Atentado Utoya o de cómo vivir en la historia

La realidad de esta masacre, que revive en esta obra, no se experimenta por medio de una distancia entre espectador y obra. No se asiste a la sala a ver pasar las imágenes, a ver una recreación de los hechos. El asesinato en la isla Utøya no es un mundo aparte ni un mero objeto de contemplación, sino una experiencia que a través de los sentidos nos acerca a su crudeza.

por

Daniel Zorrilla


18.07.2019

Cuando una obra apela al lector directamente, hay que detenerse a pensar en su advertencia. El diálogo con el que abre Utøya 22. Juli (2018), la última película del director noruego Erik Poppe, me recuerda a la frase con la que abre la novela House of Leaves del Mark Z. Danielewski: “This is not for you”. El núcleo de la narración en la película de Poppe abre con un plano fijo que mira a los árboles. La cámara, a pesar de tener un encuadre fijo, se mueve, como si respirara. Alguien detrás de ella está viendo hacia los árboles, alguien espera a la llegada de Kaja (Andrea Berntzen). Después de unos pocos minutos de espera Kaja entra al cuadro y quiebra la barrera entre ficción y realidad, pues mira a la cámara y dice: [N]unca lo vas a entender.

Desde ese momento el espectador entiende que esa cámara que respira es él mismo. Kaja no le está hablando a un sujeto aparte del campamento en la isla Utøya, sino a uno como espectador, que ha entrado en mundo de la narración y ahora participa de la horrible masacre que en pocos minutos dará inicio. Las palabras de Kaja, como las de Danielewski, están dirigidas directamente al receptor de la obra. Ambas hablan en segunda persona, pero también ambas recalcan la idea de que esta experiencia en la que se ha embarcado no es aprehensible por medio de la razón. En el caso de la película, la invitación es a no ver la con los ojos de un arqueólogo o un cinéfilo, sino ante los ojos de una de las personas que fue víctima de la masacre. Lo que en principio pareciera ser una barrera, una imposibilidad de entrar y comprender la obra, se convierte en un llamado vivir la película de manera distinta: ver con los ojos de la víctima y sentir el miedo. La película no parece buscar una mirada fría y estéril que descomponga las razones de la masacre, sino que el espectador supere su barrera de comodidad con el sillón y participe de delirio de una masacre. A diferencia de otras películas que insisten en descomponer las causas de los asesinatos, porque creen que en la comprensión y explicación del duelo está su resolución, aquí la cámara se presta para una comprensión sensitiva desde los ojos de una posible víctima. El espectador es víctima de la masacre, vive y participa de ella, así como los reporteros en las guerras, que paseaban sus cámaras por los campos de batalla y documentaban el tormento de las batallas.

La historia que narra Utøya ocurrió en Oslo en 2011. Anders Behring Breivik, disfrazado de policía, armado con un rifle llega a la isla donde una gran cantidad de jóvenes noruegos acampan y asesina a su gran mayoría. Minutos antes de la masacre un carro bomba había explotado en el distrito gubernamental de Oslo. La película inicia con imágenes de archivo, muchas recogidas por cámaras de seguridad, de esa explosión. Poppe jamás se detiene a pensar qué llevan a esta persona a cometer este acto de violencia. Él no está interesado en hacer una genealogía del mal ni una arqueología de la violencia, sino hablar de un episodio histórico que había sido ignorado por las discusiones contemporáneas. Su compromiso ante la obra es con las víctimas y lo logra con una reconstrucción de este teatro de la violencia que nunca se cruza con el morbo del espectáculo. Dice Guy Debord en su libro La sociedad del espectáculo todas las experiencias las hemos transformado en espectáculos y que la realidad “se despliega en su propia unidad general como un seudónimo aparte, un objeto de mera contemplación” (Debord 37). Creo que el director, por medio del uso de la cámara, de aquello que decide encuadrar, y por la construcción del campo sonoro, no cae en la mera representación ni en el campo del espectáculo. La realidad de esta masacre, que revive en esta obra, no se experimenta por medio de una distancia entre espectador y obra. No se asiste a la sala a ver pasar las imágenes, a ver una recreación de los hechos. El asesinato en la isla Utøya no es un mundo aparte ni un mero objeto de contemplación, sino una experiencia que a través de los sentidos nos acerca a su crudeza.

Pasolini habla en un corto ensayo llamado “Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología de la realidad” de que el plano secuencia se caracteriza, principalmente, porque es un plano subjetivo. La película de Erik Poppe, después de una introducción hecha a partir de imágenes de archivos, ocurre toda como un plano secuencia. No hay ni un solo momento en el que haya un corte. Se ha preparado de forma muy atenta y medida una gran coreografía para la muerte. En palabras de Pasolini: “El tiempo del plano-secuencia, entendido como elemento esquemático y primordial del cine – es decir, como una toma subjetiva infinita – es, por consiguiente, el presente” (Pasolini 322). Aunque el acto de ver una película ocurre siempre en el presente, así los acontecimientos de su narración estén enmarcados en otra temporalidad, el uso del plano secuencia insiste en ese estado presente. Poppe juega, gracias a este uso de la cámara, con la barrera entre ficción y documental: es claro que esta obra no proviene de la masacre que ocurrió en 2011, no es un documento de archivo ni grabado in situ, pero sí revive esa masacre desde un punto de vista secuencial que crea la ilusión de realidad y simultaneidad, hace de la masacre un aquí y ahora. La obra no se monta en estudio, por lo menos no toda esta gran sección, porque el plano secuencia produce su montaje en directo. Cabe aclarar que no se puede caer en el equívoco de llamar a este uso del plano como un ejercicio de objetividad. El magnífico trabajo de Martin Otterberck con la cámara no deja de lado la composición, algo que Pasolini señala como otra gran característica del plano-secuencia. En lo que seguro fue un arduo y complicado trabajo de preproducción, Otterberck ha diseñado una coreografía con su cámara en la que, a pesar de estar en un plano secuencia y de hacer sentir al espectador como una persona de la isla, la cámara no ve como las personas comúnmente lo hace. Hay un artificio en el plano, la imagen a veces se detiene para mostrarnos un cuadro construido de forma adrede, compuesto, apto para ser desmenuzado y leído en términos de composición. Esta es parte de la magia de la obra, que a pesar de su inmersión no deja el artificio de lado, característica que ayuda a separarla un poco más del documental.

Durante la obra nunca vemos las armas ni los cuerpos ser abatidos por las balas, todo se construye a partir de un universo sonoro bastante completo hecho por Hans Oland Strand. Todo suena en este espacio. Los pasos de las personas, la respiración de los personajes, los pájaros, las hojas siendo aplastadas por los pasos, al agua agitándose con violencia y, en especial, los disparos. El universo sonoro no sólo es un elemento inmersivo, sino de significación. Las pausas entre los disparos juegan con los ritmos de la narración y con la tensión dramática. La esperanza y el miedo se juegan el terreno de las sensaciones y se dosifican al espectador por la ausencia y presencia de los sonidos.

Gran parte del valor de esta película se encuentra en reconstruir y hacer memoria por medio de un ejercicio inmersivo. Las imágenes más desgarradoras de esta obra no están llenas de sangre y cadáveres, sino de la misma ausencia de estos. Un lugar que se había llenado por medio de las voces y de los gritos de las personas, ahora está envuelto en silencio. La ausencia de los cuerpos es más dolorosa e inquietante, las imágenes de las carpas vacías son suficientes para hablar de todo el dolor que no pareciera estar en cuadro. Poppe encuentra una manera de hacer duelo y una crítica a la violencia sin hacer una apología. Es muy útil sumergirse en la experiencia de esta obra, pero también estudiar su construcción. Quizá otra manera para hacer duelo es la creación de narraciones que hagan al espectador alguien que participa directamente. Utøya 22. Juli se mueve entre el testimonio y la ficción: somos testigos de la masacre, pero nadie no las está narrando. No se crea un relato tradicional sobre un hecho histórico, sino que se revive tal acontecimiento, se hace presente en su proyección y en la forma que uno lo vive. La obra de Poppe nos abre la puerta invita a explorar la creación con una mirada que no deja de lado lo político ni lo estético del lenguaje cinematográfico. Él ve en esta manera de hacer cine un camino para la reparación y para la conciencia, sin caer en el lugar de lo vulgar o lo sangriento. Esto no quiere decir que no se una obra violenta: la violencia está presente en cada capa, en cada cuadro, en cada bala y, sobre todo, en cada silencio. Volviendo quizá al inicio de este texto, que como la obra de Poppe parece no cerrarse, la invitación al espectador no es a entender la película. Las acertadas palabras de Kaja quieren prepararnos para otro tipo de experiencia en sala, a una experiencia que se construye en el fluir del tiempo y que nos hace partícipes de ese flujo; dejar a un lado la mirada del científico que descompone la obra y entregarse al mismo horror de una experiencia que por años se consideraba tabú.

(Para quien quiera leer, los datos bibliográficos son:

Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. Trad. José Luis Pardo. Pre-Textos, 2012.

Pasolini, Pier Paolo. Empirismo herético. Trad. Esteban Nicotra. Editorial Bruja, 2005.)

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