambiados.

**Camila Gómez Wills es estudiante de Derecho. Este trabajo se produjo en la clase Crónicas y reportajes de la Opción del Ceper.

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